Capítulo LV

Pitou, a quien aquel rumor había recordado el de los motines parisienses, que más de una vez oyera, creyendo ver acercarse alguna cuadrilla de asesinos, y que debería defender a algún nuevo Hesselles o Foullon o Bertier, había gritado: «¡A las armas!», poniéndose a la cabeza de sus treinta y tres hombres.

Entonces la multitud se entreabrió, viendo al abate Fortier, a quien faltaba poco para parecerse a los antiguos cristianos que llevaban al circo, conducido ahora por Billot.

Un movimiento natural le impulsó a defender a su antiguo profesor, cuyo crimen ignoraba.

—¡Oh, señor Billot! —exclamó, saliendo al encuentro del labrador.

—¡Oh, padre mío! —exclamó Catalina, con un movimiento tan semejante que se hubiera creído concertado por un director de escena.

Pero, bastó una mirada de Billot para detener a Pitou por un lado y a su hija por el otro. Había alguna cosa del águila y del león a la vez en aquel hombre que representaba la encarnación del pueblo.

Cuando estuvo junto al estrado, soltó al abate Portier, diciéndole:

—Ahí tienes el altar de la patria, donde rehúsas oficiar, y del que a mi vez te declaro indigno, pues para franquear estos escalones sagrados es preciso llevar el corazón lleno de tres sentimientos: el deseo de la independencia, la abnegación por la patria y el amor a la humanidad. Sacerdote: ¿eres fiel a tu país? ¿Deseas la libertad del mundo? ¿Amas a tu prójimo más que a ti mismo? En tal caso, sube atrevidamente a ese altar e invoca a Dios; pero si no te reconoces el primero entre todos nosotros como ciudadano, cede el puesto al más digno, y retírate… desaparece… vete.

—¡Oh, desgraciado! —dijo el abate retirándose y amenazando a Billot con el dedo—, tú no sabes a quién declaras la guerra.

—Sí tal, sí que lo sé —contestó Billot—; declaro la guerra a los lobos, a los zorros y a las serpientes; a todo cuanto pica o muerde, a todo cuanto desgarra en las tinieblas. Pues bien, ¡sea! —añadió golpeando su ancho pecho con ademán enérgico—, desgarra, muerde pica… no te faltará dónde.

Y siguió una pausa, durante la cual toda aquella multitud se entreabrió para dejar paso al sacerdote, y después de volver a cerrarse permaneció inmóvil, admirando aquella vigorosa naturaleza que se ofrecía como blanco a los golpes del terrible poder de que aún era esclava la mitad del mundo, y que se llamaba el clero.

Ya no se pensaba en el alcalde, ni en el secretario, ni en el consejo municipal; allí no estaba más que Billot.

El alcalde se acercó a él.

—Con todo esto, amigo mío —le dijo—, nos hemos quedado sin sacerdote.

—¿Qué más? —preguntó Billot.

—Que no teniendo sacerdote, nos quedamos sin misa.

—¡Vaya una desgracia! —contestó Billot, que desde su primera comunión no había puesto más que dos veces los pies en la iglesia: el día de su casamiento, y aquel en que bautizaron a su hija.

—No digo que sea una gran desgracia —replicó el alcalde, que tenía motivos para no indisponerse con Billot—; pero ¿con qué sustituiremos la misa?

—En vez de la misa —dijo Billot, como si acabase de tener una inspiración—, voy a deciros lo que se hará: subid conmigo al altar de la patria, y tú también, Pitou; colocaos vos a mi derecha, y tú a mi izquierda… eso es. Lo que haremos en vez de la misa, escuchadme bien todos —dijo Billot—, es dar a conocer la declaración de los derechos del hombre, que es el complemento de la libertad, el Evangelio del porvenir.

Todas las manos aplaudieron simultáneamente; todos aquellos hombres libres de la víspera, o más bien, apenas desencadenados, estaban ávidos por conocer los derechos reconquistados para ellos, de los cuales no habían disfrutado aún.

