Hubo una hora de inmensa alegría en aquella multitud.
Mirabeau olvidó un instante a la Reina, y por un momento Billot no se acordó de Catalina.
El Rey se retiró en medio de aclamaciones universales.
La Asamblea volvió a su sala de sesiones acompañada del mismo cortejo con que había llegado.
En cuanto a la bandera que la ciudad de París dio a los veteranos —dice la Historia de la Revolución, por Dos amigos de la libertad—, se decretó que permaneciera suspendida de las bóvedas de la Asamblea, como un monumento para las legislaturas futuras de la época feliz que se acababa de celebrar, y como emblema propio para recordar a las tropas que están a los dos poderes, y que no pueden desplegarla sin su intervención.
¿Preveía Chapelier, a cuya proposición se expidió este decreto, el 27 de julio, el 24 de febrero y el 2 de diciembre?
Llegó la noche. La fiesta de la mañana se había dado en el Campo de Marte; la fiesta nocturna fue en la Bastilla.
Ochenta y tres arboles, tantos como departamentos había, representaron, cubiertos con sus hojas, las ocho torres de la fortaleza, sobre cuyos cimientos se habían plantador varios cordones de luces se corrían de árbol en árbol, y en medio se elevaba un mástil gigantesco, con una bandera en la cual se leía la palabra LIBERTAD. Cerca de los fosos, en una tumba abierta expresamente, hallábanse enterrados los hierros, las cadenas, las verjas de la Bastilla, y aquel famoso bajorrelieve del reloj que representaba esclavos encadenados. Además, se habían dejado abiertos, iluminándolos de una manera lúgubre, aquellos calabozos que habían absorbido tantas lágrimas, ahogado tantas quejas; y en fin, cuando atraído por la música que resonaba en medio del follaje se penetraba hasta el sitio donde en otro tiempo estaba el patio interior, encontrábase una sala muy bien iluminada, sobre cuya puerta se leían estas palabras, que no eran más que la realización de la profecía de Cagliostro:
Aquí se baila
En una de las mil mesas colocadas alrededor de la Bastilla, y bajo aquella sombra improvisada que representaba la antigua fortaleza casi tan exactamente como las piececillas cortadas del señor arquitecto Palloy, dos hombres reparaban sus fuerzas agotadas por todo un día de marchas, de contramarchas y maniobras.
Ante sí tenían un enorme salchichón, un pan de cuatro libras y dos botellas de vino.
—A fe mía —dijo, vaciando su vaso de un solo trago el más joven de ellos, que vestía el uniforme de capitán de la guardia nacional; mientras que el otro, que por lo menos redoblaba la edad, llevaba el de federado—, a fe mía que es buena cosa comer cuando se tiene hambre y beber cuando se tiene sed.
Y después de una pausa, añadió:
—Pero vos no hacéis ni lo uno ni lo otro, padre Billot…
—Ya he comido y bebido, y sólo necesito una cosa —contestó el labrador.
—¿Cuál?
—Te lo diré, amigo Pitou, cuando haya llegado la hora de sentarme a la mesa.
Pitou no vio malicia en la contestación de Billot; este último había bebido y comido poco, a pesar de la fatiga del día; pero desde su salida de Villers-Cotterêts para París, y durante los cinco días, o más bien, las cinco noches de trabajo en el Campo de Marte, Billot había comido y bebido también muy poco.
Pitou no ignoraba que ciertas indisposiciones, sin ser de ningún modo peligrosas, privan momentáneamente del apetito a los hombres más robustos, y cada vez que notó lo poco que Billot comía, habíale preguntado, como acababa de hacerlo, por qué no comía más, pregunta a la cual contestó Billot que no tenía gana, dándose Pitou por satisfecho con esto.
Pero había una cosa que contrariaba al joven: no era la sobriedad de estómago de Billot, pues cada cual es libre de comer o no comer, sino la sobriedad de palabras del labrador.
Cuando Pitou comía acompañado agradábale hablar, habiendo notado que la palabra, sin perjudicar la deglución, ayudaba la digestión; y tan persuadido estaba de esto, que siempre que se sentaba a la mesa solo, cantaba, a menos de estar triste.
Pero el joven no tenía ningún motivo, sino todo lo contrario.
Su vida de Haramont, desde hacía algún tiempo, había vuelto a ser muy agradable para él, porque, según se ha visto, Pitou amaba, o más bien, adoraba a Catalina, e invito al lector a tomar al pie de la letra esta frase. Ahora bien, ¿qué necesitan el italiano o el español que adoran a la Virgen? Ver su imagen, arrodillarse ante ella y rezarla… ¿Qué hacía Pitou?
