Mirabeau volvió la cabeza, estremeciéndose.
El que así le ponía la mano en el hombro era el doctor Gilberto.
—¡Ah! —exclamó Mirabeau—, sois vos, querido doctor. ¿Qué hay?
—Pues que he visto al niño —contestó Gilberto.
—Y ¿esperáis salvarle?
—Jamás debe un médico perder la esperanza, ni aun en presencia de la misma muerte.
—¡Diablo! —exclamó Mirabeau—, esto quiere decir que la enfermedad es grave.
—Más que grave, querido conde, es mortal.
—Y ¿qué enfermedad es esa?
—No deseo más que entrar en algunos detalles sobre el asunto, atendido que no carecerán de interés para un hombre que ha tomado, sin saber a qué se expone, la resolución de habitar en este castillo.
—¡Cómo! —dijo Mirabeau—. ¿Vais a decirme que me arriesgo a ser víctima de la peste?
—No; pero voy a deciros cómo el pobre niño se vio atacado de la fiebre, de la cual morirá probablemente dentro de ocho días. Su madre cortaba el heno del castillo con el jardinero, y para estar más libre dejó a la criatura a pocos pasos de esos fosos de agua estancada que circuyen el parque; y la buena mujer, que no tiene ninguna idea del doble movimiento de la tierra, había echado al niño a la sombra, sin pensar que, al cabo de una hora, la sombra habría dejado su lugar al sol. Cuando llegó en busca de su hijo, atraída por sus gritos, le encontró doblemente atacado, primeramente por la insolación, demasiado continua, que había resentido el joven cerebro, y después por la absorción de los efluvios pantanosos que habían determinado ese género de envenenamiento llamado palúdico.
—Dispensad, doctor —dijo Mirabeau—, pero no os comprendo bien.
—Veamos, ¿no habéis oído hablar de las fiebres que produce la inmediación de los pantanos? ¿No conocéis, cuando menos de oídas, los miasmas deletéreos que se exhalan de las marismas toscanas? ¿No habéis leído en el poeta Florentino la muerte de Pia dei Tolomei[22]?
—Sí tal, doctor, sé todo eso, pero como hombre de mundo y poeta, no como químico o médico. Cabanis me dijo algo por el estilo la última vez que nos vimos, al hablarnos de la sala del Picadero, donde estamos muy mal; y hasta me aseguraba que si no salía, al menos tres veces en cada sesión, a respirar el aire de las Tullerías, moriría al fin envenenado.
—Y Cabanis tenía razón.
—¿Queréis explicarme eso, doctor? Me complacería mucho.
—¿De veras?
—Sí; conozco bastante bien el griego y el latín, y durante los cuatro o cinco años de prisión que sufrí en diferentes épocas, gracias a las susceptibilidades sociales de mi padre, estudié bastante bien la antigüedad. Hasta escribí a ratos perdidos un libro sobre aquella, algo obsceno, pero que no deja de tener cierta ciencia; mas ignoro completamente cómo puede uno envenenarse en la sala de la Asamblea nacional, a menos que le muerda el abate Maury o que lea la hoja de Marat.
—Entonces voy a decíroslo; tal vez la explicación será algo oscura para un hombre que tiene la modestia de confesarse poco entendido en física e ignorante en química; pero trataré de ser lo más claro posible.
—Hablad, doctor, y jamás habréis encontrado un oyente más deseoso de aprender.
—El arquitecto que presidió la construcción de la sala del Picadero —y por desgracia, querido conde, los arquitectos son así como vos, malos químicos—, no tuvo la idea de poner chimeneas para dar salida al aire viciado, ni tubos inferiores para renovarle; y así es que las mil cien bocas que encerradas en esta sala aspiran el oxígeno, devuelven, en cambio, vapores carbónicos, a lo cual se debe que al cabo de una hora de sesión, sobre todo en invierno, cuando las ventanas están cerradas y los caloríferos ardientes, el aire no es ya respirable.
—He aquí, pues, el trabajo que yo quisiera explicarme, para dar cuenta de ello a Bailly.