Y tenían mayor deseo de oír la palabra de Billot, que no aquella que el abate Fortier llamaba palabra divina.

Colocado entre el alcalde, representante de la fuerza legal, y Pitou, que representaba la del ejército, Billot extendió la mano, y de memoria, pues el honrado labrador no sabía leer, según se recordará, pronunció con voz sonora las palabras siguientes, que toda la población escuchó de pie, silenciosa, con la cabeza descubierta:

DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

ARTICULO PRIMERO.

Los hombres nacen y quedan libres e iguales por sus derechos. Las distinciones sociales no se pueden fundar sino sobre la multitud común.

ARTICULO SEGUNDO.

El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, que son: la propiedad, la seguridad, y la resistencia a la opresión.

Estas palabras, la resistencia a la opresión, fueron pronunciadas por Billot como hombre que ha visto caer ante sí las murallas de la Bastilla, y que sabe que nada resiste al brazo del pueblo cuando este lo extiende. Por eso produjeron uno de esos clamores que cuando proceden de las multitudes parecen rugidos. Billot continuó:

ARTICULO TERCERO.

El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo ni individuo puede ejercer autoridad que no emane esencialmente…

Esta última frase recordaba demasiado vivamente a los que escuchaban la discusión entre Billot y el abate Fortier, en la que el primero había invocado este principio, por lo cual resonaron bravos y aplausos.

Billot esperó a que cesaran y continuó:

ARTICULO CUARTO.

La libertad consiste en poder hacer todo cuanto no perjudique a otro; por eso el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a sus semejantes de la sociedad el goce de esos mismos derechos; estos últimos no se pueden determinar sino por la ley…

Este artículo tenía algo de abstracto para las personas sencillas, y por eso pasó más fríamente que los otros, aunque fuera muy fundamental.

ARTICULO QUINTO.

La ley —continuó Billot—, no tiene derecho más que para defender los actos perjudiciales a la sociedad. Todo cuanto no está prohibido por la ley no se puede impedir, y a nadie se le puede obligar a hacer lo que aquella no manda…

—¿Es decir —preguntó una voz de la multitud—, que como la ley no ordena el servicio forzoso y ha suprimido el diezmo, los sacerdotes no podrán ya venir a exigírmelo a mi campo, ni el Rey obligarme a servirle?

—Precisamente —dijo Billot, contestando a las preguntas del que hablaba—, y quedamos desde ahora y para el porvenir exentos para siempre de esas vergonzosas vejaciones.

—En tal caso, ¡viva la ley! —gritó el que preguntaba.

Y todos los asistentes repitieron en coro:

—¡Viva la ley!

Billot prosiguió:

ARTICULO SEXTO.

La ley es la expresión de la voluntad general.

Billot se interrumpió, y levantando el dedo con expresión solemne, dijo:

—¡Escuchad bien esto, amigos, hermanos y conciudadanos!…

«Todos los franceses tienen derecho para concurrir, personalmente o por sus representantes, a la formación de la ley…».

Y elevando la voz para que no se perdiese una sílaba de lo que decía, prosiguió:

«Debe ser la misma para todos, bien proteja o ya castigue…».

Y con voz más alta aún, continuó:

«Todos los ciudadanos iguales a sus ojos pueden optar igualmente a todas las dignidades, cargos y empleos públicos, sin más distinción que las de sus virtudes y sus talentos…».

El artículo sexto mereció unánimes aplausos.

Y Billot pasó al artículo séptimo.

ARTICULO SÉPTIMO

Ningún hombre —dijo—, puede ser acusado, arrestado o detenido sino en los casos que la ley determina, y según las formas por ellas escritas. Los que soliciten, ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias deben ser castigados, pero todo ciudadano a quien se llame o se detenga en virtud de la ley, ha de obedecer al punto. Se hará culpable por la resistencia.

