Hay tempestades humanas como huracanes celestes; el cielo se nubla, el relámpago brilla, el trueno retumba, y la tierra parece vacilar sobre su eje; hay un instante de paroxismo terrible, durante el cual se cree en el aniquilamiento de los hombres y de las cosas, y en el que todos tiemblan, se estremecen e imploran al Señor, como la sola, la única misericordia. Después, poco a poco, se produce la calma, la oscuridad desaparece, llega el día, el sol renace, las flores se abren de nuevo, los árboles se enderezan, los hombres van a sus asuntos, a sus placeres o a sus amores, la vida ríe y canta a orilla de los caminos y en el umbral de las puertas, y nadie piensa ya en el desierto parcial producido por el rayo en el lugar donde cayó.
Lo mismo sucedió respecto a la granja: toda la noche hubo sin duda una tempestad terrible, en la que Billot había ideado y puesto en ejecución su proyecto de venganza. Cuando notó la fuga de su hija; cuando buscó inútilmente en la sombra la huella de su paso; cuando la llamó, primero con voz colérica, luego con tono suplicante, y al fin, con el de la desesperación, sin que de ningún modo se le contestase, seguramente se quebrantó alguna cosa vital en aquella vigorosa organización; pero, en fin, cuando a la tempestad de gritos y de amenazas, que había tenido su relámpago y su rayo como una tempestad del cielo, se siguió el silencio del desfallecimiento; cuando los perros, no teniendo ya causa de perturbación, dejaron de ladrar; cuando el tiempo, ese insensible y mudo testigo de lo que pasa por aquí abajo, hubo sacudido en el aire sobre las alas temblorosas del bronce las últimas horas de la noche, las cosas siguieron su curso habitual. La puerta cochera rechinó sobre sus goznes enmohecidos; los jornaleros salieron, uno para sembrar, otros para trillar, y los demás para labrar la tierra; después apareció Billot, cruzando la llanura en todos los sentidos, y al fin llegó el día, despertándose el resto del pueblo. Algunos que no habían dormido tan bien como los otros, dijeron entonces con cierto aire de curiosidad a la vez que de indiferencia:
—Los perros del padre Billot han aullado mucho esta noche, y se han oído dos detonaciones detrás de la granja…
—¡Ah!, nos engañamos.
Cuando el padre Billot volvió a las nueve, como de costumbre, para almorzar, su mujer le dijo:
—Dime, marido, ¿dónde está Catalina? ¿Lo sabes tú?
—¿Catalina? —contestó el labrador, haciendo un esfuerzo—. Los aires de la granja eran perjudiciales para ella, y ha ido a Salique, a casa de su tía…
—¡Ah! —exclamó la madre Billot—, ¿y estará allí mucho tiempo?
—Hasta que se restablezca del todo —contestó el labrador.
La madre Billot exhaló un suspiro, retirando de su lado la taza de café con leche.
El marido, por su parte, quiso hacer un esfuerzo para comer; pero al tercer bocado, como si el alimento le ahogase, cogió la botella de Borgoña, la vació de un golpe, y dijo después con voz ronca:
—¡Supongo que no habrán desensillado mi caballo!
—No, señor Billot —contestó con voz tímida un niño que iba todas las mañanas a la granja a buscar su almuerzo.
—¡Está bien!
Y el labrador, apartando bruscamente a la pobre criatura, montó a caballo y dirigióse a los campos, mientras que su mujer, enjugándose dos lágrimas, iba a sentarse en su sitio acostumbrado bajo la campana de la chimenea.
Y excepto aquel ave cantora, aquella flor risueña que, bajo las facciones de una joven, alegraba las vetustas paredes, la granja se encontró desde el día siguiente con el mismo aspecto que el de la víspera.
Por su parte, Pitou vio amanecer el día en su casa de Haramont, y los que entraron en ella a las seis de la mañana halláronle alumbrado por una vela que, a juzgar por su largo pabilo, debía haber ardido largo tiempo, poniendo en limpio, para enviarla a Gilberto con todos los justificantes, la cuenta expresiva de los veinticinco luises que el doctor había dado para el equipo de la guardia nacional de Haramont.
Sin embargo, un leñador aseguró haberle visto hacia medianoche llevando en sus brazos algo como el cuerpo de una mujer, y en dirección a la cabaña del padre Clouis; mas esto no era probable, atendido que el padre Lajeunesse pretendía que también lo vio corriendo por el camino de Boursonnes hacia la una de la madrugada; mientras que Maniquet, que vivía en la extremidad del pueblo, estaba seguro de haberlo visto pasar a las dos o dos y media por delante de su puerta, habiéndole gritado: «¡Adiós, Pitou!», a lo cual contestó el otro: «¡Buenas noches, Maniquet!».