Apenas llegada la noche corría hacia la Piedra Clouisa, para ver a Catalina, arrodillarse delante de ella y suplicarla.
Y la joven, agradecida al inmenso servicio que Pitou le había prestado, dejábale hacer. Tenía los ojos en otra parte, más lejos y a mayor altura…
Pero de vez en cuando, el buen muchacho experimentaba un ligero sentimiento de celos, siempre que le era preciso presentar a Catalina una carta de Isidoro, o cuando llevaba a correos la contestación de la joven.
Pero de todas maneras, esta situación era incomparablemente mejor que la que tenía en la granja a su regreso de París, cuando Catalina, reconociendo en Pitou un demagogo, un enemigo de los nobles y de los aristócratas, le había puesto a la puerta diciéndole que no había trabajo en la granja para él.
Pitou, que ignoraba la preñez de Catalina, no dudaba que aquella situación debía ser siempre la misma.
Por eso había abandonado a Haramont, aunque con mucho sentimiento, pero obligado por su grado superior a dar ejemplo de celo; y se despidió de Catalina, recomendándola al padre Clouis y prometiendo volver lo más pronto que le fuera posible.
Pitou, por lo tanto, no había dejado tras sí nada que pudiera entristecerle.
En París tampoco había tropezado con ninguna dificultad que pudiera causarle pesar.
Encontró al doctor Gilberto, a quien dio cuenta del empleo de sus veinticinco luises, trasladándole las gracias y buenos deseos de los treinta y tres guardias nacionales que con ayuda de aquel dinero habían obtenido sus uniformes. El doctor Gilberto le dio otros veinticinco luises para aplicarlos, no ya a las necesidades exclusivas de la guardia nacional, sino también a las suyas propias.
Pitou había aceptado sencilla e ingenuamente los veinticinco luises.
Puesto que el doctor era un Dios para él, no había inconveniente en aceptar sus dádivas.
Cuando Dios daba la lluvia o el sol, jamás se le había ocurrido a Pitou la idea de tomar paraguas o una sombrilla para rechazar los dones de Dios.
No; había aceptado una cosa y otra, y así como las flores, como las plantas y los árboles, siempre había estado bien.
Además, después de reflexionar un momento, Gilberto levantó su cabeza pensativa y le dijo:
—Creo, amigo Pitou, que Billot tiene muchas cosas que referirme, y mientras que hablamos, ¿no te parece bien hacer una visita a Sebastián?
—¡Oh, sí, señor Gilberto! —exclamó palmoteando como un niño—, grandes deseos tenía de hacerlo así, pero no osaba pediros permiso.
Gilberto reflexionó un instante.
Después, cogiendo una pluma, escribió algunas palabras en un papel y le dobló en forma de carta para su hijo.
—Toma —dijo a Pitou—, busca un coche y ve a ver a Sebastián; según lo que le escribo, probablemente deberá hacer una visita, y tú le conducirás adonde ha de ir. ¿No es verdad, querido Pitou? Le esperarás a la puerta. Tal vez hayas de estar una hora de plantón, o acaso más; pero conozco tu complacencia, y comprendiendo que me prestas un servicio, no te servirá de molestia.
—¡Oh!, no tengáis cuidado —contestó Pitou—, pues nada me molesta, señor Gilberto, y además, compraré un buen pedazo de pan cuando pase por delante de una tahona, y si me aburro en el coche, comeré.
—¡Buen recurso! —exclamó Gilberto—, mas te advierto, Pitou, como consejo de higiene —añadió el doctor, sonriendo—, que no conviene comer pan seco, y que es bueno acompañarle de la bebida.
—Pues entonces —repuso Pitou—, compraré, además del pedazo de pan, otro de queso y una botella de vino.
—¡Bravo! —exclamó Gilberto.
Y con este estímulo Pitou salió, fue en busca de un coche, dando orden de conducirle al Colegio de San Luis, y allí preguntó por Sebastián, que se paseaba en el jardín reservado. Levantóle entre sus brazos como Hércules a Telefo, le abrazó a su gusto, y dejándole después en tierra le entregó la carta de su padre.
Sebastián comenzó por besarla con ese tierno amor que profesaba a su padre, reflexionó un instante y preguntó:
—¿No te ha dicho mi padre, Pitou, que debes acompañarme a una casa?
