Capítulo LVIII

Pitou salió de la granja aturdido; mas por las palabras de Catalina había visto luz en todo cuanto hasta entonces era oscuro para él, y esta luz le cegó.

Pitou sabía lo que deseaba saber y más aún.

Sabía que el vizconde Isidoro de Charny había llegado aquella mañana a Boursonnes, y que si se aventuraba a ir a ver a Catalina en la granja, corría el riesgo de recibir un balazo.

Sobre este punto no quedaba la menor duda: las palabras de Billot, parabólicas en un principio, se habían aclarado con las que Catalina pronunció; el lobo que se había visto rondar el año último por la granja, y al que se creía alejado para siempre, se había visto aquella misma, mañana cerca del tallar de Ivors, en el camino de París a Boursonnes; y este lobo no era otro que Isidoro de Charny.

Para él se había limpiado la escopeta, y para él era una de las balas fundidas.

Según se ve, esto se hacía grave.

Pitou, que algunas veces tenía, en caso necesario, la fuerza del león, desplegaba casi siempre la prudencia de la serpiente. Predispuesto desde el día en que llegó a la edad de la razón contra todos los guardas campestres, a cuya vista devastaba los cotos o los árboles frutales en pleno campo, tendiendo sus lazos y sus cañas con liga, habíase acostumbrado a la reflexión profunda y a la ejecución rápida, lo cual le permitió salir siempre de apuros en las mejores condiciones posibles. Esta vez, como las otras, llamando en su auxilio la decisión rápida, resolvió ganar inmediatamente el bosque, situado a unos ochenta pasos de la granja.

El bosque era espeso, y así le sería fácil reflexionar a sus anchas sin que le vieran.

Avanzó, pues, hacia él con tanta serenidad como si no llevara en su cabeza un mundo de pensamientos, y llegó al bosque sin volver una sola vez la cabeza.

Cierto que, cuando calculó que no podían verle desde la granja, agachóse para sujetar su polaina, y con la cabeza entre las piernas interrogó al horizonte.

Estaba del todo despejado, y al parecer no había por el pronto ningún peligro.

Visto lo cual por Pitou, siguió la línea vertical y de un salto llegó al bosque.

Era el dominio de Pitou.

Allí estaba como en su casa, considerándose libre y era rey.

Pero rey como la ardilla, de cuya agilidad participaba; como la zorra, cuyas astucias conocía, y como el lobo, cuyos ojos ven de noche.

Pero en aquella hora no necesitaba ni la agilidad de la ardilla, ni las astucias de la zorra, ni los ojos del lobo.

Para Pitou no se trataba más que de cortar en diagonal la parte del bosque en que se hallaba, y volver al punto del lindero que se extendía en toda la longitud de la granja.

A sesenta o setenta pasos de distancia, Pitou vería a todo ser viviente que por allí pasara o que se moviera, haciendo uso de sus pies y de sus manos. Menos debía temer a un jinete, pues ninguno hubiera podido avanzar cien pasos por los caminos por donde él le hubiera conducido.

El joven se tumbó sobre la hierba, apoyando su cabeza en un árbol, y comenzó a reflexionar profundamente.

Pensó que su deber era impedir, en cuanto le fuese posible, que el padre Billot pusiera en ejecución la terrible venganza que meditaba.

El primer medio que se le ocurrió fue correr a Boursonnes, para avisar al vizconde de Charny y el peligro que le esperaba en el caso de aventurarse a ir hacia la granja.

Pero casi al punto reflexionó dos cosas.

La primera, que no había recibido de Catalina ningún encargo para obrar así.

Y la segunda, que tal vez el peligro no detendría a Isidoro de Charny.

Y, por otra parte, ¿qué seguridad tenía Pitou de que el vizconde, cuya intención era sin duda ocultarse, vendría por el camino destinado a los carruajes y no por alguno de esos angostos senderos que para abreviar camino suelen seguir los leñadores?

