Capítulo LIX

El grupo de sauces situado en una pequeña eminencia, a veinte o veinticinco pasos de la ventana de Catalina, dominaba una especie de foso, por cuyo fondo pasaba encajonado, a la profundidad de siete u ocho pies, un escaso arroyuelo.

Describiendo una curva, como el camino estaba sombreado a intervalos por sauces semejantes a los que formaban la arboleda de que hemos hablado, es decir, que se parecían a esos enanos que sobre un cuerpo pequeño ostentan una voluminosa cabeza desgreñada.

En el último de aquellos árboles, ahuecados algunos por la acción del tiempo, era donde todas las mañanas Pitou depositaba las cartas de Catalina, que esta última iba a recoger en cuanto veía a su padre alejarse en dirección opuesta.

Por lo demás, Pitou por su parte y Catalina por la suya habían tomado tantas precauciones, que no se había descubierto nada por ellos; se debió a una casualidad que puso a un pastor de la granja en el camino de Isidoro; el hombre anunció, como una noticia sin ninguna importancia, la vuelta del vizconde, y este regreso pareció a Pitou más que sospechoso. Desde su vuelta a París, desde la enfermedad de Catalina, y después de la recomendación del doctor Raynal para que no entrase en la habitación de la enferma mientras que tuviera el delirio, Billot se convenció de que el vizconde de Charny era el amante de su hija; y como no viera al cabo de aquellas relaciones más que la deshonra, puesto que el vizconde no se casaría con Catalina, resolvió evitar lo que en esto habría de vergonzoso, aunque en ello se debiese derramar sangre.

De aquí todos esos detalles que hemos referido, y que insignificantes a los ojos de las personas que ignoraban, tenían tan terrible importancia a los de Catalina, según explicó después a Pitou.

Se ha visto que la joven, adivinando el proyecto de su padre, no había tratado de aponerse más que avisando a Isidoro, cosa que por fortuna pudo impedir Pitou, puesto que en vez de ver a su amante, se hubiera encontrado con su padre en el camino.

Catalina conocía demasiado el carácter terrible de Billot para intentar nada por medio de súplicas; esto habría apresurado la tempestad, provocando el rayo en vez de alejarle. Evitar un choque entre Isidoro y Billot era cuanto deseaba.

¡Oh!, ¡cómo hubiera querido en aquel momento que aquella ausencia que la desesperaba su hubiese prolongado! Cómo hubiera bendecido la voz del que hubiese ido a decirle: «¡Ha marchado!», aunque esta voz hubiese añadido: «¡Para siempre!».

Pitou había comprendido todo esto tan bien como Catalina, y he aquí por qué se ofreció a ser intermediario; ya viniese el Vizconde a pie o a caballo, esperaba oírle o verle a tiempo, le saldría al encuentro para ponerle al corriente de la situación en dos palabras, y le induciría a huir, prometiéndole noticias de Catalina para el día siguiente.

Pitou permaneció, pues, como adherido a su sauce, como si hubiera formado parte de la familia vegetal en medio de la cual estaba, aplicando todos sus sentidos, tan prácticos por la noche en el bosque y la llanura, para distinguir una sombra o percibir un sonido.

De repente le pareció oír tras sí, procedente del bosque, el rumor de los pasos cortados de un hombre que anda en los surcos, y como le parecieran en demasía pesados para ser los del joven y elegante Vizconde, dio lentamente la vuelta en torno de su cauce, y a treinta pasos de él divisó al labrador con su escopeta al hombro.

Había esperado, como Pitou previo, en la encrucijada de Bourg-Fontaine; pero no viendo llegar a nadie por el sendero creyó haberse engañado, y volvía a ponerse al acecho, según había dicho, frente a la ventana de Catalina, convencido de que por ella trataría el Vizconde de introducirse en su habitación.

Por desgracia, la casualidad quiso que eligiera para su emboscada el mismo grupo de sauces en los cuales Pitou acababa de esconderse.

El joven adivinó la intención del labrador; no podía disputarle el sitio y se deslizó a lo largo de la pendiente, desapareciendo en el foso, con la cabeza oculta bajo las raíces salientes del sauce en que Billot acababa de apoyarse.

Por fortuna, el viento soplaba con alguna violencia, sin lo cual Billot hubiera podido oír los latidos del corazón de Pitou.

Pero, digámoslo en honor de la admirable naturaleza de nuestro héroe, menos le preocupaba su peligro personal que el temor de faltar, y no por culpa suya, a la palabra dada a Catalina.

