Capítulo LXIII

Mirabeau no había montado aún la casa, y por consiguiente, no tenía coche propio; de modo que el criado hubo de ir a buscar uno de plaza.

En aquella época era casi un viaje ir a Argenteuil, adonde se va hoy en once minutos, y adonde se irá tal vez, dentro de diez años, en once segundos.

¿Por qué Mirabeau había elegido Argenteuil? Era porque los recuerdos de su vida, como acababa de manifestarle al doctor, se relacionaban con aquella pequeña ciudad, y porque el hombre experimenta tal necesidad de duplicar el corto período de la existencia que se le ha concedido, que se aferra cuanto puede al pasado para ser conducido menos rápidamente hacia el futuro.

En Argenteuil era donde había muerto su padre, el marqués de Mirabeau, el 11 de julio de 1789, como debía morir un verdadero noble que no quería presenciar la toma de la Bastilla.

Así es que en la extremidad del puente de Argenteuil, Mirabeau mandó detener el coche:

—¿Hemos llegado ya? —preguntó el doctor.

—Sí y no; aún no estamos en el castillo del Marais, situado a un cuarto de legua más allá de Argenteuil; pero se me ha olvidado deciros que lo que hacemos hoy, querido doctor, no es una simple visita, sino una peregrinación, y en tres estaciones.

—¡Una peregrinación! —exclamó Gilberto sonriendo—. Y ¿a qué santo?

—A San Riquetti, querido doctor; es un santo que vos no conocéis, pero que los hombres han canonizado. A decir verdad, dudo que Dios, suponiendo que se ocupe de todas las miserias de este pobre mundo, haya ratificado la canonización; pero no es menos cierto que aquí fue donde murió Riquetti, marqués de Mirabeau, amigo de los hombres, sacrificado como un mártir por las locuras y las calaveradas de su indigno hijo Honorato Gabriel Víctor Riquetti, conde de Mirabeau.

—¡Ah! Es cierto —dijo el doctor—, en Argenteuil fue donde murió vuestro padre; dispensadme si lo he olvidado. Mi excusa está en esto: yo llegaba de América cuando fui detenido en el camino del Havre a París, en los primeros días de julio, y me hallaba en la Bastilla cuando murió el marqués. Salí de la prisión el 14 de julio con los otros siete compañeros que allí quedaban, y por grande que fuera aquel acontecimiento privado, el recuerdo se perdió entre los grandes sucesos ocurridos entonces… Y ¿dónde vivía vuestro padre?

En el momento mismo en que Gilberto hacía esta pregunta, Mirabeau se detenía delante de la verja de una casa situada en el muelle frente al río, del que estaba separada por un pequeño prado de unos trescientos pasos y por una línea de árboles.

Al ver a un hombre detenerse delante de aquella verja, un enorme mastín de la raza de los Pirineos saltó gruñendo, pasó la cabeza a través de los hierros de la verja y trató de morder a Mirabeau, o de llevarse por lo menos algún pedazo de su ropa.

—¡Pardiez!, doctor —exclamó, retrocediendo para evitar los dientes blancos y amenazadores del perro—, nada ha cambiado aquí, y se me recibe como cuando vivía mi padre.

Sin embargo, muy pronto se presentó en el pórtico un joven, hizo callar al mastín, y llamándole hacia sí se adelantó al encuentro de los dos extranjeros.

—Dispensad, señores —dijo—, los amos no tienen nada que ver con el recibimiento que os hace el perro; muchos paseantes se detienen delante de esta casa, que estuvo habitada por el señor marqués de Mirabeau, y como el pobre Cartouche no comprende el interés histórico de la morada de sus humildes amos, siempre gruñe. ¡A tu perrera, Cartouche! —dijo.

El joven hizo un ademán de amenaza, y el mastín, gruñendo aún, fue a ocultarse en la perrera, por cuya abertura pasó sus dos patas anteriores, en las que apoyó su hocico, mostrando sus agudos dientes, su roja lengua y sus ojos de fuego.

Entretanto, Mirabeau y Gilberto cruzaban una mirada.

—Señores —continuó el joven—, ahora no hay detrás de esta verja más que un hombre dispuesto a abrirla y a recibiros, si la curiosidad no se limita en vosotros a mirar el exterior.

