La ceremonia que acabamos de describir, y que por federaciones parciales tenía por objeto enlazar entre sí todos los distritos de Francia, no era más que el preludio de la gran federación que debía efectuarse en París el 14 de julio de 1790.
En aquellas federaciones parciales, los distritos pensaban desde luego en los diputados que enviarían a la federación general.
El papel que habían desempeñado, en aquel día del 18 de octubre, Billot y Pitou, los señalaba naturalmente a los sufragios de sus conciudadanos para cuando llegara el gran día de la Federación general.
Pero entretanto, todo volvía a las condiciones de la vida ordinaria, de la que cada cual acababa de salir momentáneamente por la sacudida que comunicó a las costumbres providenciales aquel memorable acontecimiento.
Hablar de esas tranquilas costumbres, no queremos decir que en provincias, menos que en otra parte, la vida siga su curso recreada por las alegrías o entristecida por los dolores. No hay arroyo, por pequeño que sea, desde aquel que murmura sobre la hierba del huerto de un pobre campesino, hasta el gran río majestuoso que desciende de los Alpes como un conquistador, que no tenga su orilla, humilde u orgullosa, sembrada de pueblecillos o de ciudades, y sus intervalos de sombra y de sol.
Y si dudamos de ello, el palacio de las Tullerías, donde hemos introducido a nuestros lectores, y a la granja del padre Billot, de la que acabamos de traerle, podrían darnos un ejemplo.
Y no porque superficialmente todo parezca tranquilo y casi risueño. En efecto, por la mañana, a eso de las cinco, la gran puerta que da a la llanura o al bosque, semejante a una verde cortina en verano y a un sombrío crespón en invierno, se abría para dar paso al sembrador, que iba a pie con su saco de trigo y cenizas al hombro; el labrador a caballo se dirigía a los campos en busca del arado inmóvil en la extremidad del surco de la víspera; la vaquera, conduciendo su rebaño, guiado por el toro majestuoso y dominador, seguido de sus vacas, entre las cuales van los terneros y la favorita, fácil de reconocer por su sonora campanilla; y detrás de todo esto, montado en su vigoroso caballo normando, el padre Billot, el amo, el alma y la vida de todo aquel mundo en miniatura.
Un observador desinteresado no habría hecho aprecio de su salida, y en sus ojos muy abiertos, que interrogaban las cercanías, en aquel oído atento a todos los rumores, en aquella mirada, semejante a la del cazador que sigue una pista, y que no se apartaba un instante de la tierra, el espectador indiferente no habría visto más que el acto de un propietario asegurándose de que el día sería hermoso, y de que durante la noche ni los lobos, ni los jabalíes, ni los conejos habrían salido del bosque, los primeros para sus rediles, los segundos para devorar sus patatas, y los últimos para comerse sus tréboles.
Mas para todo aquel que hubiera sabido lo que pasaba en el fondo del alma del buen labrador, cada uno de sus ademanes o de sus pasos habría tenido un carácter más grave.
Si miraba a través de la oscuridad, era por ver si algún merodeador se acercaba o se alejaba furtivamente de la granja.
Si escuchaba en el silencio, era para cerciorarse de si alguna llamada misteriosa no se correspondía desde la habitación de Catalina hasta los sauces que flanqueaban el camino o los fosos que separaban el bosque de la llanura.
Lo que preguntaba a la tierra, examinada por él con tanta atención, era para saber si conservaba la huella de un pie cuya ligereza o pequeñez indicara la aristocracia.
En cuanto a Catalina, según hemos dicho, aunque la expresión de Billot se hubiese dulcificado un poco para ella, no dejaba por eso de adivinar la desconfianza paterna, de lo cual resultaba que durante sus largas noches de invierno, solitarias y ansiosas, preguntábase si prefería que Isidoro volviese a Boursonnes o permaneciera lejos de ella.
En cuanto a la madre Billot, había vuelto a su existencia vegetativa: su marido estaba ya en casa; su hija había recobrado la salud; no miraba más allá de este limitado horizonte, y habría sido necesaria una vista más ejercitada qué la suya para buscar la sospecha en el fondo del pensamiento de su marido, y las angustias en el de su hija.
