El domingo siguiente, los habitantes de Villers-Cotterêts fueron despertados por el tambor, que tocaba afanosamente diana a las cinco de la madrugada.
Nada más importante, en mi concepto, como esa manera de despertar a una población cuya mayoría, forzoso es decirlo, preferiría acabar tranquilamente la noche completando las siete horas de sueño que, según la higiene popular, todo hombre necesita para conservarse bien.
Pero en todas las épocas de revolución sucede así, y cuando se entra en uno de esos períodos de agitación y de progreso, es preciso comprender filosóficamente el sueño en el número de los sacrificios que se han de hacer a la patria.
Satisfechos o no, patriotas o aristócratas, los habitantes de Villers-Cotterêts fueron despertados el domingo 18 de octubre de 1789 a las cinco de la mañana.
Sin embargo, la ceremonia no comenzaba hasta las diez; pero no sobraría tiempo para hacer todo cuanto faltaba aún.
Un gran teatro, levantado hacía diez días, destacábase en medio de la plaza; mas este teatro, cuya rápida construcción atestiguaba el celo de los carpinteros, no era, por decirlo así, más que el esqueleto del monumento.
Este último hacía más bien las veces de altar a la patria, y el abate Fortier había sido invitado, hacía dos semanas, a celebrar allí la misa del domingo 18 de octubre, en vez de hacerlo en su iglesia.
Ahora bien, para que el monumento fuera digno de su doble destino religioso y social, se debían poner a contribución todas las riquezas del distrito.
Y debemos decir que cada cual había ofrecido generosamente las suyas para aquella gran solemnidad: este un tapiz, aquel una sabanilla de altar; uno cortinillas de seda, y el otro un cuadro religioso.
Pero como la estabilidad no es en el mes de octubre una de las cualidades del tiempo, y atendido que es caso raro que el barómetro le señale bueno bajo el signo de Escorpión, nadie se había expuesto a presentar su ofrenda de antemano, y todos habían esperado el día de la fiesta para entregar su tributo.
El sol salió a las seis y media, según su costumbre en esa época del año, anunciando, por la limpidez y el color de sus rayos, uno de esos hermosos días de otoño que pueden compararse con los mejores de la primavera.
Por eso, desde las nueve de la mañana el altar de la patria se comenzó a revestir de un magnífico tapiz de Aubusson cubierto de una sabanilla guarnecida de blonda, sobrepuesta de un cuadro que representaba la predicción de San Juan en el desierto, y sobre el altar veíase un dosel de terciopelo con crespones de oro y cortinillas de brocado.
Los objetos necesarios para la celebración de la misa se debían suministrar naturalmente por la iglesia, y nadie se inquietó sobre esto.
Además, cada ciudadano, como en el día de Corpus, había puesto delante de su puerta o en la fachada de su casa, colgaduras adornadas con ramos de yedra o tapicerías que representaban flores o personajes.
Todas las jóvenes de Villers-Cotterêts y de los alrededores, vestidas de blanco, luciendo en su talle un cinturón de color, y llevando en la mano una rama de follaje, debían rodear el altar de la patria.
Por último, dicha la misa, los hombres debían prestar juramento a la Constitución.
Desde las ocho de la mañana, la guardia nacional de Villers-Cotterêts esperaba a la guardia cívica de los diferentes pueblos, fraternizados con ella a medida que iban llegando.
Inútil sería decir que todas aquellas milicias patrióticas, la que se esperaba con más impaciencia era la de Haramont.
Había circulado el rumor de que, gracias a la influencia de Pitou y por cualquier generosidad real, los treinta y tres hombres que la componían, sin contar su capitán Ángel Pitou, ostentarían ya el uniforme.
La tienda del maestro Dulauroy había estado llena de gente toda la semana; tal era la afluencia de curiosos dentro y fuera que deseaban ver a los diez obreros de aquel gigantesco pedido, del que no había memoria en Villers-Cotterêts.
El último uniforme, el del capitán —pues Pitou había exigido que no se pensase en él hasta después de servir a los otros—, el último uniforme se entregó en la noche del sábado a las once y cincuenta y nueve minutos, según lo estipulado.
Y Pitou, en cambio, entregó al contado al maestro sastre los veinticinco luises.
Todo esto había hecho mucho ruido en el distrito del cantón, y no era extraño que en el citado día se esperase con impaciencia a la guardia nacional de Haramont.
A las nueve en punto, el ruido de un tambor y de un pífano[18] resonó en la extremidad de la calle de Largny; oyéronse gritos de alegría y admiración, y se vio desde lejos a Pitou montado en su caballo blanco, o mejor dicho, en el de su teniente Desiré Maniquet.