—Si te conviene ir…
—Sí, sí —contestó vivamente el niño—, esto me conviene. Y dirás a mi padre que he aceptado con gusto.
—Bien —repuso Pitou—, parece que es algún sitio donde te diviertes.
—Es una casa donde no he estado más que una vez, Pitou, pero adonde me alegro mucho volver.
—En tal caso —dijo Pitou—, no tienes que hacer más que dar aviso de tu salida al abate Berardier; abajo tengo coche y te conduciré allá.
—Pues bien, querido Pitou, para no perder tiempo, lleva tú mismo al abate esta esquela de mi padre, mientras que yo me arreglo un poco, y me reuniré contigo en el patio.
Pitou llevó él escrito al director, obtuvo el permiso y bajó.
La entrevista con el abate Berardier satisfizo en cierto modo el amor propio de Pitou; se había dado a conocer como aquel pobre campesino que, cubierta la cabeza de un casco, armado de un sable y sin calzón casi, había alborotado el colegio, por las armas que llevaba y por la falta de ropa, un año antes, el día mismo de la toma de la Bastilla. Hoy se presentaba con el sombrero de tres picos, levita azul con vueltas blancas, calzón corto, y las charreteras de capitán en los hombros; hoy se presentaba con esa confianza en sí mismo que comunica la consideración de vuestros conciudadanos; y hoy, en fin, era diputado de la federación, y, por lo tanto, tenía derecho a todas las atenciones.
Por eso se las dispensó el abate.
Casi al mismo tiempo que Pitou bajaba la escalera del director del colegio, Sebastián salía también de su cuarto.
Ya no era un niño Sebastián, sino un bello joven de dieciséis a diecisiete años, con hermosos cabellos castaños y ojos azules y brillantes, animados del primer ardimiento juvenil.
—Ya estoy aquí —dijo a Pitou muy contento.
Pitou le miró con tanta alegría mezclada de asombro, que Sebastián debió repetir por vez segunda su invitación:
Entonces Pitou siguió al joven.
—Ya sabrás —dijo a su compañero—, que ignoro dónde vamos; de modo que tú debes darme las señas.
—No tengas cuidado —contestó Sebastián.
Y dirigiéndose al cochero, añadió:
—Calle de Coq-Héron, número 9, primera puerta cochera, entrando por la calle de Coquilliere.
Estas señas no decían absolutamente nada a Pitou, y subió al coche detrás de Sebastián sin hacer ninguna observación.
—Pero, querido Pitou —dijo el joven—, si la persona a quien deseo ver está en su casa, probablemente permaneceré allí una hora o más.
—No te inquietes por esto, Sebastián —contestó Pitou, abriendo su enorme boca para reír alegremente—, el caso está previsto. ¡Alto, cochero! —gritó después.
En efecto, en aquel momento pasaban por delante de una tahona: el coche se detuvo, Pitou bajó, compró un pan de dos libras y volvió al coche.
Un poco más lejos, Pitou detuvo al cochero por segunda vez.
Enfrente se veía una taberna.
Pitou bajó para comprar una botella de vino, volviendo a ocupar su puesto junto a Sebastián.
En fin, Pitou volvió a pronunciar la palabra ¡alto!, delante de una tocinería.
Y bajó de nuevo para comprar un cuarterón de queso de cerdo.
—Y ahora —dijo al cochero—, sigue adelante sin detenerte hasta la calle de Coq-Héron, pues ya tengo cuanto necesito.
—¡Bueno, ya comprendo tu objeto —dijo Sebastián—, y estoy tranquilo!
El coche rodó hasta la calle de Coq-Héron, y se detuvo en el número 9.
A medida que se acercaba a la casa, Sebastián parecía sobrecogido de una agitación febril que iba en aumento; de pie en el coche, pasaba la cabeza por la portezuela y gritaba al cochero, sin que este, dicho sea en honor suyo, avivase en lo más mínimo el paso de sus dos rocines:
—¡Vamos, cochero, más deprisa, más deprisa!
Sin embargo, como es preciso que cada cosa llegue a su término, así el arroyo como el río y como el Océano, el coche llegó a la calle de Coq-Héron y se detuvo delante del número 9.
En aquel instante, sin esperar la ayuda del cochero, Sebastián abrió la portezuela, abrazó por última vez a Pitou, saltó a tierra, llamó con viveza a la puerta, que se abrió al punto, preguntó al conserje si estaba la señora condesa de Charny, y antes de que se le hubiese contestado se lanzó hacia el pabellón.
