Durante la noche del 5 al 6 de julio, a eso de las once, el doctor Raynal, que acababa de acostarse con la esperanza —tan a menudo defraudada en los cirujanos y los médicos— de dormir bien, fue despertado por tres fuertes golpes en su puerta.
Ya sabemos que era costumbre del buen doctor, cuando llamaban durante la noche, abrir él mismo, a fin de ver antes a las personas que pudieran necesitarle.
Esta vez, como las otras, saltó de su lecho, se puso la bata y las zapatillas, y bajó tan rápidamente como era posible su estrecha escalera.
Por diligente que fuera, sin duda le pareció al visitante nocturno que tardaba demasiado, pues comenzó a llamar, pero esta vez sin medida, cuando de pronto se abrió la puerta.
El doctor Raynal reconoció al mismo lacayo que le había ido a buscar cierta noche para conducirle al alojamiento del vizconde de Charny.
—¡Oh! —exclamó el doctor al verle—, ¿vos aquí otra vez? Entended bien que no me quejo; pero si vuestro amo estuviese herido de nuevo, sería preciso que ande con más cuidado, pues no conviene ir así a los lugares donde llueven balas.
—No, caballero —contestó el criado—, no se trata de mi amo, ni tampoco de una herida, sino de algo que no es menos urgente. Acabad de vestiros, y abajo encontraréis un caballo, porque os esperan.
El doctor no pedía más que cinco minutos para vestirse, y esta vez, juzgando por el tono del criado, y sobre todo por su manera de llamar, que su presencia era urgente, no necesitó más que cuatro.
—Heme aquí —dijo, presentándose un momento después de haber desaparecido.
El criado, sin apearse, sujetó de la brida al caballo destinado al doctor Raynal, que montó al punto; pero en vez de tomar la izquierda, como lo había hecho la primera vez, se dirigió por la derecha, siguiendo al criado, que le indicaba el camino.
Se le conducía por el lado opuesto a Boursonnes.
Atravesó el parque, penetró en el bosque, dejando Haramont a su izquierda, y muy pronto se halló en una parte de aquel, tan accidentada que era difícil ir más lejos a caballo.
De repente se dejó ver un hombre, oculto detrás de un árbol, haciendo un movimiento.
—¿Sois vos, doctor? —preguntó.
El médico, que había detenido su caballo ignorando las intenciones de aquel hombre, reconoció entonces al vizconde Isidoro de Charny.
—Sí —contestó—, soy yo. ¿Adónde diablos me hacéis conducir, señor vizconde?
—Vais a verlo —contestó Isidoro—: Pero apeaos y seguidme.
El doctor obedeció, comenzando a comprender.
—¡Ah, ah! —exclamó—. Apostaría a que se trata de un parto.
Isidoro te cogió la mano.
—Sí, doctor, y, por consiguiente, espero que me prometeréis guardar silencio.
El doctor se encogió de hombros, como diciendo:
—¡Oh! Estad tranquilos, que otros muchos casos he conocido.
—Pues entonces, venid por aquí —dijo Isidoro—, contestando a su pensamiento.
Y en medio de los acebos, sobre la hojarasca que crujía, perdidos en la oscuridad de las hayas gigantescas, a través de cuyo follaje divisábase de vez en cuando una brillante estrella, los dos bajaron a las profundidades en que los caballos no podían penetrar.
A los pocos instantes el doctor distinguió la parte superior de la piedra Clouisa.
—¡Oh, oh! —exclamó el doctor—, ¿vamos acaso a la cabaña del buen viejo Clouis?
—No, precisamente —contestó Isidoro—, pero muy cerca.
Y dando la vuelta a la inmensa roca condujo al doctor ante la puerta de una pequeña construcción de ladrillo apoyada en la cabaña del antiguo guarda, tanto que se hubiera podido creer, y se creía efectivamente en los alrededores, que el buen hombre, para mayor comodidad, había agregado una dependencia a su alojamiento.
Pero la verdad es que, prescindiendo de Catalina, que yacía en un lecho, cualquiera se hubiera desengañado al dirigir una mirada al interior de aquella reducida habitación.
Las paredes revestidas de un bonito papel; las cortinillas de ambas ventanas, entre las cuales se veía un elegante espejo; una mesita tocador con todos sus efectos de porcelana, dos sillas, dos sillones, un canapé y una pequeña biblioteca constituían el interior, casi cómodo, como se diría hoy, que se presentaba a la vista al entrar en aquella reducida habitación.
