Capítulo LVII

Catalina no se había engañado; a pesar de la afabilidad con que recibió a Pitou, su padre parecía estar más sombrío que nunca. Dio una especie de apretón de manos a Pitou, y este notó que tenía la mano fría y húmeda. Su hija, según costumbre, le presentó sus mejillas pálidas y temblorosas; pero Billot se contentó con besar su frente; y en cuanto a la madre Billot, levantóse con un movimiento que era natural cuando su marido entraba, y que participaba a la vez del sentimiento de su inferioridad y de su respeto; pero el labrador ni siquiera fijó su atención en esto.

—¿Está preparada la comida? —preguntó.

—Sí, marido —contestó la madre Billot.

—Pues entonces a la mesa —dijo—, porque aún tengo muchas cosas que hacer antes de la noche.

Todos pasaron al pequeño comedor de la familia que daba al patio, y nadie podía entrar en la cocina, viniendo de fuera, sin cruzar por delante de la ventana por donde penetraba la luz en dicho comedor.

Se agregó un cubierto para Pitou, a quien se colocó entre las dos mujeres, vuelto de espaldas a la ventana.

Por preocupado que Pitou estuviese, había en él un órgano en el que esta circunstancia no influía jamás, y era su estómago, de lo cual resultó que Billot, a pesar de su mirada perspicaz, no pudo ver en su convidado más que la satisfacción que le producía el aspecto de una excelente sopa de col y del plato de carne y tocino que la siguió.

Era evidente, no obstante, que Billot deseaba saber si era la casualidad o un designio premeditado lo que había traído a Pitou a la granja.

Por eso, en el momento en que se retiraba la carne y tocino para servir un cuarto de cordero asado, plato cuya entrada observaba Pitou con visible alegría, el labrador, descubriendo de pronto sus baterías, dijo directamente a Pitou:

—Ahora que ves que siempre eres bien venido a la granja, ¿quieres decirme qué te ha inducido a venir hoy aquí?

Pitou paseó una mirada en torno suyo para asegurarse de que no había otras indiscretas, y contestó al punto mostrando una veintena de lazos arrollados en su muñeca a guisa de pulsera:

—Esto os lo dirá y bien podéis comprenderlo.

—¡Ah, ah! —exclamó el padre Billot—, ¿has despoblado ya los cotos de Lougpré y de Taille-Fontaine y te vienes ahora por estos sitios?

—No es eso, señor Billot —contestó ingenuamente Pitou—; es que desde que persigo a esos pícaros conejos, me parece que conocen mis lazos y se alejan de ellos. Por eso he resuelto decir esta noche dos palabras a los del padre Lajeunesse, que son menos malignos y más delicados, y devoran además mucho tomillo.

—¡Diablo! —exclamó el labrador—, no creía que fueses tan gastrónomo, Pitou.

—¡Oh!, no lo hago por mí —contestó el joven—, sino por la señorita Catalina, que habiendo estado enferma necesita cosas delicadas…

—Sí —replicó Billot interrumpiendo a Pitou—, dices bien, pues ya ves que aún no tiene apetito.

Y mostró con el dedo el plato blanco de Catalina, que después de haber tomado algunas cucharadas de sopa, no había tocado la carne ni el tocino.

—No tengo apetito, padre mío —contestó la joven ruborizándose al verse interpelada así—, porque he tomado un tazón de leche con pan poco antes de pasar el señor Pitou por delante de mi ventana.

—Yo no me pregunto la causa de que tengas o no apetito —replicó Billot—; consigno un hecho y nada más.

Después, mirando al patio a través de la ventana, levantóse de pronto, diciendo:

—¡Ah!, alguno viene a verme.

Pitou sintió el pie de Catalina apoyarse vivamente sobre el suyo; volvióse hacia ella y la vio pálida como un difunto, señalándole con los ojos la ventana.

Su mirada siguió la misma dirección, y al punto reconoció a su antiguo amigo el padre Clouis, el cual llevaba la escopeta de dos tiros perteneciente a Billot.

El arma del labrador se distinguía de las otras por sus adornos de plata.

—¡Ah! —exclamó Pitou, que no veía en todo esto nada muy alarmante—, es el padre Clouis, que os trae vuestra escopeta, señor Billot.

—Sí —contestó este—, y comerá con nosotros si no ha comido. Mujer —añadió—, abre la puerta al padre Clouis.

La madre Billot se levantó para abrir, mientras que Pitou, con los ojos fijos en Catalina, se preguntaba qué cosa terrible podía ocasionar su palidez.

El padre Clouis entró llevando al hombro la escopeta del labrador, y en la mano una liebre que evidentemente acababa de matar con la misma arma.

Se recordará que el padre Clouis había obtenido del duque de Orleáns permiso para matar cada día un conejo o una liebre.

