Capítulo XLVIII

Algunos días después de la ejecución que acabamos de referir, y en cuyos detalles hemos entrado para que nuestros lectores sepan cuál es el agradecimiento que de los reyes y príncipes deben esperar los que se sacrifican por ellos, un hombre montado en un caballo gris ascendía lentamente por la avenida de Saint-Cloud.

Esta lentitud no se debía atribuir a cansancio del jinete ni a la fatiga del caballo, puesto que habían recorrido un corto trayecto; esto era fácil de ver, pues la espuma que se escapaba de la boca del cuadrúpedo no provenía de que se le hubiera hostigado mucho, sino de que se le había retenido con tenacidad. En cuanto al jinete, que era, según se reconocía a primera vista, un caballero, todo su traje, muy limpio y aseado, demostraba su preocupación para preservar su ropa del barro que llenaba el camino.

Lo que retardaba al jinete era el pensamiento profundo que visiblemente le absorbía, y acaso también la necesidad de no llegar hasta cierta hora al punto donde se dirigía.

Era hombre de unos cuarenta años, cuya notable fealdad no dejaba de tener cierto carácter distinguido: cabeza demasiado grande, mejillas abultadas, el rostro señalado por la viruela, ojos brillantes, y boca que parecía revelar la expresión del sarcasmo: tal era el aspecto de aquel hombre, cuyo tipo indicaba a primera vista que debía ocupar un elevado puesto y hacer mucho ruido.

Pero toda aquella fisonomía parecía estar cubierta de un velo producido por una de las muchas enfermedades orgánicas contra las cuales luchan en vano los más vigorosos temperamentos: complexión oscura, ojos que indicaban la fatiga, mejillas cuyo color rojizo comenzaba a palidecer, y un principio de pesadez y de obesidad malsana; he aquí los caracteres particulares del hombre, que acabamos de presentar al lector.

Llegado a lo alto de la avenida, franqueó sin vacilación la puerta que daba al patio del palacio, sondeando con los ojos sus profundidades.

A la derecha, entre dos cuerpos del edificio que formaban una especie de callejón, otro hombre que aquí esperaba hizo al jinete una señal para que se acercase.

Veíase una puerta entornada; el hombre que esperaba penetró en ella, el jinete le siguió, y un momento después encontróse en un segundo patio.

Aquí se detuvo el hombre, que vestía casaca, calzón y chaleco negros; después, mirando en torno suyo, y al ver que aquel patio estaba desierto, se acercó al jinete, sombrero en mano.

El recién llegado se acercó a su vez, e inclinándose sobre el cuello de su caballo, preguntó a media voz:

—¿El señor Weber?

—¿El señor conde de Mirabeau? —contestó el otro.

—Él mismo —dijo el jinete.

Y con más ligereza de la que se hubiera creído, se apeó al punto.

—Entrad —dijo Weber con viveza—, y tened la bondad de esperar un momento para que yo os conduzca el caballo a la cuadra.

Al mismo tiempo abrió la puerta de un salón, cuyas ventanas y puerta segunda daban al parque.

Mirabeau entró al aposento, y en los pocos minutos que duró la ausencia de Weber, se quitó las botas de cuero que calzaba, dejando descubiertas las medias de seda intactas y los zapatos muy lustrosos.

Weber volvió a los cinco minutos.

—Venid conmigo, señor Conde —dijo—; la Reina os espera.

—¡La Reina me espera! —exclamó Mirabeau—. ¿Habré tenido la desgracia de hacerme esperar? Yo creía, sin embargo, que había sido exacto.

—Quiero decir que la Reina está impaciente por veros… Venid, señor Conde.

Weber abrió la puerta que daba al jardín y penetró en el laberinto de calles de árboles que conducían al sitio más solitario y elevado del parque.

Allí, en medio de los árboles que extendían sus ramas tristes y sin follaje veíase, en una atmósfera de color gris que inspiraba tristeza, una especie de pabellón al que se daba el nombre de kiosco.

Las persianas de aquel pabellón estaban herméticamente cerradas, excepto dos que, acercadas una a otra, dejaban pasar, como a través de las troneras de una torre, dos rayos de luz suficientes apenas para iluminar el interior.

Un fuego brillante ardía en la chimenea, iluminada además por dos candelabros.

