Capítulo LXIV

El cochero se detuvo en la puerta de la iglesia de Argenteuil.

—Os he dicho —continuó Mirabeau—, que no había vuelto jamás a esta ciudad desde el día en que mi padre me arrojó de su casa a bastonazos; pero me engañaba, pues vine el día en que acompañé sus restos mortales a esta iglesia.

Y Mirabeau, apeándose del coche, con el sombrero en la mano y la cabeza descubierta, entró en el templo con paso lento y solemne.

En aquel hombre extraño había tantos sentimientos opuestos, que algunas veces tenía veleidades de religión en la época en que todos eran filósofos, llegando algunos hasta el ateísmo.

Gilberto, siguiéndole de cerca, vio a Mirabeau cruzar toda la iglesia, y llegado cerca del altar de la Virgen, apoyarse en una columna maciza cuyo capitel romano parecía tener escrita la fecha del siglo XII.

Inclinó la cabeza y su mirada se fijó en una losa negra que formaba el centro de una capilla.

El doctor trató de explicarse lo que absorbía así el pensamiento de Mirabeau; sus ojos siguieron la misma dirección que los de este, y fijáronse en la inscripción siguiente:

Aquí reposa

Francisca de Castellane, MARQUESA DE MIRABEAU,

modelo de piedad y de virtudes; esposa feliz, madre dichosa.

Nació en el Delfinado en 1685, y murió en París en el 1769.

Fue depositada en San Sulpicio

y transportada aquí para reposar en la misma tumba

con su digno hijo

Víctor de Riquetti, MARQUÉS DE MIRABEAU,

apellidado el «Amigo de los hombres».

Nació en Pertuis, en Provenza, el 4 de octubre de 1715;

y murió en Argenteuil el 11 de julio de 1789.

«Rogad a Dios por sus almas».

La religión de la muerte es tan poderosa, que el doctor Gilberto inclinó un momento la cabeza, buscando en su memoria si le quedaba alguna oración cualquiera para obedecer a la invitación que a todo cristiano dirigía la piedra sepulcral que tenía ante los ojos.

Pero si alguna vez Gilberto hubiera sabido en su infancia, lo cual no es probable, hablar la lengua de la humildad y de la fe, la duda, esa gangrena del último siglo, había borrado la más pequeña línea de ese libro santo, y la filosofía había inscrito en su lugar sus sofismas y sus paradojas.

Viéndose con el corazón seco y la boca muda, levantó los ojos y vio dos lágrimas rodar sobre las mejillas de Mirabeau, cuyo rostro revelaba las más ardientes pasiones.

Aquellas dos lágrimas de Mirabeau conmovieron singularmente a Gilberto, y acercándose a él le estrechó la mano.

Mirabeau comprendió.

Lágrimas derramadas en recuerdo de aquel padre que había aprisionado y martirizado, habrían sido lágrimas incomprensibles o triviales.

Y por eso se apresuró a manifestar a Gilberto la verdadera causa de aquella sensibilidad.

—Francisca de Castellane —dijo—, mi abuela, era una digna mujer. Cuando yo parecía a todos horrible, ella me consideraba tan sólo feo, y mientras que todo el mundo me odiaba, ella casi me amaba; pero ante todo quería a su hijo. Por eso me veis ahora reunirlos en su tumba, querido doctor. ¿Con quién me reunirán a mí? ¿Quiénes serán los que han de dormir a mi lado?… ¡Ni siquiera tengo un perro que me ame!

Y sonrió con expresión dolorosa.

—¡Caballero —dijo una voz con ese tono seco propio de los devotos—, no se ríe en la iglesia!

Mirabeau volvió su rostro, bañado en lágrimas, hacia el lado de donde venía la voz, y vio un sacerdote.

—Señor —contestó con dulzura—, ¿sois el sacerdote de esta capilla?

—Sí… ¿qué queréis?

—¿Tenéis muchos pobres en vuestra parroquia?

—Más que personas dispuestas a darles limosna…

—Sin embargo, conoceréis algunas almas caritativas y filantrópicas.

El sacerdote se echó a reír.

—Yo creo —observó Mirabeau—, que habéis tenido a bien decirme que no se reía en la iglesia…

—¡Caballero! —contestó el sacerdote resentido—, ¿pretendéis acaso darme una lección?…

—No, señor, tan sólo quiero probaros que las personas que creen que es un deber acudir en auxilio de sus hermanos, no son tan raras como os parecen. Así, por ejemplo, probablemente habitaré el castillo del Marais, y por lo tanto, todo obrero que carezca de trabajo encontrará allí quehacer y un buen salario; todo anciano que tenga hambre recibirá allí el pan; todo enfermo, sean cuales fueren sus opiniones políticas y sus principios religiosos, obtendrá auxilios; y a partir de hoy, señor cura, os ofrezco con este objeto un crédito de mil francos mensuales.

Así diciendo, Mirabeau rasgó una hoja de su libro de memorias y escribió en ella lo siguiente:

Bono por la suma de doce mil francos, de los que el señor cura de Argenteuil podrá disponer de mi cuenta, a razón de mil francos mensuales, que deben emplearse en buenas obras, a partir del día de su instalación en el castillo del Marais.