Gilberto tocó a Mirabeau con el codo, indicando así que de buena gana visitaría el interior de la casa.

Mirabeau le comprendió, y, por otra parte, su deseo convenía con el del doctor.

—Caballero —dijo—, habéis leído en el fondo de nuestro pensamiento. Ya sabemos que esta casa estuvo habitada por el amigo de los pobres, y teníamos curiosidad por visitarla.

—Y vuestra curiosidad redoblará, señores —dijo el joven— cuando sepáis que dos o tres veces, durante la permanencia del padre, fue honrada con la visita de su ilustre hijo, que si hemos de creer la tradición, no fue recibido siempre como merecía serlo, y como nosotros le recibiríamos si experimentase el mismo deseo de vosotros, que me apresuro a satisfacer.

Así diciendo el joven se inclinó, abrió la puerta, empujó la verja y les invitó a pasar.

Pero Cartouche no parecía dispuesto a dejarles disfrutar así de la hospitalidad que se les ofrecía, y se precipitó de nuevo desde su perrera ladrando ruidosamente.

El joven se lanzó entre el perro y aquel de sus visitantes contra el que parecía más encarnizado el mastín. Pero Mirabeau desvió al joven con la mano.

—Caballero —dijo—, los perros y los hombres han ladrado mucho contra mí; los hombres me han mordido algunas veces y jamás los perros. Además, se pretende que la mirada humana tiene una influencia poderosa sobre los animales, y os ruego que me permitáis hacer ahora la prueba.

—Caballero, ese mastín es maligno, os lo advierto.

—Dejadme, dejadme, caballero —contestó Mirabeau—, todos los días debo habérmelas con animales más malignos que ese, y aun hoy he dado cuenta de toda una jauría.

—Sí —repuso Gilberto—, pero podéis hablarle, y nadie niega el poder de vuestra palabra.

—Doctor, yo creía que erais un adepto del magnetismo.

—Sin duda. ¿Por qué lo decís?

—Porque en tal caso debéis conocer la fuerza de la mirada. Dejadme magnetizar a Cartouche.

Mirabeau hablaba esa lengua tan bien comprendida por las organizaciones superiores.

—Haced como gustéis —dijo Gilberto.

—¡Oh, caballero! —repitió el joven—, no os expongáis.

—¡Por favor! —dijo Mirabeau.

El joven se inclinó en señal de asentimiento y desvióse por la izquierda, mientras que Gilberto lo hacía por la derecha, como proceden los testigos de un duelo cuando uno de los adversarios tiene que tirar contra el otro.

Por lo demás, el joven, después de subir dos o tres escalones del pórtico, se disponía a sujetar al mastín si la palabra o la mirada del desconocido era insuficiente.

El perro volvió la cabeza a derecha e izquierda, como para ver si el hombre a quien parecía mirar con un odio implacable estaba aislado de todo auxilio; después, viéndole solo y sin armas se arrastró lentamente al salir de la perrera más bien como reptil que como cuadrúpedo, y de un salto franqueó la tercera parte de la distancia que le separaba de su antagonista.

Entonces Mirabeau se cruzó de brazos, y con esa mirada poderosa que le convertía en el Júpiter tonante de la tribuna, fijó los ojos en el animal.

Al mismo tiempo, cuanto podía contener de electricidad su vigoroso cuerpo pareció subir a su frente; sus cabellos se erizaron como la crin de un león, y si en vez de ser la hora del día en que el sol comienza a declinar, aunque se vea aún, hubiese sido el principio de la noche, sin duda se hubiesen visto surgir chispas de sus ojos.

El perro se detuvo de pronto y miróle.

Mirabeau se agachó para coger un puñado de arena y se lo arrojó a la cara.

El mastín rugió, dando otro salto que le puso a tres o cuatro pasos de su adversario; pero este fue entonces quien avanzó hacia el animal.