La guardia nacional de Haramont —lo cual no suele suceder tratándose de cosas de que se habló mucho tiempo— no pareció inferior a cuanto de ella se decía.
Ya se recordará el triunfo que alcanzaron los de Haramont cuando no tenían más uniforme que treinta y tres sombreros semejantes, y Pitou ningún distintivo de su grado más que un casco y un sable de dragón.
Júzguese ahora el aspecto marcial que debían tener los treinta y tres hombres de Pitou vistiendo su uniforme, y del aire que afectaría su jefe con su pequeño sombrero ladeado, su gola, sus charreteras y su espada en la mano. Esto produjo un prolongado grito de admiración desde la extremidad de la calle de Largny a la plaza de la Fuente. La tía Angélica no quería reconocer de ningún modo a su sobrino, y poco faltó para que el caballo blanco de Maniquet la derribase en tierra por su afán de mirar a Pitou de cerca.
El joven hizo un majestuoso saludo con su espada, y de modo que le oyeran, a distancia de veinte pasos, pronunció estas palabras para vengarse:
—¡Buenos días, señora Angélica!
La vieja, agobiada por este respetuoso saludo, retrocedió tres pasos, y levantando los brazos al cielo, exclamó:
—¡Oh!, al desgraciado le trastornan la cabeza los honores y no reconoce a su tía.
Pitou pasó majestuosamente sin contestar al apostrofe, y fue a ocupar, al pie del altar de la patria, el puesto de honor señalado a la guardia nacional de Haramont, por ser la única tropa que llevaba el uniforme completo.
Llegado allí, Pitou se apeó, dando su caballo a un muchacho, a quien el magnífico capitán gratificó con algunas monedas de cobre por su trabajo.
Cinco minutos después se refirió el hecho a la tía Angélica, la cual exclamó:
—¡Pero ese desgraciado es millonario! —Y añadió en voz baja—: Mala inspiración tuve al indisponerme con él, pues también las tías heredan de los sobrinos…
Pitou no oyó ni la exclamación ni la reflexión, porque estaba extasiado.
En medio de las jóvenes que ostentaban la cinta tricolor y tenían en la mano una rama de verdes hojas, había reconocido a Catalina, pálida aún por la enfermedad apenas vencida, pero más bella en su palidez que ninguna otra con los más frescos colores de la juventud.
Pálida y todo, Catalina era feliz, pues aquella misma mañana, gracias a las atenciones de Pitou, había encontrado una carta en el tronco del sauce hueco.
Ya hemos dicho que el pobre Pitou encontraba tiempo para hacerlo todo.
Por la mañana, a las siete, había hallado medio de estar en casa de la madre Colomba; a las siete y cuarto pudo ir a depositar una carta en el sauce hueco; y a las ocho vestía ya su uniforme a la cabeza de sus treinta y tres subordinados.
No había visto a Catalina desde el día que se marchó de la granja dejando a la enferma en su lecho, y ahora la encontraba tan hermosa y feliz, que estaba extasiado ante ella.
La joven le hizo seña de acercarse.
Pitou miró en torno suyo para convencerse de que a él era a quien llamaba.
Catalina sonrió, repitiendo su invitación.
Ya no podía dudar.
Pitou envainó su espada, cogió graciosamente su sombrero por un pico, y con la cabeza descubierta se adelantó hacia la joven.
Para el general Lafayette, Pitou no habría hecho más que llevarse la mano al sombrero.
—¡Ah, señor Pitou! —le dijo Catalina—, no os reconocía… ¡Dios mío!, ¡qué buen aspecto tenéis con vuestro uniforme!
Y añadió en voz baja:
—Gracias, gracias, querido Pitou. ¡Oh!, ¡qué bueno eres y cuánto te quiero!
Y cogiendo la mano del capitán de la guardia nacional la estrechó entre las suyas.
Por los ojos de Pitou pasó como una nube; su sombrero se le escapó de la mano que tenía libre, cayendo a tierra.
Y tal vez el pobre enamorado iba a caer también, cuando un gran ruido, acompañado de siniestros rumores, resonó por el lado de la calle de Soissons.
Fuere cual fuere la causa, Pitou se aprovechó del incidente para salir del apuro.
Retiró su mano de la de Catalina, recogió su sombrero, y corrió a ponerse a la cabeza de sus treinta y tres hombres, gritando:
—¡A las armas!
Digamos ahora qué ocasionaba aquel ruido y aquellos rumores.
