Capítulo LXII

Mirabeau salió de la Asamblea con la mirada altiva y alta la cabeza. Mientras que estuvo junto al peligro, el rudo atleta no pensaba más que en aquel y no en sus fuerzas.

Le sucedía lo que al mariscal de Sajonia en la batalla de Fontenoy: extenuado y enfermo, todo el día permaneció a caballo tan firme como el más intrépido de su ejército; pero cuando los ingleses retrocedieron, cuando el humo del último cañonazo saludó la fuga del enemigo, se deslizó moribundo en el campo de batalla que acababa de conquistar.

Lo mismo sucedió con Mirabeau.

Al entrar en su casa se echó en el suelo sobre unos almohadones en medio de las flores.

Mirabeau tenía dos pasiones: las flores y las mujeres.

Desde el principio de las sesiones su salud se alteraba visiblemente, y aunque de un temperamento vigoroso, había sufrido tanto, así en lo moral como en lo físico, a causa de las persecuciones y de las prisiones, que jamás se hallaba con una salud completa.

Mientras que el hombre es joven, todos los órganos sometidos a su voluntad, dispuestos a obedecer a la primera orden que el cerebro les comunica, obran en cierto modo simultáneamente y sin oposición alguna al deseo que les mueve; pero a medida que el hombre avanza en edad, cada órgano, como un criado que obedece aún, pero que por un largo servicio se ha maleado, cada órgano hace sus observaciones, si podemos decirlo así, y ya no obedece sin fatiga y sin lucha.

Mirabeau se hallaba en esa edad de la vida; para que sus órganos continuaran sirviéndole con la prontitud a que estaba acostumbrado, érale preciso enfadarse, y solamente la cólera hacía entrar en razón a sus servidores cansados y doloridos.

Esta vez sentía en sí alguna cosa más grave que de costumbre, y tan sólo resistía débilmente a su criado, que hablaba de ir a buscar un médico, cuando el doctor Gilberto llamó a la puerta y fue introducido a su presencia.

Mirabeau ofreció la mano al doctor y atrájole hacia los almohadones, donde estaba echado en medio de follaje y de flores.

—No he querido volver a mi casa —le dijo el doctor—, sin felicitaros; me habíais prometido una victoria, y habéis alcanzado más, porque ha sido un triunfo.

—¡Sí, pero ya veis que es un triunfo, una victoria por el estilo de la de Pirro; otra como esa, doctor, y estoy perdido!

Gilberto miró a Mirabeau.

—En efecto —le dijo—, bien se ve que estáis enfermo.

Mirabeau se encogió de hombros.

—Es decir —repuso—, que en mi ocupación, otro cualquiera habría muerto ya cien veces; tengo dos secretarios y ambos están inútiles, sobre todo Pellinc, encargado de copiar los garabatos de mi horrible escritura, y del cual no puedo prescindir, porque tan sólo él puede leerme y comprenderme; pero Pellinc guarda cama tres días hace. Doctor, indicadme, pues, no diré alguna cosa que me haga vivir, sino algo que me fortalezca mientras viva.

—¡Cómo ha de ser! —contestó el doctor—; no tengo consejos para una organización como la vuestra. ¿Cómo he de prescribir el reposo a un hombre que halla su fuerza principalmente en el movimiento, ni la temperancia a un genio que se engrandece en medio de los excesos? Si os digo que retiréis de vuestra habitación esas flores y plantas, de las cuales se desprende oxígeno durante el día y carbono por la noche, tan necesarias son ya para vos las flores, que sufriríais más por su falta que por su presencia; y si os aconsejo que tratéis a las mujeres como a las flores, alejándolas de vos, sobre todo por la noche, me contestaréis que preferís morir… Vivid, pues, con las condiciones de vuestra vida, querido conde; pero tened en torno vuestro flores sin perfumes, y si es posible, mujeres sin pasión.

