Aquellas dos horas se habían empleado bien.
Detrás del escribano habían entrado dos hombres de aspecto sombrío y traje patibulario.
Favras había comprendido que tenía delante los precursores de la muerte, la vanguardia del verdugo.
—¡Seguidnos! —dijo uno de ellos.
El Marqués se inclinó en señal de asentimiento.
Después, mostrando con la mano el resto de su ropa, que estaba sobre una silla, preguntó:
—¿Me dais tiempo para acabar de vestirme?
—Tomad el que necesitéis —contestó el que había hablado.
El Marqués se adelantó entonces hacia la mesa donde estaban los diferentes objetos de su estuche, y sirviéndose del espejito pendiente de la pared, se abotonó el cuello de la camisa, formó un gracioso pliegue en la chorrera e hizo un elegante lazo con su corbata.
Después se puso la casaca.
—¿Debo llevar mi sombrero, señores? —preguntó después.
—Es inútil —contestó el mismo hombre.
El que se callaba había mirado al Marqués con una fijeza que llamó la atención de este.
Hasta le pareció que el hombre le había guiñado el ojo de una manera imperceptible.
Pero aquella señal fue tan rápida, que el Marqués quedó en la duda.
Por lo demás, ¿qué tendría que decirle?
Y no pensó ya más en ello.
Hizo una señal amistosa al carcelero Luis, y dijo:
—Ya he concluido, señores; podéis salir, os sigo.
En la puerta esperaba un ujier.
Este último se puso en marcha; detrás de él avanzó Favras, y los dos hombres fúnebres le siguieron.
El siniestro cortejo se dirigió al piso bajo.
Allí esperaba un pelotón de guardia nacional.
Entonces el ujier, seguro con este apoyo, dijo al condenado:
—Caballero, tened la bondad de entregarme vuestra cruz de San Luis.
—Creía estar condenado a muerte y no a la degradación —contestó el Marqués.
—Es la orden, caballero —replicó el ujier.
Favras desató su cruz, y no queriendo ponerla en manos del ujier, la depositó en las del sargento que mandaba el pelotón de la guardia nacional.
—Está bien —dijo el ujier, sin querer insistir para que la cruz le fuese entregada particularmente—; y ahora, seguidme. —Se franquearon unos veinte escalones y todos se detuvieron ante una puerta de encina revestida de hierro, una de esas puertas que, cuando se miran, hielan la sangre en las venas de los condenados, una de esas puertas como las dos o tres que hay en el camino del sepulcro, detrás de las cuales, sin saber lo que hay, se adivina que es una cosa terrible.
La puerta se abrió.
Sin dar apenas tiempo a Favras para que entrase, cerráronla al punto, como si la impulsara un brazo de hierro. El Marqués se vio en la sala del tormento.
—¡Ah, ah! —exclamó, palideciendo ligeramente—, cuando se conduce a las personas a estos sitios, se les debe avisar antes, ¡qué diablo!
Apenas pronunciadas estas palabras, los dos hombres se precipitaron sobre él, despojáronle de la casaca y del chaleco, deshicieron el lazo de su corbata, tan artísticamente hecho, atándole después las manos a la espalda.
Mas al practicar esta operación con su compañero, el atormentador a quien había creído ver antes hacerle una seña, murmuró en voz muy baja a su oído.
—¿Queréis ser salvado? ¡Aún es tiempo!
Este ofrecimiento hizo sonreír a Favras, recordándole la grandeza de su misión.
Y movió la cabeza, haciendo una señal negativa. Veíase allí un caballete preparado, y en él se extendió al prisionero.
El atormentador se acercó con el mandil lleno de cuñas de encina y un mazo en la mano.
El Marqués presentó él mismo al hombre su bien contorneada pierna, con su media de seda, y en el pie el zapato con tacón rojo.
Pero entonces el ujier levantó la mano.
—Esto basta —dijo—; el tribunal hace gracia del tormento al condenado.
—¡Ah! —exclamó Favras—, parece que el tribunal teme que yo hable; no le agradezco menos, sin embargo, el favor, porque así iré al patíbulo con mis propias piernas, lo cual vale algo; y ahora, señores, ya sabéis que estoy a vuestra disposición.
—Debéis permanecer una hora en esta sala —contestó el ujier.
—No es muy recreativo —contestó Favras—, pero sí muy curioso.
Y comenzó a dar la vuelta a la sala, examinando uno tras otro, aquellos hediondos instrumentos, semejantes a colosales arañas de hierro o a gigantescos escorpiones.
