Capítulo LII

Mientras que Pitou bebía, digería y reflexionaba, la madre Colomba, después de adelantarse mucho a su compañero, había entrado en correos.

Pero Pitou no se inquietó por esto. La oficina de correos estaba enfrente de lo que se llama la calle Nueva, especie de callejuela que comunica con la porción del Parque donde se halla situada la Avenida de los Suspiros, de lánguida memoria, y quince zancadas eran suficientes para alcanzar a la madre Colomba.

Emprendió, pues, la marcha, y llegaba a la puerta de correos cuando la madre Colomba salía con su paquete de cartas en la mano.

En medio de ellas había una con un elegante sobre y graciosamente sellada con lacre.

Esta carta era para Catalina Billot, y evidentemente la que esta esperaba.

Según lo estipulado, la cartera la entregó al comprador de alfeñiques, que al punto se puso en marcha en dirección a Pisseleu, alegre y triste a la vez; alegre porque llevaba la felicidad a Catalina, y triste porque esta dicha provenía de una fuente cuya agua era tan amarga para sus labios.

Mas a pesar de esta amargura, el mensajero tenía tan excelente carácter, que para llevar más pronto aquella carta maldita, pasó insensiblemente del paso regular al trote, y de este al galope.

A cincuenta pasos de la granja se detuvo de repente, pensando con razón que si llegaba así, jadeante e inundado de sudor, podría muy bien inspirar desconfianza al padre Billot, el cual parecía hallarse en la angosta y espinosa vía de la sospecha.

Resolvió, pues, a riesgo de retardarse un minuto o dos, acortar el paso para recorrer el camino que le faltaba, y a este fin avanzó con la gravedad de un confidente de tragedia, que la confianza de Catalina le hacía tomar.

Al pasar por delante de la habitación de la enferma, notó que la señora Clement, sin duda para ventilar un poco el aposento, había entreabierto la ventana.

Pitou introdujo primero la nariz por el hueco y miró cautelosamente; pero esto le bastó para ver a Catalina, y a la joven para divisar a Pitou, muy misterioso y haciendo señas.

—¡Una carta… una carta! —exclamó.

—¡Callad!… —murmuró Pitou.

Y mirando en torno suyo con la mirada de un cazador furtivo que procura despistar a los guardabosques que le buscan, y al ver que estaba completamente solo, arrojó la carta por la abertura de la ventana, con tal destreza, que fue a caer precisamente junto a su almohada.

Después, sin esperar las gracias que no podían faltarle, retrocedió para ir hacia la puerta de la granja, en cuyo umbral se hallaba Billot.

A no ser por la especie de curva que la pared formaba, el labrador hubiera visto lo que acababa de pasar, y Dios sabe, dada la disposición de ánimo en que parecía hallarse, lo que habría sucedido en el caso de convertirse en certidumbre una simple sospecha.

El honrado Pitou no esperaba encontrarse cara a cara con el labrador, y sintió que a pesar suyo, se sonrojaba hasta las orejas.

—¡Oh, señor Billot!, la verdad es que me habéis dado miedo…

—¡Miedo a Pitou… a un capitán de guardia nacional… a un vencedor de la Bastilla, miedo!

—¡Qué queréis! —dijo Pitou—, hay momentos como este, y cuando no se está prevenido…

—Sí… —repuso Billot—, y cuando se espera encontrar a la hija y no se ve más que al padre…

—¡Oh, señor Billot!, eso sí que no —exclamó Pitou—, ciertamente que no esperaba encontrar a la señorita Catalina, aunque esté mucho mejor; me parece que todavía se halla demasiado enferma para levantarse.

—¿No tienes algo que leerla? —preguntó Billot.

—¿A quién?

—A Catalina.

—Sí, debo informarla de que el señor Raynal ha dicho que vendría a verla; pero cualquier otro podrá anunciar esto tan bien como yo.

—Y además, tú debes tener gana, ¿no es cierto?

—No mucha.

—¿Cómo, que no tienes gana?… —exclamó el labrador. Pitou reconoció que había cometido una torpeza, pues para que él no tuviese hambre a las ocho de la mañana, era necesario un desarreglo en el equilibrio de su naturaleza.

Por eso se apresuró a decir:

—Ciertamente que tengo hambre.

—Pues entra y come; los jornaleros están a punto de almorzar, y han debido guardarte el puesto.

Pitou entró mientras que Billot le seguía con los ojos, por más que su aire bonachón hubiera casi alejado sus sospechas, y le vio sentarse en la extremidad de la mesa y emprenderla con su plato lleno de tocino, como si no hubiera comido ya dos panecillos y cuatro alfeñiques, bebiéndose después un cuartillo de agua.

