Capítulo LXVIII

El inmenso trabajo que debía convertir una extensa llanura en un gran valle entre dos colinas, se terminó en la noche del 13 de julio, gracias a la cooperación de todo París.

Muchos operarios, a fin de asegurarse su puesto al día siguiente, se habían echado como vencedores en el campo de batalla.

Billot y Pitou habían ido a reunirse con los federados, ocupando su puesto en medio de ellos en el bulevar; y la casualidad quiso, como acabamos de ver, que el punto señalado a los representantes del departamento del Aisne fuera precisamente aquel a que llegó el coche que conducía a París a Catalina y su hijo.

Y, en efecto, aquella línea, compuesta de federados tan sólo, se extendía desde la Bastilla al bulevar Bonne-Nouvelle.

Cada cual había hecho cuanto podía para recibir a sus huéspedes amados. Cuando se supo que los bretones, esos primogénitos de la libertad, llegaban ya, los vencedores de la Bastilla salieron a su encuentro hasta Saint-Cyr y los conservaron consigo.

Entonces hubo extraños impulsos de patriotismo y desinterés.

En cuanto a este último, los posaderos se reunieron, y de común acuerdo, en vez de aumentar los precios, los disminuyeron.

Los periodistas, esos rudos luchadores de todos los días, que se hacen una guerra incesante por esas pasiones que enconan generalmente los odios en vez de olvidar, los periodistas —por lo menos dos, Loustalot y Camilo Desmoulins— propusieron un pacto federativo entre los escritores. Renunciaban a toda competencia, a toda envidia, prometiendo no manifestar en adelante más emulación que la del bien público. Este era el patriotismo.

Por desgracia, la proposición de aquel pacto no tuvo eco en la prensa, y así para el presente como para el porvenir se redujo a una sublime utopía.

La Asamblea había experimentado también una parte de la sacudida eléctrica que agitaba a Francia como un terremoto. Algunos días antes, a propuesta de los señores Montmorency y de La Fayette, había abolido la nobleza hereditaria, defendida por el abate Maury, hijo de un zapatero de pueblo.

Desde el mes de febrero, la Asamblea había comenzado por suprimir la herencia del mal, acordando, con motivo de la muerte de los hermanos Agasse en la horca, que el cadalso no infamase a los hijos ni a los parientes del culpable.

Además, el mismo día en que la Asamblea suprimió la transmisión del privilegio, como abolió la del mal, un alemán de las orillas del Rhin, que había cambiado sus nombres de Juan Bautista por el de Anacarsis Clootz, varón prusiano, nacido en Cleves, se había presentado como diputado del género humano; le acompañaban unos veinte hombres de todos los países, con sus trajes nacionales, todos desterrados, y venían a pedir en nombre de los pueblos, únicos soberanos legítimos, su lugar en la federación.

Se destinó uno para el Orador del género humano. Por otra parte, la influencia de Mirabeau se hacía sentir diariamente, y gracias a este poderoso campeón la corte conquistaba partidarios, no tan sólo en las filas de la derecha, sino también en las de la izquierda. La Asamblea había votado, casi diremos con entusiasmo, veinticuatro millones de lista civil para el Rey, y una viudedad de cuatro para la Reina.

Esto era devolver a los dos con creces los doscientos ocho mil francos de deudas que habían pagado por el elocuente tribuno, y los seis mil de renta mensual que le señalaron.

Por lo demás, Mirabeau no parecía haberse engañado tampoco respecto al espíritu de las provincias; los federados que fueron recibidos por Luis XVI llevaban a París el entusiasmo por la Asamblea nacional, pero al mismo tiempo la religión por la monarquía. Se quitaban el sombrero delante del señor de Bailly, gritando: «¡Viva la nación!», pero se arrodillaban delante de Luis XVI y depositaban las espadas a sus pies al grito de «¡Viva el Rey!».

Por desgracia, el Rey, poco poético y caballeresco, contestaba mal a todos estos impulsos del corazón.