Aquel día era al parecer el destinado a la liebre.

El padre Clouis se llevó la mano desocupada a una especie de gorro de pieles, del cual no quedaba apenas más que el cuero, a causa del continuo roce en las espesuras por donde el buen hombre pasaba, y se inclinó diciendo:

—Tengo el honor de saludar al señor Billot y a su compañía.

—Buenos días, padre Clouis —contestó Billot—; vamos, ya veo que sois hombre de palabra.

—¡Oh!, lo convenido es convenido, señor Billot; cuando me encontrasteis esta mañana, me digisteis: «Padre Clouis, vos que sois un buen tirador, proporcionadme una docena de balas del calibre de mi escopeta; me prestaréis un servicio». A esto os contesté preguntando para cuándo las necesitabais, y contestasteis que para esta noche sin falta. Entonces yo os dije: «Está bien, las tendréis», y aquí las traigo.

—Gracias, padre Clois —contestó Billot—. Supongo que comeréis con nosotros.

—¡Oh!, sois muy amable, señor Billot; pero ahora no tengo gana.

El padre Clouis creía que la buena educación le obligaba a decir que no estaba cansado si le ofrecían una silla, y a rehusar si le invitaban a comer.

Billot no ignoraba esto.

—No importa —replicó—, sentaos a la mesa; hay de comer y beber, y si no tenéis apetito, beberéis.

Entretanto la madre Billot, con la regularidad y casi con el silencio de un autómata, había puesto sobre la mesa un plato, un cubierto y una servilleta, acercando después una silla.

—¡Pardiez! —dijo el padre Clouis—, puesto que os empeñáis, será preciso comer.

Y fue a dejar la escopeta en un rincón, puso la liebre sobre el aparador y sentóse a la mesa.

Se colocó precisamente frente a la hija de Billot, que le miraba con terror.

La expresión bondadosa y plácida del viejo guarda no parecía nada propia para inspirar semejante sentimiento, y, por lo tanto, Pitou no podía explicarse las emociones que revelaban, no solamente el rostro de Catalina, sino también los temblores nerviosos que agitaban todo su cuerpo.

Sin embargo, Billot había llenado el plato y el vaso de su convidado, quien, a pesar de haber dicho que no tenía gana, comía y bebía muy bien.

—¡Ah! —exclamó—, he aquí un buen vino, señor Billot; y un apetitoso cordero. Parece que opináis como el proverbio dice: «Se han de comer los corderos muy jóvenes y el vino muy viejo».

Nadie contestó a esta broma del padre Clouis, quien al ver que la conversación languidecía, y creyéndose en el deber de sostenerla como convidado, continuó:

—Yo me había dicho: «A fe mía, hoy es el día de las liebres; tanto importa que mate una en este o en aquel lado del bosque, y, por lo tanto, visitaré el terreno del padre Lajeunesse. Y veré cómo funciona una escopeta montada en plata». Por lo tanto, he fundido trece balas en vez de doce, y a fe que el arma las conduce muy bien.

—Sí, ya lo sé, es muy buena escopeta.

—¡Oh!, doce balas —observó Pitou—, ¿habrá tiro al blanco en alguna parte, señor Billot?

—No —contestó el labrador.

—¡Ah!, es que yo conozco la escopeta montada en plata, como se llaman en los alrededores —continuó Pitou—, y he visto cómo funciona cuando fui a la fiesta de Boursonnes, dos años hace. Allí fue donde ganó el cubierto de plata con que coméis ahora, señora Billot, y el vaso en que bebéis, señorita Catalina… Pero ¿qué tenéis? —exclamó Pitou al ver que la joven palidecía.

—Nada… —contestó Catalina, abriendo los ojos casi cerrados e irguiéndose en su silla, en la cual se había recostado medio desmayada.

—¿Qué quieres que tenga? —preguntó Billot encogiéndose de hombros.

—Precisamente me ocurre deciros —continuó el padre Clouis—, que entre el hierro viejo del armero Montagnon encontré un molde… ¡qué cosa tan rara!… un molde como el que vos necesitáis. Esos pequeños cañones son casi todos del calibre del veinticuatro; pero esto no les impide admitirle mayor. He encontrado uno que es precisamente del calibre de vuestra escopeta o un poco más pequeño; mas esto no importa, pues basta envolver la bala en un pedazo de piel engrasada… ¿Es para tirar a la carrera o a pie firme?

—Aún no lo sé —contestó Billot—; todo cuanto puedo deciros es que me propongo ir al acecho.

—¡Ah, sí! —dijo el padre Clouis—, los jabalíes del señor duque de Orleáns son aficionados a vuestras patatas, y os proponéis escarmentarlos.

Siguió una pausa, durante la cual tan sólo se oyó la respiración fatigosa de Catalina.