Sabido es que el abate Fortier había designado para celebrar la misa de la Federación en el altar de la patria, y que los vasos sagrados y otros ornamentos del culto se debían llevar desde la iglesia al nuevo altar levantado en medio de la plaza.
El alcalde, señor de Lougpré, era quien había dado las órdenes relativas a esta parte de la ceremonia.
Se recordará que el alcalde había tenido ya una cuestión con el abate Fortier cuando Pitou, mostrando la orden del general Lafayette, requirió la fuerza armada para apoderarse de los fusiles que el abate guardaba en depósito.
Ahora bien, el alcalde conocía, como todo el mundo, el carácter del abate Fortier, y sabía que era terco hasta la tenacidad e irritable hasta la violencia.
Comprendía bien que el abate no conservaba un recuerdo muy agradable de su intervención en el asunto de los fusiles, y por eso, en vez de visitar al abate, limitóse a tratar la cosa como de autoridad civil a autoridad eclesiástica, enviando al digno servidor de Dios el programa de la fiesta, en el que se decía:
ARTICULO CUARTO.
La misa se celebrará en el altar de la patria por el señor abate Fortier, comenzando a las diez de la mañana.
ARTÍCULO QUINTO.
Los vasos sagrados y demás ornamentos del culto serán trasladados, de orden del señor abate Fortier, desde la iglesia de Villers-Cotterêts al altar de la patria.
El mismo secretario de la alcaldía fue a entregar el programa al abate Fortier, que después de leerlo con expresión burlona, contestó muy cortésmente:
—Está bien.
Ya hemos dicho que el altar estaba completamente adornado a las nueve de la mañana, con su tapiz, sus cortinillas, su sabanilla, y su cuadro representando a San Juan cuando predicaba en el desierto.
No faltaba, pues, más que los candelabros, al tabernáculo, la cruz y los demás objetos necesarios para el servicio divino.
A las nueve y media no habían llevado aún nada de esto.
El alcalde, inquieto ya, envió a su secretario a la iglesia, a fin de averiguar si se ocupaban ya del transporte de los vasos sagrados.
El secretario volvió diciendo que había encontrado la puerta de la iglesia cerrada con llave.
Entonces recibió orden de correr a casa del bedel, que debía ser naturalmente el encargado de aquel transporte; pero lo encontró con la pierna extendida sobre un taburete y haciendo ademanes de dolor.
El pobre hombre se había torcido el pie.
El secretario recibió entonces orden de ir a casa de los chantres.
Los dos tenían el cuerpo magullado; para reponerse, el uno había tomado un vomitivo y el otro un purgante; ambos medicamentos producían un efecto maravilloso, y los dos enfermos esperaban estar del todo repuestos al día siguiente.
El alcalde comenzó a sospechar una conspiración, y envió a su secretario a casa del abate Fortier.
El abate había sufrido un ataque de gota por la mañana, y su hermana temía que el mal se le comunicase al estómago.
Entonces el alcalde no tuvo ya más duda: no solamente el abate Fortier rehusaba decir misa en el altar de la patria, sino que, dispensando del servicio al bedel y los chantres, cerraba todas las puertas de la iglesia e impedía que otro sacerdote, si había alguno allí por casualidad, le reemplazase a él.
La situación era grave.
En aquella época no se creía aún que la autoridad civil, en casos importantes, se pudiera separar de la autoridad religiosa, ni que fuera dado celebrar una fiesta sin misa.
Algunos años después, se cayó en el exceso contrario.
Por lo pronto, todas aquellas diligencias, idas y venidas, no se habían efectuado sin que este cometiera algunas indiscreciones respecto al percance del bedel, al vomitivo del primer chantre, el purgante del segundo y la gota del abate.
Y en la población comenzaba a circular un sordo rumor. No se hablaba nada menos que de hundir las puertas de la iglesia, tomar los vasos sagrados y los ornamentos del culto, y conducir por fuerza al abate Fortier hasta el altar de la patria.
El alcalde, hombre esencialmente conciliador, calmó estos primeros movimientos de efervescencia, y ofrecióse a ir a ver al abate Fortier como embajador.
En su consecuencia se encaminó a la calle de Soissons y llamó a la puerta del digno abate, tan cuidadosamente cerrada como la de la iglesia.
Pero por más que llamó no obtuvo respuesta.
El alcalde creyó entonces necesario requerir la intervención de la fuerza armada.
Y dio orden de avisar al jefe de gendarmes y al cuartel maestre.
Los dos estaban en la plaza grande, y acudieron al punto seguidos de un numeroso grupo.
