Se recordarán las últimas palabras de Mirabeau a la Reina, en el momento en que, al despedirse de ella en Saint-Cloud, esta le dio a besar su mano.
—¡Por este beso, señora —había dicho—, la monarquía está salvada!
Esta promesa, hecha por Prometeo a Juno a punto de ser destronado, era la que se trataba de cumplir.
Mirabeau había comenzado la lucha confiando en su fuerza, sin pensar que después de tantas imprudencias y de tres conspiraciones abortadas, se comprometía a una lucha imposible.
Tal vez Mirabeau —y esto hubiera sido lo más prudente— hubiera combatido todavía algún tiempo sirviéndose del disimulo; pero a los dos días de aquel en que fue recibido por la Reina, al dirigirse a la Asamblea vio grupos y oyó gritos.
Se acercó a uno de los grupos y preguntó cuál era la causa de aquellos.
De mano en mano se pasaban unos pequeños folletos.
Y de vez en cuando una voz gritaba:
—¡La Gran Traición del señor Mirabeau! ¡La Gran Traición del señor Mirabeau!
—¡Ah, ah! —exclamó, sacando del bolsillo una moneda—, ¡parece que se trata de mí!…
—Amigo mío —continuó dirigiéndose al hombre qué distribuía los folletos, y que tenía varios miles en cestos que le llevaban tranquilamente allí donde se le antojaba colocarse, ¿cuánto vale el folleto?
El vendedor fijó la vista en Mirabeau.
—Señor Conde —le dijo—, doy esto de balde.
Y añadió en voz baja:
—¡Y se han tirado cien mil ejemplares! Mirabeau se alejó pensativo. ¡¡Aquel folleto que se daba de balde! ¡Y aquel vendedor que le conocía!
Pero sin duda el folleto era una de tantas publicaciones estúpidas u ofensivas como se daban a luz a miles en aquella época.
El exceso de odio o de la ineptitud las impedía ser peligrosas, anulando todo su valor.
Mirabeau fijó la vista en la primera página y palideció.
Contenía la lista de sus deudas, y, ¡cosa extraña!, era exactísima.
¡Doscientos ocho mil francos!
Al pie de la página leíase la fecha del día en que esta suma fue satisfecha a los diferentes acreedores de Mirabeau por el limosnero de la Reina, señor de Fontanges.
Después se expresaba la cifra de la cantidad que la corte le pagaba mensualmente.
Seis mil francos.
Y por último, el relato de su entrevista con la reina. Era cosa de no entenderlo; el folletista anónimo no se había equivocado en una sola cifra, y casi se podía decir que tampoco en una palabra.
¿Qué enemigo terrible y misterioso le perseguía así, o más bien, sirviéndose de él, a la misma monarquía?
A Mirabeau no le había parecido desconocida la cara de aquel vendedor que, sabiendo sin duda con quién hablaba, le había llamado señor conde.
Y al pensar esto retrocedió.
El asno que llevaba los cestos estaba en el mismo sitio, con aquellos casi vacíos; mas el primer vendedor había desparecido, reemplazándole ahora otro, a quien Mirabeau no reconoció, pero que seguía distribuyendo con el mismo afán.
La casualidad quiso que en aquel momento el doctor Gilberto, que asistía casi diariamente a los debates de la Asamblea, sobre todo cuando estos tenían alguna importancia, pasase por la plaza donde se hallaba el vendedor.
Tal vez no iba a detenerse al oír el ruido de aquellos grupos, pues parecía muy preocupado; pero con su audacia acostumbrada, Mirabeau se dirigió a él, cogióle del brazo y le condujo frente al distribuidor de folletos.
Este hizo para Gilberto lo que para todos los demás, es decir, que extendió el brazo hacia él, diciéndole:
—¡Ciudadano, la Gran Traición del señor de Mirabeau!
Mas al ver a Gilberto, su brazo quedó como paralizado y su lengua enmudeció.
Gilberto le miró a su vez, dejó de caer el folleto con expresión de disgusto, y alejóse diciendo:
—¡Repugnante oficio el que habéis elegido, señor de Beausire!
Y tomando el brazo de Mirabeau, continuó su marcha hacia la Asamblea, que ya no estaba en el arzobispado, por haber preferido el Picadero.
—¿Conocéis a ese hombre? —preguntó Mirabeau a Gilberto.
—Le conozco como se conoce a esa gente —dijo Gilberto—; es un antiguo exento, un jugador, un bribón, y ahora se ha hecho calumniador, no sabiendo a qué dedicarse.