Y desgraciadamente también, la Reina, demasiado altiva, no apreciaba como era debido aquellos testimonios nacidos del corazón.

Además, la pobre mujer tenía algo sombrío en el fondo del pensamiento, algo semejante a uno de esos puntos oscuros que manchan la faz del sol.

Esta cosa sombría, esta úlcera que corroía su corazón, era la ausencia de Charny.

De Charny, que seguramente hubiera podido volver, y que permanecía junto al señor de Bouillé.

Por un momento, cuando vio a Mirabeau, tuvo la idea de ser coqueta con aquel hombre por pura distracción. Aquel poderoso genio había lisonjeado su amor propio real y femenino al arrodillarse a sus pies; pero, al fin y al cabo, ¿qué es el genio para el corazón? ¿Qué importan a las pasiones esos triunfos del amor propio, esas victorias del orgullo? Ante todo, la Reina había visto en Mirabeau, con sus ojos de mujer, al hombre material, al hombre aquejado de una obesidad enfermiza, con las mejillas surcadas, laceradas por la viruela, con sus ojos rojizos y su abultado cuello, y al punto le comparó con el vizconde Charny, el joven elegante, apuesto caballero, que estaba en la madurez de la belleza. Charny con su brillante uniforme, que le comunicaba el aspecto de un príncipe de las batallas; mientras que Mirabeau, con su traje vulgar, y cuando el genio no animaba su expresivo rostro, parecía un canónigo disfrazado. Al pensar esto se había encogido de hombros exhalando un profundo suspiro, y había tratado de penetrar la distancia, y con voz dolorosa, llena de sollozos, había murmurado: «¡Charny!, ¡oh, Charny!».

¿Qué importaban a la Reina en tales momentos las poblaciones reunidas a sus pies? ¿Qué le importaban aquellas oleadas de hombres impelidos como una marea por los cuatro vientos del cielo, y que hollaban las gradas del trono gritando: «¡Viva el Rey, viva la Reina!»? Si una voz bien conocida hubiese murmurado a su oído: «¡María, nada ha cambiado en mí; os amo como siempre!», esta voz hubiera hecho creer que nada tampoco había cambiado en torno suyo, y esto hubiera hecho más para satisfacer su corazón y serenar su frente que todos aquellos gritos, aquellas promesas y juramentos.

Al fin llegó el 14 de julio, impasible y a su hora, trayendo consigo esos pequeños y grandes acontecimientos que constituyen a la vez la historia de los humildes y de los poderosos, del pueblo y de la monarquía.

Como si el 14 de julio no hubiera sabido que llegaba para iluminar un espectáculo inusitado, desconocido y magnífico, vino con la frente cargada de nubes, con fuerte viento y lluvia.

Pero una de las cualidades del pueblo francés consiste en reírse de todo, hasta de la lluvia en los días de fiesta.

Los guardias nacionales parisienses y los federados de provincias, reunidos en los bulevares desde las cinco de la mañana, empapados de agua y muriéndose de hambre, reían y cantaban.

Verdad es que la población parisiense, que no podía preservarles de la lluvia, tuvo al menos la idea de darles el alimento necesario.

De todas las ventanas se comenzó a bajar con cuerdas panes, jamones y botellas de vino.

Lo mismo sucedió en todas las calles por donde pasaron; durante su marcha, ciento cincuenta mil personas ocupaban sus puestos en las eminencias del Campo de Marte, y otras tantas permanecían de pie detrás de ellas.

En cuanto a los anfiteatros de Chaillot y de Passy, estaban cargados de espectadores, cuyo número no era posible contar.

¡Magnífico circo, gigantesco anfiteatro, grandiosa arena, dónde se efectuó la federación de Francia, y dónde se celebrará algún día la federación del mundo!

¿Qué importa que veamos o no esa fiesta, puesto que nuestros hijos y el mundo entero la verán al fin?

