Pitou pronunció estas palabras de tal modo, que Catalina pudo ver a la vez en ellas la expresión de un dolor profundo y la prueba de una gran bondad.
Estos dos sentimientos, emanados a un tiempo del corazón del buen joven, que la miraba con ojos tan tristes, conmovieron a la enferma en el mismo grado.
Mientras que Isidoro había vivido en Boursonne, sabiendo Catalina que su amante estaba a tres cuartos de legua de ella, y mientras que había sido feliz, en fin, la joven, salvo algunas pequeñas contrariedades por la persistencia de Pitou en acompañarla en sus correrías, salvo ligeras inquietudes ocasionadas por ciertos párrafos de las cartas de su padre, había guardado su amor en su corazón como un tesoro de que no hubiera hecho partícipe a nadie. Pero una vez fuera Isidoro, y desgraciada hora en vez de ser feliz, la pobre niña buscaba en vano un valor igual a su egoísmo, comprendiendo que para ella sería gran alivio encontrar alguno con quien pudiese hablar del elegante caballero que acababa de separarse de ella sin haberle podido decir nada positivo sobre la época de su regreso.
Ahora bien, como no podía hablar de Isidoro a la señora Clement ni al doctor Raynal, ni a su madre, sufría mucho por verse condenada a este silencio, cuando de pronto, en el momento en que menos lo esperaba, la Providencia ponía ante sus ojos, abiertos ya a la vida y a la razón, un amigo de quien había podido dudar un momento cuando callaba, pero no desde el instante en que pronunció las primeras palabras.
Comprendiendo que eran compasivas, y que salían penosamente del corazón del pobre sobrino de la tía Angélica, Catalina contestó sin esforzarse para ocultar sus sentimientos:
—¡Ah, señor Pitou!, ¡ved que desgraciada soy! Con esto se rompió el dique por una parte, y la corriente se estableció por la otra.
—En todo caso, señorita Catalina —continuó Pitou—, aunque no me halague mucho hablar del señor Isidoro, si esto puede agradaros, os daré noticias de él.
—¿Tú? —preguntó Catalina.
—Sí, yo —contestó el joven.
—¿Con que le has visto?
—No, señorita Catalina; pero sé que llegó con buena salud a París.
—Y, ¿cómo sabes eso? —preguntó la joven con la mirada brillante de amor.
Pitou la observó y se le escapó un suspiro; mas no por eso dejó de contestar con su acostumbrada conciencia.
—Lo he sabido, señorita, por mi joven amigo Sebastián Gilberto, a quien el señor Isidoro encontró de noche un poco más abajo de la Fontaine-Eua-Claire, y que condujo a París montado en la grupa de su caballo.
Catalina hizo un esfuerzo, apoyóse sobre un codo, y miró a Pitou.
—¿Con que está en París? —preguntó la joven vivamente.
—Es decir —objetó Pitou—, que ya no debe estar allí ahora.
—Y, ¿dónde ha de estar? —preguntó la joven con voz lánguida.
—Lo ignoro. Tan sólo sé que debía marchar a España o a Italia encargado de una misión.
Al oír la palabra marchar, Catalina dejó caer la cabeza sobre su almohada, con un suspiro acompañado de abundantes lágrimas.
—Señorita —dijo Pitou, a quien aquel dolor de la joven laceraba el corazón—, si tenéis empeño en saber dónde está, puedo informarme.
—¿De quién? —preguntó Catalina.
—Del doctor Gilberto, que se despidió de él en las Tullerías, o bien, si lo preferís —añadió Pitou, al ver que Catalina movía la cabeza en señal de negativa—, puedo volver a París a tomar informes… ¡Oh!, esto se hará muy pronto; es cuestión de veinticuatro horas.
Catalina alargó su mano febril y presentósela a Pitou, que no comprendiendo el favor que le concedía, no se atrevió a tocarla.
—¡Vamos, señor Pitou! —le dijo Catalina sonriendo—, ¿teméis acaso contagiaros de mi fiebre?
—¡Oh!, dispensad, señorita —replicó Pitou, estrechando la mano húmeda de la joven entre las suyas, gruesas y cabellosas—, es que no comprendía. ¿Con que aceptáis?