Si el señor de Charny llegaba y le ocurría alguna desgracia, ¿qué pensaría la joven de Pitou?

Tal vez que había sido un traidor.

Pitou hubiera preferido la muerte antes de que Catalina pudiera pensar de él semejante cosa.

Pero nada podía hacer más que quedarse donde estaba, y sobre todo inmóvil, pues el menor movimiento le habría denunciado.

Un cuarto de hora transcurrió sin que nada turbase el silencio de la noche; Pitou conservaba una última esperanza, y era que, si por casualidad el Vizconde llegaba tarde, Billot se impacientaría, y cansado de esperar dudaría de su llegada y se volvería a casa.

Pero de repente Pitou, que por su posición tenía el oído apoyado contra tierra, creyó oír el galope de un caballo, y este último, si lo era en efecto, debía venir por el angosto sendero que desembocaba en el bosque.

Muy pronto no se pudo dudar ya de que fuese un caballo; atravesó el camino a unos sesenta pasos del grupo de sauces, oyóse el rumor de los cascos del cuadrúpedo resonando sobre la grava, que habiendo chocado una de sus herraduras contra un pedernal, hizo saltar chispas.

Pitou vio a Billot inclinarse para distinguir mejor en la oscuridad.

Pero la noche era tan negra, que los mismos ojos de Pitou, por hábil que fuese para penetrar las tinieblas, no vieron más que una especie de sombra saltando por encima del camino y desapareciendo en el ángulo de la pared de la granja.

Pitou no dudó ya un instante de que fuera Isidoro, mas esperaba que el Vizconde tuviera algún medio de penetrar en la granja sin valerse de la ventana.

Sin duda Billot no temía, pues murmuró algo como una blasfemia.

Después siguieron diez minutos de un silencio espantoso.

Al cabo de este tiempo, Pitou, gracias a la penetración de su vista, distinguió una forma humana en la extremidad del muro.

El jinete había atado su caballo a un árbol y volvía a pie.

La noche era tan oscura, que Pitou esperaba que Billot no vería aquella especie de sombra, o la vería demasiado tarde. Pero se engañaba: Billot la vio, pues Pitou pudo oír dos veces sobre su cabeza el ruido seco que produce el gatillo de un arma de fuego; el hombre que se deslizaba junto a la pared oyó sin duda aquel ruido, que el cazador no confunde con ningún otro, pues se detuvo, tratando de penetrar la oscuridad, mas no era cosa imposible. Durante esta detención de un segundo, Pitou vio elevarse sobre el foso el cañón de la escopeta; pero, sin duda, a tal distancia Billot no creía seguro el tiro, o tal vez temió cometer algún error, pues el cañón que se había levantado con rapidez se inclinó lentamente.

La sombra continuó su movimiento deslizándose siempre contra la pared.

Se acercaba visiblemente a la ventana de Catalina.

Esta vez fue el joven quien oyó latir el corazón de Billot.

Pitou se preguntaba qué podía hacer, con qué grito le sería dado advertir al desgraciado joven, por qué medio le sería posible salvarle.

Pero nada se le ocurría, y con desesperación se mesaba los cabellos.

Y por segunda vez vio elevarse el cañón de la escopeta; pero también esta se bajó de nuevo.

La víctima se hallaba aún demasiado lejos.

Transcurrió medio minuto, poco más o menos, durante el cual el joven caballero recorrió los veinte pasos que le separaban aún de la ventana.

Llegado a ella, dio tres golpes a intervalos iguales.

Ya no quedaba duda; era un amante, e iba buscando a Catalina.

Así es que por tercera vez se elevó el cañón de la escopeta, mientras que por su parte la hija de Billot, reconociendo la señal acostumbrada, entreabría la ventana.

Pitou, palpitante, oyó el choque del pedernal contra el rastrillo, y un fulgor semejante al de un relámpago iluminó el camino, pero sin que siguiera ninguna explosión.

El tiro había fallado.

El joven caballero vio el peligro que acababa de correr, e hizo un movimiento para marchar contra el enemigo; pero Catalina extendió el brazo y atrájole hacia sí.

—¡Desgraciado! —exclamó en voz baja—, ¡es mi padre! ¡Lo sabe todo!… ¡Ven, ven!…

Y con una fuerza que no se podía esperar de la joven, ayudóle a franquear la ventana, empujando después el postigo.

