Capítulo LIII

Aquella visita del doctor Raynal era la más oportuna para facilitar la salida de Pitou.

El doctor se acercó a la enferma, no sin echar de ver el notable cambio que se había efectuado en ella desde la víspera.

Catalina sonrió al doctor, presentándole su brazo.

—¡Oh! —dijo el señor Raynal—, si no fuera por el placer de tocar vuestra linda mano, apreciable Catalina, ni siquiera consultaría el pulso. Apuesto a que no tenéis más de sesenta y cinco pulsaciones por minuto.

—Es verdad que estoy mucho más aliviada, señor doctor, y que vuestras recetas me han probado perfectamente.

—¡Mis recetas!… ¡Hum, hum! —murmuró el doctor—; comprenderéis que quisiera que fuese así, hija mía, para tener todos los honores de la convalecencia; mas por vanidoso que yo sea, dejo una parte de este honor a mi discípulo Pitou.

Después, levantando los ojos al cielo, añadió:

—¡Oh, naturaleza, naturaleza! —exclamó—, poderosa Ceres, misteriosa Isis, ¡cuántos secretos guardas aún para los que sepan interrogarte!

Y volviéndose hacia la puerta, dijo:

—Vamos, entrad, entrad, padre de rostro sombrío y madre de mirada inquieta; venid a ver a la querida enferma, que para curar del todo no necesita más que vuestro amor y vuestras caricias.

Al oír la voz del doctor, el padre y la madre Billot acudieron presurosos; el primero con un resto de sospecha en la fisonomía, y la segunda con el rostro radiante.

Mientras que entraban, Pitou, después de contestar a la última mirada de Catalina, salía de la habitación.

Dejemos a la joven que, con la carta de Isidoro oculta en su seno, no necesitaba ya aplicaciones de hielo en la cabeza ni sinapismos en los pies; dejemos a Catalina volver, bajo las caricias de sus dignos padres, a la esperanza, y a la vida, y sigamos a Pitou, que sencilla y candidamente acababa de cumplir con uno de los actos más difíciles impuestos por la religión a las almas cristianas: la abnegación de sí propio y la bondad con su prójimo.

Decir que el honrado joven se alejaba de Catalina con el corazón alegre sería demasiado, y nos contentaremos con afirmar que se iba con el corazón satisfecho. Aunque no se diese cuenta de la grandeza de su proceder, comprendía bien, por las felicitaciones de esa voz interior que cada cual lleva en sí, que había hecho una buena y santa cosa, tal vez no bajo el punto de vista de la moral, que seguramente reprobaba aquellas relaciones de Catalina con el vizconde de Charny, es decir, de una aldeana con un gran señor, pero sí bajo el punto de vista de la humanidad.

Ahora bien, en la época de que hablamos, la palabra humanidad era una de las que estaban de moda, y Pitou, que más de una vez la había pronunciado sin saber lo que significaba, acababa de ponerla en práctica sin darse cuenta de lo que había hecho.

Era una cosa que hubiera debido hacer por habilidad, ya que no por bondad del alma.

En vez de ser rival del señor de Charny, se convertía en confidente de Catalina.

Por eso la joven, lejos de tratarle con rudeza, lejos de despedirle, como lo hizo a su primer regreso de París, le tuteó y halagó por el contrario; como confidente, había obtenido lo que jamás soñó siendo rival.

Sin contar que aún obtendría más a medida que los acontecimientos hicieran cada vez más necesaria su intervención en la vida íntima de la bella campesina.

A fin de continuar las amistosas ternezas, Pitou comenzó por presentar a la madre Colomba una autorización casi legible, por lo cual Catalina le confiaba el encargo de recibir en su nombre todas las cartas que fuesen a ella dirigidas.

A esta autorización por escrito, Pitou agregó una promesa verbal de Catalina, comprometiéndose, para el día de San Martín próximo, a dar a los jornaleros de Pisseleu una merienda escogida.

Mediante esta autorización y esta promesa, que dejaban a cubierto a la vez la conciencia y los intereses de la madre Colomba, esta se comprometía a recoger todas las mañanas en correos, y tener a disposición de Pitou, las cartas que pudieran llegar para Catalina.

Convenido esto, Pitou, no teniendo ya nada que hacer en la Ciudad, como se llamaba pomposamente a Villers-Cotterêts, se encaminó al pueblo.

La llegada de Pitou a Haramont fue un acontecimiento; su precipitada marcha a la capital no dejó de producir muchos comentarios, y por lo que había ocurrido con motivo de la orden enviada desde París por un ayudante de campo de Lafayette, para que se recogieran los fusiles depositados en casa del abate Fortier, los vecinos de Haramont no dudaron ya de la importancia política de Pitou. Los unos dijeron que se le había llamado a París por el doctor Gilberto; los otros por el general Lafayette, y los demás, en fin, por el Rey, aunque estos fuesen en el menor número.

Aunque Pitou ignorase los rumores que habían circulado durante su ausencia, todos en favor de su importancia personal, entraba en su país con un aire tan digno que maravilló a todos.

Y es que para ser vistos como realmente son, los hombres deben estar en el terreno que les es propio. Escolar en el colegio del abate Fortier, jornalero en casa del padre Billot, Pitou era hombre, ciudadano, y capitán en Haramont.

Sin contar que en su calidad de capitán, además de cinco o seis luises que le pertenecían, llevaba veinticinco, ofrecidos generosamente por el doctor Gilberto para el equipo de la guardia nacional de Haramont.