—No, pero te doy las gracias, Pitou; lo creo inútil, y me parece imposible no recibir carta de él mañana a primera hora.
—¡Una carta! —exclamó vivamente Pitou.
Y se contuvo mirando con inquietud a su alrededor.
—Pues sí, una carta de él —contestó Catalina, buscando con los ojos la causa que podía conturbar así al cándido joven.
—¡Una carta de él!… ¡Diablos! —exclamó Pitou, mordiéndose las uñas como hombre que se ve apurado.
—Sin duda —dijo Catalina—, una carta de él. ¿Qué tiene de particular que me escriba? —repuso la enferma—. ¿Acaso no lo sabéis todo o casi todo?… —añadió en voz baja.
—No me extraña que os escriba… Si me fuera permitido hacerlo, yo también os escribiría, y cartas muy largas; pero temo…
—¿Qué, amigo mío?
—Que la carta del señor Isidoro caiga en manos de vuestro padre.
—¿De mi padre?
Pitou hizo con la cabeza un triple movimiento, que significaba sí otras tantas veces.
—¿Cómo de mi padre? —exclamó Catalina cada vez más asombrada—. ¿Acaso no está en París?
—Vuestro padre está en Pisseleu, señorita, en la granja, aquí mismo, en la habitación contigua; pero el señor Raynal le ha prohibido entrar en vuestra habitación, a causa del delirio, según dijo, y yo creo que ha hecho muy bien.
—Y, ¿por qué ha hecho bien?
—Porque el señor Billot no se muestra nada cariñoso respecto al joven Isidoro, y cuando os oyó, una sola vez, pronunciar su nombre, hizo una mueca que no tenía nada de agradable.
—¡Ah! ¡Dios mío, Dios mío! —murmuró Catalina estremeciéndose—, ¿qué me decís, señor Pitou?
—La verdad… y hasta le he oído murmurar: «¡Está bien, está bien; no diremos nada mientras que se halle enferma, pero ya veremos después!».
—¡Señor Pitou! —exclamó Catalina, cogiendo esta vez la mano de Pitou con tal violencia que este se estremeció a su vez.
—¡Señorita Catalina! —contestó.
—Tenéis razón —dijo la joven—, es preciso que sus cartas no caigan en manos de mi padre… porque me mataría.
—Ya lo veis, ya lo veis —dijo Pitou—; el padre Billot no escucha razones en este punto.
—Pero ¿cómo lo haremos?
—¡Diablo!, decídmelo vos.
—Hay un medio.
—Entonces —dijo Pitou—, si hay un medio, es preciso emplearle.
—Es que no me atrevo —dijo Catalina.
—¿Cómo que no os atrevéis? —replicó el joven.
—No me atrevo a deciros lo que se debía hacer.
—¿Que no osáis decírmelo, dependiendo de mí?
—¡Diantre, señor Pitou!…
—¡Ah! —exclamó el joven—, esto no está bien, señorita, y yo no hubiera creído que dejarais de tener confianza en mí.
—Sí, que me la inspiras, apreciable Pitou —repuso Catalina.
—¡Ah, enhorabuena! —replicó el joven, dulcemente acariciado por la familiaridad de Catalina, cada vez mayor.
—Pero te será muy doloroso, amigo mío —replicó la enferma.
—¡Oh!, si el dolor no es más que para mí, no os apuréis por esto, señorita.
—¿Consientes de antemano en hacer lo que te pediré?
—¡Ya lo creo!… A menos que no sea imposible.
—Por el contrario, es muy fácil.
—Pues bien, si es fácil, decid.
—Sería preciso ir a casa de la madre Colomba.
—¿La vendedora de alfeñiques?
—Sí; que es además cartera de correos.
—¡Ah!, ya comprendo… ¿y le diré que no entregue las cartas más que a vos?
—No; que te las dé a ti.
—¿A mí? —exclamó Pitou—. ¡Ah!, sí, no había comprendido al pronto.
Y suspiró por tercera o cuarta vez.
—Bien comprenderás que esto es lo más seguro, Pitou… A menos que no quieras prestarme este servicio…
—¿Yo rehusar, señorita? ¡Ah! ¡Esto nunca!
—¡Pues entonces, muchas gracias!
