Capítulo XLIX

Mientras que María Antonieta abre de nuevo a la esperanza su corazón dolorido, olvidando un instante los sufrimientos de la mujer al pensar en la salvación de la Reina; mientras que Mirabeau, como el atleta Alcidamas, sueña en sostener por sí solo la bóveda de la monarquía, a punto de hundirse, y que amenaza aplastarle al derrumbarse, conduzcamos al lector, cansado de tanta política, hacia personajes más humildes y más frescos horizontes.

Ya hemos visto qué temores, inspirados por Pitou a Billot durante el segundo viaje de Lafayette desde Haramont a la capital, indujeron al labrador a volver a la granja para reunirse con su familia.

Estos temores no eran exagerados.

El regreso se efectuó a los dos días de la famosa noche en que ocurrió el triple acontecimiento de la fuga de Sebastián Gilberto, de la marcha del vizconde Isidoro de Charny, y del desmayo de Catalina en el camino de Villers-Cotterêts a Pisseleu.

En otro capítulo de este libro hemos referido cómo Pitou, después de conducir a Catalina a la granja, después de haber sabido de su boca, en medio de lágrimas y sollozos, que el accidente que acababa de sufrir era debido a la marcha de Isidoro, había vuelto a Haramont agobiado bajo el peso de aquella confesión, y al entrar en su casa encontró la carta de Sebastián, que le indujo a marchar a París.

En la capital le hemos visto esperando al doctor Gilberto y a Sebastián, con tal inquietud que ni siquiera pensó en hablar a Billot de lo sucedido en la granja.

Solamente cuando estuvo seguro de la suerte de Sebastián, al verle volver de la calle de San Honorato con su padre, y cuando supo, de la misma boca del joven, los detalles de su viaje, se acordó de Catalina, de la granja y de la señora Billot, y entonces habló de la mala cosecha, de las lluvias continuas y del desvanecimiento de Catalina.

Ya hemos dicho que este desmayo era lo que había extrañado particularmente a Billot, induciéndole a pedir a Gilberto la licencia que este le concedió.

Durante todo el camino, Billot había interrogado a Pitou sobre aquel desmayo, pues el digno labrador apreciaba en mucho su granja, quería a su mujer como buen marido, y amaba sobre todo a su hija.

Y sin embargo, gracias a sus invariables ideas sobre el honor y a sus invencibles principios de probidad, este amor le inducía a ser algunas veces tan inflexible juez como tierno padre era.

Interrogado por él, Pitou contestaba:

Que había encontrado a Catalina en medio del camino, muda, inmóvil e inanimada; que creyéndola muerta, la levantó desesperado en sus brazos, sentándola luego sobre sus rodillas; que muy pronto echó de ver que respiraba, y que entonces la llevó corriendo a la granja, donde con la ayuda de la madre Billot la depositó en su lecho.

Una vez allí, mientras la desconsolada madre se lamentaba, él le echó brutalmente agua en el rostro; la frescura hizo abrir los ojos a Catalina, y al ver esto, juzgando que su presencia no era ya necesaria en la granja, se retiró a su domicilio.

Lo demás, es decir, todo cuanto se refería a Sebastián, el padre Billot lo había oído contar una vez, y esto le bastaba.

De aquí resultó que; volviendo sin cesar a ocuparse de Catalina, Billot se perdía en conjeturas sobre el accidente ocurrido, y las causas probables que pudieron motivar el mismo.

Estas conjeturas se traducían en preguntas dirigidas a Pitou, a las que este contestaba diplomáticamente: «No sé».

No dejaba de ser un mérito para Pitou contestar así, pues ya se recordará que Catalina había tenido la cruel franqueza de confesarlo todo, y por lo tanto, Pitou sabía.

Sí, sabía que con el corazón angustiado por la despedida de Isidoro, Catalina se desmayó en el sitio donde fue encontrada.

Pero esto es lo que no hubiera dicho el labrador por todo el oro del mundo, pues lo que él experimentaba por la pobre joven era una profunda compasión.

Pitou amaba a Catalina y admirábala sobre todo; ya hemos visto en otro lugar hasta qué punto esta admiración y este amor, mal apreciados y sobre todo mal recompensados, ocasionaron padecimientos en el corazón e inquietudes en el ánimo del joven.

Mas, por profundos que fueran estos dolores, produciendo en el estómago de Pitou una opresión que a veces le hacía retrasar en una o dos horas su almuerzo y su comida, su indisposición no había llegado nunca a producir en él desfallecimiento ni desmayo.

De modo que Pitou sentaba este dilema lleno de razón, que con su fría lógica dividía en tres partes:

«Si la señorita Catalina ama al vizconde Isidoro hasta el punto de desmayarse cuando se marcha, es porque le quiere más que yo a ella, puesto que jamás me desmayé al separarme de su lado».

Después de esta primera parte, pasaba a la segunda y decíase:

«Si le ama más que yo a ella, debe sufrir por lo tanto más que yo, en cuyo caso padece mucho».

Y pasando a la tercera parte de su dilema, es decir, a la conclusión, deducía con tanta más lógica cuanto que se refería al exordio:

«En efecto, padece más que yo, puesto que se desmaya, y a mí no me sucede esto nunca».

De aquí la profunda compasión que hacía enmudecer a Pitou al hablarle Billot de Catalina, mutismo que desataba las inquietudes del labrador, las cuales se traducían más claramente por los latigazos que aplicaba de continuo sobre los ijares de su caballo, alquilado en Dammartín. Así es que a las cuatro de la tarde, los dos viajeros y el cuadrúpedo que tiraba del vehículo se detuvieron a la puerta de la granja, donde los ladridos de los perros anunciaron muy pronto su presencia.

Apenas hicieron alto, Billot saltó a tierra y entró rápidamente en su casa.