—¡Ah! —murmuró Mirabeau, poniendo la mano en el sitio donde había tenido su corazón, y donde no había ya más que una cartera que contenía el dinero de palacio—, si calumniase…
Y muy sombrío continuó su marcha.
—¡Cómo! —exclamó Gilberto—, ¿seríais tan poco filósofo que os dejarais abatir por semejante ataque?
—¿Yo? —dijo Mirabeau—. ¡Ah, doctor! No me conocéis… ¡Ahora dicen que me he vendido, cuando deberían decir que se me paga! Pues bien, mañana compro un palacio, tomo coche, criados y caballos; mañana tendré cocinero, para ofrecer la mesa a cuantos quieran. ¿Abatido yo? Y ¿qué me importa la popularidad de hoy o la impopularidad de ayer?… No, doctor, lo que me abate es una promesa dada, que probablemente no podré cumplir; son las faltas, o más bien, las traiciones de la corte respecto a mí. He visto a la reina, que parecía tener confianza en mí, y he soñado un instante —sueño insensato con semejante mujer—, no en ser ministro de un rey, como Richelieu, sino el amante de una reina, como Mazarino, lo cual no hubiera sido peor para la política del mundo. Pues bien, ¿qué hacía ella? El mismo día de la entrevista, y tengo la prueba de ello, escribía a su agente en Alemania, M. Flaschslauden: «Decid a mi hermano Leopoldo que, según su consejo, me sirvo de Mirabeau; pero que no hay nada de formal en mis relaciones con él».
—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Gilberto.
—Completamente… y esto no es todo. ¿Sabéis de qué se tratará hoy en la Asamblea nacional?
—Sé que se hablará de guerra; pero no estoy bien informado sobre la causa de esta.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Mirabeau—, es muy sencillo: la Europa está dividida en dos partes; Austria y Rusia por un lado, e Inglaterra y Prusia por el otro, profesan el mismo odio a la revolución. Para las dos primeras la manifestación no es difícil, porque es su opinión propia; pero la liberal Inglaterra, la filosófica Prusia, necesitan tiempo para decidirse, para pasar de un polo a otro, para abjurar, renegar y confesar que son… lo que realmente son: enemigos de la libertad. Inglaterra, por su parte, ha visto al Brabante tender la mano a Francia, lo cual apresuró su decisión. Nuestra revolución, doctor, es vivaz, contagiosa; es más que una revolución nacional, es humana. El irlandés Burke, discípulo de los jesuitas de Saint-Omer, enemigo encarnizado de Pitt, acaba de lanzar contra Francia un manifiesto que le ha sido pagado en buen oro por aquel ministro. Inglaterra no hace la guerra a Francia porque no se atreve aún; pero abandona la Bélgica al emperador Leopoldo, y va al fin del mundo a buscar contienda a nuestra aliada España. Ahora bien, Luis XVI ha manifestado a la Asamblea que armaba catorce buques, y de aquí la gran discusión de hoy. ¿A quién pertenece la iniciativa de la guerra? He aquí la cuestión.
El rey ha perdido ya el interior y la justicia; si ahora pierde la guerra, ¿qué le quedará? Por otra parte, abordemos francamente la cuestión de vos a mí, querido doctor, ya que la Cámara no se atreve a ello: el rey es sospechoso; la revolución no se ha hecho hasta ahora, y me jacto de haber contribuido a ello; la revolución no se ha hecho sin romper la espada en manos del Rey. De todos los poderes que se le pudieran dejar el más peligroso es seguramente el de la guerra; y yo, fiel a la promesa hecha, voy a pedir que se le dejen, arriesgando mi popularidad, mi vida tal vez, al sostener mi demanda. Quiero que se apruebe un decreto que deje al Rey victorioso y triunfante. Y ¿qué hace el Rey a estas horas? Ha mandado buscar con toda urgencia en los archivos del Parlamento las antiguas fórmulas de protesta contra los Estados generales, sin duda para redactar una en secreto contra la Asamblea. ¡Ah!, he aquí la desgracia, apreciable Gilberto, se hacen demasiado cosas ocultas, y no bastantes que sean francas y públicas. He aquí por qué quiero que se sepa que soy del Rey y de la Reina, puesto que es verdad. Me decíais que esa infamia dirigida contra mí me turbaba; nada de eso, doctor; por el contrario, me sirve, pues yo necesito lo que las tempestades para estallar: nubes sombrías y vientos contrarios. ¡Venid, doctor, y presenciaréis una hermosa escena, yo os lo aseguro!
Mirabeau no se engañaba, y apenas entró en la Asamblea debió dar pruebas de valor. Todos le gritaban: «¡Traición!», y uno le mostraba una cuerda y el otro una pistola.