—Iré… seguramente que sí, y desde mañana mismo…
—Mañana es demasiado tarde, apreciable Pitou, y convendría ir ya hoy.
—Pues bien, señorita, ¡sea!, iré esta mañana… ahora mismo…
—¡Qué buen muchacho eres, Pitou —dijo Catalina—, y cuánto te amo!
—¡Oh!, señorita Catalina —dijo el joven—, no me digáis esas cosas, porque me haríais perder la cabeza.
—¿Ahora qué hora es Pitou?
Este último se acercó al reloj de la joven, pendiente de la chimenea.
—Las cinco y media de la mañana, señorita —contestó el joven.
—Pues bien, mi buen amigo Pitou…
—Decid, señorita.
—Tal vez sería ya tiempo.
—¿De ir a casa de la madre Colomba?… A vuestras órdenes, señorita; pero deberíais tomar un poco de la poción, pues el doctor recomendó una cucharada cada media hora.
—¡Ah, querido Pitou! —dijo Catalina, echándose una cucharada del brebaje farmacéutico, mientras que miraba a Pitou con ojos que le encendía el corazón—, lo que tú haces por mí vale más que todos los brebajes del mundo.
—Por eso dijo sin duda el doctor Raynal que yo tenía tan grandes disposiciones para ser alumno en medicina.
—Pero ¿dónde dirás que vas, Pitou, para que no se sospeche nada en la granja?
—¡Oh!, en cuanto a esto estad tranquila.
Y Pitou cogió su sombrero.
—¿Debo despertar a la señora Clement? —preguntó.
—¡Oh!, es inútil; deja dormir a la pobre mujer, pues ahora no necesito nada más que…
—¿Qué? —preguntó Pitou.
Catalina sonrió.
—¡Ah, sí, ya sé! —murmuró el mensajero de amor…— la carta del señor Isidoro.
Y después de una pausa, añadió:
—Pues bien, no tengáis cuidado; si está allí, os la traeré; y si no está…
—¿Qué?… —preguntó con ansiedad Catalina.
—Pues si no está… para que me miréis otra vez como me mirabais hace un momento, para que me sonriáis como acabáis de hacerlo, para que me llaméis de nuevo querido Pitou y buen amigo, si la carta no está, iré a buscarla a París.
—¡Bondadoso y excelente corazón! —murmuró Catalina, siguiendo con los ojos a Pitou cuando se alejaba.
Después, desfallecida por aquella larga conversación, dejó caer la cabeza sobre la almohada.
A los diez minutos le habría sido imposible a la joven decirse a sí propia si lo que acababa de pasar era una realidad conocida por el uso de su razón, o un sueño producido por su delirio; pero sí estaba cierta de que una frescura vivificante y dulce circulaba desde su corazón hasta las extremidades más lejanas de sus miembros febriles y doloridos.
En el momento de atravesar Pitou por la cocina, la madre Billot levantó la cabeza.
La buena mujer no se había echado ni había dormido hacía tres días.
Durante ese tiempo no se levantó de aquella banqueta sepultada bajo la campana de la chimenea, desde la cual sus ojos podían ver por lo menos la puerta de la habitación de su hija, puesto que le estaba prohibido entrar en ella.
—¿Qué hay? —preguntó.
—La enferma está mejor, madre Billot —contestó el joven.
—Entonces, ¿adónde vas?
—A Villers-Cotterêts.
—Y, ¿qué tienes que hacer allí?
Pitou vaciló un instante, pues no era de esos que saben contestar oportunamente.
—¿Qué tengo que hacer allí?… —repitió para ganar tiempo.
—Sí —dijo la voz del padre Billot—, mi mujer te pregunta para que vas allí.
—Voy para avisar al doctor Raynal.
—¿No te dijo el doctor que no le avisaras sino en el caso que ocurriera algo nuevo?
—Pues bien —contestó el joven—, puesto que la señorita Catalina está mejor, me parece que esto es algo nuevo.
Sea que el padre Billot le pareciera parentoria la contestación de Pitou, o que no quisiera oponer dificultades a un hombre que al fin y al cabo le traía una buena noticia, no hizo ya ninguna otra observación respecto a la marcha de Pitou.
Y el joven se marchó, mientras que él padre Billot entraba en su habitación y su mujer inclinaba de nuevo la cabeza sobre el pecho.