ARTICULO OCTAVO

La ley no debe imponer más que las penas estrictamente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley promulgada antes del delito y legalmente aplicada.

ARTÍCULO NOVENO.

Todo hombre a quien se crea inocente hasta que se le haya declarado culpable, juzgándose oportuno detenérsele, si se emplea con él un rigor que no se creyese necesario para asegurarse de su persona, este último debe ser severamente reprimido por la ley.

ARTICULO DÉCIMO

A nadie se le puede inquietar por sus opiniones, ni aun religiosas, con tal que su manifestación no perturbe el orden establecido por la ley.

ARTÍCULO DECIMOPRIMERO

La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano, de consiguiente, puede hablar, escribir e imprimir libremente, respondiendo del abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley.

ARTÍCULO DECIMOSEGUNDO

La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita una fuerza pública, la cual queda instituida en ventaja de todos y para la utilidad particular de aquellos a quienes se confía.

ARTÍCULO DECIMOTERCERO

Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, es indispensable un impuesto, que debe repartirse por igual entre todos los ciudadanos, atendidas sus facultades.

ARTÍCULO DECIMOCUARTO

Todos los ciudadanos tienen derecho para consignar, por sí mismos o por sus representantes, la necesidad de la contribución pública, consentirla libremente y determinar la cantidad y la duración.

ARTÍCULO DECIMOQUINTO

La sociedad tiene derecho para exigir a todo agente público que dé cuenta de su administración.

ARTICULO DECIMOSEXTO

Toda la sociedad en que no está asegurada la garantía de los derechos ni la separación de los poderes determinados, no tiene constitución.

ARTÍCULO DECIMOSÉPTIMO

Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, a nadie se le puede despojar de ella sino cuando la necesidad pública, legalmente probada, lo exige evidentemente, y bajo la condición de una indemnización razonable.

—Y ahora —continuó Billot—, he aquí la aplicación de estos principios. ¡Escuchad, hermanos, conciudadanos, y hombres a quienes esta declaración de nuestros derechos acaba de hacer libres, escuchad!

—¡Silencio! ¡Escuchemos! —dijeron veinte voces a la vez.

Billot continuó.

«La Asamblea nacional, queriendo establecer la Constitución francesa bajo los principios que acaba de reconocer y declarar, suprime irrevocablemente las instituciones ofensivas a la libertad y a la igualdad de los derechos…».

La voz de Billot tomó un acento de odio y de amenaza para continuar.

Ya no hay nobles ni pares, ni distinciones hereditarias ni órdenes, ni régimen feudal, ni justicias patrimoniales, ni los títulos, denominaciones y prerrogativas que de ellas se derivan, ni orden de caballería, ni ninguna de las corporaciones para las cuales se exigían pruebas de nobleza, o que suponían diferencias de nacimiento, ni ninguna otra superioridad más que la de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos.

Ya no hay venalidad, ni herencia de ningún cargo público; ya no hay, para ninguna parte de la nación ni para ningún individuo, privilegio alguno ni excepción del derecho común de todos los franceses.

Ya no hay gremios, ni corporaciones de profesiones, artes y oficios.

En fin, la ley no reconoce ni votos religiosos, ni cualquier otro compromiso que sea contrario a los derechos naturales de la Constitución…

Billot calló.

Se le había escuchado con religioso silencio.

Por primera vez el pueblo comprendía con asombro el reconocimiento de su derecho, proclamado a la luz del día, a la luz del sol, a la faz del Señor, a quien tan largo tiempo había pedido en sus oraciones esa Constitución natural que no obtenía sino al cabo de siglos de esclavitud, de miseria y de sufrimientos.

¡Por primera vez el hombre, el hombre verdadero, aquel sobre el cual pesaba, hacía seiscientos años, el edificio de la monarquía con su nobleza a la derecha y su clero a la izquierda; por primera vez el obrero, el artesano y el labrador, acababan de reconocer su fuerza, de apreciar su valor, de reconocer el lugar que ocupaban en la tierra, de medir la sombra que hacían al sol, y todo esto, no en virtud del capricho de un amo, sino a la voz de uno de sus iguales!