—Nada más sencillo: el aire puro, tal como debe ser absorbido por nuestros pulmones, tal como se respira en una habitación casi orientada hacia levante, con una corriente de agua próxima, es decir, en las mejores condiciones en que el aire se puede respirar, se compone de 77 partes de oxígeno, 21 de ázoe, y 2 de lo que llamamos vapor de agua.
—Muy bien, comprendo hasta aquí y anoto vuestras cifras.
—Perfectamente, y ahora escuchad esto: la sangre venosa llega a los pulmones negra y cargada de carbono, y allí debe revivificarse por el contacto del aire exterior, es decir, del oxígeno que el acto inspiratorio toma del aire libre. Aquí se produce un doble fenómeno, que designamos con el nombre de hematosis: el oxígeno, puesto en contacto con la sangre, se combina con esta; de negra que era la convierte en roja, comunicándola así el elemento de vida que debe haber en toda economía; al mismo tiempo, el carbono que se combinaba con una parte del oxígeno pasa al estado de ácido carbónico o de óxido de carbono, y entonces exhala fuera mezclado con cierta cantidad de vapor de agua en el acto de la espiración. Pues bien, este aire puro absorbido por la inspiración, y ese aire viciado devuelto por la espiración, forman en una sala cerrada una atmósfera que, no solamente deja de estar en condiciones respirables, sino que puede llegar a producir un verdadero envenenamiento.
—¿De modo que, en vuestra opinión, doctor, yo estoy ya medio envenenado?
—Precisamente; vuestros dolores de entrañas no reconocen otra causa; pero entended que agrego a los envenenamientos de la sala del Picadero los de la del Arzobispado y torreón de Vincennes, los del fuerte de Joux y los del castillo de If. ¿No recordáis que la señora de Bellegarde dijo que había en el castillo de Vincennes una habitación que valía tanto como su peso en arsénico?
—¿De modo, querido doctor, que el pobre niño está completamente envenenado, como yo lo estoy a medias?
—Sí, querido conde; y el envenenamiento ha producido en él una fiebre perniciosa cuyo asiento se halla en el cerebro y en las meninges. Esta fiebre ha determinado una enfermedad que se llama simplemente fiebre cerebral, y que yo bautizaré con un nuevo nombre, llamándola hidrocefalia aguda. De aquí las convulsiones, el rostro hinchado, los labios violáceos, el marcado trismus[23] de la mandíbula, la respiración palpitante, el estremecimiento del pulso en vez de los latidos, y, por último, el sudor viscoso que cubre todo el cuerpo.
—¡Diablo! ¿Sabéis que esa enumeración hace temblar? A decir verdad, cuando oigo a un médico hablar en términos técnicos, es como cuando leo un papel sellado con sutilezas de curia: siempre me parece que lo mejor que me espera es la muerte. Y ¿qué habéis recetado al pobre niño?
—El tratamiento más enérgico, y me apresuro a deciros que dos luises envueltos en la receta habrán permitido a la madre seguirle; se le administrarán los refrigerantes en la cabeza, los excitantes en las extremidades, el emético para vomitivo, la quinina y las decociones.
—¿De veras? Y ¿todo eso no hará nada?…
—Todo eso sin el auxilio de la naturaleza, no servirá de gran cosa. Para tranquilizar mi conciencia he prescrito ese tratamiento[24], y su ángel bueno, si la criatura lo tiene, hará lo demás.
—¡Hum! —murmuró Mirabeau.
—¿Comprendéis, verdad?
—¿Qué, vuestra teoría del envenenamiento por el óxido de carbono? Casi, casi.
—No quiero decir eso; pregunto si comprendéis que el aire del castillo del Marais no os conviene.
—¿Lo creéis así, doctor?
—Seguro estoy de ello.
—Muy enojoso sería, pues el castillo me conviene mucho.
—¡En esto os reconozco bien como eterno enemigo de vos mismo! Os aconsejo una altura, y tomáis un terreno llano; os recomiendo una corriente de agua, y elegís un foso que la tiene estancada.
—¡Pero qué parque! ¡Mirad esos árboles, doctor!