Pitou llegó a Villers-Cotterêts a las seis menos cuarto de la mañana.
Lo primero que hizo fue despertar escrupulosamente al doctor Raynal para decirle que Catalina estaba mejor, y preguntarle si había alguna otra cosa que hacer.
El doctor le preguntó cómo había pasado la noche Catalina; y con gran asombro de Pitou, que había contestado a todo con mucha circunspección, el buen muchacho echó de ver que el doctor no ignoraba lo que había pasado entre él y Catalina, casi tan exactamente como si hubiera estado allí, en algún rincón del aposento o detrás del cortinaje de la cama, escuchando su conversación con la joven.
El doctor Raynal prometió ir a la granja aquel mismo día, recomendando tan sólo que se sirviese siempre a Catalina del mismo tonel, con lo cual despidió a Pitou. Este último, después de reflexionar largo tiempo sobre el sentido de aquellas palabras enigmáticas, acabó de comprender que el doctor le recomendaba seguir hablando a la joven del vizconde Isidoro de Charny.
Después de ver al doctor, Pitou fue a casa de la madre Colomba, la cartera, que vivía en la extremidad de la calle de Lormet, es decir, en lo más lejano de la ciudad.
Llegó en el momento en que se abría su puerta.
La madre Colomba era muy amiga de la tía Angélica; pero esta amistad no impedía apreciar al sobrino.
Al entrar en la tienda de la madre Colomba, llena de panecillos y de alfeñiques, Pitou comprendió por primera vez que, si quería obtener buen resultado en su negociación para que la cartera le entregase las cartas de la señorita Catalina, era preciso valerse, si no de la corrupción, por lo menos de la seducción.
Por lo tanto, compró algunos alfeñiques y un panecillo.
Hecha y pagada esta adquisición, aventuró su pregunta.
Había graves dificultades.
Las cartas no se debían entregar sino a las personas a quienes iban dirigidas, o, por lo menos, a los que estuviesen autorizados para recibirlas.
La madre Colomba no dudaba de la palabra de Pitou, pero exigía una autorización por escrito.
Pitou vio que era necesario hacer un sacrificio.
Y prometió llevar al día siguiente el recibo de la carta, si esta hubiese llegado ya, juntamente con una autorización de Catalina para recibir todas cuantas viniesen.
Promesa que acompañó con una segunda compra de alfeñiques y pan.
Era el medio de no rehusar nada a la mano que estrena, sobre todo de una manera tan liberal.
La madre Colomba no opuso ya más que ligeras objecciones, acabando por autorizar a Pitou para que le siguiese a correos, donde le entregaría la carta de la joven, en el caso de haber llegado.
Pitou siguió a la mujer comiéndose sus dos panecillos y chupando los alfeñiques.
Jamás se había permitido semejante derroche; pero ya se sabe que Pitou era rico, gracias a las liberalidades del doctor Gilberto.
Al llegar a la gran plaza se acercó a la fuente, aplicó la boca a uno de los cuatro caños que entonces tenía, y durante cinco minutos contuvo la corriente de agua sin dejar caer una gota. Después paseó la mirada en torno suyo y pudo ver una especie de teatro que se elevaba en medio de la plaza.
Entonces recordó que en el momento de su partida se hablaba mucho de una reunión en Villers-Cotterêts, a fin de sentar las bases de una federación entre el primer distrito del cantón y de los pueblos inmediatos.
Los diversos acontecimientos particulares que ocurrían en torno suyo le habían hecho olvidar este suceso político que, sin embargo, no carecía de cierta importancia.
Entonces pensó en los veinticinco luises que le había dado el doctor Gilberto al marcharse, para ayudarle a poner bajo el mejor pie posible la guardia nacional de Haramont.
Y levantó la cabeza con orgullo al pensar en el magnífico aspecto que presentaría, gracias a los veinticinco luises, los treinta y tres hombres que tenía a sus órdenes.
Esto le ayudó a digerir sus dos panecillos y cuatro alfeñiques, que, unidos a la cantidad de agua absorbida, hubieran podido, a pesar del calor de los jugos gástricos de que la naturaleza le había provisto, pesar mucho en el estómago, a no ser por el excelente digestivo que se llama el amor propio satisfecho.