Uno de los grandes errores del hombre es creer que el mundo entero se ha hecho para su corta vida, siendo así que esos encadenamientos de existencias infinitamente breves, efímeras y casi invisibles, excepto a los ojos de Dios, son las que forman el tiempo, es decir, el período más o menos largo durante el cual la Providencia, esa Isis de cuádruples mamas que vela sobre las naciones, trabaja en su obra misteriosa, prosiguiendo su incesante génesis.

Seguramente que todos cuantos se hallaban allí, creían tener bien cogida por sus dos alas a la fugitiva diosa llamada Libertad, que no escapa y desaparece sino para volver cada vez más altiva y brillante.

Se engañaban, sin embargo, como se engañaron sus hijos al creer que la habían perdido.

¡Qué alegría y qué confianza en aquella multitud!, así en la que esperaba sentada como en la que permanecía de pie; lo mismo que en la que atravesaba el río por el puente de madera construido delante de Chaillot, invadía el Campo de Marte por el arco de Triunfo.

A medida que entraban los batallones federados, oíanse ruidosos gritos de entusiasmo —y tal vez también de asombro ante el espectáculo— proferidos por todas las bocas.

Y, en efecto, jamás semejante cuadro se había ofrecido a los ojos del hombre.

¡El Campo de Marte transformado como por encanto; una llanura convertida en menos de un mes en un valle de una legua de contorno!

Sobre los declives cuadrangulares de aquel valle, trescientas mil personas estaban sentadas o de pie. En el centro veíase el altar de la patria, al que se subía por cuatro escaleras correspondientes a los cuatro lados del obelisco que le sostenía.

En cada ángulo del monumento humeaba en inmensas cazoletas ese incienso que la Asamblea nacional ha decidido que no se queme sino para Dios.

En cada uno de los cuatro lados había inscripciones anunciando al mundo que el pueblo francés era libre, e invitando a las naciones a proclamar la libertad.

¡Oh, gran alegría de nuestros padres! ¡Fue tan viva, tan profunda y verdadera, que sus estremecimientos han llegado hasta nosotros!

Y sin embargo, el cielo hablaba como un augur antiguo.

A cada instante, pesados chaparrones, ráfagas de viento y nubes sombrías: 1793, 1814 y 1815.

Después, de vez en cuando y en medio de todo aquello, un sol brillante: 1830 y 1848.

¡Oh, profeta que hubieses venido a vaticinar a aquel millón de hombres! ¿Cómo te hubieran recibido?

¡Cómo los griegos recibieron a Calchas, como los troyanos recibían a Casandra!

Pero aquel día no se oyeron más que dos voces: la voz de la fe, a la cual contestaba la de la esperanza.

Delante de los edificios de la Escuela Militar se habían levantado galerías revestidas de colgaduras y sobrepuestas de banderas tricolores; estas galerías estaban reservadas para la Reina, para la corte y la Asamblea nacional.

Dos tronos semejantes, elevándose a tres pies de distancia uno de otro, estaban destinados al Rey y al presidente de la Asamblea.

¡Luis XVI, titulado, por aquel día solamente, jefe supremo y absoluto de los guardias nacionales de Francia, había transmitido su mando al señor de Lafayette!

¡Por lo tanto, este último era aquel día generalísimo de seis millones de hombres armados!

Su fortuna, más grande que él, tenía prisa por llegar a las cúspides, y no podía pasar mucho tiempo sin que declinase y se extinguiese.

Aquel día alcanzó su apogeo; pero así como esas apariciones nocturnas y fantásticas que pasan poco a poco de todas proporciones humanas, no se habían engrandecido desmesuradamente sino para disolverse en vapor, desvanecerse y desaparecer.

Pero durante la federación, todo era realidad y todo tenía el aspecto de esta.

Pueblo que debía presentar su dimisión; Rey cuya cabeza debía caer; generalísimo a quien los cuatro pies de su caballo blanco conducirían al destierro.