El conserje, al ver un muchacho tan guapo y bien vestido le dejó libre el paso, y como la condesa estaba en casa, se contentó con cerrar la puerta, después de haberse asegurado de que nadie seguía al niño ni deseaba entrar con él.
Al cabo de cinco minutos, mientras que Pitou cortaba con su cuchillo el queso de cerdo, con su botella de vino entre las piernas, ya destapada, y en disposición de comenzar a comer, el conserje abrió la portezuela del coche, con su gorro en la mano, y dijo a Pitou estas palabras, que debió repetir dos veces:
—La señora condesa de Charny ruega al capitán Pitou que le haga el honor de entrar en su casa, en vez de esperar al señor Sebastián en el coche.
Ya hemos dicho que Pitou se hizo repetir estas palabras dos veces; pero como a la segunda no era ya posible engañarse, forzoso le fue, ahogando un suspiro, tragarse el bocado, envolver en su papel el queso de cerdo, y colocar la botella en un ángulo del coche para que no se derramase el vino.
Después, muy asombrado de la aventura, siguió al conserje, pero su aturdimiento redobló al ver que le esperaba en la antecámara una hermosa dama, la cual, estrechando a Sebastián contra su pecho, ofrecía la mano a Pitou, diciéndole:
—Señor capitán, me habéis proporcionado una alegría tan grande e imprevista trayéndome a Sebastián, que he querido daros las gracias yo misma.
Pitou miraba y balbuceaba, pero sin tocar la mano de la hermosa dama.
—Coge esa mano, Pitou —dijo Sebastián—, mi madre lo permite.
—¿Tu madre? —exclamó Pitou.
Sebastián hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—Sí, su madre —dijo Andrea, con la mirada radiante de alegría—; su madre, a cuya presencia le habéis traído después de estar ausente nueve meses; su madre, que tan sólo le había visto una sola vez, y que con la esperanza de que le conduzcáis de nuevo, no quiere tener secretos para vos, aunque este debiera ser su pérdida si se descubriese.
Siempre que se hablaba a la lealtad o al corazón de Pitou, era seguro que el buen muchacho dejaría de estar turbado y de vacilar.
—¡Oh, señora! —exclamó, cogiendo la mano que la señora condesa de Charny le ofrecía y besándola—, vuestro secreto quedará aquí.
Y levantando la mano, aplicóla con cierta dignidad a su corazón.
—Ahora, señor Pitou —prosiguió la condesa—, mi hijo me ha dicho que no habíais almorzado; entrad en el comedor, y mientras que yo hablo con Sebastián os servirán y recobraréis el tiempo perdido; complacedme en esto y quedaré muy satisfecha.
Y saludando a Pitou con una de esas miradas que jamás había tenido para ninguno de los más ricos señores de la corte de Luis XV o la de Luis XVI, se llevó a Sebastián a través del salón hasta su alcoba, dejando a Pitou, bastante aturdido aún, esperando en el comedor el efecto de la promesa que se le acababa de hacer.
A los pocos instantes quedó cumplida: se pusieron sobre la mesa dos chuletas, un pollo fiambre, un bote de confitura, una botella de vino de Burdeos, y junto a este un vaso de cristal de Venecia, fino como la muselina, así como buen número de platos de porcelana.
A pesar de la elegancia del servicio, no nos atreveríamos a decir que Pitou no echó de menos su pan de dos libras, su queso de cerdo y su botella de vino.
Cuando comenzaba a trinchar el pollo, después de haberse comido las dos chuletas, la puerta del comedor se abrió, dando paso a un joven caballero que se disponía a cruzar el comedor para ir al salón.
Pitou levantó la cabeza, el caballero bajó los ojos, los dos se reconocieron al mismo tiempo, y a la vez profirieron esta doble exclamación:
—¡El señor vizconde de Charny!
—¡Ángel Pitou!
Este último se levantó; su corazón latía con violencia, y la vista del joven le recordó las emociones más dolorosas que jamás había experimentado.
En cuanto a Isidoro, la presencia de Pitou no le recordaba nada, como no fuesen los favores que, según le había dicho Catalina, esta debía al joven.
Ignoraba, y ni siquiera podía suponer el amor profundo que Pitou profesaba a Catalina, amor en el cual Pitou tuvo la fuerza suficiente para convertirle en abnegación. Por lo tanto, se dirigió al punto a Pitou, en el que tan sólo veía, a pesar de su uniforme, al coleccionador de la Bruyere-aux-Loups, al mozo de la granja de Billot.