—¡Oh!, por este último concepto, querido doctor —contestó Mirabeau—, podéis estar tranquilo. Mis amores apasionados tuvieron siempre tan mal éxito, que no me dejaré llevar más de ellos. Tres años de prisión, una condena a muerte, y el suicidio de la mujer que amaba, la cual se mató por otro y no por mí, me han curado de esa especie de amores. Ya os he dicho que durante un momento había soñado algo grandioso, como, por ejemplo, la alianza de Isabel con Essex, de Ana de Austria con Mazarino, de Catalina II con Potemkin; pero esto no pasó de ser un sueño. ¡Cómo ha de ser! No he vuelto a ver más a la mujer por quien lucho, y probablemente no la veré nunca… Mirad, Gilberto, no hay peor suplicio que concebir proyectos inmensos: la prosperidad de un reino, el triunfo de los amigos, el aniquilamiento de los adversarios, y ver que por un capricho del azar, por una fatalidad, todo esto se os escapa. ¡Oh!, ¡cómo me hacen expiar las locuras de mi juventud, y cómo las expiarán ellos mismos! Pero, en fin, ¿por qué desconfían de mí? Fuera de dos o tres ocasiones en que me exasperaron, y en que fue preciso violentarme para que conocieran la medida de mis golpes, ¿no he sido completamente de ellos desde el principio hasta el fin? ¿No me declaré en favor del veto absoluto cuando Necker se contentaba con el suspensivo? ¿No censuré la noche del 4 de agosto, en la cual no tomé parte, y que despojó a la nobleza de sus privilegios? ¿No protesté contra la Declaración de los Derechos del Hombre, no porque pensase suprimir nada, sino porque pensaba que no era llegada aún la hora de su proclamación? ¿No les he servido hoy, en fin, más de lo que podían esperar? ¿No obtuve, a expensas de mi honor, de mi popularidad, más que otro hombre, aunque hubiera sido ministro o príncipe, hubiera podido obtener para ellos? Y cuando pienso, reflexionad bien sobre lo que voy a deciros, gran filósofo, pues la caída de la monarquía se explica tal vez por este hecho… cuando pienso que yo, que debo considerar como un inmenso favor, tan grande que no se me concedió más que una vez, ver a la Reina; cuando pienso que si mi padre no hubiese muerto la víspera de la toma de la Bastilla, lo cual me impidió presentarme al día siguiente, el mismo en que Lafayette fue nombrado jefe de la guardia nacional y Bailly alcalde de París, yo habría obtenido la plaza de este último… ¡ah!, yo me desespero. Entonces las cosas cambiaban: el Rey se veía inmediatamente en la precisión de entrar en relaciones conmigo; yo le inspiraba diferentes ideas de las que él tiene sobre la dirección que se ha de dar a una revolución que contiene la revolución en su seno; conquistaba su confianza; le conducía, antes de que el mal fuese tan profundamente inveterado, a tomar medidas conservadoras decisivas; mientras que ahora, simple diputado, hombre sospechoso, envidiado, temido y odiado, me separan del Rey, calumniándome cerca de la Reina. ¿Creeréis, doctor, que al verme en Saint-Cloud ha palidecido? Y es muy sencillo. ¿No la han hecho creer que yo soy quién promovió las jornadas del 5 y 6 de octubre? Pues bien, durante este año habré hecho todo cuanto me impedían hacer; mientras que hoy… ¡Ah! Hoy temo mucho, por la salud de la monarquía y la mía propia, que sea ya demasiado tarde.

Y Mirabeau, con una profunda impresión de dolor que se revelaba en toda su fisonomía, cogió sus carnes por debajo del estómago.

—¿Sufrís, conde? —preguntó el doctor.

—¡Cómo un condenado! Hay días en que, cuanto hacen para mi moral con la calumnia, creo que lo hacen con el arsénico para mi físico… ¿Creéis en el veneno de los Borgia, en el agua tofana de Perouse y en la pólvora de la Voisin, doctor? —preguntó Mirabeau sonriendo.

—No; pero creo en esa hoja que abrasa la vaina en esa lámpara cuya llama dilatada hace estallar el vidrio.

Y Gilberto sacó de su bolsillo un frasquito de cristal que contenía un licor verdoso en la cantidad que cabría en dos dedales de coser.

—Veamos, conde —dijo—, haremos un ensayo.

—¿Cuál? —preguntó Mirabeau, mirando el frasco con curiosidad.

—Un amigo mío, que yo quisiera que fuese también vuestro, muy entendido en las ciencias naturales, y hasta, según pretende, en las ocultas, me ha dado la receta de este brebaje, el cual considera como un antídoto, como una panacea universal, casi un elixir de vida. Con frecuencia, cuando me sentí dominado por esos sombríos pensamientos que conducen a nuestros vecinos de Inglaterra a la melancolía, al esplín[20] y hasta la muerte, bebí algunas gotas de este licor, y debo confesar que el efecto fue siempre saludable y rápido. ¿Queréis probarlo a vuestra vez?

—De vuestra mano, querido doctor, lo recibiré todo, aunque sea la cicuta, y con mucha más razón el elixir de vida. ¿Se ha de hacer algún preparado, o se bebe puro?