Por eso, cuando después de pronunciadas estas últimas palabras: «La ley no reconoce ya ni votos religiosos, ni compromiso alguno que sea contrario a los derechos naturales y a la Constitución»; cuando después de estas palabras, decimos, Billot profirió el grito, tan nuevo aún que parecía criminal, de «¡Viva la nación!»; cuando al extender ambos brazos reunió sobre su pecho, en fraternal abrazo, la faja del alcalde y las charreteras del capitán, aunque el primero no fuese más que la autoridad de una ciudad pequeña, y el segundo no pasara de ser el jefe de un puñado de campesinos, el principio no era por eso menos grande, y todas las bocas repitieron el grito de «¡Viva la nación!», mientras que todos los brazos se abrían para estrecharse después de la sublime fusión de todos los intereses particulares hacia la abnegación común.

Era una de esas escenas de las que Gilberto había hablado a la Reina, sin que esta pudiese comprenderlas.

Billot bajó del altar de la patria en medio de los gritos de alegría y de las aclamaciones de la población entera.

La música en Villers-Cotterêts, reunida con la de los pueblos vecinos, comenzó a tocar al punto el aire de las reuniones fraternales, de las bodas y de los bautismos: ¿Dónde se puede estar mejor que en el seno de la familia?

En efecto, a partir de aquella hora, Francia se convertía en una gran familia; a partir de aquella hora, los odios de religión quedaban extinguidos, y las preocupaciones de provincia desaparecían; a partir de aquella hora, la que sería un día para el mundo hacíase para Francia; la geografía quedaba muerta; ya no había montañas, ni ríos, ni más obstáculos entre los hombres: ¡una lengua, una patria y un corazón!

Y con aquel aire sencillo con que la familia había acogido en otro tiempo a Enrique IV, y con el que hoy un pueblo saludaba a la libertad, comenzó una inmensa danza, que desplegándose en el mismo instante como una cadena sin fin, corrió sus anillos vivos desde el centro de la plaza hasta la extremidad de las calles que en ella desembocaban.

Después se colocaron mesas delante de las puertas: pobre o rico, cada cual llevó su plato, su jarro de sidra, su vaso de cerveza, su botella de vino o su cántara de agua, y toda una población tomó su parte en aquella gran fiesta bendiciendo a Dios; seis mil ciudadanos comulgaron en la misma mesa, santa mesa de la fraternidad.

Billot fue el héroe de la jornada, y compartió generosamente los honores con el alcalde y Pitou.

Inútil es decir que en la danza, Pitou halló medio de estar siempre cerca de Catalina.

Pero la joven tenía una marcada expresión de tristeza, y su alegría de la mañana había desaparecido como desaparece un fresco y risueño rayo de la aurora bajo los vapores tempestuosos del mediodía.

En su lucha con el abate Fortier, en su declaración de los derechos del hombre, su padre había arrojado el guante al clero y a la nobleza, reto tanto más terrible cuanto que procedía de más baja esfera.

Había pensado en Isidoro, que ya no era nada… nada más que cualquier otro hombre.

Y no era el título, ni la categoría ni la riqueza, lo que la joven echaba de menos en él, pues hubiera amado a Isidoro siendo un simple campesino; mas parecíale que se procedía de una manera violenta, injusta y brutal con aquel joven, y que el padre Billot, al arrancarle sus títulos y privilegios, en vez de acercarle a ella algún día, debía alejarle para siempre.

En cuanto a la misa, nadie se acordó de ella, y se perdonó casi al abate Fortier su salida contrarrevolucionaria; pero este, al día siguiente, encontró su clase casi desierta, pues su negativa de oficiar en el altar de la libertad, le hacía perder su carácter popular entre los padres patriotas de Villers-Cotterêts.