Pero la mirada del doctor no se fijó en nada de esto; había visto a la mujer tendida en el lecho, y se dirigió ante todo hacia la paciente.
Al ver al doctor, Catalina había ocultado su rostro entre las manos, que no podían contener sus sollozos ni ocultar sus lágrimas.
Isidoro se acercó a ella, pronunciando su nombre, y la joven se dejó caer en sus brazos.
—Doctor —dijo el vizconde—, os confío la vida y el honor de la que es hoy mi querida, pero que algún día, así lo espero, será mi esposa.
—¡Oh!, ¡qué bueno eres, querido Isidoro, por decirme tan buenas cosas! Bien sabes que es imposible que una pobre aldeana como yo llegue a ser nunca vizcondesa de Charny; pero no te las agradezco menos. Comprendes que necesitaré fuerzas y quieres dármelas; pero puedes estar tranquilo, pues tendré valor. La mayor prueba que de este puedo dar —añadió—, es presentarme a vos con el rostro descubierto, apreciable doctor, y ofreceros la mano.
Un dolor más violento que ninguno de los que había experimentado hasta entonces, hizo estremecer a Catalina en aquel instante.
El doctor dirigió una mirada al vizconde, quien comprendió que era llegado el momento.
El joven se arrodilló delante del lecho de la paciente.
—Catalina, hija mía —dijo—, sin duda debería permanecer junto a ti para sostenerte y animarte, pero temo que me falten las fuerzas. Sin embargo, si lo deseas…
Catalina pasó su brazo alrededor del cuello de Isidoro.
—Vete —dijo—; te agradezco que me ames tanto que no puedas verme sufrir.
Isidoro apoyó sus labios sobre los de la pobre niña, estrechó otra vez la mano del doctor Raynal y salió fuera de la habitación.
Durante dos horas vagó como esas sombras de que nos habla Dante, que no pueden detenerse para reposar un momento, y que si lo hacen, el tridente de hierro de un demonio las pone otra vez en movimiento.
A cada instante, después de recorrer un espacio más o menos extenso, volvía a la puerta de la casita, detrás de la cual se efectuaba el doloroso misterio del parto; pero casi al punto, un grito de Catalina llegando hasta él heríale como el tridente de hierro al condenado, y le obligaba a continuar su carrera errante, alejándose de continuo del objeto a que volvía sin cesar.
Al fin oyó que le llamaban, en medio del silencio de la noche, la voz del doctor y otra más dulce y débil. En dos saltos llegó a la puerta abierta esta vez, en cuyo umbral el doctor le esperaba levantando un niño en sus brazos.
—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —exclamó Catalina—, ahora doblemente tuya… como querida y como madre.
Ocho días después, a la misma hora, en la noche del 13 al 14 de julio, la puerta se abrió de nuevo; dos hombres llevaban en una camilla una mujer y un niño que un joven escoltaba a caballo, recomendando a los portadores las mayores precauciones. Llegados al camino real de Haramont a Villers-Cotterêts, encontraron una buena berlina tirada por tres caballos, en la cual colocaron a la madre y al niño.
El vizconde dio entonces algunas órdenes a su criado, y después de apearse dejó en sus manos la brida de su caballo para subir a su vez al coche, que sin detenerse en Villers-Cotterêts ni atravesarle, costeó solamente el parque desde la Faisanderie hasta la extremidad de la calle de Largny, desde donde tomó al trote el camino de París.
Antes de marchar, el vizconde había dejado una bolsa llena de oro para el padre Clouis, y la joven una carta para Pitou.
El doctor Raynal había asegurado que, atendida la rápida convalecencia de la enferma y la buena constitución del niño, que era varón, el viaje desde Villers-Cotterêts a París se podía hacer sin accidente en un buen coche.
Con esta seguridad, Isidoro resolvió emprender el viaje, que era necesario a causa del próximo regreso de Billot y de Pitou.
Dios, que hasta cierto instante vela algunas veces sobre aquellos a quienes más tarde parece abandonar, había permitido que el parto se efectuase en ausencia de Billot, que, por otra parte, ignoraba el retiro de su hija y de Pitou, el cual, en su inocencia, ni siquiera había sospechado la preñez de Catalina.
A eso de las cinco de la mañana el coche llegaba a la puerta de San Dionisio; pero no podía atravesar los bulevares a causa de estar obstruido el paso por la fiesta del día. Catalina se aventuró a asomar la cabeza por la portezuela; pero retiróla al punto profiriendo una exclamación y ocultándose junto a Isidoro.
Las dos primeras personas que acababa de reconocer entre los federados eran Billot y Pitou.