Pitou, después de haber saboreado con un orgullo mezclado de tristeza su triunfo de capitán, había recaído en su situación habitual, es decir, en una dulce y benévola melancolía. Con la regularidad ordinaria hacía por la mañana su visita a la madre Colomba; si no había cartas para Catalina regresaba tristemente, porque pensaba que, no recibiendo la joven noticias de Isidoro, no pensaría en el que se las llevaba. Si había alguna carta, depositábala religiosamente en el hueco del sauce, volviendo quizá mucho más triste que los días en que no encontraba nada, al reflexionar que Catalina no pensaba en él más que por carambola, porque el caballero a quien la Declaración de los Derechos del Hombre había despojado de su título, no le podía privar de su postura y elegancia, y seguía siendo el hilo conductor por el cual percibía la sensación casi dolorosa del recuerdo.
Sin embargo, fácilmente se comprenderá que Pitou no era un mensajero puramente pasivo, y que, aunque mudo, no era ciego. Después de su interrogatorio sobre Turín y Cerdeña, que le reveló el objeto del viaje de Isidoro, había reconocido, por los sellos de las cartas, que el joven caballero estaba en la capital del Piamonte; después, cierto día leyó en el timbre la palabra Lyon, en vez de Turín, y dos días después, es decir, el 25 de diciembre, llegó una carta con la palabra París, en vez de Lyon.
Entonces Pitou, sin necesitar mucha perspicacia, comprendió que el vizconde Isidoro de Charny había salido de Italia y estaba de vuelta en Francia.
Y una vez en París, era evidente que no tardaría en ir a Boursonnes.
El corazón de Pitou se oprimió y no fue insensible a las diferentes emociones que acababan de asaltarle.
Así es que el día en que llegó la carta fechada en París, Pitou, para tener un pretexto, resolvió ir a poner sus lazos en la Bruyere-aux-Loups, donde ya le hemos visto en otro tiempo trabajar con buen resultado.
Ahora bien, la granja de Pisseleu estaba situada precisamente en el camino de Haramont, en aquella parte del bosque se llamaba la Bruyere-aux-Loups; de modo que no tenía nada de extraño que Pitou se detuviese al pasar por allí.
Para esto eligió la hora en que Billot hacia su excursión por los campos después de comer.
Según su costumbre, Pitou, cortando a través de la llanura, iba desde Haramont a la carretera de París a Villers-Cotterêts, desde aquí a la granja de Noue, y desde este punto, por los barrancos, al camino de Pisseleu.
Después, dando vueltas a las paredes de la granja y a los establos, acababa por encontrarse frente a la puerta principal de entrada, que tenía en el otro lado las habitaciones.
Esta vez siguió también su acostumbrado itinerario.
Llegado a la puerta de la granja, su mirada vaga, sin fijarse en ningún punto preciso, recorría toda la extensión del bosque comprendida entre el camino de Villers-Cotterêts a la Ferté-Milon y a Boursonne.
Pitou no trataba de sorprender a Catalina; se arregló de modo que pudiera encontrarse en el radio recorrido por su vista, y los ojos de la joven se fijaron al fin en él.
Catalina sonrió; consideraba tan sólo a Pitou como un amigo, o, más bien, este había llegado a ser para ella un confidente.
—¿Sois vos, querido Pitou? —preguntó—. ¿Qué buen viento os trae por aquí?
Pitou mostró sus lazos, que llevaba arrollados en la muñeca.
—Me ha ocurrido —contestó—, regalaros un par de conejos bien tiernos y perfumados, señorita Catalina, y como los mejores son los de la Bruyere-aux-Loups, por abundar allí el tomillo, emprendí la marcha antes de tiempo para veros e informarme sobre vuestra salud.
Catalina comenzó por sonreír por esta atención de Pitou, y después de contestar de este modo a la primera parte de su discurso, respondió a la segunda verbalmente:
—¿Noticias de mi salud? Sois muy bueno, apreciable Pitou. Gracias a los cuidados que me dispensasteis cuando estaba enferma, y que habéis continuado desde mi convalecencia, estoy casi curada.
—¡Casi curada! —replicó Pitou con un suspiro—. Yo quisiera que lo estuvierais ya del todo.
La joven se ruborizó y tomó la mano de Pitou como si fuese a decirle alguna cosa importante; pero arrepintiéndose sin duda bajó la mano, dio algunos pasos por su habitación como si buscase el pañuelo, y habiéndolo encontrado le pasó por su frente bañada en sudor, aunque era uno de los días más fríos de la estación.
Ninguno de estos movimientos pasó desapercibido para la mirada investigadora de Pitou.
—¿Tenéis algo que decirme, señorita Catalina? —preguntó.
—¿Yo?… No… nada… os engañáis, amigo Pitou —contestó la joven con voz alterada.
Pitou hizo un esfuerzo.