Weber hizo entrar al que le seguía en una especie de antecámara, y después, abriendo la puerta del kiosco, no sin haber tocado antes en ella con los dedos, dijo a media voz:

—El señor conde Riquetti de Mirabeau.

Y se apartó para que el señor Conde pasase adelante.

Si hubiera escuchado en el momento de pasar el Conde, seguramente habría oído latir su corazón en aquel ancho pecho.

Al oír anunciar al Conde, una mujer se levantó en el ángulo más lejano del kiosco, y con una especie de vacilación, casi de terror, dio algunos pasos para salir a su encuentro.

Aquella mujer era la Reina.

También su corazón latía con violencia; tenía ante sus ojos aquel hombre odiado y fatal; aquel hombre a quien se acusaba de haber promovido los sucesos del 5 y 6 de octubre; aquel hombre cuyo auxilio se esperó un instante, pero que fue rechazado por la corte, haciendo sentir después la necesidad de tratar otra vez con él para calmar los accesos de cólera que habían llegado a lo sublime.

El primero, fue su manera de apostrofar al clero.

El segundo, el discurso en que explicó de qué modo los representantes del pueblo y los diputados de las ciudades se habían constituido en Asamblea nacional.

Mirabeau se acercó con una gracia y una cortesía que la Reina quedó admirada de reconocer en él al primer golpe de vista.

Adelantándose algunos pasos, saludó respetuosamente y esperó.

La Reina fue la primera en romper el silencio, y con una voz cuya emoción no podía disimular, dijo al Conde:

—Señor de Mirabeau, el doctor Gilberto nos aseguró un día que estabais dispuesto a uniros con nosotros.

Mirabeau se inclinó en señal de asentimiento.

La Reina continuó:

—Entonces os hice mi primera proposición, a la cual contestasteis con un proyecto de ministerio.

Mirabeau se inclinó por segunda vez.

—No fue culpa nuestra, señor Conde, que aquel primer proyecto no diera buen resultado.

—Lo creo, señora —contestó el Conde—, y sobre todo por parte de Vuestra Majestad; pero la culpa fue de personas que se preciaban de ser fieles a los intereses de la monarquía.

—¡Cómo ha de ser, señor Conde, es una de las desgracias de nuestra posición! Los reyes no pueden ya elegir sus amigos ni sus enemigos; y algunas veces deben aceptar forzosamente abnegaciones funestas. Estamos rodeados de hombres que quieren salvarnos y que nos pierden; sus proposiciones, que alejan de la próxima legislatura a los individuos de la Asamblea actual, son un ejemplo contra vos. ¿Queréis que os cite uno contra mí? ¿Creeríais que uno de mis más fieles, amigos, hombre que, segura estoy de ello, daría la vida por nosotros, ha conducido a nuestra comida pública, sin advertirnos nada, a la viuda y a los hijos del marqués de Favras, vestidos de luto los tres? Al verlos, mi primer impulso fue levantarme, salirles al encuentro, hacer sentar a los niños de este hombre que tan valerosamente ha muerto por nosotros —pues yo, señor Conde, no soy de aquellas que reniegan de sus amigos—, hacerles sentar entre el Rey yo… Todas las miradas estaban fijas en nosotros, y se quería saber lo que haríamos. Yo vuelvo la cabeza y… ¿sabéis quién estaba detrás de mí, a cuatro pasos de mi sillón? ¡Pues nada menos que Santerre, el hombre de los arrabales!… Me recosté en mi sillón, llorando de cólera, y sin atreverme siquiera a fijar los ojos en la viuda y en los huérfanos. Los realistas me censuraron por no haber dado una prueba de interés en favor de la desgraciada familia; y los revolucionarios estarán furiosos al pensar que no los han presentado con mi consentimiento. ¡Oh, caballero! —siguió la Reina, moviendo la cabeza—, es preciso parecer cuando nos vemos atacados por hombres de genio, y defendidos por personas muy apreciables sin duda, pero que no tienen la menor idea de nuestra posición.

Y la Reina exhaló un suspiro, llevándose el pañuelo a los ojos.