Adivinábase que en un momento dado, y a las órdenes de una voz fatal, todo aquello se animaba y tomaba vida, mordiendo cruelmente.
Se veían allí instrumentos de todas las formas y de todos los tiempos, desde Felipe Augusto a Luis XVI, desde los ganchos con que se había desgarrado a los judíos en el siglo XIII, hasta las ruedas con que se trituró a los protestantes del siglo XVII.
El Marqués se detuvo ante cada trofeo, preguntando el nombre de cada aparato.
Aquella sangre fría acabó por admirar a los mismos atormentadores, gente que, como es sabido, no se asombra fácilmente.
—¿Con qué fin hacéis todas esas preguntas? —dijo uno de ellos al Marqués.
Este último le miró con un aire socarrón tan familiar a los caballeros.
—Porque podía suceder que encontrase a Satanás en el camino que voy a recorrer, y no me disgustaría trabar amistad con él, indicándole, para atormentar a sus condenados, máquinas que no conoce.
Apenas el prisionero hubo terminado su examen, oyéronse dar las cinco en el reloj del Châtelet.
Hacía dos horas que el Marqués había salido de su calabozo.
Y se le condujo de nuevo a él.
El cura de San Pablo le esperaba.
Ya hemos visto que el Marqués no había perdido del todo las horas, y que si alguna cosa podía disponerle bien a la muerte, era el espectáculo que acababa de contemplar.
Al verle aparecer, el cura le abrió los brazos.
—Padre mío —dijo Favras—, dispensadme que no pueda imitar vuestro movimiento, bien veis que esos señores me han agarrotado.
Y mostró sus manos ligadas a la espalda.
—¿No podéis desatarle los brazos, al menos mientras yo esté aquí? —preguntó el sacerdote.
—No estamos autorizados para ello —contestó el ujier.
—Padre mío —dijo Favras—, preguntadles si no podían atármelos por delante, y no detrás; así tendremos algo adelantado para el momento en que deba llevar un cirio, y en que me sea necesario leer mi sentencia.
Los dos ayudantes miraron al ujier, el cual hizo con la cabeza una señal como para decir que no veía ningún inconveniente en acceder a tal petición.
Después se le dejó solo con el sacerdote.
Lo que pasó en esta conferencia suprema del hombre de mundo, con el hombre de Dios, nadie lo sabe. ¿Abriría Favras su corazón ante la santidad religiosa, ante los consuelos que le ofrecía aquel otro mundo en que iba a entrar, después de haberle tenido cerrado ante la majestad de la justicia? ¿Humedecería sus ojos, secos por la ironía, una de aquellas lágrimas acumuladas en su corazón, que sin duda necesitaba derramar sobre los objetos queridos que iba a dejar solos para abandonar el mundo? Esto es lo que no pudieron averiguar los que entraron a las tres de la tarde en su calabozo, pues encontráronle con la boca risueña, los párpados secos y el corazón firme.
Acababan de anunciarle que era llegada la hora de morir.
—Dispensad, señores —dijo— pero advertid que vosotros sois los que me habéis hecho esperar.
Entonces, como estaba ya sin casaca y sin chaleco y tenía las manos ligadas, le despojaron de sus zapatos y medias, y pusiéronle una camisa blanca por encima del resto de su traje.
Después le colocaron en su pecho un cartel, que contenía estas palabras:
CONSPIRADOR CONTRA EL ESTADO.
En la puerta del Châtelet le esperaba una carreta rodeada de una guardia numerosa.
En esta carreta veíase una hacha encendida.
Al divisar al condenado, la multitud aplaudió.
Desde las seis de la mañana era conocida la sentencia, y a la muchedumbre le parecía que pasaba demasiado tiempo entre la sentencia y el suplicio.
La gente corría por las calles, pidiendo a los transeúntes dinero para echar un trago.
—Y, ¿con qué motivo? —preguntaban todos.
—Para celebrar la ejecución del marqués de Favras —contestaban aquellos mendigos de la muerte.
El Marqués subió con paso firme a la carreta y sentóse junto al sitio donde el hacha se apoyaba, comprendiendo bien que se designaba para él.
El cura de San Pablo subió después y fue a colocarse a su izquierda.
Luego subió el ejecutor y sentóse detrás de él.
Era aquel mismo hombre de mirada dulce y triste, a quien hemos visto ya en él patio de Bicetre presenciando la prueba de la máquina de Guillotín.