—No, porque este licor es en realidad muy fuerte. Decid a vuestro criado que os traiga algunas gotas de aguardiente o de espíritu de vino en una cuchara.

—¡Diablo! ¡Espíritu de vino o aguardiente para dulcificar vuestra bebida! Eso debe ser fuego líquido; yo no sabía que un hombre le hubiese bebido desde que Prometeo le sirvió al abuelo del género humano; mas os advierto que dudo que mi criado encuentre en toda la casa seis gotas de aguardiente; yo no soy como Pitt, y no voy a buscar en eso mi elocuencia.

El criado, no obstante, volvió a los pocos segundos con una cuchara que contenía las cinco o seis gotas de aguardiente.

El doctor las mezcló con una cantidad igual del licor que el frasco contenía, y en el mismo instante los dos líquidos combinados tomaron el color del ajenjo; Mirabeau tomó la cuchara y bebió lo que había en ella.

—¡Diablo, doctor —exclamó—, bien habéis hecho en advertirme que el licor era fuerte; me parece materialmente haber absorbido un relámpago!

Gilberto sonrió, manifestando confianza.

Mirabeau permaneció un instante como consumido por aquellas gotas, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y apoyando la mano en su estómago; pero de repente se irguió.

—¡Ah, doctor! —dijo—, verdaderamente es elixir de vida lo que me habéis hecho beber.

Después se levantó, con la respiración ruidosa, alta la frente y los brazos extendidos.

—¡Húndase ahora la monarquía, pues me siento con fuerzas para sostenerla!

Gilberto sonrió.

—¿Os sentís mejor? —preguntó.

—Doctor, decidme dónde se vende ese brebaje, y aunque hubiese de pagar por cada gota un brillante de su volumen, o renunciar a todo lujo para conservar la fuerza vital, os aseguro que yo también tendré esa llama líquida, y que entonces me consideraré como invencible.

—Conde —repuso Gilberto—, prometedme que no tomaréis de este brebaje más que dos veces a la semana, y que no os dirigiréis más que a mí para renovar el licor, y os dejaré este frasco.

—Dádmelo —contestó Mirabeau—, y os prometo cuanto gustéis.

—Helo ahí —replicó Gilberto—; pero esto no es todo. ¿No me habéis dicho que deseáis coche y caballos?

—Sí.

—Pues bien, vivid en el campo; esas flores que vician el aire de vuestra habitación depuran el del jardín, y la carrera que haréis todos los días para venir a París y volver al campo, será saludable para vos. Elegid, si es posible, una residencia situada en la altura, en un bosque o cerca del río, en Bellevue, Saint-Germain o Argenteuil.

—¡Argenteuil! —replicó Mirabeau—; precisamente envié a mi criado allí para buscar una casa de campo. ¿No me habéis dicho, Teisch, que encontrasteis en aquel punto alguna casa que me convenía?

—Sí, señor conde —contestó el criado—, sí; es una casa encantadora, de la cual me había hablado un tal Fritz, compatriota mío, pues ha vivido en ella con su amo, que es un banquero extranjero. Ahora está desalquilada, y el señor conde puede tomarla cuando quiera.

—¿Dónde está situada esa casa?

—Fuera de Argenteuil; la llaman castillo del Marais.

—¡Oh! La conozco —exclamó Mirabeau—, y recuerdo que cuando mi padre me expulsaba de su casa, con su maldición y algunos bastonazos… ¿Sabéis, doctor que mi padre habitaba en Argenteuil?

—Sí.

—Pues bien, digo que cuando me arrojaba de su casa, con frecuencia fue a pasearme fuera de aquella mansión, diciéndome, como Horacio, dispensad si la cita es falsa: O rus, quando te aspiciam[21]?

—Entonces, querido conde, ha llegado el momento de realizar vuestro sueño. Marchad a ver ese castillo, y trasladad allí vuestra residencia… cuanto antes mejor.

Mirabeau reflexionó un momento, y volviéndose hacia el doctor, le dijo:

—Veamos, vuestro deber es velar sobre el enfermo a quien acabáis de resucitar; no son más que las cinco de la tarde, estamos en los días más largos del año y hace buen tiempo; tomemos el coche y veamos a Argenteuil.

—Sea —contestó Gilberto—. Cuando se trata de la curación de una salud tan preciosa como la vuestra, querido conde, es preciso estudiarlo todo… ¡Vamos a ver vuestra futura casa de campo!