Pero un obstáculo con que no contaba se elevó en el umbral de la alcoba de su hija.

Era el doctor Raynal, del que creemos haber tenido ocasión de pronunciar el nombre en el transcurso de esta historia, y el cual declaró que, atendido el estado de Catalina, no tan sólo era peligrosa toda emoción, sino que podría ser mortal; esto era un nuevo golpe para Billot.

Conocía el hecho del desmayo; pero desde el instante en que Pitou había visto a Catalina abrir los ojos y volver en sí, ya no se preocupó más que de las causas y de las consecuencias morales del desvanecimiento.

Y he aquí cómo la desgraciada quería que, además de esas causas, hubiese un resultado físico.

Este último era una fiebre cerebral que se había declarado en la mañana de la víspera, y que amenazaba elevarse al más alto grado de intensidad.

El doctor Raynal se ocupaba en combatir aquella fiebre por todos los medios que emplean en semejante caso los adeptos de la antigua medicina, es decir, las sangrías y los sinapismos.

Mas este tratamiento, por activo que fuera, no hacía más que atenuar la enfermedad, por decirlo así; la lucha entre el mal y el remedio acababa de empeñarse apenas, y desde la mañana, Catalina era presa de un violento delirio.

Sin duda en este delirio la joven decía cosas extrañas, pues bajo el pretexto de evitar emociones a la enferma, el doctor había alejado de ella a su madre como acababa de alejar a su padre.

La señora Billot estaba sentada en una banqueta en las profundidades de la inmensa cocina; tenía la cabeza entre las manos y parecía extraña a todo cuanto pasaba en torno suya. Sin embargo, aunque sorda al ruido del vehículo, a los ladridos de los perros y a la entrada de Billot en la cocina, volvió en sí cuando la voz de su marido, discutiendo con el doctor, la hizo despertar en el fondo de su sombría meditación.

Levantó la cabeza, abrió los ojos, y fijando una vaga mirada en Billot, exclamó:

—¡Ah!, ¡es nuestro hombre!

Y levantándose, tropezando y con los brazos extendidos, fue a caer entre los de su esposo.

Este último la miró con expresión de espanto, como si apenas la reconociese.

—Pero ¿qué sucede aquí? —preguntó, con la frente bañada en el sudor de la angustia.

—Sucede —dijo el doctor Raynal—, que vuestra hija tiene lo que llamamos una meningitis aguda, y que padeciendo esto, así como no se han de tomar ciertas cosas, tampoco se debe ver a ciertas personas.

—Pero ¿es peligrosa esa enfermedad, señor Raynal? —preguntó el padre Billot—, ¿se muere ella?

—Todas las enfermedades pueden matar cuando no se cuidan bien, apreciable señor Billot; pero dejadme velar a mi manera esa joven, y no se morirá.

—¿Es bien verdad esto, señor doctor?

—Yo respondo de ella; pero es preciso que de aquí a dos o tres días no puedan entrar en la habitación más que yo y las personas indicadas por mí.

Billot ahogó un suspiro y se le creyó vencido; pero intentando el último esfuerzo repuso, con el tono de un niño qué pide una gracia:

—¿No podría verla por lo menos?

—Y si la veis y la abrazáis, ¿me dejaréis tres días tranquilo sin pedir ya nada más?

—Os lo juro, doctor.

—Pues bien, venid.

Así diciendo, abrió la puerta de la alcoba de Catalina, y el padre Billot pudo ver a la joven con la frente ceñida con una venda de agua de hielo, la mirada vaga y el rostro enrojecido por la fiebre.

Pronunciaba las palabras sin sentido, y cuando el padre aplicó sus labios pálidos y temblorosos sobre la frente húmeda de Catalina, parecióle oír, entre sus palabras incoherentes, el nombre de Isidoro.

En el umbral de la puerta de la cocina agrupábanse, la madre Billot con las manos juntas, Pitou, de puntillas para mirar sobre el hombro de la buena mujer, y dos o tres jornaleros que, hallándose allí, tenían curiosidad por saber cómo seguía su joven ama.

Fiel a su promesa, el padre Billot se retiró cuando hubo besado a su hija; pero con el ceño fruncido y la mirada sombría, murmurando:

—¡Vamos!, bien veo que era hora de que volviese.

Y entró en la cocina, adonde su mujer le siguió maquinalmente, y adonde Pitou se disponía a seguirles, cuando el doctor, tirándole de la chaqueta, le dijo:

—No salgas de la granja, porque después necesito hablarte.

Pitou se volvió con asombro, e iba a preguntarle en qué podía servirle, cuando el doctor aplicó misteriosamente un dedo a sus labios para que se callase.

Pitou permaneció por lo tanto de pie en la cocina, en el sitio mismo donde se hallaba, simulando, de una manera más grotesca que poética, a esos dioses antiguos que, con los pies cogidos en la piedra, señalaban a los particulares el límite de sus campos.

Al cabo de cinco minutos la puerta de la habitación de Catalina se abrió de nuevo, y oyóse la voz del doctor llamando a Pitou.

—¿Qué hay? —preguntó este, despierto de la profunda meditación en que parecía sumido—. ¿Qué desea el señor Raynal?

—Ven para ayudar a la enfermera a sostener a Catalina, mientras que yo la sangro por tercera vez.

—¡Por tercera vez se ha de sangrar a mi hija! —exclamó la madre Billot—. ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

—¡Mujer, mujer —murmuró Billot con voz severa—, nada de esto hubiera sucedido si hubieras velado mejor por tu hija!

Y entró en su habitación, de la cual había estado ausente tres años, mientras que Pitou, elevado a la categoría de ayudante de cirujano por el doctor Raynal, entraba en el aposento de Catalina.