Pitou estaba muy admirado de poder servir de alguna cosa al doctor Raynal; pero mucho más se hubiera extrañado si este le hubiera dicho que más bien necesitaba de él un auxilio moral, y no físico, en favor de la enferma.
En efecto, el doctor había notado que en su delirio, Catalina unía siempre el nombre de Pitou con el de Isidoro.
Se recordará que estas eran las dos únicas figuras que debieron quedar impresas en el pensamiento de la joven: la de Isidoro al cerrar los ojos, y la de Pitou al abrirlos de nuevo.
Sin embargo, como la enferma no pronunciaba estos dos nombres con el mismo acento, y atendido que el doctor Raynal —no menos observador que su ilustre homónimo el autor de la Historia filosófica de las Indias— se había dicho muy pronto que de estos dos nombres, pronunciados por la joven con un acento diferente, el de Ángel Pitou debía ser el amigo y el de Isidoro de Charny el del amante, no vio ningún inconveniente, sino más bien una ventaja, en introducir a presencia de la enferma un amigo con quien pudiera hablar de su amante.
Porque para el doctor Raynal —y aunque no queremos quitarle nada de su perspicacia, nos apresuramos a decir que era cosa fácil— todo estaba tan claro como el día, y le bastó agrupar los hechos para que la verdad se revelase a sus ojos.
Todo el mundo sabía en Villers-Cotterêts que en la noche del 5 al 6 de octubre, Jorge de Charny había sido muerto en Versalles, y que en la noche del día siguiente, su hermano Isidoro había marchado a París.
Ahora bien, Pitou encontró a Catalina desmayada en el camino de Boursonne a París; la llevó sin conocimiento a la granja, y después de esto la joven fue atacada de la fiebre cerebral que produjo el delirio, durante el cual se esforzaba para retener a un fugitivo a quien llamaba Isidoro.
Bien se ve, pues, que para el doctor era cosa fácil adivinar el secreto de la enfermedad de Catalina, que era a la vez el de su corazón.
En tal coyuntura, el doctor se hizo estas reflexiones:
La primera necesidad del enfermo atacado en el cerebro es la calma. ¿Qué podía producir esta en el corazón de Catalina?, saber qué había sido de su amante.
¿A quién se podían pedir noticias de él? A quien estuviese en posición de saberlas.
Y, ¿a quién le sería dado proporcionarlas? A Pitou, que había llegado de París.
El razonamiento era a la vez sencillo y lógico, y por lo tanto, el doctor le hizo sin esfuerzo alguno.
Por eso ocupó desde luego a Pitou como ayudante de cirujano, aunque hubiera podido muy bien prescindir de él, puesto que no se trataba de hacer una sangría, sino sencillamente de abrir la antigua.
El doctor sacó con suavidad del lecho el brazo de Catalina, levantó la venda que comprimía la cicatriz, separó con los dos pulgares las carnes mal unidas, y la sangre brotó.
Al verla, Pitou, que hubiera dado la suya por ella, se sintió desfallecer.
Fue a sentarse en el sillón de la enfermera, a quien llamaban señora Clement, se cubrió los ojos con las manos y comenzó a sollozar, profiriendo a cada momento palabras, que parecían salir de su corazón:
—¡Oh, señorita Catalina! ¡Pobre señorita Catalina!
Y se decía a la vez mentalmente, por ese doble trabajo del pensamiento que obra a la vez en el presente y el pasado:
—¡Oh!, seguramente que ama al señor Isidoro más de lo que yo la amo a ella; seguramente sufre más de lo que yo he padecido nunca, puesto que es preciso sangrarla, porque tiene fiebre cerebral y delirio, dos cosas muy desagradables, que yo no he conocido nunca.
Y mientras que extraía más sangre del brazo de Catalina el doctor Raynal, sin perder de vista a Pitou, felicitábase de haber adivinado también que la enferma tenía en aquel joven un amigo fiel.
Como lo había esperado el doctor, aquella ligera emisión de sangre calmó la fiebre; las arterias de las sienes latieron con más suavidad; el pecho se alivió; la respiración, que antes parecía un silbido, comenzó a ser dulce y uniforme; el pulso, que era de ciento diez pulsaciones, disminuyó hasta ochenta y cinco, y todo anunció para la joven una noche tranquila.