Mirabeau se encogió de hombros y pasó como Juan Bart, separando con los codos a los que se hallaban a su paso.
Las vociferaciones le siguieron hasta la sala, pareciendo promover otras nuevas. Apenas se presentó, cien voces gritaron: «¡Ah!, ¡hele ahí el traidor, el orador renegado, el hombre vendido!».
Barnave estaba en la tribuna hablando contra Mirabeau, y este le miró fijamente.
—Pues bien, sí —dijo Barnave—, a ti es a quien llaman traidor, y contra ti estoy hablando.
—Pues si hablas contra mí —contestó Mirabeau—, puedo ir a dar una vuelta por las Tullerías, pues tendré tiempo de volver antes de que hayas acabado.
Y, efectivamente, con la cabeza alta y los ojos amenazadores salió en medio de los silbidos, de las imprecaciones y de las amenazas, y se dirigió a las Tullerías.
En la gran avenida, una mujer joven, que tenía en la mano una rama de verbena, cuyo perfume aspiraba, reunía un círculo en torno suyo.
A su izquierda quedaba un sitio libre; Mirabeau cogió una silla y fue a sentarse a su lado.
La mitad de los que la rodeaban levantáronse y se marcharon.
Mirabeau los miró sonriéndose.
La joven le alargó la mano.
—¡Ah, baronesa! —dijo Mirabeau—, ¿no teméis contagiaros?
—Querido Conde —contestó la joven—, se dice que os inclináis hacia nosotros, y yo os atraigo.
Mirabeau sonrió, y habló tres cuartos de hora con la joven dama, que no era otra sino Ana Luisa Germaine Necker, baronesa de Stael.
Al cabo de este tiempo, y después de consultar su reloj, dijo al fin:
—Dispensadme, señora baronesa, pues debo retirarme. Barnave hablaba contra mí hacía ya una hora cuando salí de la Asamblea; he tenido el gusto de hablar con vos durante tres cuartos, y así es que pronto habrán pasado dos horas desde que mi acusador habla; el discurso debe tocar a su fin, y es preciso que yo conteste.
—¡Id —contestó la baronesa—, responded y buen ánimo!
—Dadme esa ramita de verbena, baronesa —dijo Mirabeau—, me servirá de talismán.
—¡Tened cuidado; la verbena, querido conde, es el árbol de las libaciones fúnebres!
—Dádmela de todos modos; bueno es ir coronado como un mártir cuando se baja al circo.
—El hecho es —dijo madame Stael—, que es difícil ser más animal que la Asamblea nacional de ayer.
—¡Oh, baronesa, no vayáis un solo día!
Y tomando de sus manos la rama de verbena que la dama le ofrecía, Mirabeau saludó cortésmente, franqueó las escaleras que conducen al terrado de los Feuillants, y dirigióse a la Asamblea.
Barnave bajaba de la tribuna en medio de las aclamaciones de toda la sala; acababa de pronunciar uno de esos discursos estudiados que están bien en todas partes.
Apenas se vio a Mirabeau en la tribuna, una tempestad de gritos e imprecaciones estalló contra él.
Pero el gran orador, levantando su mano poderosa esperó, y aprovechándose de uno de esos intervalos de silencio, como los que hay en las tempestades y en los motines, dijo:
—¡Bien sabía yo que no estaba lejos el Capitolio de la roca Tarpeya!
Tal es la majestad del genio, que esta sola frase impuso silencio a los más alborotadores.
Desde el momento en que Mirabeau conseguía el silencio, era una victoria medio ganada. Pidió que la iniciativa de la guerra se concediese al rey; pero esto era demasiado, y se rehusó. Entonces comenzó la lucha sobre las enmiendas; la petición principal había sido rechazada, y era preciso reconquistar el terreno con otras parciales; de modo que Mirabeau subió cinco veces a la tribuna.
Barnave había hablado dos horas; Mirabeau habló tres en varias veces, y al fin obtuvo esto:
Que el rey tenía derecho para hacer los preparativos y dirigir las fuerzas como quisiera; que él proponía la guerra a la Asamblea, y que esta no resolvería nada que no fuese sancionado por el Rey.
—¿Qué no hubiera obtenido, a no ser por aquel folleto distribuido gratis por aquel vendedor que nadie conocía, y después por Beausire, folleto titulado: Gran Traición del señor Mirabeau?
Al salir de la sesión, Mirabeau estuvo a punto de ser destrozado.
En cambio, el pueblo se llevó triunfalmente a Barnave.
¡Pobre Barnave!, ¡no está lejos el día en que también oirás gritar a tu vez: «Gran Traición del señor de Barnave!».