Los ojos de Pitou se fijaban sucesivamente en la joven y en su padre.

Trataba de comprender y no lo conseguía.

En cuanto a la madre Billot era inútil buscar alguna explicación en su rostro, pues no comprendiendo lo que se decía, mucho menos podía comprender lo que se quería decir.

—¡Ah! —continuó el padre Clouis—, siguiendo su pensamiento, es que si las balas son para los jabalíes, tal vez resulten un poco pequeñas, porque esos animales tienen la piel dura. Yo he visto algunos que llevaban cinco, seis, y ocho balas entre cuero y carne, de las de dieciséis por libra, sin que por eso sufriesen molestia alguna.

—No se trata de jabalíes —dijo Billot.

Pitou no pudo resistir a su curiosidad.

—Dispensad, señor Billot —dijo—; pero si no queréis las balas para los jabalíes, ¿a qué vais a tirar?

—A un lobo —contestó Billot.

—Pues bien, si son para un lobo —dijo el padre Clouis—, no necesitáis más que esto.

Y sacando las doce balas de su bolsillo las puso en un plato, donde cayeron produciendo un ruido seco.

—La que falta —añadió el padre Clouis—, está en el vientre de la libre…

Si Pitou hubiese mirado a Catalina, habría visto a esta a punto de desmayarse; pero atento a lo que el viejo guarda decía, no miraba a la joven.

Mas cuando el padre Clouis añadió que la decimotercera bala se hallaba en el vientre de la liebre, no pudo resistir y se levantó para reconocer el hecho.

—A fe mía que es cierto —dijo, introduciendo el dedo meñique en la herida—; sois diestro, padre Clouis. Señor Billot —añadió—, vos diréis bien; pero aun no podéis matar las liebres así, con bala franca.

—¡Ah! —contestó el labrador—, poco importa si el animal contra el cual tire sea veinte veces mayor que la liebre; espero no errar en el blanco.

—El hecho es —dijo Pitou—, que un lobo… pero ahora que recuerdo, ¿los hay en el cantón? Antes de la nieve me parece cosa extraña…

—Tal vez sí, pero esta es la verdad.

—¿Estáis seguro de ello, señor Billot?

—Muy seguro —contestó, mirando a la vez a Pitou y a Catalina—; el pastor le ha visto esta mañana.

—¿Dónde? —preguntó ingenuamente Pitou.

—En el camino de París a Boursonnes, cerca del taller de Ivors.

—¡Ah! —exclamó Pitou, mirando a su vez a Billot y a Catalina.

—Sí —continuó el labrador con la misma tranquilidad—, ya le vieron el año último y recibí aviso; durante algún tiempo se creyó que había marchado para no volver más; pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Pitou.

—Parece que ha vuelto —contestó el padre Billot—, y que se dispone a rondar la granja. Por esto yo he dicho al padre Clouis que me limpie la escopeta y me prepare algunas balas.

Catalina no podía resistir más; dejó escapar una especie de grito ahogado, levantóse, y tropezando se dirigió hacia la puerta.

Pitou, casi inquieto se levantó también, y viendo a Catalina vacilar, precipitóse para sostenerla.

Billot fijó una mirada terrible en la puerta; pero el honrado Pitou manifestaba en su semblante demasiado asombro para que se pudiera sospechar que era cómplice de Catalina. Sin cuidarse más del joven ni de su hija, prosiguió:

—¿Con que decís, padre Clouis, que para asegurar el tiro será bueno envolver las balas en un pedazo de piel engrasada?

Pitou oyó aún esta pregunta, pero no la contestación, pues llegado en aquel momento a la cocina, no pensó más que en sostener a la joven, que caía en sus brazos.

—Pero ¿qué tenéis, Dios mío, qué tenéis? —preguntó con expresión de espanto.

—¡Oh! —contestó Catalina—, ¿no comprendéis? Mi padre sabe que Isidoro ha llegado esta mañana a Boursonnes, y quiere asesinarle si se acerca a la granja.

En aquel momento la puerta del comedor se abrió, y Billot apareció en el umbral.

—Querido Pitou —dijo una voz tan dura que no admitía réplica—, si has venido realmente a buscar los conejos del padre Lajeunesse, creo que ya es hora de que vayas a tender sus lazos; pues si esperas a más tarde, ya no verás.

—Sí, sí, señor Billot —contestó Pitou humildemente, fijando una doble mirada en Catalina y en Billot—; había venido para eso y no para otra cosa, os lo juro.

—Pues entonces…

—Pues entonces, allá voy, señor Billot.

Y salió por la puerta del patio, mientras que Catalina, trastornada, entraba en su habitación, cerrando después bien la puerta.

—¡Sí —murmuró Billot—, sí, enciérrate desgraciada, poco me importa, pues no me pondré al acecho por ese lado!