Como no se tenía ariete ni catapulta para hundir la puerta, se envió simplemente a buscar a un cerrajero; pero en el instante en que el hombre aplicaba el gancho a la cerradura, la puerta se abrió y el abate Fortier se presentó en el umbral.
No como Coligny, preguntando a sus asesinos: «¿Qué me queréis, hermanos?», sino como Calchas, con los ojos echando fuego y el pelo erizado, según dice Racine en su Ifigenia.
—¡Atrás! —gritó, levantando la mano con un ademán amenazador—, ¡atrás, herejes, impíos, hugonotes y relapsos[19]! ¡Atrás, amalecitas, sodomitas, gomorristas! ¡Despejad el umbral de la casa del Señor!
Al oír esto se produjo un sordo murmullo en la multitud, y preciso es decir que no fue en favor del abate Fortier.
—Dispensad —dijo el alcalde con su dulce voz a la cual había comunicado el acento más persuasivo que era posible—. Dispensad, señor abate; tan sólo deseamos saber si queréis o no celebrar la misa en el altar de la patria.
—¿Si quiero decir misa en el altar de la patria? —replicó el abate, presa de una de esas santas cóleras a que era tan inclinado. ¿Si quiero sancionar la rebelión, el motín y la ingratitud? ¿Si quiero pedir a Dios que maldiga la virtud y bendiga el pecado? ¡Seguramente no esperáis esto, señor alcalde! ¿Queréis saber si diré vuestra misa sacrílega? ¡Pues bien, no, y no, no la diré!
—Está bien, señor abate —contestó el alcalde—, sois libre y no se os puede obligar a ello.
—¡Ah!, es una fortuna que yo sea libre —replicó el abate—, es una dicha que no se me pueda obligar… Ciertamente que sois muy bueno, señor alcalde.
Y con una sonrisa burlona de las más insolentes, comenzó a empujar la puerta a las narices de las autoridades.
La puerta iba a presentar su faz de madera, como se dice vulgarmente, a la multitud perpleja, cuando un hombre salió de entre ella, y con un poderoso esfuerzo abrióla otra vez, estando ya cerrada en sus tres cuartas partes, y por poco derriba al abate, aunque era muy vigoroso.
Aquel hombre era Billot, pálido de cólera, con la frente arrugada y rechinando los dientes.
Se recordará que Biliot era filósofo, y en calidad de tal odiaba a los sacerdotes, a quienes llamaba holgazanes.
Entonces se produjo un silencio profundo, comprendiéndose que iba a suceder algo terrible entre aquellos dos hombres.
Y sin embargo, Billot, que para rechazar la puerta había procedido tan violentamente, comenzó por decir con voz tranquila, casi bondadosa:
—Dispensad, señor alcalde, pero me parece que habéis dicho que si el señor abate no quería celebrar la misa, no se podía obligarle a que lo hiciese…
—Sí, en efecto —balbuceó el pobre alcalde—, paréceme haber dicho eso.
—¡Atrás, sacrílego, atrás, impío, relapso y hereje! —gritó el abate, dirigiéndose a Billot.
—¡Oh! —exclamó este—, callemos un poco o de lo contrario, la cosa acabará mal, os lo advierto. Yo no os insulto; no hago más que discutir; el señor alcalde cree que no se puede obligaros a decir misa, y yo pretendo lo contrario.
—¡Ah, maniqueo impío! —gritó el abate.
—¡Silencio! —exclamó Billot—, lo digo y lo pruebo.
—¡Silencio! —gritó la multitud.
—Ya lo oís, señor abate —continuó Billot con la misma calma—, todo el mundo es de mi parecer; yo no predico tan bien como vos, mas parece que digo cosas de mayor interés, puesto que se me escucha.
El abate se disponía a replicar con algún nuevo anatema; pero aquella voz poderosa de la multitud le imponía a pesar suyo.
—¡Habla, habla —exclamó con aire burlón—, y oigamos lo que dices!
—Ahora lo sabréis, señor abate —replicó Billot.
—Pues ya te escucho.
—Y hacéis bien.
Después, dirigiendo una mirada hacia adelante, como para asegurarse de que este callaría, le dijo:
—Se trata de una cosa muy sencilla, y es que todo aquel que recibe paga o sueldo, queda obligado a cumplir con los deberes del cargo que desempeña.
—¡Ah! —exclamó el abate—, ¡ya te veo venir!
—Amigos míos —dijo Billot con la misma voz tranquila, dirigiéndose a dos o trescientos espectadores de aquella escena—, ¿qué preferís, oír las injurias del señor abate, o escuchar mis razonamientos?
—¡Hablad, señor Billot, hablad, ya escuchamos!