—Dormid una sola noche con la ventana abierta, conde, o pasearos después de las once de la noche bajo esos hermosos árboles, y ya me diréis algo al día siguiente.
—Es decir, que en vez de estar envenenado a medias, como ahora, mañana lo estaré del todo.
—¿Me habéis pedido la verdad?
—Sí, y supongo que vos me la diréis toda, ¿no es cierto?
—¡Oh!, completamente. Os conozco bien, querido conde; venís aquí huyendo del mundo, pero este vendrá a buscaros; todos arrastran su cadena consigo, bien sea de hierro, o de oro o de flores; la vuestra es del placer de noche y estudio de día. Mientras que habéis sido joven, la voluptuosidad os ha descansado del trabajo; pero este último os ha gastado, mientras que aquella os fatigaba. Vos mismo me lo decíais en vuestro lenguaje siempre tan expresivo y animado, y comprendéis que pasáis desde el verano al otoño. Pues bien, querido conde, si después de un exceso de placer por la noche y otro de trabajo durante el día, me veo en la precisión de cuidaros, pensad que en este momento en que perdéis vuestras fuerzas, estaréis más dispuesto que nunca a absorber el aire viciado de noche por los grandes árboles del parque, y de día por los miasmas palúdicos de ese agua estancada. Y ¿qué hacer? Seréis dos contra mí, ambos más fuertes que yo: vos y la naturaleza, y, por lo tanto, será preciso que yo sucumba.
—¿Conque creéis, querido doctor, que moriré por las entrañas?… ¡Diablo! Me causáis pesar al decirme esto, porque semejante enfermedad es larga y dolorosa; mejor fuera alguna buena apoplejía fulminante o un aneurisma. ¿No podríais arreglarme esto?
—¡Oh, querido conde! —contestó el doctor—, no me pidáis nada por este concepto, pues lo que deseáis está hecho ya o se hará al fin. A mi modo de ver, vuestras entrañas no son más que secundarias, y en vos el corazón es y será siempre el órgano más principal. Por desgracia, las enfermedades del corazón en los hombres de vuestra edad son numerosas y variadas, y no todas llevan consigo la muerte instantánea. Regla general, querido conde, y escuchad bien esto, que si no está escrito en ninguna parte, yo soy quien os lo dice, yo, observador filósofo mucho más que médico: las enfermedades agudas del hombre siguen un orden casi absoluto; en los niños, el cerebro es el que antes padece; en el adolescente, es el pecho; en el adulto, las vísceras inferiores; y en el anciano, en fin, es el cerebro o el corazón, es decir, lo que ha pensado y sufrido mucho. Así, pues, cuando la ciencia haya dicho su última palabra; cuando la creación entera, interrogada por el hombre, haya revelado su último secreto; cuando toda enfermedad conozca su remedio; cuando el hombre, salvo algunas excepciones, como los animales que le rodean, no muera ya más que de vejez, los dos únicos órganos atacables en él serán el cerebro y el corazón, y aun la muerte por el primero deberá su principio a la enfermedad del segundo.
—¡Pardiez!, querido doctor —dijo Mirabeau—, no podéis imaginar cuánto me interesáis; mirad, diríase que mi corazón sabe que habláis de él; ved cómo late.
Y Mirabeau, cogiendo la mano de Gilberto, la aplicó a su corazón.