El mastín quedó un instante inmóvil como el perro de granito del cazador Céfalo; después, inquieto por la marcha progresiva de Mirabeau, pareció vacilar entre la cólera y el temor y amenazó con los dientes y los ojos, pero doblando las patas posteriores. Al fin, Mirabeau levantó el brazo con ese ademán dominante que tan a menudo le dio buen resultado en la tribuna cuando lanzaba a sus enemigos el sarcasmo, la injuria o la ironía; y el perro, vencido y tembloroso retrocedió, mirando hacia atrás como para ver si tenía retirada; dio dos vueltas y entró precipitadamente en su perrera.

Mirabeau levantó la cabeza orgulloso y contento como un vencedor en los juegos ístmicos.

—¡Ah, doctor! —dijo—, el señor Mirabeau, padre, tenía razón al decir que los perros son candidatos a la humanidad. Habéis visto a ese mastín insolente y cobarde, y ahora le veréis servil como un hombre.

Al decir esto extendió el brazo y gritó:

—¡Aquí, Cartouche, aquí!

El perro vaciló; pero al ver una señal de impaciencia salió de su covacha por segunda vez, franqueó el espacio que le separaba de Mirabeau con los ojos fijos en los de este, levantó la cabeza lenta y tímidamente cuando estuvo a sus pies, y con la punta de la lengua le lamió los dedos.

—¡Está bien —dijo Mirabeau—; ahora a tu perrera!

Hizo un ademán, y el mastín fue a echarse.

Después, volviéndose hacia Gilberto, mientras que el joven permanecía en el pórtico, estremeciéndose aún y mudo de asombro, le dijo:

—¿Sabéis, querido doctor, en qué pensaba al hacer la locura que acabáis de presenciar?

—No, pero decídmelo, pues supongo que no la habréis hecho por una simple bravata.

—Pencaba en la famosa noche del 5 al 6 de octubre. Doctor, daría la mitad de los días que me quedan de vida porque el rey Luis XVI hubiese visto a este mastín precipitarse contra mí, volver a su perrera y venir a lamerme la mano.

Y dirigiéndose al joven, continuó:

—Espero que me dispenséis, caballero, por haber humillado a Cartouche. Y ahora vamos a ver la casa del amigo de los hombres, puesto que tenéis a bien mostrárnosla.

El joven se apartó para que pasase Mirabeau, el cual no necesitaba guía al parecer, y conocía la casa tan bien como su primitivo dueño.

Sin detenerse en el piso bajo subió vivamente la escalera, que tenía una barandilla de hierro artísticamente trabajada, diciendo:

—Por aquí, doctor, por aquí.

En efecto, con aquel impulso que le era propio, con aquella costumbre dominadora, natural en su temperamento, en vez de espectador, Mirabeau se convertía en actor, y más parecía dueño de la casa que no visitante.

Gilberto le siguió.

Entretanto el joven llamaba a su padre, hombre de unos cincuenta y cinco años, y a sus dos hermanas, jóvenes de quince a dieciocho, para decirles qué extraño visitante acababa de recibir.

Mientras que les refería el incidente de la sumisión del mastín, Mirabeau mostraba a Gilberto el despacho, la alcoba y el salón del difunto marqués; y como cada aposento visitado despertaba un recuerdo, Mirabeau refería anécdotas con ese encanto y esa viveza que le eran peculiares.

El propietario y su familia escuchaban atentos al narrador que les hacía la historia de su propia casa, y para verle y escucharle abrían mucho los ojos y prestaban atento oído.

Visitada la habitación de arriba, y como dieran las siete en la iglesia de Argenteuil, Mirabeau, temiendo sin duda no tener tiempo para todo lo que le faltaba hacer, invitó a Gilberto a bajar, dándole ejemplo al punto.

—Caballero —dijo entonces el propietario de la casa—, vos que sabéis tantas historias sobre el marqués de Mirabeau y su ilustre hijo, me parece que podríais, si lo tuvierais a bien, referirnos una historia que no sería la menos curiosa de las que conocéis.

Mirabeau se detuvo sonriendo.

—En efecto —dijo—, pero yo me proponía guardar silencio sobre ella.

—Y ¿por qué, conde? —preguntó el doctor.