—Es que —dijo—, si la señorita Catalina necesita algo de mí, debe decírmelo.
La joven reflexionó, o más bien, vaciló un instante.
—Querido Pitou —dijo—, me habéis probado que en cualquier ocasión podría contar con vos, y yo os estoy muy agradecida, creedlo así.
Y añadió en voz baja:
—Es inútil que vayáis esta semana a correos, porque durante algunos días no recibiré cartas.
Pitou iba a contestar que ya lo suponía; mas deseaba ver hasta qué punto llegaría la confianza de la joven en él.
Pero Catalina se limitó a la recomendación que acabamos de indicar, y que tan sólo tenía por objeto evitar al joven un viaje inútil todas las mañanas.
Sin embargo, a los ojos de Pitou, la recomendación de la joven tenía mayor alcance.
El hecho de que Isidoro se hallara en París no era una razón para que no escribiese, y si no lo hacía era porque pensaba verla.
¿Quién decía a Pitou que aquella carta fechada en París, y que él había depositado la misma mañana en el sauce hueco, no anunciaba a Catalina la próxima llegada de su amante? ¿Quién le decía que aquella mirada vaga en el espacio que sorprendió al presentarse y que al fin se fijó en él, no buscaba en el lindero del bosque alguna señal que indicase a la joven la llegada de su amante?
Pitou esperó a fin de dar tiempo a Catalina para que se consultara sobre si tenía que hacerle alguna confidencia; mas viendo que permanecía silenciosa, le dijo:
—Señorita Catalina, ¿habéis observado el cambio producido por el señor Billot?
—¡Ah! —exclamó—, ¿habéis notado algo vos?
—Señorita Catalina —replicó Pitou, moviendo la cabeza—, seguramente llegará un momento —no sé cuando— en que aquel que es causa de ese cambio pasará un mal cuarto de hora; yo soy quien os lo dice. ¿Me comprendéis?
Catalina palideció.
Pero mirando siempre con fijeza a Pitou, interrogó:
—¿Por qué decís aquel y no aquella? Tal vez sea una mujer y no un hombre quien deberá sufrir las consecuencias de esa cólera oculta…
—¡Ah, señorita Catalina! —exclamó Pitou—, me espantáis. ¿Tenéis algo que temer?
—Amigo mío —contestó tristemente Catalina—, temo lo que una pobre joven que ha olvidado su condición y que ama a quien es superior a ella, puede temer de un padre irritado.
—Señorita —repuso Pitou, aventurándose a dar un consejo—, me parece que en vuestro lugar…
Y se interrumpió.
—¿Qué en mi lugar?… —repitió Catalina.
—Pues bien, me parece… ¡Ah!, pero no —añadió—, habéis estado en peligro por una simple ausencia de ese caballero; si debierais renunciar a él sería para morir del todo, y yo no quiero que sucumbáis, aunque os haya de ver enferma y triste; prefiero esto a saber que estáis allá abajo en el cementerio… ¡Ah, señorita Catalina!, todo esto es una desgracia.
—¡Silencio! —exclamó Catalina—, hablemos de otra cosa o de nada, porque mi padre viene.
Pitou volvió la cabeza hacia donde Catalina miraba y vio al labrador que avanzaba al trote de su caballo.
Al ver a un hombre cerca de la ventana de Catalina, Billot se detuvo, y después, reconociendo sin duda quién era, prosiguió su camino.
Pitou dio algunos pasos para salirle al encuentro, sonriendo y con el sombrero en la mano.
—¡Ah, ah!, eres tú, Pitou —exclamó Billot—. ¿Vienes a comer, no es verdad?
—No, señor Billot —contestó Pitou—, no me permitiría eso… pero…
En aquel momento parecióle que una mirada de Catalina le estimulaba.
—Pero ¿qué? —preguntó Billot.
—Que… si me invitáis, aceptaré.
—Pues bien —contestó el labrador—, te invito.
—Pues entonces, acepto.
Billot tocó con la espuela a su caballo y penetró bajo la bóveda de la puerta cochera.
Pitou se volvió hacia Catalina.
—¿Es eso lo que ibais a decirme? —preguntó.
—Sí… Hoy está más sombrío aún que los días anteriores…
Y añadió en voz baja:
—¡Oh, Dios mío! ¡Acaso sabrá!…
—¿Qué, señorita? —preguntó Pitou, que había oído a Catalina, aunque habló muy bajo.
—Nada —contestó la joven entrando en su habitación, cuya ventana cerró al punto.