—¡Ah, sois vos, señor Pitou! —exclamó—; me alegro mucho de veros para daros las más expresivas gracias por los servicios que nos habéis prestado.
—Señor vizconde —contestó Pitou con voz firme, aunque todo su cuerpo se estremecía—, esos servicios los he prestado por atención a la señorita Catalina, y a ella sola.
—Sí, hasta el momento en que supisteis que la amaba; pero desde este momento debo agradecer esos servicios por lo que a mí concierne, como, por ejemplo, la construcción de esa casita de la Piedra Clouisa; debéis haber gastado algún dinero…
Al decir esto Isidoro se llevó la mano al bolsillo, como para interrogar por una demostración la conciencia de Pitou.
Pero este último le detuvo.
—Caballero —dijo con esa dignidad que a veces se admiraba en él—, presto servicios cuando puedo, pero no los hago pagar nunca, sin contar, os lo repito, que yo los presto solamente a la señorita Catalina, a quien profeso amistad. Si ella creyese deberme alguna cosa, arreglaría su cuenta conmigo; pero vos, caballero, a nada me estáis obligado, pues todo lo hice en obsequio a ella; de modo que nada me debéis.
El tono con que Pitou pronunciara estas palabras llamó la atención a Isidoro, quien sólo entonces notó que su interlocutor llevaba charreteras de capitán.
—Sí tal, señor Pitou —insistió Isidoro—, os debo alguna cosa y tengo algo que ofreceros; os debo las gracias y os ofrezco mi mano; espero que me complaceréis aceptando las unas y tocando la otra.
Había tal grandeza en los modales, en la contestación de Isidoro y en el ademán que los acompañaba, que Pitou, vencido, alargó la mano y con las puntas de los dedos tocó los del vizconde.
En aquel momento se abrió la puerta del salón, y la condesa de Charny apareció en el umbral.
—Señor Vizconde —dijo—, tened la bondad de pasar por aquí.
Isidoro saludó a Pitou y obedeció a la invitación de Andrea.
Pero cuando iba a traspasar la puerta, sin duda para estar solo con la condesa, esta última la dejó entornada, quizá porque lo deseaba así.
De este modo Pitou pudo oír lo que se decía en el salón.
Entonces observó que la puerta de este, paralela a la suya, se hallaba abierta también; de manera que, aunque invisible, Sebastián podría oír lo que hablaran el Vizconde y la Condesa.
—Habéis preguntado por mí, caballero —dijo la Condesa a su cuñado—. ¿Puedo saber a qué debo vuestra feliz visita?
—Señora —contestó Isidoro—, ayer recibí noticia de Oliverio, y así en sus demás cartas, me encarga poner sus recuerdos a vuestros pies; no sabe aún cuando volverá, y le complacería, según me dice, recibir noticias de vos, bien por una carta vuestra, o ya encargándome yo de trasladarle vuestros cumplidos.
—Caballero —dijo la Condesa—, no he podido contestar hasta hoy a la carta que el señor de Charny me escribió al partir, puesto que ignoraba dónde está; pero me aprovecharé con gusto de vuestra mediación, y mañana, si tenéis a bien encargaros de una carta para el señor de Charny, la tendré ya escrita.
—Escribidla, señora —contestó Isidoro—; pero en vez de venir a recogerla mañana, lo haré dentro de cinco o seis días; debo emprender un viaje a todo punto necesario, e ignoro cuánto tiempo durará, mas apenas regrese me presentaré a vos para encargarme de cuanto gustéis.
Al decir esto Isidoro saludó a la Condesa, que al corresponderle indicóle otra puerta para la salida, por lo cual no debió atravesar el comedor, donde Pitou, después de dar cuenta del pollo, como antes de las chuletas, comenzaba con el bote de confitura.
Este último quedó muy pronto tan limpio como el vaso en que Pitou acababa de beber las últimas gotas de su botella de vino de Burdeos, y todo esto antes de que la condesa volviese con Sebastián.
Difícil hubiera sido reconocer a la severa señorita de Taverney o a la grave condesa de Charny en la joven madre de ojos brillantes de alegría y de afable sonrisa, que se presentaba apoyada en su hijo; sus mejillas pálidas, habían tomado bajo sus lágrimas, derramadas por la primera vez, un color sonrosado que la misma Andrea admiraba, y que el amor materno, es decir, la mitad de la existencia de la mujer, había devuelto a su rostro en aquellas dos horas pasadas con su hijo.
Aún sellaba con sus besos la mejilla de Sebastián; después se volvió a Pitou, estrechando la ruda mano de este entre las suyas tan finas y blancas que parecían de mármol reblandecido.