Por eso cuando entró en su casa, y como el tambor le hiciera su visita, Pitou le ordenó que anunciara para el día siguiente, domingo, a mediodía, una revista oficial con armas y bagajes, que debía efectuarse en la plaza mayor de Haramont.

Desde aquel momento ya no se dudó que Pitou tendría alguna cosa que comunicar a la guardia nacional de Haramont por parte del gobierno.

Muchos fueron a visitar a Pitou con el objeto de averiguar antes que los otros alguna cosa sobre aquel gran secreto; pero Pitou guardó un majestuoso silencio respecto a los asuntos políticos.

Por la noche, Pitou, a quien estos asuntos no distraían ni más ni menos que los privados, fue a tender sus lazos para conejos y presentar sus cumplidos al padre Clouis, lo cual no le impidió estar a las siete de la mañana en casa del maestro de Dulauroy, sastre, después de haber depositado en su domicilio de Haramont tres conejos y una liebre, informándose luego si la madre Colomba tenía cartas para Catalina.

No había ninguna, y Pitou afligióse al pensar el presentimiento que tendría la pobre convaleciente.

La visita de Pitou al maestro sastre tenía por objeto preguntar si este se encargaría de confeccionar el equipo de la guardia nacional de Haramont, y qué precio exigiría.

El maestro hizo las preguntas acostumbradas en semejante caso respecto a la talla de los individuos, preguntas a que Pitou contestó presentando el estado nominal de los treinta y tres hombres, oficiales, sargentos y soldados que componían el efectivo de la guardia cívica de Haramont.

Como todos los hombres eran conocidos del maestro Dulauroy, se calculó el grueso y la talla, y con pluma y lápiz en la mano, el sastre declaró que no podía dar los treinta y tres uniformes bien acondicionados en menos de treinta y tres luises.

Y aun así, Pitou no podía reclamar por este precio paño del todo nuevo.

Pitou protestó, pretendiendo que sabía de la misma boca del general Lafayette, que había equipado a los tres millones de hombres que componían la guardia cívica de Francia, a razón de veinticinco libras por individuo, o sean setenta y cinco millones en conjunto.

El maestro sastre contestó que en semejante cifra, aunque se perdiese en el detalle, había medio de resarcirse en el total; y que lo único que él podía hacer —siendo esta su última condición— era equipar a la guardia cívica de Haramont al precio de veintidós francos por hombre, con tal que el pago fuese adelantado.

Pitou sacó un puñado de oro de su bolsillo, declarando que esto no sería ningún impedimento; pero que tenía el dinero muy contado; que si el maestro Dulauroy rehusaba confeccionar los treinta y tres uniformes por veinticinco luises, iría a proponer el negocio al maestro Bligny, su cofrade y rival, y que si había hablado antes con Dulauroy, dándole la preferencia, era porque tenía amistad con la tía Angélica.

Pitou, en efecto, se alegraba de que su tía supiese indirectamente que él manejaba el oro, y no puso en duda que aquella misma noche el sastre le hablaría de lo que había visto, es decir, que Pitou era rico como Creso.

La amenaza de hacer en otra parte tan importante pedido produjo efecto, y el sastre pasó por donde quiso Pitou, el cual exigió además que su uniforme fuera de paño nuevo, aunque no le pusieran fino, lo que le importaba poco, pero se le debía dar también las charreteras.

Esto produjo otra discusión no menos larga y animada que la primera; pero Pitou triunfó también, gracias a la terrible amenaza de obtener del maestro Bligny lo que no alcanzase del maestro Dulauroy.

El resultado de toda la discusión fue el comprometerse el sastre a entregar, el sábado siguiente, treinta y un uniformes de soldado, dos de sargento y uno de teniente, así como el de capitán con sus charreteras.

En el caso de no hacerse la entrega con exactitud, el pedido quedaría de cuenta del sastre, pues la ceremonia de la Federación de Villers-Cotterêts y de los pueblos inmediatos, debía celebrarse al día siguiente de dicho sábado.

Esta condición fue aceptada como las demás.

A las nueve de la mañana, el asunto estaba terminado.

A las nueve y media, Pitou entraba en Haramont muy enorgullecido por la sorpresa que preparaba a sus conciudadanos.

A las once, el tambor tocaba llamada.

Al mediodía se hizo maniobrar a la guardia nacional, en la plaza pública del pueblo, con su acostumbrada precisión.

Al cabo de una hora terminó el acto, habiéndose dispensado a la valerosa tropa no pocos elogios por su jefe, mientras que las buenas mujeres, los niños y los ancianos contemplaban aquel conmovedor espectáculo con el mayor interés. Pitou llamó al sargento Claudio Tellier y al teniente Desiré Maniquet, y les mandó que reuniesen sus hombres y les ordenasen de parte de él, de la del doctor Gilberto, de la del general Lafayette y de la del Rey, a pasar a casa del maestro Dulauroy, sastre en Villers-Cotterêts, que debía comunicarles algo importante.

El tambor tocó llamada; el teniente y el sargento, tan ignorantes como sus soldados, transmitieron a estos textualmente las palabras del capitán, y después de esto se oyó la sonora voz de Pitou gritando: ¡Rompan filas!

Cinco minutos después, los treinta y un soldados de la guardia cívica de Haramont corrían como locos por el camino de Villers-Cotterêts, con el teniente Desiré Maniquet y el sargento Claudio Tellier.

Por la noche, los dos ministriles[17] de Haramont dieron una serenata al capitán, y hubo petardos, cohetes e iluminación, mientras que algunas voces, ligeramente avinadas, es verdad, gritaban a intervalos:

—¡Viva Ángel Pitou, el padre del pueblo!