De esto último no podía quedar la menor duda; mas para que el leñador hubiese visto a Pitou en las inmediaciones de la Piedra Clouisa con una mujer en los brazos; para que el padre Lajeunesse le encontrara en el camino de Boursonnes a la una de la madrugada; para que Maniquet le diera las buenas noches al pasar por delante de su puerta, hora y media después, habría sido necesario que Pitou, a quien hemos perdido de vista con Catalina a eso de las diez y media de la noche, en los barrancos que separan a Pisseleu de la granja, hubiese ido desde aquí a la Piedra Clouisa otra vez, y luego a su casa, lo cual suponía que para poner a Catalina en lugar seguro, ir a buscar noticias del Vizconde y ponerlas después en conocimiento de Catalina, habría recorrido, entre las once de la noche y las dos y media de la madrugada, unas nueve o diez leguas.
Ahora bien, la suposición no sería admisible ni aun tratándose de esos corredores a quienes les faltaba el bazo, según pretendía el pueblo de otra época; pero de todos modos, esta hazaña no habría extrañado mucho a los que hubieran podido apreciar alguna vez las facultades locomotivas de Pitou.
Sin embargo, como este último no confió a nadie los secretos de aquella noche, durante la cual pareció multiplicarse, resultó que excepto Desiré Maniquet, a cuyo saludo había contestado, ni el leñador ni el padre Lajeunesse se hubieran atrevido a sostener bajo la fe del juramento que era en realidad Pitou en persona a quien habían visto, y no una sombra, un espectro o un fantasma que hubiese tomado su semejanza.
El caso es que a las seis de la mañana del día siguiente, cuando Billot montaba a caballo para visitar sus campos, se veía a Pitou sin apariencia de fatiga ni desasosiego repasando las cuentas del sastre Dulauroy, a quien remitía como comprobantes los recibos de sus treinta y tres hombres.
Otra persona que también conocemos había dormido bastante mal aquella noche: era el doctor Raynal.
A la una de la madrugada le había despertado el lacayo del vizconde de Charny, tirando de la campanilla con toda su fuerza.
Y el mismo doctor abrió la puerta, según costumbre cuando llamaban de noche.
El lacayo del Vizconde iba a buscarle con motivo de un accidente de gravedad ocurrido a su amo.
Llevaba a la diestra un segundo caballo ensillado, a fin de que el doctor no se retardara un sólo instante.
El señor Raynal se vistió a toda prisa, montó el caballo que se le enviaba, y partió al galope precedido del lacayo, que hacía las veces de correo.
¿Cuál era el accidente? Lo sabría al llegar al castillo; mas por lo pronto se le había invitado a llevar sus instrumentos de cirugía.
El accidente era una herida en el costado izquierdo y una rozadura en el hombro derecho, ocasionadas por dos proyectiles que parecían del mismo calibre, es decir, del veinticuatro.
Pero el Vizconde no quiso dar a conocer los detalles.
Una de las heridas, la del costado, era algo grave, pero no peligrosa; la bala había atravesado las carnes, pero no interesado ningún órgano importante.
En cuanto a la otra herida, no valía la pena hablar de ella.
Practicada la cura, el joven Vizconde dio veinticinco luises al doctor para que guardase silencio.
—Si queréis que calle, será preciso que me paguéis mi visita al precio ordinario —contestó el buen doctor.
Y tomando un luis devolvió al Vizconde las catorce libras restantes, por más que este insistiera en hacerle aceptar más.
No hubo medio; pero el doctor Raynal advirtió que creía necesarias tres visitas, y que en su consecuencia volvería dos veces más en el intervalo de un día.
A la segunda visita, el doctor encontró al herido en pie; con el auxilio de un cinturón que sostenía el apósito contra la herida, pudo montar a caballo desde el día siguiente, como si nada le hubiera sucedido, y así es que todo el mundo, excepto su criado de confianza, ignoraba el accidente.
Al hacer su tercera visita, el doctor supo que su enfermo había marchado ya, y así es que, no habiendo hecho nada, no quiso aceptar más que la mitad del valor de aquella.
El doctor Raynal era uno de esos raros médicos dignos de tener en su salón el famoso grabado que representa a Hipócrates rehusando los regalos de Artajerjes.