—Pues bien —contestó el doctor—, he aquí lo que viene en apoyo de lo que os explicaba. ¿Cómo queréis que un órgano que participa de todas vuestras emociones, que precipita sus latidos o los detiene para seguir una simple conversación patológica, cómo queréis que en vos, sobre todo, no se afecte ese órgano? Habéis vivido por el corazón, y por él moriréis; entended bien esto: no hay una afección moral viva ni tampoco una física aguda que deje de comunicar al hombre una especie de fiebre, ni hay tampoco fiebre que no produzca una aceleración más o menos considerable de los latidos del corazón. Pues bien, en este trabajo, que es penoso y que fatiga, pues se verifica fuera del orden normal, aquel órgano se gasta, se altera, de lo cual resulta para los viejos la hipertrofia del corazón, es decir, su excesivo desarrollo, o el aneurisma, es decir, su adelgazamiento; este último conduce a las laceraciones del corazón, única cosa que produce la muerte instantánea; la hipertrofia en las apoplejías cerebrales ocasiona una muerte más lenta algunas veces, pero en este caso se pierde la inteligencia, y, de consiguiente, el verdadero dolor no existe, puesto que sólo se produce con el sentimiento que juzga y mide su extensión. Pues bien, ¿os figuráis que habréis amado y sido feliz, que habréis sufrido, teniendo unas veces momentos de alegría y horas de desesperación como ningún otro; que habréis alcanzado triunfos desconocidos, experimentando también grandes decepciones que vuestro corazón habrá enviado durante cuarenta años en cataratas abrasadoras desde el centro a las extremidades; que habréis pensado, trabajado y hablado durante días enteros; que habréis bebido, reído y amado noches enteras; y que después de todo esto vuestro corazón, del que tanto habéis abusado, no os faltaría al fin del todo? ¡Vamos, querido amigo, el corazón es como una bolsa, que por más que esté repleta, a fuerza de sacar, al fin queda vacía! Mas al mostraros la peor parte de la situación, dejadme daros a conocer la buena. El corazón necesita tiempo para gastarse; no obréis sobre el vuestro como lo hacéis, no le pidáis más trabajo del que puede hacer, no le busquéis más emociones de las que puede sufrir, y poneos en condiciones que no conduzcan a desórdenes graves en las tres funciones principales de la vida: la respiración, que tiene su asiento en los pulmones; la circulación, que depende del corazón, y la digestión, que está en los intestinos; de este modo podréis, vivir aún veinte, treinta años, y no morir sino de vejez; mientras que si, por el contrario, queréis buscar el suicidio, ¡oh!, nada os será más fácil que retardar o apresurar la muerte a vuestro antojo. Figuraos que conducís dos caballos fogosos que os arrastran; obligadles a ir al paso, y efectuarán en mucho tiempo un largo viaje; pero dejadles ir al galope, y así como los del sol, recorrerán en un día y una noche todo el orbe del cielo.
—Sí —dijo Mirabeau—; pero durante ese día prestan calor e iluminan, lo cual vale alguna cosa. Venid, doctor, ya se hace tarde, y reflexionaré sobré todo eso.
—Pensad en todo cuanto os he dicho —replicó el doctor, siguiendo a Mirabeau—; mas para obedecer por lo pronto a las órdenes de la Facultad, prometedme que no alquilaréis este castillo, pues alrededor de París se hallarán diez, veinte o cincuenta con las mismas ventajas que este.
Tal vez Mirabeau, cediendo a la voz de la razón, iba a prometer; pero de pronto, en medio de las primeras sombras de la noche parecióle ver, detrás de una espesura de flores, la cabeza de la mujer de la falda de seda blanca con volantes de color de rosa; y la dama, Mirabeau lo creyó por lo menos, le sonreía; pero no tuvo tiempo de asegurarse de ello, pues en el mismo instante en que Gilberto, adivinando que se producía alguna cosa nueva en su enfermo, buscaba con los ojos para explicarse la causa del estremecimiento nervioso del brazo en que se apoyaba, la cabeza se retiró precipitadamente, y no se vio ya en la ventana del pabellón más que las ramas ligeramente agitadas de los rosales, de los heliotropos y de los claveles.
—¿No me contestáis? —preguntó Gilberto.
—Querido doctor —replicó Mirabeau—, ¿recordáis lo que dije a la Reina cuando al separarme de ella me dio su mano a besar? «¡Señora —exclamé—, por este beso se ha salvado la monarquía!».
—Sí.
—Pues bien, yo he contraído un compromiso muy difícil de llenar, sobre todo si me abandonan como lo hacen; pero debo cumplir. No despreciemos el suicidio de que habláis, querido doctor, pues tal vez sea el único medio de salir honrosamente del apuro.
Al otro día, Mirabeau había comprado, mediante escritura, el castillo del Marais.