—Señora —dijo Mirabeau, conmovido ante aquel gran infortunio que no se ocultaba de él, y que, bien fuese por hábil cálculo de la Reina, o ya por debilidad de mujer, le mostraba sus angustias, dejándole ver sus lágrimas—, señora, cuando habláis de los hombres que os atacan, supongo que no os referís a mí. He profesado los principios monárquicos cuando no veía en la corte más que su debilidad, y no conocí ni el alma ni el pensamiento de la augusta hija de María Teresa. He combatido por los derechos del trono cuando no inspiraba más que desconfianza, y cuando todos mis pasos, criticados por la malignidad, parecían otros tantos lazos. He servido al Rey sabiendo que no debía esperar de él, hombre justo, pero engañado, ni beneficio ni recompensa. ¿Qué haré yo ahora, señora, cuando la confianza reanima mi valor, y cuando el agradecimiento que me inspira mi acogida de Vuestra Majestad, hace de mis principios un deber? ¡Es tarde, señora, bien lo sé! —continuó Mirabeau, moviendo la cabeza a su vez—, y tal vez la monarquía, al proponerme que la salve, no tiene en realidad más objeto que perderme con ella. Si yo hubiese reflexionado, tal vez habría elegido, para aceptar el favor de esta audiencia, otro momento que aquel en que Su Majestad acaba de entregar a la Cámara el famoso libro rojo, es decir, el honor de sus amigos.

—¡Oh, caballero! —exclamó la Reina—, ¿creéis al Rey cómplice de esta traición, e ignoráis cómo han pasado las cosas? El libro rojo exigido al Rey no fue entregado por él sino mediante la condición de que el Comité lo guardaría secreto, pero, muy por el contrario, ha mandado imprimirle, lo cual es una falta al Rey, y no una traición de este a sus amigos.

—¡Ay de mí!, bien sabéis qué causa determinó esa publicación, que yo desapruebo como hombre de honor, y de la cual reniego como diputado. En el momento en que el Rey juraba amor a la Constitución, tenía un agente en Turín, en medio de los enemigos mortales de aquella. En el momento que hablaba de reformas pecuniarias, mostrándose dispuesto a aceptar las que la Asamblea le propusiese, en Treveris existían, pagadas por él, su grande y su pequeña caballeriza, bajo la dirección del príncipe de Lámbese, el enemigo mortal de los parisienses, a quien el pueblo quisiera ver ahorcado, aunque sólo sea en efigie, pidiéndolo así a gritos diariamente. Se pagan al conde de Artois, al príncipe de Condé y a todos los emigrados pensiones enormes, sin consideración a un decreto expedido hace dos meses, por el cual quedan suprimidas, si bien es cierto que el Rey no sancionó dicha disposición. ¡Cómo ha de ser, señora! Durante dos meses se ha tratado de averiguar en qué han podido invertirse sesenta millones, y aún no se sabe nada. El Rey, a quien se ha rogado y suplicado que dijese qué se había hecho de ese dinero, ha rehusado contestar; y el Comité, creyéndose relevado de su promesa, mandó imprimir el libro rojo. ¿Por qué entrega armas que tan cruelmente se pueden volver contra él?

—De modo que, caballero —exclamó la Reina—, si el Rey hiciera el honor de pediros parecer, ¿no le aconsejaríais las debilidades con que se le pierde, con que… ¡oh, sí!, digamos la palabra, con que se le deshonra?

—Si me hiciera el honor de pedirme consejo, señora —contestó Mirabeau—, yo sería defensor del poder monárquico, regulado por las leyes, y el apóstol de la libertad garantizada por la autoridad del Rey. Esta libertad, señora, tiene tres enemigos: el clero, la nobleza y los parlamentos; el primero no es ya de este siglo, y ha sido muerto por la proposición del señor de Talleyrand; la nobleza es de todos los siglos, y por lo tanto, creo que se ha de contar con ella, pues sin nobleza no hay monarquía; pero es preciso reprimirla, y esto no es posible si el pueblo no se coaliga con la autoridad real. Ahora bien, esta última no se unirá jamás con el pueblo de buena fe mientras que los parlamentos subsistan, porque conservan en el Rey, y en la nobleza, la fatal esperanza de que se restablezca el antiguo orden de cosas. De consiguiente, después de aniquilar al clero y de suprimir los parlamentos, toda su política queda reducida a reavivar el poder ejecutivo, regenerar la autoridad real y conciliarla con la libertad; si este es el plan del Rey, señora, que lo adopte, y si no, que lo rechace.