El doctor Raynal respiró también más libremente a su vez; hizo a la enfermera las recomendaciones necesarias, y entre ellas una muy extraña, cual era la de dormir dos o tres horas mientras que Pitou velaría en su lugar, y haciendo una señal al joven para que le siguiese, entró en la cocina.
Pitou siguió al doctor, que encontró a la madre Billot sentada a la sombra de la campana de la chimenea.
La pobre mujer estaba tan aturdida, que apenas comprendió lo que el doctor decía.
Sin embargo, eran buenas palabras para el corazón de una madre.
—¡Vamos, vamos! —le dijo el doctor—, valor, madre Billot, porque la cosa marcha tan bien como es posible.
La buena mujer pareció revivir.
—¡Oh, apreciable señor Raynal!, ¿es bien verdad eso?
—Sí, la noche no será mala; no os inquietéis si oís aún algunos gritos en la habitación de vuestra hija, y sobre todo no entréis.
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó la señora Billot con acento de profundo pesar—, es muy triste que una madre no pueda entrar en la habitación de su hija.
—¡Cómo ha de ser —dijo el doctor—, es mi prescripción absoluta; ni vos ni vuestro esposo debéis entrar!
—Pero ¿quién cuidará a mi pobre hija?
—No tengáis cuidado; de ello se encargarán la señora Giement y Pitou.
—¡Cómo Pitou!
—Sí; he reconocido en él hace poco admirables disposiciones para la medicina, y me lo llevo a Villers-Cotterêts, donde el farmacéutico debe preparar una poción. Pitou la traerá, y la enfermera debe encargarse de dársela a vuestra hija por cucharadas. Si sobreviniese algún accidente, Pitou, que ha de velar a Catalina con la señora Clement, podrá servirse de sus largas piernas y llegar a mi casa a los diez minutos. ¿No es verdad, Pitou?
—En cinco, señor Raynal —replicó el joven con una confianza en sí mismo que no debía dejar la menor duda en el ánimo de sus oyentes.
—Ya lo veis, señora Billot —dijo el doctor Raynal.
—Pues bien, hágase así —repuso la madre Billot—, pero decid alguna palabra sobre vuestras esperanzas al pobre padre.
—¿Dónde está? —preguntó el doctor.
—Aquí, en la habitación contigua.
—Es inútil —dijo una voz desde el umbral de la puerta—, todo lo he oído.
Y en efecto, los tres interlocutores, que habían vuelto la cabeza estremeciéndose al oír aquella voz, vieron al labrador, pálido y de pie en la puerta.
Después, como si aquello fuera todo lo que necesitaba escuchar y decir, Billot entró en su aposento sin hacer ninguna observación sobre las disposiciones adoptadas para aquella noche por el doctor Raynal.
Pitou cumplió su palabra: al cabo de un cuarto de hora estaba de regreso con la poción calmante adornada de su etiqueta y con el sello del señor Pasquenaud, doctor farmacéutico de padre a hijo en Villers-Cotterêts.
El mensajero atravesó la cocina y entró después en la habitación de la enferma, sin ningún impedimento ni recomendación alguna. Solamente la señora Billot le dijo:
—¡Ah!, ¿eres tú, Pitou?
A lo que el joven se limitó a contestar:
—Sí, señora Billot.
Catalina dormía con un sueño bastante tranquilo, como lo había previsto el doctor Raynal; cerca de ella, recostada en un gran sillón y con los pies sobre los morillos de la chimenea, estaba la enfermera; sumida en esa especie de soñolencia tan peculiar en esta honrosa clase de la sociedad que, no teniendo derecho para dormir del todo, ni fuerza para mantenerse del todo despierta, se parece a esas almas que tienen prohibido bajar hasta los Campos Elíseos, y que no pudiendo remontar hasta el día, vagan eternamente en los límites de la vela y del sueño.
La enfermera recibió, pues, en el estado de sonambulismo que le era habitual, el frasco que Pitou le presentaba, destapóle, le dejó sobre la mesita de noche y puso al lado la cucharilla de plata, a fin de que la enferma esperase lo menos posible cuando se le debiera dar el medicamento.
Después volvió a recostarse en el sillón.
En cuanto a Pitou, sentóse sobre el reborde de la ventana para ver a Catalina más a su gusto.