Cierto es, sin embargo, que, según toda probabilidad, el estómago de Pitou estaba ya desocupado.

El joven no sabía hacer muchas cosas a la vez, pero ejecutaba bien la que tenía entre manos: encargado por Catalina de una comisión, la desempeñó bien; invitado por Billot a almorzar, cumplió su cometido.

Billot seguía observándole; mas al ver que no apartaba los ojos de su plato, y que su preocupación se reducía a la botella de sidra, sin que ninguna de sus miradas se dirigiese una sola vez hacia la puerta de Catalina, acabó por creer que la pequeña excursión de Pitou a Villers-Cotterêts no tenía otro objeto que el que había dicho.

Hacia fines del almuerzo, la puerta de Catalina se abrió para dar paso a la enfermera, que entrando en la cocina con humilde sonrisa, iba en busca de su taza de café.

Sin contar que a las seis de la mañana, es decir, un cuarto de hora después de la marcha de Pitou, había hecho su primera aparición para reclamar su copita de coñac, única cosa que la sostenía después de pasar toda una noche en vela.

Al verla, la señora Billot salió a su encuentro, y su marido volvió a entrar.

Los dos se informaron sobre la salud de Catalina.

—Continúa siempre mejor —contestó la señera Clement—, pero creo que en este instante tiene un poco de delirio.

—¿Cómo delirio?… —exclamó el padre Billot—. ¿Le acomete de nuevo?

—¡Oh, Dios mío, mi pobre hija! —murmuró la señora Billot.

Pitou levantó la cabeza para escuchar.

—Sí —continuó la señora Clement—, habla de una ciudad llamada Turín, y de un país que tiene por nombre Cerdeña, llamando después a Pitou, para que le diga dónde está ese país y qué ciudad es esa.

—Ya he concluido —dijo Pitou absorbiendo el resto de su sidra y limpiándose la boca con la manga.

La mirada del padre Billot le detuvo.

—De todos modos —dijo el joven—, si el señor Billot cree oportuno que vaya a dar a la señorita Catalina las explicaciones que desea…

—¿Por qué no? —contestó la madre Billot—. Puesto que la pobre niña te llama, ya puedes ir, muchacho, tanto más cuanto que el señor de Raynal ha dicho que tenías disposición para la medicina.

—¡Diablo! —exclamó cándidamente Pitou—, preguntad a la enfermera cómo hemos cuidado de la señorita Catalina esta noche pasada… La señora Clement no ha dormido un instante, ni yo tampoco.

Era cosa muy hábil, por parte de Pitou, tocar este delicado punto respecto a la enfermera, pues como esta había dormido perfectamente desde medianoche a las seis de la mañana, declarar que no había cerrado los ojos un sólo instante, era hacerse de ella una amiga.

—Está bien —dijo Billot—, puesto que Catalina pregunta por ti, ve a verla; tal vez llegará un momento en que nos llame también a su madre y a mí.

Pitou presagiaba instintivamente que había una tempestad en el aire, y como el pastor en los campos, aunque dispuesto a sufrirle si era preciso, no dejaba por eso de buscar de antemano un refugio para guarecerse.

Este refugio era Haramont.

Aquí se le consideraba como a un rey. ¡Qué digo, un rey! ¡Era más aún; era comandante de la guardia nacional, era Lafayette!

Por lo demás, tenía deberes que le llamaban a Haramont.

De consiguiente se prometió regresar prontamente a Haramont, después de ponerse de acuerdo con Catalina.

Y una vez concebido este proyecto mentalmente, con el permiso verbal del señor Billot y el consentimiento tácito de su mujer, entró en la habitación de la enferma.

Catalina le esperaba impaciente: por el brillo de sus ojos y el subido color de sus mejillas, se podía creer, como lo había dicho la enfermera, que estaba bajo el imperio de la fiebre.

Apenas Pitou hubo cerrado la puerta de la habitación de Catalina, esta última, reconociéndole por su paso, y después de esperarle hacía hora y media, se volvió vivamente hacia él y le presentó ambas manos.

—¡Ah!, ¿eres tú, Pitou? ¡Cuánto has tardado!

—No es culpa mía, señorita; vuestro padre me ha detenido.

—¿Mi padre?

—Sí, señorita… ¡Oh!, sin duda sospecha alguna cosa. Por otra parte —añadió Pitou con un suspiro—, no me he dado prisa, sabiendo que ya teníais lo que deseabais.

