Capítulo LXVI

Hemos procurado hacer comprender a nuestros lectores por qué lazo indisoluble de federación Francia entera acababa de aliarse, y qué efecto había producido en Europa esta federación individual, precediendo a la federación general.

Era que Europa adivinaba que algún día —ignoraba cuándo, pues la época estaba oculta en las nubes del inmenso porvenir—, que algún día, decimos, no formaría más que una inmensa federación de ciudadanos, una colosal sociedad fraternal.

Mirabeau había impulsado esta gran federación; a los temores que de parte del Rey se le manifestaron, había contestado que si quedaba alguna salvación para la monarquía en Francia, no era en París, sino en provincias, donde se debía buscarla.

Por lo demás, resultaría una gran ventaja de esa reunión de hombres llegados de todos los puntos del reino, y era que el Rey vería a su pueblo y este a su soberano. Cuando la población entera de Francia, representada por trescientos mil federados, ciudadanos, magistrados y militares, llegasen a gritar: «¡Viva la nación!», en el Campo de Marte, estrechando sus manos sobre las ruinas de la Bastilla, algunos cortesanos ciegos o interesados en que el Rey lo fuese, no le dirían ya que París, conducido por un puñado de facciosos, pedía una libertad que estaba lejos de reclamar el resto de Francia. No; Mirabeau contaba con el espíritu juicioso del Rey, con el de la monarquía, tan vivo aún en aquella época en el fondo del corazón de los franceses, y auguraba que de este contacto inusitado y desconocido de un monarca con su pueblo, resultaría una alianza sagrada que ninguna intriga podría ya romper.

Los hombres de genio incurren algunas veces en esas bobadas que inducen a los más míseros políticos del porvenir a reírse de ellos y de su recuerdo.

Se había efectuado ya espontáneamente una federación preparatoria, por decirlo así, en las llanuras de Lyon. Francia, que marchaba instintivamente a la unidad, había creído encontrar el nombre definitivo de esta en las campiñas del Ródano; pero aquí advirtió que Lyon podría fácilmente unir Francia con el genio de la libertad, aunque se necesitaba que París los enlazase.

Cuando se propuso en la Asamblea, por el alcalde y la Municipalidad de París, que no podían resistir las peticiones de las demás ciudades, que se formara una federación general, prodújose gran movimiento entre los oyentes. Esta reunión innumerable de hombres conducidos, ese centro eterno de agitación, se desaprobaba a la vez por los dos partidos que dividían a la Cámara: por los realistas y los jacobinos.

Los primeros decían que esto era arriesgarse a tener un gigantesco 14 de julio, no ya contra la Bastilla, sino contra la monarquía.

¿Qué sería del Rey en medio de aquella espantosa confusión de pasiones diversas, de aquel terrible conflicto de opiniones diferentes?

Por otra parte, los jacobinos, que no ignoraban la influencia que el Rey conservaba sobre las masas, no temían menos que sus enemigos semejante reunión.

A sus ojos esto era amortiguar el espíritu público, adormecer las desconfianzas, despertar las antiguas idolatrías, y, en fin, consolidar la monarquía en Francia.

Pero no había medio de oponerse a este movimiento, que no había tenido comparación con ningún otro desde que la Europa entera se levantó en el siglo XI para libertar el sepulcro de Cristo.

Y esto no debe causar asombro; los dos movimientos no son tan extraños como se pudiera creer uno para otro: el primer árbol de la libertad se plantó en el Calvario.

Pero la Asamblea hizo cuanto pudo para que la reunión fuese menos considerable de lo que presagiaba. Se hizo languidecer la discusión, de modo que a los que vinieran de la extremidad del reino les debía suceder lo que a la federación de Lyon le ocurrió respecto a los diputados por Córcega, que por más que se apresurasen, llegaron un día demasiado tarde.

Además, los gastos debían ser a cargo de las localidades, y había provincias tan pobres, como era sabido, que se supuso que, aun haciendo los mayores esfuerzos, no les sería posible pagar a sus diputados los gastos de la mitad del camino que debían recorrer, puesto que no se trataba solamente de ir a París, sino de volver después.

Pero no se había contado con el entusiasmo público ni la cotización, en la cual los ricos dieron dos veces, una para sí y otra para los pobres; ni se había contado tampoco con la hospitalidad, gritando a lo largo de los caminos: «¡Franceses, abrid vuestras puertas, porque llegan hermanos que vienen de la extremidad de Francia!».

Y a este grito no fue sordo nadie, ni se dejó de abrir ninguna puerta.

Ya no había extraños ni desconocidos; todos eran franceses, parientes y hermanos. ¡A nosotros los peregrinos de la gran fiesta! ¡Venid, guardias nacionales, soldados y marinos; entrad en nuestra casa donde encontraréis padres y madres, y esposas cuyos hijos y maridos encuentran en otra parte la hospitalidad que os ofrecemos!

Para aquel que hubiera podido, como Jesucristo, ser trasladado, no a la más alta montaña de la tierra, sino sólo a la más elevada de Francia, hubiera sido un magnífico espectáculo ver aquellos trescientos mil ciudadanos marchando hacia París, a todos aquellos rayos de la estrella refluyendo hacia el centro.

—Y ¿por quién eran conducidos todos aquellos peregrinos de la libertad? Por ancianos, por pobres soldados de la guerra de los siete años, por subalternos de Fontenoy, por oficiales de fortuna que habían necesitado toda una vida de trabajo, de valor y de fidelidad para obtener la charretera de teniente o las de capitán; pobres mineros que se habían visto obligados a desgastar con sus frentes la bóveda de granito del antiguo régimen militar; marineros que habían conquistado la India con Bussy y Dupleix, y ruinas vivientes quebrantadas por los cañones de los campos de batalla, gastadas ya por el flujo y reflujo del mar.