Además, si iba en busca de Isidoro, Pitou abandonaba a Catalina, y si hubiera sentido que le ocurriese una desgracia al vizconde, también le hubiese desesperado que Catalina sufriera un percance.

En su consecuencia, lo que le pareció más juicioso fue esperar donde se hallaba, y según lo que sobreviniera, tomar consejo de las circunstancias.

Entretanto se entretuvo en mirar la granja con ojos fijos y brillantes como los de un gato montes que acecha su presa.

El primer movimiento que observó fue la salida del padre Clouis.

Pitou le vio despedirse de Billot bajo la puerta cochera, y después costear el muro cojeando y desaparecer en la dirección de Villers-Cotterêts, por donde debía atravesar para dirigirse a su cabaña, distante legua y media de Pisseleu, poco más o menos.

En el momento en que salía, la hora del crepúsculo se acercaba.

Como el padre Clouis era un personaje muy secundario, una especie de comparsa en el drama que se representaba, Pitou no fijó mucho en él su atención, y siguiéndole con la mirada, tan sólo para tranquilizar su conciencia, hasta el momento en que desapareció en el ángulo del muro, volvió a fijar los ojos en el centro del edificio, es decir, allí donde estaban la puerta cochera y las ventanas.

Al cabo de un instante, una de estas se iluminó: era la de la habitación de Billot.

Desde el sitio donde Pitou se hallaba, su mirada podía penetrar perfectamente en la habitación, y así es que le fue dado ver cómo el labrador cargaba su escopeta con todas las precauciones recomendadas por el padre Clouis.

Durante este tiempo, la noche acababa de cerrar.

Billot, con su escopeta al hombro, cargada ya, apagó la luz y empujó los dos postigos de su ventana, dejándolos algo entreabiertos, sin duda para poder observar los alrededores.

Desde la ventana de Billot, situada en el primer piso, no se veía, a causa de un recodo formado por la pared de la granja, según creemos haber dicho; la del departamento de Catalina, estaba en el piso bajo, pero se divisaba perfectamente el camino de Boursonnes, y todo el círculo del bosque que se redondeaba desde la montaña de la Ferté-Milon a lo que se llama el tallar de Ivors.

Aunque no viese la ventana de Catalina, suponiendo que esta saliese por ella para ganar el bosque, Billot podría divisarla en el momento en que penetrase en el radio que sus ojos alcanzaban; pero como la noche era cada vez más oscura, aunque viera una mujer y sospechase que era su hija, no podía estar seguro de ello.

Hacemos de antemano todas estas observaciones, porque eran las que había hecho Pitou.

Este último no dudaba que cuando la noche fuese del todo oscura, Catalina intentaría una salida a fin de prevenir a Isidoro.

Sin perder de vista la ventana de Billot, fijó también particularmente sus miradas en la de Catalina.

Pitou no se engañaba, apenas la noche llegó a un grado de oscuridad que parecía suficiente a la joven, Pitou, para quien no había tinieblas, como ya hemos dicho, vio como se abrían lentamente los postigos de Catalina, y como esta, saliendo por la ventana, se deslizaba a lo largo de la pared.

Mientras que siguiese esta línea no había peligro de ser vista, y aun suponiendo que debiese ir a Villers-Cotterêts, podía llegar desapercibida; mas si le precisara dirigirse a Boursonnes, era indispensable penetrar en el radio que abarcaba la mirada de su padre.

Llegada a la extremidad del muro vaciló un momento, de modo que Pitou esperó un instante que se dirigiera a Villers-Cotterêts y no a Boursonnes; pero de pronto aquella vacilación cesó, y agachándose para ocultarse a las miradas cuanto fuese posible, atravesó el camino, tomando después un angosto sendero que conducía al bosque y se prolongaba entre la espesura para terminar después a un cuarto de legua del camino de Boursonnes.

Este sendero desembocaba en una pequeña encrucijada conocida con el nombre de Bourg-Fontaine.