Y sin embargo, bajo aquella lluvia invernal, bajo aquellas ráfagas impetuosas, a la luz de aquellos rayos, no del sol sino del día, y filtrándose a través de la bóveda sombría de las nubes, los federados entraban en el inmenso circo por las tres aberturas del Arco del Triunfo; después, detrás de su vanguardia, por decirlo así, compuesta de unos veinticinco mil hombres que se desarrollaban en dos líneas circulares para abarcar el contorno del circo, venían los electores de París, seguidos de los representantes del distrito y de la Asamblea nacional.

Todos aquellos cuerpos, que tenían señalados sus puestos en las galerías que se apoyaban en la Escuela militar, seguían una línea recta, que se abría tan sólo, como la ola delante de una roca, para costear el altar de la Patria, reuniéndose más allá como lo habían hecho más acá, y tocando ya con la cabeza las galerías, mientras que la cola, inmensa serpiente, extendía su último repliegue hasta el Arco del Triunfo.

Detrás de los electores, de los representantes y de la Asamblea nacional, venía el resto del cortejo, federados, diputaciones militares y guardas nacionales.

Cada departamento llevaba su bandera distintiva, pero recogida, nacionalizada por aquel gran círculo de banderas tricolores que decían a los ojos y a los corazones estas dos palabras, las únicas con que los pueblos, esos obreros de Dios, hacen las grandes cosas: Patria, unidad.

Al mismo tiempo que el presidente de la Asamblea nacional se dirigía hacia su sillón, el Rey ocupaba el suyo y la Reina tomaba asiento en la tribuna.

¡Ay, pobre Reina! Su corte era mezquina; sus mejores amigas, teniendo miedo, se habían separado de ella; tal vez si se hubiese sabido que, gracias a Mirabeau, el Rey había obtenido veinticinco millones de viudedad, tal vez algunas habrían vuelto; pero se ignoraba.

En cuanto al que buscaba inútilmente con los ojos, María Antonieta sabía que a este no le atraerían a su lado ni el oro ni el poder.

A falta de él, sus ojos quisieron fijarse en alguna persona amiga y fiel. Preguntó dónde estaba el señor Isidoro de Charny, y por qué la monarquía, contando con tan pocos partidarios en medio de tan considerable multitud, no tenía sus defensores en su puesto.

Nadie sabía dónde estaba el vizconde de Charny, y aquel que la hubiese contestado que en aquella hora conducía a una joven aldeana, su amante, a una modesta casa situada en la vertiente de la montaña de Bellevue, la hubiera hecho sin duda encogerse de hombros, llena de compasión, si no la hubiese oprimido el corazón de celos.

¿Quién sabe, en efecto, si la heredera de los Césares no hubiera dado trono y corona, consintiendo en ser una humilde campesina hija de un oscuro labrador, para que la amase aún Oliverio como Catalina era amada de Isidoro?

Sin duda todos estos pensamientos la preocupaban cuando Mirabeau, sorprendiendo una de sus miradas dudosas que tanto tenían de rayo del cielo como de relámpago tempestuoso, no pudo menos de preguntarse en voz alta:

—Pero ¿en qué piensa la Reina?

Si Cagliostro hubiera estado bastante cerca para oír estas palabras, tal vez hubiera podido contestar: «Piensa en la máquina fatal que yo le hice ver en el castillo de Taverney en una botella de agua, y que reconoció cierta noche en las Tullerías bajo la pluma del doctor Gilberto». Pero se hubiera engañado el gran profeta que tan raras veces se engañaba.

Piensa en Charny ausente y en el amor extinguido. Y esto en medio del estrépito de quinientos tambores y de dos mil instrumentos de música que apenas se oían entre los gritos de «¡Viva el Rey!». «¡Viva la ley!». «¡Viva la nación!».

De pronto siguió un profundo silencio. El Rey estaba sentado, así como el presidente de la Asamblea nacional.

Doscientos sacerdotes, vistiendo sus albas blancas, se dirigían hacia el altar precedidos del obispo de Autun, señor de Talleyrand, el patrón de todos los que prestaban juramentos pasados, presentes y futuros.

Subió cojeando los escalones del altar: era el Mefistófeles esperando al Fausto, que debía aparecer el 13 vendimiario.