Durante los últimos días, hombres de ochenta años recorrieron etapas de diez o doce leguas para llegar a tiempo, y lo consiguieron.

En el momento de echarse para siempre, entregándose al sueño eterno de la muerte, habían hallado las fuerzas de la juventud.

Y era que la patria les había hecho una seña llamándoles de una y de otra parte, mostrándoles el porvenir de sus hijos.

La esperanza iba delante de ellos.

No entonaban más que una sola y única canción, bien viniesen los peregrinos del norte o del mediodía, de oriente o de occidente, de Alsacia o de Bretaña, de la Provenza o de la Normandía. ¿Quién les había enseñado aquel canto rimado pesadamente, como aquellos antiguos cánticos que guiaban a los cruzados a través de los mares del Archipiélago y de las llanuras del Asia Menor? Nadie lo sabe; el ángel de la renovación, que al pasar sacudía sus alas sobre Francia.

Aquel canto era el famoso Qa ira, no el del año 93, año que invirtió y cambió todo, la risa en lágrimas y el sudor en sangre, no; aquella Francia entera, esforzándose para llevar a París el juramento universal, no cantaba ya con palabras terribles de amenaza; su canto no era de muerte, sino de vida; no era el himno de la desesperación, sino el de la esperanza.

Se necesitaba un circo gigantesco para recibir de provincias y París a quinientas mil almas; se necesitaba un anfiteatro colosal para escalonar a un millón de espectadores.

Para el primero se eligió el Campo de Marte.

Para el segundo las alturas de Passy y de Chaillot. Pero el Campo de Marte presentaba una superficie plana; era preciso formar una vasta cuenta, socavar y amontonar las tierras alrededor para formar elevaciones.

Quince mil obreros, de esos hombres que se quejan continuamente de carecer de trabajo, y que en su interior ruegan a Dios que nadie se le ofrezca, fueron lanzados con sus palas y azadones por la ciudad de París para transformar aquella extensa llanura en un vallecito flanqueado de un inmenso anfiteatro; pero a estos quince mil obreros no les quedaban más que tres semanas para llevar a cabo aquella obra de Titanes, y al cabo de dos días de trabajo se echó de ver que necesitarían tres meses.

Tal vez se les pagaba más antes por no hacer nada, que ahora por trabajar.

Entonces se produjo una especie de milagro, por él cual se pudo juzgar del entusiasmo parisiense. El trabajo inmenso que no podían o no querían ejecutar algunos miles de obreros holgazanes, fue emprendido por toda la población.

El día en que circuló el rumor de que el Campo de Marte no estaría corriente para el 14 de julio, cien mil hombres se levantaron para decir, con esa seguridad que acompaña a la voluntad de un pueblo o a la de Dios: «Lo estará».

Varios diputados fueron a verse con el alcalde de París en nombre de los cien mil trabajadores, y se convino en que para no interrumpir sus propios trabajos durante el día, podrían emplear las horas de la noche.

En la de aquel mismo día, a las siete, se disparó un cañonazo para anunciar que habiendo terminado las ocupaciones del día, se iba a comenzar la obra nocturna.

Al resonar el estampido del cañón por sus cuatro lados, por el de Gruelle, por el río, por la parte de Gros-Caillou y la de París, el campo de Marte fue invadido.

Cada cual llevaba su instrumento: azada, pala, gancho o carretón.

Otros hacían rodar toneles llenos de vino, acompañados de violines, de guitarras tambores y pífanos.

Todas las edades, todos los sexos, todos los estados iban confundidos: ciudadanos, soldados, abates; monjes, hermosas damas, vendedoras del mercado, hermanas de la caridad y actrices; toda esa gente trabajaba en una cosa o en otra; los muchachos iban delante alumbrando con hachas; las orquestas seguían tocando toda clase de instrumentos, y cerniéndose sobre aquel ruido, aquel estrépito, elevábase el Qa ira, coro inmenso cantado por cien mil bocas, al que contestaban trescientas mil voces llegando de todos los puntos de Francia.

Entre los trabajadores más afanosos distinguíanse dos que habían llegado los primeros y que vestían uniforme: el uno era un hombre de cuarenta años, de miembros robustos y fornidos, pero de rostro sombrío; no cantaba ni apenas hablaba. El otro era un joven de veinte años, de rostro risueño, con grandes ojos azules, dientes muy blancos, cabellos rubios, pies grandes y rodillas muy gruesas. Levantaba pesos enormes; hacía rodar su carretón sin detenerse nunca, cantando siempre, y miraba de reojo a su compañero, dirigiéndole alguna buena palabra que no obtenía contestación; llevábale un vaso de vino que el otro rechazaba; volvía a su ocupación encogiéndose de hombros, y trabajaba como diez hombres, cantando como veinte.

Aquellos hombres eran diputados del nuevo departamento del Aisne, que hallándose tan sólo a diez leguas de París, y como oyesen decir que faltaban brazos, habían acudido apresuradamente para ofrecer, el uno su trabajo silencioso y el otro su ruidosa y alegre cooperación.

Aquellos dos hombres eran Billot y Pitou.

Digamos ahora lo que sucedía en Villers-Cotterêts durante la noche de su llegada a París, es decir, en la del 5 al 6 de julio, precisamente en el momento en que acabamos de reconocerlos afanándose entre los trabajadores.