—Señor Conde —dijo la Reina, admirada de las claridades que difundía a la vez sobre el pasado, el presente y el porvenir, la luz de aquella vasta inteligencia—; yo ignoro si esa política sería la del Rey; pero lo que sé es que si yo tuviera algún poder sería solamente mío. En su consecuencia, señor Conde, dadme a conocer vuestros medios para llegar a este fin; ya os escucho, no diré con atención, sino con agradecimiento.

Mirabeau dirigió una rápida mirada a la Reina, mirada de águila que sondeaba el abismo de su corazón, y pensó que si no estaba convencida, podía llegar a estarlo.

Aquel triunfo sobre una mujer tan superior como María Antonieta, acariciaba de la manera más dulce la vanidad de Mirabeau.

—Señora —dijo—, hemos perdido París, o poco menos; pero aún nos quedan en provincias considerables multitudes dispersas que podemos reunir. He aquí por qué a mi parecer, señora, que el Rey salga de París, no de Francia; que se retire a Rouen, en medio del ejército, y que desde allí expida decretos más populares que los de la Asamblea. Así no habrá guerra civil, puesto que el Rey se hace más revolucionario que la Revolución.

—Pero ¿no os espanta esa revolución, bien nos preceda o nos siga? —preguntó la Reina.

—¡Ay de mí, señora!, creo saber mejor que nadie que se le debe conceder algo, como ya he dicho a la Reina: es empresa superior a las fuerzas humanas empeñarse en restablecer la monarquía bajo las antiguas bases que esta revolución ha destruido, y a la cual contribuyó todo el mundo en Francia, desde el Rey hasta el último de sus súbditos, bien por intención, acción u omisión. No es la antigua monarquía, por lo tanto, la que yo pretendo defender, señora; pero pienso en modificarla, y establecer, en fin, una forma de gobierno más o menos semejante a la que condujo a Inglaterra al apogeo de su poderío y de su gloria. Después de haber entrevisto, según lo que me ha dicho el doctor Gilberto, por lo menos la prisión y el cadalso de Carlos I, ¿no se contentaría el Rey ya con el trono de Guillermo III o de Jorge I?

—¡Oh, señor Conde! —exclamó la Reina, a quien una palabra de Mirabeau acababa de recordar, con estremecimiento, la visión del castillo de Taverney y la figura del instrumento de muerte inventado por Guillotín—, ¡oh, señor Conde!, devolvednos esa monarquía, y ya veréis si somos ingratos, como todos dicen.

—Pues bien —exclamó a su vez Mirabeau—, esto es lo que yo haré, señora. Que el Rey me sostenga, que la Reina me anime, y depositaré aquí, a vuestros pies, el juramento de caballero de que cumpliré la promesa que hago a Vuestra Majestad, o que pereceré en la demanda.

—¡Conde, Conde —exclamó María Antonieta—, no olvidéis que no es solamente una mujer la que acaba de oír vuestro juramento: es una dinastía de cinco siglos… son setenta reyes de Francia, que desde Jaramundo hasta Luis XV duermen en su tumba, y se verán destronados con nosotros si nuestro trono cae al fin!

—Comprendo el compromiso que contraigo, señora; ya sé que es inmenso, pero no mayor que mi voluntad, ni más fuerte que mi abnegación. Esté yo seguro de las simpatías de mi Reina y de la confianza de mi Rey, y emprenderé la obra.

—Si no necesitáis más que eso, señor de Mirabeau, os prometo una cosa y otra.

Y saludó al Conde con aquella sonrisa de sirena que ganaba todos los corazones.

Mirabeau comprendió que la audiencia había terminado.

El orgullo del político quedaba satisfecho; pero faltaba algo para halagar la vanidad del caballero.

—Señora —dijo con una cortesía tan respetuosa como audaz—, cuando vuestra augusta madre, la emperatriz María Teresa, dispensaba a uno de sus súbditos el honor de recibirle, jamás le despidió sin darle a besar su mano.

Y se mantuvo en pie esperando.

La Reina miró aquel león encadenado que tan sólo solicitaba echarse a sus pies, y luego, con la sonrisa del triunfo en los labios, alargó lentamente su hermosa mano, fría como el alabastro, y casi tan transparente como este.

Mirabeau se inclinó, aplicó sus labios sobre aquella mano, y levantando después la cabeza con orgullo:

—¡Señora —dijo—, por este beso, la monarquía está salvada!

Y salió muy conmovido y alegre, creyendo él mismo, pobre hombre de genio, en la realización de la profecía que acababa de hacer.