Aún quedaba un segundo tiro; pero los dos jóvenes estaban tan unidos, que Billot temió matar a su hija al tirar contra Isidoro.

—¡Oh! —murmuró—, bien habrá de salir, y entonces no erraré el blanco.

Al mismo tiempo preparó su arma de nuevo, para que no se repitiese la especie de milagro a que Isidoro debía la vida.

Durante cinco minutos cesó todo rumor, hasta el de la respiración de Pitou y de Billot y hasta el latido de sus corazones.

De repente, en medio del silencio, los ladridos de los perros atados resonaron en el patio de la granja.

Billot golpeó el suelo con su pie y escuchó un instante.

—¡Ah! —exclamó—, le hace huir por la huerta, y los perros ladran contra él.

Y saltando por encima de la cabeza de Pitou cayó al otro lado del foso, donde a pesar de la oscuridad y gracias al conocimiento que tenía de las localidades, desapareció con la rapidez del relámpago en el ángulo de la pared. Esperaba llegar al otro lado de la granja al mismo tiempo que Isidoro.

Pitou comprendió la maniobra con la inteligencia del hombre de la Naturaleza, se precipitó a su vez fuera del foso, atravesó el camino en línea recta, dirigióse a la ventana de Catalina, cuyo postigo empujó, entró en la habitación vacía, corrió a la cocina, alumbrada por una lámpara, ganó el patio, penetró en el pasadizo que conducía a la huerta, y llegado allí, gracias a su facultad de distinguir las tinieblas, vio dos sombras, una que estaba montada en la pared, y la otra que se hallaba al pie con los brazos extendidos.

Pero antes de saltar fuera, el joven se volvió por última vez.

—¡Hasta la vista, Catalina! —dijo—, ¡no olvides que eres mía!

—¡Oh, sí, sí! —contestó la joven—, pero ¡vete, vete! Oyóse entonces el ruido que el joven hizo al tocar con los pies en tierra; después el relincho de su caballo, que le reconoció; luego la carrera del animal, que ostigado sin duda por la espuela, y, al fin, una detonación seguida de otra.

Al oír la primera, Catalina profirió un grito e hizo un movimiento como para lanzarse en auxilio de Isidoro, y al percibir la segunda dejó escapar un suspiro, faltóle la fuerza y cayó en brazos de Pitou.

Este último, con la cabeza inclinada prestó atento oído para saber si el caballo continuaba su carrera con la misma rapidez que antes de las detonaciones, y habiendo oído el galope del cuadrúpedo que se alejaba, dijo sentenciosamente:

—Bueno, hay esperanza; no se puede apuntar tan bien de noche como de día, y la mano no es tan segura cuando se tira contra un hombre como cuando se caza un lobo o un jabalí.

Y levantando a Catalina intentó llevársela en sus brazos.

Pero la joven, por un poderoso esfuerzo de voluntad se deslizó hasta el suelo, y mirando a Pitou le preguntó:

—¿Adónde me llevas?

—Señorita —contestó Pitou con asombro—, voy a conduciros a vuestra habitación.

—¿Tienes un sitio dónde ocultarme, Pitou? —preguntó Catalina.

—¡Oh!, en cuanto a esto, sí, señorita —dijo el joven; y si no tengo, ya encontraré.

—Pues entonces, condúceme pronto.

—Pero ¿y la granja?

—Dentro de cinco minutos espero haber salido de ella para no volver jamás.

—Pero ¿y vuestro padre?…

—Todo queda roto entre mí y el hombre que ha querido matar a mi amante.

—Pero, señorita… —se aventuró a decir Pitou.

—¡Ah!, si rehúsas acompañarme…, dilo así —replicó la joven, abandonando el brazo de Pitou.

—No, señorita Catalina, ¡Dios me libre!

—Pues entonces, sígueme.

Y Catalina, precediendo a su compañero, pasó del jardín a la huerta.

En la extremidad de esta última había una puertecilla que daba a la llanura de Noue.

Catalina la abrió sin vacilar, tomó la llave, cerró bien la puerta, y arrojó aquella en un pozo que había junto a la pared.

Después, con paso firme se alejó apoyándose en el brazo de Pitou, y ambos desaparecieron muy pronto en el valle que se extiende desde el pueblo de Pisseleu hasta la granja de Noue.

No se les vio marchar.

Y solamente Dios supo dónde Catalina encontró el refugio que Pitou le había prometido.