El sentimiento de la misericordia que le había dominado al pensar en la joven, no había disminuido al verla, como ya se comprenderá. Ahora que le era permitido tocar la llaga con el dedo, por decirlo así, y juzgar de los terribles estragos que puede hacer esa cosa abstracta que llaman amor, hallábase más que nunca dispuesto a sacrificarse el suyo, que le parecía de tan fácil composición ante el amor exigente, febril y terrible que parecía dominar a Catalina.
Estas reflexiones le ponían insensiblemente en la disposición de ánimo que debía estar para favorecer el plan del doctor Raynal.
En efecto, el buen hombre había pensado que el remedio que Catalina necesitaba ante todo era ese tópico que llaman confidente.
No era tal vez un gran médico el doctor Raynal, pero sí un gran observador, como ya hemos dicho.
Una hora después de la entrada de Pitou, Catalina se movió, exhalando un suspiro, y abrió los ojos.
Es preciso hacer a la enfermera la justicia de que al ver esto, se puso en pie al punto, balbuceando:
—Aquí estoy, señorita. ¿Qué deseáis?
—Tengo sed —murmuró la enferma, volviendo a la vida por un dolor físico y el sentimiento por una necesidad material.
La enfermera echó en la cuchara algunas gotas del calmante traído por Pitou y lo introdujo entre los labios secos y los dientes oprimidos de Catalina, que maquinalmente absorbió el dulce licor.
Después, la enferma apoyó de nuevo la cabeza en su almohada, y la señora Clement, satisfecha de haber cumplido con su deber, se recostó de nuevo en su sillón.
Pitou dejó escapar un suspiro, creyendo que Catalina no le había visto siquiera.
Pero se engañaba; cuando ayudó a la señora Clement a levantar a la enferma para beber las pocas gotas de brebaje, Catalina entreabrió los ojos en el momento de reposar la cabeza en la almohada, y creyó ver a Pitou.
Mas en el delirio de la fiebre que le aquejaba hacía trece días, había visto tantos fantasmas que tan sólo aparecieron un momento para desvanecerse al punto, que tomó el verdadero Pitou como un Pitou fantástico.
El suspiro que Pitou acababa de exhalar no era, por consiguiente del todo exagerado.
Sin embargo, la presencia de aquel antiguo amigo, con quien Catalina había sido a veces tan injusta, produjo en la enferma una impresión más profunda que las anteriores, y aunque conservaba los ojos cerrados, parecíale ver, en un estado más tranquilo y menos febril, al buen viajero que el hilo interrumpido de sus ideas le representaba con su padre en París.
De aquí resultó que, poseída de la idea de que Pitou era esta vez una realidad y no una evocación de su fiebre, entreabrió tímidamente los ojos para asegurarse de que aquel que había visto se hallaba siempre en el mismo sitio.
Inútil es decir que no se había movido.
Al ver que los ojos de Catalina se abrían de nuevo, fijando en él la mirada, el rostro de Pitou se iluminó y el buen joven extendió los brazos.
—¡Pitou! —murmuró la enferma.
—¡Señorita Catalina! —exclamó el joven.
—¿Qué hay? —preguntó la señora Clement volviéndose.
Catalina dirigió una mirada inquieta a la enfermera, y con un suspiro dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Pitou adivinó que la presencia de la señora Clement molestaba a la enferma, y dirigiéndose a ella le dijo en voz baja:
—Señora Clement, no os privéis de dormir; recordad que el señor Raynal me hace estar aquí para velar a la enferma, a fin de que podáis descansar un poco.
—¡Ah!, sí, es cierto —contestó la enfermera.
Y, en efecto, como si no hubiera esperado más que este permiso, la buena mujer se hundió en su sillón exhalando a su vez un suspiro, y después de un instante de silencio, un ronquido, tímido al principio, pero cada vez más sonoro, acabó por dominar completamente la situación a los pocos minutos. La buena enfermera entró con velas desplegadas en el país encantado del sueño, que de ordinario no recorría más que en la meditación.
Catalina había seguido el movimiento de Pitou con cierto asombro, y con la penetración peculiar de los enfermos, no perdió palabra de lo que Pitou había dicho a la enfermera.
El joven permaneció un instante junto a la enfermera, como para asegurarse que su sueño era verdadero, y después, cuando ya no le quedó la menor duda por este concepto, acercóse a Catalina moviendo la cabeza y con los brazos pendientes.
—¡Ah, señorita Catalina! —exclamó—, ¡bien sabía yo que le amabais; pero no que le amabais tanto!