Le hemos visto, le vemos, y tendremos ocasión de volverle a ver: es el verdadero héroe de la época en que entramos.
Antes de sentarse, el verdugo pasó por el cuello de Favras la cuerda con que este debía ser ahorcado, conservando la extremidad en su mano.
En el momento en que la carreta se ponía en marcha, prodújose un movimiento en la multitud, y Favras fijó naturalmente su mirada en el sitio donde tenía lugar.
Entonces vio varias personas que se empujaban para llegar a la primera fila y estar más cerca de la carreta a su paso.
De repente se estremeció a su pesar, pues en primera fila, en medio de cinco o seis hombres que acababan de abrirse paso entre la multitud, reconoció, bajo el traje de un vendedor del mercado, al visitante nocturno que había dicho que hasta el último instante velaría sobre él.
El condenado le hizo con la cabeza una señal, pero tan sólo de agradecimiento, y que no podía tener ninguna otra significación.
La carreta continuó su marcha, sin detenerse hasta que estuvo delante de Nuestra Señora.
La puerta del centro estaba abierta, y se podía ver en el fondo de la sombría iglesia el altar mayor, muy brillante con sus cirios encendidos.
Había tal afluencia de curiosos, que la carreta debía detenerse a cada momento, y no continuaba su marcha hasta que la guardia conseguía abrirse paso entre la considerable muchedumbre, a la cual era fácil romper la débil barrera que se le oponía.
Allí, delante del atrio, a fuerza de lucha, se consiguió efectuar un vacío.
—Es preciso bajar para reconciliaros, caballero —dijo, el ejecutor al condenado.
Favras obedeció sin contestar.
El sacerdote bajó el primero, siguióle el condenado, y después el ejecutor, siempre con la extremidad de la cuerda en la mano.
Los brazos estaban ligados de modo que el Marqués podía mover libremente las manos.
En la derecha pusieron el hacha, y en la izquierda la sentencia.
El condenado se adelantó hasta el atrio y arrodillóse.
En la primera fila de los que le rodeaban reconoció al mismo vendedor del mercado y a sus compañeros, que había visto antes al salir del Châtelet.
Aquella insistencia le conmovió al parecer; pero su boca no pronunció una sola palabra.
Un escribano del Châtelet parecía esperarle allí.
—Leed, caballero —le dijo en voz alta.
Y añadió en voz baja:
—Señor Marqués, recordad que si queréis salvaros, os bastará pronunciar una palabra.
El condenado comenzó su lectura sin contestar.
Leyó en alta voz, con un acento en el que no se reconoció la menor emoción, y cuando hubo concluido dijo, dirigiéndose a la multitud que le rodeaba:
—A punto de comparecer ante el tribunal de Dios, perdono a los hombres que contra su conciencia me han acusado de proyectos criminales; yo amaba a mi Rey; moriré fiel a este sentimiento; es un ejemplo que doy, y espero que será seguido por otros nobles corazones. El pueblo pide a gritos mi muerte, pues necesita una víctima… ¡Seala yo! Prefiero que la elección de la fatalidad recaiga sobre mí y no sobre algún otro de corazón débil, a quien la presencia de un suplicio inmerecido reduciría a la desesperación. Por lo tanto, si no tengo que hacer aquí más de lo que se ha hecho, prosigamos nuestra marcha, señores.
Así se hizo.
Corta es la distancia entre el pórtico de Nuestra Señora y la Plaza de Greve, y sin embargo, la carreta empleó más de una hora en recorrer este trayecto.
Al llegar a la plaza, el marqués de Favras preguntó:
—¿No podría, señores, subir un momento a la Casa Consistorial?
—¿Tenéis revelaciones que hacer, hijo mío? —preguntó con viveza el sacerdote.
—No, padre mío; pero debo dictar mi testamento de muerte, pues he oído decir que jamás se rehusaba a un condenado sorprendido de pronto esta última gracia.
La carreta, en vez de marchar directamente hacia el cadalso, dirigióse a la Casa Ayuntamiento.
Entonces se oyó un clamoreo del pueblo.
—¡Ahora quiere hacer revelaciones! —gritaban por todas partes.
Al oír esto se vio palidecer a un apuesto joven vestido todo de negro como un abate, y que estaba de pie en un poste del muelle Pelletier.