Sebastián, por su parte, abrazaba a Andrea con ese ardimiento que demostraba en todo cuanto hacía, y el único que pudo enfriar un momento el amor a su madre, por la imprudente exclamación que Andrea no pudo reprimir al hablarle de Gilberto.
Pero durante su soledad en el colegio de San Luis, durante sus paseos en el jardín reservado, el dulce fantasma maternal había reaparecido, volviendo el amor poco a poco al corazón del muchacho; de modo que cuando llegó a manos de este la carta de Gilberto, que le permitía ir, acompañado de Pitou, a pasar una hora o dos con su madre, aquella carta colmó los más secretos y tiernos deseos del niño.
Esto fue una delicadeza de Gilberto, el cual comprendía que, conduciendo él mismo a Sebastián a casa de Andrea, privaba a esta por su presencia de la mitad de la dicha de ver a su hijo; mientras que enviándole acompañado por otra persona que no fuera Pitou, comprometía un secreto que no era suyo.
Pitou se despidió de la condesa de Charny sin hacer ninguna pregunta, sin dirigir una sola mirada curiosa a cuanto le rodeaba, y conduciendo a Sebastián, que, deteniéndose a cada paso, besaba de nuevo a su madre, hasta que llegaron al coche, donde Pitou encontró su pan, su queso de cerdo y su botella de vino.
Ni en esto, así como tampoco en su viaje de Villers-Cotterêts, aún no había nada que pudiese contristar a Pitou.
Por la noche Pitou había ido a trabajar al Campo de Marte, al que volvió los días siguientes. Había recibido muchos elogios del señor Maillard, que le reconoció, y del señor de Bailly, a quien se dio a conocer; encontró a los señores Elie y Hullín, vencedores de la Bastilla como él, y vio sin envidia la medalla que llevaban en el ojal, a la que él mismo y Billot tenían tanto derecho como el que más. Por fin, llegado el famoso día, fue a ocupar, a primera hora de la mañana, el puesto que tenía señalado con Billot en la puerta de San Dionisio. De la extremidad de tres cuerdas diferentes había descolgado un jamón, un pan y una botella de vino. Llegó a la altura del altar de la Patria, donde había bailado una farándula, teniendo cogida de la mano a una actriz de la Ópera, y de la otra a una religiosa Bernardina. Al llegar el Rey, fue a ocupar su puesto, y tuvo la satisfacción de verse representado por Lafayette, lo cual era un gran honor para él; después de los juramentos prestados, de los cañonazos que se dispararon y de las músicas en los aires, cuando el general pasó con su caballo blanco entre las filas de sus queridos compañeros, tuvo la alegría de ser reconocido por él y de obtener su parte en uno de los treinta o cuarenta mil apretones de manos que Lafayette había distribuido durante el día. Después de esto había salido del Campo de Marte con Billot, deteniéndose luego a mirar las iluminaciones y los fuegos artificiales de los Campos Elíseos. Hecho esto, siguió los bulevares, y para no perder nada de las diversiones de aquel gran día, en vez de ir a descansar, como lo habría hecho cualquier otro por no poder sostenerle las piernas después de tanta fatiga, él, que no sabía lo que era el cansancio, fue a la Bastilla, donde encontró en la torre del ángulo una mesa desocupada, a la cual hizo llevar, como ya hemos dicho, dos libras de pan, dos botellas de vino y un salchichón.
Para el hombre que ignoraba que al anunciar a la condesa de Charny una ausencia de siete u ocho días, en Villers-Cotterêts era donde Isidoro se proponía pasar este tiempo; para el hombre que ignoraba que seis días antes Catalina había dado a luz un niño; que después abandonó la casita de la piedra Clouisa durante la noche, y que, por fin, llegó con Isidoro a París, donde la vista de Billot y Pitou la hizo proferir un grito y recostarse en el coche, no había en rigor nada muy triste. Muy por el contrario, el trabajo del Campo de Marte, aquel encuentro con los señores Maillard y Bailly, Elie y Hullín, la farándula bailada con una actriz de la Ópera y una religiosa Bernardina, el reconocimiento de Lafayette, el apretón de manos con que este le favoreció, y, en fin, las iluminaciones, los fuegos artificiales, aquella Bastilla ficticia y aquella mesa con pan, un salchichón y dos botellas de vino, eran cosas que debían complacer a Pitou.
Lo único que podía apesadumbrar a Pitou en todo eso era la tristeza de Billot.