¡Una misa dicha por el obispo de Autun! Habíamos olvidado esto al hablar de los malos presagios.

En aquel momento redobló el temporal; hubiérase dicho que el cielo protestaba contra aquel falso sacerdote que iba a profanar el santo sacrificio de la misa, dando por tabernáculo al Señor un pecho que debían manchar tantos perjurios futuros.

Las banderas de los departamentos y las tricolores, acercadas al altar, formaban como un cinturón flotante que el viento agitaba, haciéndole ondular de continuo con violencia.

Terminada la misa, el obispo bajó algunos escalones y bendijo la bandera nacional, así como las de ochenta y tres departamentos.

Después comenzó la ceremonia del santo juramento.

Lafayette juraba el primero, en nombre de los guardias nacionales del reino.

El presidente de la Asamblea nacional juraba el segundo, en nombre de Francia.

El Rey juraba el tercero en su propio nombre.

Lafayette se apeó del caballo, atravesó el espacio que le separaba del altar, franqueo los escalones, desenvainó su espada, y apoyando la punta en el libro de los Evangelios, dijo, con voz firme y segura:

—Juramos ser siempre fieles a la nación, a la ley y al Rey; mantener con todas nuestras fuerzas la Constitución decretada por la Asamblea nacional y aceptada por el Rey; proteger, según las leyes, la seguridad de las personas y las propiedades, la circulación de los trigos y demás subsistencias en el interior del reino; cuidar de que ingresen las contribuciones públicas, sea cual fuere la forma en que existan, y mantener unidos a todos los franceses por los lazos indisolubles de la fraternidad.

Durante la ceremonia de aquel juramento reinó un silencio profundo.

Apenas hubo terminado, cien cañones, inflamándose a la vez, dieron la señal a los departamentos vecinos.

Entonces, de toda ciudad fortificada partió un inmenso relámpago seguido de ese trueno amenazador inventado por los hombres, y que, si la superioridad se mide por los desastres, ha vencido largo tiempo hace a la de Dios.

Como los círculos producidos por una piedra arrojada en medio de un lago, y que van ensanchándose hasta que llegan a la orilla, cada círculo de llama, cada estampido se extiende igualmente desde el centro a la circunferencia, desde París a la frontera, desde el corazón de Francia al extranjero.

Después el presidente de la Asamblea nacional se levantó a su vez, y hallándose de pie todos los diputados en torno suyo, dijo:

—Juro ser fiel a la nación, a la ley y al Rey, manteniendo con todas mis fuerzas la Constitución decretada por la Asamblea nacional y aceptada por el Rey.

Apenas concluyó la llama volvió a brillar, resonando el mismo trueno, que fue rodando de eco en eco hacia todas las extremidades de Francia.

Después le tocaba al Rey, que se levantó.

¡Silencio! Escuchad todos con qué voz prestará el juramento nacional, que en el fondo de su corazón vendía al hacerle.

¡Cuidado, señor, porque la nube se rasga, el cielo se abre y el sol aparece!

¡El sol es el ojo de Dios! ¡El Señor os mira!

—Yo, Rey de los franceses —dijo Luis XVI—, juro servirme de todo mi poder, que me ha sido delegado por la ley constitucional del Estado, para mantener la Constitución decretada por la Asamblea nacional, que yo acepté, y hacer ejecutar las leyes.

¡Oh, señor, señor! ¿Por qué no habéis querido esta vez tampoco jurar en el altar?

El 21 de junio contestará al 14 de julio; Varennes descifrará el enigma del Campo de Marte.

Pero falso o verdadero, el juramento no tuvo menos su llama y su estruendo.

Los cien cañones resonaron como para Lafayette y el presidente de la Asamblea, y la artillería de los departamentos fue a llevar por tercera vez este aviso amenazador a los reyes de Europa: «¡Tened cuidado; Francia está en pie, quiere ser libre, y así como aquel embajador romano que llevaba en un pliegue de su manto la paz y la guerra, está dispuesta a sacudir el suyo sobre el mundo!».