Hecho en la iglesia de Argenteuil y firmado en el altar de la Virgen.

MIRABEAU EL MAYOR.

En efecto, Mirabeau había escrito esta letra de cambio, firmándola en el altar de la Virgen.

Escrita y firmada esta letra fue entregada al cura, estupefacto antes de ver la firma y más aún después de leerla.

Mirabeau salió de la iglesia haciendo seña a Gilberto para que le siguiese.

Por poco tiempo que hubiese permanecido en Argenteuil, dejaba tras sí dos recuerdos que debían engrandecerle cada vez más en la posteridad.

Es propio de ciertas organizaciones dejar un recuerdo en todos los puntos que han visitado.

Es como Cadmus sembrando soldados en el suelo de Tebas.

Es como Hércules diseminando sus doce trabajos en el mundo.

Aún hoy, aunque Mirabeau ha muerto sesenta años hace, aún hoy, haced en Argenteuil, en el mismo lugar donde estuvo el gran orador, las dos estaciones que acabamos de indicar, y a menos que la casa esté deshabitada o la iglesia desierta, encontraréis alguno que os referirá con todos sus detalles, como si el hecho hubiese ocurrido ayer, lo que acabamos de contar.

El coche siguió la calle Mayor hasta su extremidad, y saliendo después de Argenteuil avanzó por el camino de Besons. Apenas hubo recorrido cien pasos, Mirabeau pudo ver a su derecha los frondosos árboles de un parque separado del castillo y sus dependencias por los tejados de pizarra.

Era el Marais.

A la derecha del camino que el coche seguía, elevábase una pobre cabaña.

En su puerta veíase una mujer sentada en un escabel de madera, con una criatura en brazos, pálida y devorada al parecer por la fiebre.

La madre, meciendo aquel semicadáver, elevaba los ojos al cielo y lloraba:

Sé dirigía al que es costumbre dirigirse cuando no se espera nada de los hombres.

Mirabeau fijaba desde lejos la vista en aquel triste espectáculo.

—Doctor —dijo a Gilberto—, soy supersticioso como un antiguo: si ese niño se muere, no tomaré el castillo del Marais. Vedlo, esto os concierne.

Y detuvo el coche delante de la cabaña.

—Doctor —continuó—, como tan sólo me quedan veinte minutos del día para visitar el castillo, os dejo aquí; vendréis a reuniros conmigo para decirme si esperáis salvar al niño.

Y dirigiéndose a la madre, añadió:

—Buena mujer, este caballero que me acompaña es un gran médico; dad gracias a la Providencia que os le envía, pues tratará de curar a vuestro hijo.

La mujer no sabía si aquello era un sueño; levantóse con su niño entre los brazos y dio las gracias.

Gilberto se apeó.

El coche continuó su camino, y cinco minutos después Teisch llamaba a la verja del castillo.

Pasó algún tiempo sin que se presentara nadie; pero al fin, un hombre que por su traje parecía ser el jardinero, llegó para abrir.

Mirabeau se informó primeramente del estado en que se hallaba el castillo.

El jardinero dijo que era muy habitable, y así lo parecía a primera vista.

Formaba parte del dominio de la abadía de San Dionisio, como distrito principal del priorato de Argenteuil, y estaba en venta a consecuencia de los decretos expedidos sobre los bienes del clero.

Mirabeau, como hemos dicho, le conocía ya; pero jamás había tenido ocasión de examinarle tan atentamente como en aquella circunstancia.

Abierta la verja, penetró en un primer patio casi cuadrado; a la derecha había un pabellón habitado por el jardinero, y a la izquierda otra que, por la gracia con que estaba adornado hasta exteriormente, se podía dudar un instante que fuese hermano del primero.

Y sin embargo, lo era; pero humilde y pobre en un principio, habíase convertido en una morada casi aristocrática: gigantescos rosales llenos de flores le revestían de un magnífico ropaje de colores, mientras que una línea de cepas le rodeaba con una faja verde, viéndose en cada ventana, cerradas en aquel momento, una cortina de claveles y heliotropos, cuyas espesas ramas y flores cerradas impedían a la vez al sol y a la vista penetrar en la habitación; en tanto que un jardinillo lleno de azucenas y de narcisos, verdadera alfombra que desde lejos hubiera parecido bordada por la mano de Pénélope, y que estaba contiguo a la casa, prolongábase en toda la longitud de aquel primer patio, formando contraste con un gigantesco sauce llorón y magníficos olmos plantados en el lado opuesto.

Ya hemos dicho que Mirabeau era apasionado por las flores; al ver aquel pabellón como sepultado entre las rosas, aquel encantador jardín, que parecía formar parte de la casita de Flora, dejó escapar un grito de alegría.

—¡Oh! —exclamó, dirigiéndose al jardinero—, ¿se alquila este pabellón o se vende, amigo mío?

—Seguramente, caballero —contestó el hombre—, puesto que pertenece al castillo, y este se vende o se alquila. En este momento está habitado; pero como no hay escritura de alquiler, si el caballero se queda con el castillo, se podría despedir a la persona que habita ahí.