—Vais a juzgar vos mismo. Al salir del calabozo de Vicennes, donde había estado dieciocho meses, Mirabeau, que doblaba la edad al hijo pródigo, y que no sospechaba ni remotamente que se preparaba una fiesta para celebrar su regreso, tuvo la ocurrencia de ir a reclamar su legítima. Había dos motivos para que Mirabeau fuese mal recibido en la casa paterna: en primer lugar, acababa de salir del calabozo de Vincennes muy a pesar del marqués; y además, entraba en la casa para pedir dinero. De aquí resultó que el padre, ocupado en dar la última mano a una obra filantrópica, se levantó al ver a su hijo, cogió el bastón y precipitóse contra él apenas hubo oído la palabra dinero. El conde conocía a su padre, y sin embargo, esperaba que sus treinta y siete años le librarían del correctivo que le amenazaba; mas el conde reconoció su error al sentir los bastonazos sobre sus hombros.

—¡Cómo los bastonazos! —exclamó Gilberto.

—Sí, verdaderos bastonazos, no como los que se dan y se reciben en la Comedia Francesa en las obras de Moliere sino verdaderos y suficientes para romper la cabeza o los brazos.

—Y ¿qué hizo el conde Mirabeau? —preguntó Gilberto.

—¡Pardiez! Hizo lo que Horacio en su primer combate, emprendió la fuga. Por desgracia no tenía escudo, como Horacio, pues en vez de arrojarle, como lo hizo el cantor de Lidia, le habría utilizado para parar los golpes; pero careciendo de él saltó por los cuatro primeros peldaños de esta escalera, poco más o menos como acabo de hacerlo, o más deprisa aún, y entonces se volvió, levantando el bastón a su vez. «¡Alto ahí, caballero! —dijo a su padre—, ¡no hay ya parientes inferiores a los del cuarto grado!». Este era un equívoco bastante malo, pero que detuvo al padre más pronto que la mejor razón. «¡Ah!, ¡qué desgracia es que haya muerto el juez, porque le contaría esto!», exclamó. El conde, continuó el narrador, era demasiado buen estratégico para no aprovecharse de la oportunidad que se le ofrecía para emprender la retirada; bajó el resto de la escalera casi tan rápidamente como los primeros cuatro peldaños, y con gran pesar suyo jamás volvió a la casa. ¿No es verdad, doctor, que ese conde Mirabeau era un pillo?

—¡Oh, caballero! —dijo el joven acercándose a Mirabeau con las manos unidas, y como si pidiese perdón a su visitante por tener una opinión contraria a la suya—, decid más bien que era un gran hombre.

Mirabeau fijó en el joven una mirada penetrante.

—¡Ah, ah! —dijo—, ¿hay personas que creen eso de Mirabeau?

—Sí, caballero —contestó el joven—, y a riesgo de incurrir en vuestro desagrado, yo soy el primero.

—¡Oh! —replicó Mirabeau, riéndose—, no debéis decir eso en voz alta en esta casa, joven, porque las paredes podrían hundirse sobre vuestra cabeza.

Después, saludando respetuosamente al padre y a las dos jóvenes atravesó el jardín, haciendo una señal cariñosa a Cartouche, que correspondió con un gruñido sordo, resto de su pasada rebelión.

Gilberto siguió a Mirabeau, que mandó al cochero entrar en la ciudad y detenerse delante de la iglesia.

Pero en la esquina de la primera calle mandó hacer alto de nuevo, y sacando una tarjeta del bolsillo, dijo a su criado:

—Toisch, entregad de mi parte esta tarjeta al joven que no era de mi opinión respecto al señor de Mirabeau. Y añadió, exhalando un suspiro:

—¡Ah, doctor! He ahí un joven que no ha leído aún «¡La Gran Traición del señor Mirabeau!».

Toisch volvía en aquel instante.

Iba seguido del joven.

—¡Oh, oh!, señor conde —dijo este con un acento de admiración franca y sincera—, concededme lo que concedisteis a Cartouche, el honor de besaros la mano.

Mirabeau entreabrió sus brazos y estrechó al joven contra su pecho.

—Señor conde —dijo el joven—, yo me llamo Mornais, y si alguna vez necesitáis uno que muera por vos, acordaos de mí.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Mirabeau.

—¡Doctor —dijo—, he aquí los hombres que nos suceden; y a fe mía valen más que nosotros!