Una vez en este punto, el camino que la joven tomaría y la intención que llevaba eran cosas tan claras para Pitou, que ya no se ocupó más de Catalina, sino solamente de aquellos postigos entreabiertos, por los cuales, como una tronera, la mirada de Billot podía abarcar el bosque de una extremidad a otra.

Toda aquella extensión estaba en aquel momento solitaria; fuera de un pastor que arreglaba su redil, no se veía un sólo ser viviente.

De aquí resultó que apenas Catalina penetró en el radio peligroso, y aunque su manteleta negra le hiciese casi invisible, no pudo escapar a las penetrantes miradas de su padre.

Pitou vio entreabrirse los postigos, entre los cuales pasó la cabeza de Billot, quedando un momento inmóvil, como si el hombre dudara del testimonio de sus ojos en aquellas tinieblas; pero los perros del pastor, que habían corrido en pos de la sombra, volvieron después a reunirse con su amo sin ladrar; de modo que Billot no dudó ya que aquella sombra fuese la de Catalina.

Los perros, al acercarse a ella, la reconocieron y en el acto dejaron de ladrar.

Todo esto se traducía tan claramente para Pitou como si hubiese conocido de antemano los detalles de aquel drama.

Esperaba, pues, que los postigos de la habitación de Billot se cerrasen, y que se abriera de seguida la puerta cochera.

En efecto, a los pocos segundos aquella se abrió, y cuando Catalina llegaba al lindero del bosque, Billot, con su escopeta al hombro, franqueaba el umbral de la puerta, avanzando después con paso rápido por el camino de Boursonnes, donde iba a desembocar al fin de un cuarto de legua la senda que Catalina seguía.

¡No se debía perder un momento, para que a los diez minutos no se encontrase la joven cara a cara con su padre!

Así lo comprendió Pitou.

Se levantó, saltó por los tallares como un corzo espantado, cortando diagonalmente el bosque en el sentido inverso a su primera carrera, y hallóse a orillas del sendero en el instante de oírse ya los pasos precipitados y la respiración anhelante de la joven.

Pitou se detuvo, ocultándose detrás del tronco de una encina.

A los diez segundos, Catalina pasaba a dos pasos de aquel árbol.

Pitou se descubrió, interceptando el paso a la joven y nombrándose al mismo tiempo.

Había juzgado necesaria esta triple acción para no asustar demasiado a Catalina.

En efecto, esta última no profirió más que un ligero grito, y deteniéndose temblorosa, menos por la emoción presente que por la pasada, exclamo:

—¡Vos aquí, señor Pitou!… ¿Qué me queréis?

—¡Ni un paso más, en nombre del cielo, señorita! —dijo Pitou, uniendo las manos.

—Y, ¿por qué?

—¡Porque vuestro padre sabe que habéis salido, porque sigue el camino de Boursonnes con su escopeta, y porque os espera en la encrucijada de Bourg-Fontaine!

—Pero… ¡y él, él!… —exclamó Catalina casi fuera de sí—, ¡él no estará avisado!…

Y la joven hizo un movimiento para continuar su marcha.

—¿Lo estará más —replicó Pitou—, cuando vuestro padre os haya interceptado el paso?

—¿Qué hacer?

—Volved a vuestra habitación, señorita Catalina; yo me emboscaré en las inmediaciones de la granja, y cuando vea llegar al señor Isidoro le daré aviso.

—¿Vos haréis eso, querido Pitou?

—¡Por vos lo haré todo! ¡Ah!, ¡os amo tanto!

Catalina le estrechó la mano.

Y después de un momento de reflexión, contestó:

—Sí, decís bien, conducidme.

Y como sus piernas comenzaban a flaquear, se cogió del brazo de Pitou, que andando a su paso, mientras que ella corría, le hizo tomar el camino de la granja.

Diez minutos después, Catalina entraba en su aposento sin haber sido vista y cerraba su ventana, mientras que Pitou le mostraba el grupo de sauces en el que iba a vigilar y esperar.