—Sí, Pitou… si —dijo la joven, bajando los ojos—, y te doy las gracias.

Y añadió en voz baja:

—Eres muy bueno, Pitou, y te quiero mucho.

—Vos, sí que sois buena, señorita Catalina —replicó Pitou, casi a punto de llorar, pues sabía que toda aquella amistad para él no era más que un reflejo de su amor para otro y en el fondo de su corazón, por modesto que fuera el honrado joven, le humillaba no ser más que la luna de Charny.

Por eso añadió divamente:

—Si he venido a molestaros, señorita Catalina, es porque me han dicho que deseabais alguna cosa…

Catalina aplicó la mano a su corazón, para tocar la carta de Isidoro y tener así valor de interrogar a Pitou. Al fin, haciendo un esfuerzo, preguntóle:

—Pitou, ya que eres tan sabio, ¿puedes decirme lo que es la Cerdeña?

Pitou evocó todos sus recuerdos en geografía.

—Esperad… esperad, señorita, yo debo saber eso. Entre las varias cosas que el señor abate de Fortier tenía la pretensión de enseñarnos, una de ellas era la geografía. Esperad… la Cerdeña… ya estoy… ¡Ah!, sí, si recordase la primera palabra, lo diría todo.

—¡Oh, busca, Pitou, busca! —dijo Catalina uniendo las manos.

—¡Pardiez! —replicó el joven—. ¡Cerdeña… Cerdeña!… ¡Ah!, ¡ya recuerdo!

Catalina suspiró.

—Cerdeña —dijo Pitou—, la Sardinia de los romanos, una de las tres grandes islas del Mediterráneo, al sur de Córcega, de la que está separada por el estrecho de Bonifacio, forma parte de los Estados sardos, que toman su nombre de ella, y a los que se llama reino de Cerdeña; tiene sesenta leguas de norte a sur; dieciséis de este a oeste, y una población de 54.000 habitantes, siendo la capital Cagliari.

—¡Oh! —exclamó la joven—, ¡qué felicidad saber tantas cosas, amigo Pitou!

—El hecho es —repuso el joven, bastante satisfecho en su amor propio, ya que estaba herido en su corazón—, el hecho es que tengo buena memoria.

—Y ahora —se aventuró a decir Catalina, pero con menos timidez—, ahora que me has dicho lo que es la Cerdeña, dime lo que es Turín…

—¿Turín?… —repitió Pitou—. Ciertamente que lo haría de la mejor voluntad, si me acordase.

—¡Oh!, procurad recordarlo, porque es lo más importante, señor Pitou.

—¡Diantre!, si es lo más importante, preciso será que lo recuerde —contestó el joven—. Además, si no lo recuerdo, ya me informaré…

—Es que… —insistió Catalina—, es que yo quisiera saberlo ahora mismo… Busca, querido Pitou, busca…

Catalina pronunció estas palabras con un acento tan cariñoso, que Pitou se estremeció de pies a cabeza.

—¡Ah!, ya busco, señorita —dijo—, ya busco…

Catalina no separaba de él los ojos.

Pitou echó la cabeza hacia atrás, como para interrogar al cielo.

—¡Turín… Turín!… —repitió—. ¡Diablo, señorita, esto es más difícil que Cerdeña!… Esta última es una gran isla del Mediterráneo, y no se cuentan más que tres en este mar; Cerdeña, perteneciente al rey del Piamonte; Córcega, que es del rey de Francia, y Sicilia, que pertenece al rey de Nápoles; mientras que Turín es una simple capital…

—¿Cómo habéis dicho de la Cerdeña, Pitou?…

—He dicho que pertenecía al rey del Piamonte, y no creo engañarme, señorita.

—Eso es… precisamente, amigo Pitou. Isidoro dice en su carta que marcha a Turín, en el Piamonte…

—¡Ah, ya comprendo! —dijo Pitou—. ¡Bien, bien!… a Turín es donde el señor Isidoro fue de orden del Rey, y vos me preguntáis para saber cuál es su paradero.

—¡Pues para qué había de ser sino para eso! —replicó la joven—. ¿Qué me importa la Cerdeña, el Piamonte y Turín?… hasta que él marchó allí, he ignorado lo que era aquella isla y aquella capital, y no me cuidaba de esto; pero como él a ido a Turín, comprenderás, amigo Pitou, que quiera saber qué es…

Pitou suspiró, moviendo la cabeza, y esforzándose para satisfacer la curiosidad de Catalina, dijo:

—Turín… esperad… sí… capital del Piamonte… Turín… Turín… ¡Ya, ya estoy! Bodincemagus, Turasia, Colonia Julia, Augusta Taurinorum entre los antiguos, hoy capital del Piamonte y de los Estados sardos, situada sobre el Po y el Doira; es una de las más hermosas ciudades de Europa; tiene una población de 125.000 habitantes, y ahora reina allí Carlos Manuel… He aquí lo que es Turín, señorita Catalina.