—¡Ah! —exclamó Mirabeau—. Y ¿quién es esa persona?

—Una dama.

—¿Joven?…

—De treinta a treinta y cinco años.

—¿Hermosa?

—Muy linda.

—Bien —dijo Mirabeau algo indeciso—, ya veremos; una hermosa vecina no será estorbo… Veamos el castillo, amigo mío.

El jardinero se puso en marcha, precediendo a Mirabeau, atravesó un puente que separaba el primer patio del segundo, bajo el cual se deslizaba una especie de arroyuelo, y se detuvo de pronto.

—Si el caballero —dijo—, no quisiera molestar a la dama del pabellón, esto sería tanto más fácil cuanto que ese riachuelo aisla completamente la porción del parque contigua al pabellón del resto del jardín; de modo que la dama estaría en su casa y el caballero en la suya…

—Bien, bien —interrumpió Mirabeau—. Veamos el castillo.

Y franqueó los cinco escalones del pórtico.

El jardinero abrió la puerta principal. Esta puerta daba a un vestíbulo con paredes de estuco, nichos ocupados por estatuas y columnas con vasos, según la moda de la época.

Otra puerta en el fondo, frente a la de entrada, conducía al jardín.

A la derecha del vestíbulo estaban la sala de billar y el comedor.

A la izquierda había dos salones, uno grande y otro pequeño.

Esta primera disposición agradaba bastante a Mirabeau, que parecía estar distraído e impaciente. Se subió al primer piso.

Este se componía de un gran salón maravillosamente dispuesto para transformarlo en despacho, y de tres o cuatro alcobas muy buenas.

Todas las ventanas estaban cerradas. Mirabeau se dirigió a una de ellas y abrióla. El jardinero guiso hacer lo mismo con las demás. Pero Mirabeau le hizo una señal con la mano y el hombre se detuvo.

Precisamente debajo de la ventana que Mirabeau acababa de abrir, y al pie de un inmenso sauce llorón, una mujer leía medio recostada, mientras que un niño de cinco años jugaba a pocos pasos de ella, en el pequeño prado y entre las flores.

Mirabeau comprendió que era la dama del pabellón. Era imposible haberse vestido con más elegancia y gracia que aquella mujer, con su pequeño peinador de muselina guarnecido de blondas, que cubría una chaquetilla de seda adornada de cintas de color de rosa y blancas; con su falda de muselina de rizados volantes; su bien ajustado corsé, también de seda de color de rosa, y su capucha adornada de finas blondas que caían como un velo, a través de las cuales, como a través de una niebla, se podía distinguir el rostro.

Unas manos finas, largas y con uñas aristocráticas, y pies de niño que holgaban en dos pequeñas chinelas de seda blanca con nudos de color de rosa, completaban este armonioso y seductor conjunto.

El niño, vestido de seda blanca, llevaba —mezcla singular, bastante común en aquella época— un sombrerito a lo Enrique IV, con uno de esos cinturones tricolores que se llamaban de la Nación.

Tal era también el traje que el joven delfín llevaba la última vez que se presentó con su madre en el balcón de las Tullerías.

La señal que Mirabeau había hecho al jardinero era para que no molestase a la bella lectora.

Aquella era la mujer del pabellón de las flores, la reina del jardín de las azucenas y narcisos, y la vecina de Mirabeau, el hombre cuyos sentidos ansiaban siempre las voluptuosidades, y que hubiera elegido una dama como aquella si la casualidad no se la hubiese deparado.

Durante algún tiempo devoró con la vista a la encantadora mujer, inmóvil como una estatua, ignorante de que una mirada ardiente se fijaba en ella; pero bien fuese casualidad o ya corriente magnética, sus ojos se desviaron del libro y volviéronse hacia la ventana.

Al ver a Mirabeau, la dama profirió un ligero grito de sorpresa, levantóse, llamó a su hijo y se alejó con él llevándole cogido de la mano, no sin volver la cabeza dos o tres veces, y desapareció entre los árboles, por cuyos huecos Mirabeau siguió las diversas reapariciones de su brillante traje, cuya blancura contrastaba con las primeras sombras de la noche.

Al grito de sorpresa proferido por la desconocida, Mirabeau contestó con otro de asombro.

Aquella mujer tenía, no tan sólo el paso majestuoso, sino también las facciones de María Antonieta, en cuanto se podía juzgar a través del velo de blonda que cubría en parte su rostro.

El niño contribuía a la semejanza: tenía precisamente la edad del segundo hijo de la Reina, cuyo modo de andar, cuyo rostro y menores movimientos habían quedado tan presentes, no tan sólo en el recuerdo, sino hasta en el corazón de Mirabeau desde la entrevista de Saint-Cloud, que hubiera reconocido a María Antonieta allí donde la hubiese encontrado, aunque la rodease esa nube divina con que Virgilio rodea a Venus cuando se aparece a su hijo en la ribera de Cartago.

¿Qué extraña maravilla conducía al parque de la casa que Mirabeau se proponía habitar, a una mujer misteriosa que, si no era la Reina, era por lo menos su vivo retrato?

En aquel momento, Mirabeau sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.