Billot continuó.
—Decía, pues, que todo aquel que recibe sueldo por algún cargo u oficio, debe cumplir con los deberes que este le impone. Así, por ejemplo, ahí está el secretario de la alcaldía, a quien se paga para hacer las escrituras de su jefe, llevar sus mensajes, y volver con las contestaciones. El señor alcalde le envía a vuestra casa, señor abate, para presentaros el programa de la fiesta, y jamás se le hubiera ocurrido decir: «No quiero llevar ese programa de la fiesta al señor Fortier». ¿No es verdad, señor secretario, que nunca hubierais pensado hacer esto?
—No, señor Billot —contestó ingenuamente el secretario—, a fe mía que no.
—Ya lo oís, señor abate.
—¡Blasfemo! —gritó el sacerdote.
—¡Silencio! —contestó la multitud.
Billot prosiguió.
—He aquí al señor cuartel maestre de la gendarmería, a quien se paga para asegurar el orden donde se perturba. Cuando el señor alcalde pensó hace poco que esto podría suceder por causa vuestra, señor abate, y le envió a llamar en su auxilio, al digno jefe no se le ocurrió contestar: «Señor alcalde, restableced el orden como lo entendáis, pero sin mi auxilio». ¿No es cierto que no habríais imaginado tal cosa, señor cuartel maestre?
—De ningún modo, porque era mi deber —contestó aquel sencillamente—, y por eso he venido.
—¿Lo oís, señor abate? —preguntó Billot.
El abate rechinó los dientes.
—Esperad —continuó Billot—. Aquí tenemos a ese honrado cerrajero, cuyo oficio, como su nombre lo indica, le obliga a intervenir en cuanto se refiere a cerraduras. Hace poco que el señor alcalde le envió a buscar para que abriese vuestra puerta, y no pensó un momento en contestar a la autoridad: «No quiero abrir la puerta del señor Fortier». ¿No es cierto, Picard, que no se os hubiera ocurrido tal cosa?
—Seguramente que no —contestó el cerrajero—; cogí mis ganzúas y vine. Que cada cual cumpla con su oficio, y las vacas estarán bien guardadas.
—Ya lo oís, señor Fortier —dijo Billot.
El abate quiso interrumpirle; pero el labrador le detuvo con un ademán.
—Pues bien —continuó—, ¿cómo es que vos, que estáis aquí para dar ejemplo, y que cuando todo el mundo cumple con su deber, vos sois el único que falta a él?
—¡Bravo, Billot, bravo! —gritaron a una todos los presentes.
—No solamente vos sois el único que no cumple —repitió Billot—, sino que dais el ejemplo del desorden y del mal.
—¡Oh! —exclamó el abate Fortier—, la Iglesia es independiente; la iglesia no obedece a nadie, porque no depende más que de sí propia.
—Y he aquí precisamente el mal —replicó Billot—, pues hacéis un poder en el país y un cuerpo en el estado. ¿Sois francés o extranjero, ciudadano o no? Si no sois ciudadano ni francés; si sois prusiano, inglés o austríaco; si el señor Pitt o el señor Cobourg o el señor Kaunitz es quien os paga, obedeced al uno o al otro; pero si sois francés y ciudadano y la nación es la que os paga, obedecedla.
—¡Sí, sí! —gritaron trescientas voces.
—Y por lo tanto —continuó Billot, con el ceño fruncido, los ojos brillantes de cólera, y alargando su poderosa mano hasta el hombro del abate, en nombre de la nación te intimo, sacerdote, a cumplir con tu misión de paz, pidiendo los favores del cielo, los beneficios de la Providencia, y la misericordia del Señor para con tus conciudadanos y tu patria. ¡Ven, ven!
—¡Bravo, Billot! ¡Viva Billot! —gritaron todas las voces—. ¡Al altar, al altar el sacerdote!
Y estimulado por estas aclamaciones, el labrador, con su vigoroso brazo, sacó fuera de la bóveda protectora de su gran puerta al primer sacerdote quizá que en Francia había dado tan abiertamente la señal de la contrarrevolución.
El abate Fortier comprendió que no había resistencia posible.
—Pues bien —dijo—, será el martirio… llamo al martirio, invoco al martirio, y le pido desde ahora.
Y entonó en voz alta el Libéranos Dominé.
Aquel cortejo extraño era el que avanzaba hacia la plaza grande a través de los gritos y de los clamores, cuyo rumor llamó la atención de Pitou en el momento en que este estaba a punto de perder el sentido por efecto de las gracias, ante las tiernas palabras y la presión de la mano de Catalina.