—Y, ¿qué distancia media entre Turín y Pisseleu, amigo Pitou? Tú que lo sabes todo, no debes ignorar esto…

—¡Ah! —exclamó Pitou—, yo podré deciros qué distancia hay entre Turín y París; pero es más difícil saber cuál es la que media entre aquella ciudad y Pisseleu.

—Pues bien, decid primero la que hay hasta París, y después agregaremos las dieciocho leguas desde Pisseleu a París.

—¡Toma, es verdad! —exclamó Pitou.

Y continuando su nomenclatura, añadió:

—Distancia de París, doscientas, seis leguas; de Roma, ciento cuarenta; de Constantinopla…

—No necesito más que París, amigo Pitou. Doscientas seis leguas y dieciocho, son doscientas veinte y cuatro: de modo que se halla a una distancia de mí…; tres días hace no estábamos separados más que por tres cuartos de legua… y hoy… hoy… —añadió la joven, derramando lágrimas y torciéndose los brazos—, nos vemos a doscientas veinticuatro uno de otro.

—¡Oh, aún no! —se aventuró a decir Pitou tímidamente—, pues no marchó hasta anteayer, de modo que debe hallarse a medio camino, y apenas.

—¿Dónde está entonces?

—¡Ah!, sobre este punto no puedo decir nada —contestó Pitou—. El abate Fortier nos enseñó lo que eran los reinos y las capitales; pero no nos decía nada de los caminos que a ellos conducían.

—¿Con que eso es cuanto sabes, amigo Pitou?

—¡Oh, Dios mío, sí! —contestó el geógrafo, humillado al tocar tan pronto los límites de su ciencia—; y debo añadir que Turín es una guarida de aristócratas.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que en Turín se han reunido todos los príncipes, las princesas y los emigrados; el conde de Artois, el príncipe de Condé, la señora de Polignac, y otros muchos tunantes que conspiran contra la nación, y a quienes se cortará la cabeza algún día con una de esas máquinas tan ingeniosas que el señor Guillotín acaba de inventar.

—¡Oh, señor Pitou!

—¿Qué, señorita?

—¡He aquí que volvéis a ser feroz como en vuestro primer regreso de París!

—¡Feroz… yo! —dijo Pitou—. ¡Ah!, es cierto… Sí, sí… el señor Isidoro es uno de estos aristócratas, y vos teméis por él…

Después, con uno de esos suspiros que en él hemos oído más de una vez, continuó:

—No hablemos más que de vos, señorita Catalina, y de la manera de complaceros.

—Querido Pitou —contestó Catalina—, la carta que he recibido esta mañana, no es probablemente la única que recibiré…

—Y, ¿deseáis que vaya a buscar las otras como esta?…

—Pitou, puesto que has comenzado a ser tan bueno…

—Tanto vale que continúe siéndolo, ¿no es cierto?

—Sí…

—Pues no deseo otra cosa.

—Comprenderás que, vigilada por mi padre, como lo estaré, no me será posible ir a la ciudad…

—¡Ah!, pero debo deciros que también me vigila a mí un poco el padre Billot; yo le he visto bien.

—Sí, pero no puede seguiros hasta Haramont, y nosotros señalaremos un sitio para que vos dejéis allí las cartas.

—¡Oh, muy bien! —contestó Pitou—, un sitio como, por ejemplo, el gran sauce hueco que se halla cerca del lugar donde os encontré desmayada.

—Precisamente —dijo Catalina—, está cerca de la granja, y además no se ve desde las ventanas. ¿Quedamos, convenidos en que las dejaréis allí?…

—Sí, señorita Catalina.

—¡Pero tened cuidado que no os vean!

—¡Preguntad a los guardias de Longpré, de Taille-Fontaine y de Montaigu si me han visto, y sin embargo, les he cogido docenas de conejos!… Pero ¿cómo os arreglaréis, señorita Catalina, para ir a buscar esas famosas cartas?

—¿Yo?… ¡Oh! En cuanto a mí —contestó Catalina con una sonrisa llena de esperanza y de voluntad—, trataré de curarme muy pronto.

Pitou dejó escapar el más profundo suspiro.

En aquel momento abrióse la puerta y el doctor Raynal se presentó.