—¡Oh, no temáis nada, señor conde Luis! —dijo cerca de él una voz burlona—; el condenado no revelará ni una palabra de lo que ha pasado en la Plaza Real.
El joven vestido de negro se volvió con viveza; las palabras que le habían dirigido acababan de ser pronunciadas por un vendedor del mercado, cuyo rostro no pudo ver, pues al terminar la frase se ocultó la cara en parte con su ancho sombrero.
Por lo demás, si al joven le quedaba alguna duda, seguramente se desvaneció muy pronto.
Llegado al pórtico de la Casa Ayuntamiento, Favras hizo señal de que deseaba hablar.
En el mismo instante los rumores se extinguieron, como si la ráfaga de viento oeste que soplaba en aquel momento se los hubiera llevado.
—Señores —dijo Favras—, oigo repetir en torno mío que subo a la Casa Consistorial para hacer revelaciones, pero no hay nada de esto; y en el caso de que hubiese entre vosotros, como es posible, un hombre que tenga algo que temer si se hacen revelaciones, que se tranquilice, pues solamente subo para dictar mi testamento de muerte.
Y penetró con paso firme bajo la sombría bóveda, subió la escalera, y fue introducido en la habitación donde se conducía de ordinario a los condenados, por lo cual se la conocía con el nombre de Cámara de las revelaciones.
Tres hombres vestidos de negro esperaban allí, y entre ellos Favras reconoció al escribano que le había hablado en el atrio de Nuestra Señora.
Entonces el condenado, que con las manos ligadas no podía escribir, comenzó a dictar sus últimas voluntades.
Se ha hablado mucho del testamento de Luis XVI, porque se habla extensamente del de todos los reyes. Tenemos a la vista el del marqués de Favras, y tan sólo diremos una cosa al público:
«Leed y comparad».
Dictado el testamento, el señor de Favras quiso leerle y firmarle.
Le desataron las manos; leyó detenidamente el testamento, corrigió las tres faltas de ortografía que había cometido el escribano, y firmó al pie de cada página: «Mahy de Favras».
Después de esto presentó sus manos para que se las ligasen, operación efectuada por el verdugo, que no se había separado de él un sólo instante.
Sin embargo, para dictar aquel testamento se habían empleado dos horas, y el pueblo, que esperaba desde las seis de la mañana, impacientábase mucho; algunas buenas personas con el estómago vacío, confiando en almorzar después de la ejecución, estaban por lo tanto en ayunas.
He aquí por qué se oía este murmullo amenazador y terrible que se había oído ya en el mismo sitio el día del asesinato de Launay, en el cual se dio muerte también a Foullon y a Bertier, ahorcado el primero y acribillado de heridas el segundo.
Por lo demás, el pueblo comenzaba a creer que se había dejado escapar a Favras por alguna puerta excusada.
En aquel momento, algunos individuos proponían ya ahorcar a los concejales en lugar de Favras, y demoler la Casa Ayuntamiento.
Por fortuna, a eso de las nueve de la noche, el condenado reapareció; se había distribuido hachas a los soldados que formaban la carrera; todas las ventanas de la plaza estaban iluminadas, y tan sólo la horca había quedado en una terrible y misteriosa oscuridad.
La aparición del condenado fue saludada con un grito unánime y por un gran movimiento efectuado entre las cincuenta mil personas que obstruían la plaza.
Esta vez todos estaban bien seguros, no sólo de que el prisionero no se había escapado, sino de que no se escaparía.
El Marqués paseó una mirada en torno suyo.
Después, hablando consigo mismo, y con esa sonrisa irónica que le era peculiar, murmuró:
—¡Ni una carroza! ¡Ah!, la nobleza es olvidadiza; fue más cortés para el conde de Horn que para mí.
—Fue porque el conde de Horn era un asesino, mientras que tú mueres como un mártir —contestó una voz.
Favras volvió la cabeza y pudo reconocedor al vendedor del mercado, a quien había visto ya dos veces en su camino.
—Adiós, caballero —le dijo Favras—, espero que en caso necesario daréis testimonio por mí.
Y con paso firme bajó la escalera y emprendió la marcha hacia el cadalso.
En el momento de poner el pie en el primer peldaño del patíbulo, una voz gritó:
—¡Salta, Marqués!
La voz grave y sonora del condenado, contesto:
—¡Ciudadanos, muero inocente; rogad a Dios por mí!
En el cuarto escalón se detuvo de nuevo, y con voz firme, tan sonora como la primera vez, repitió:
—¡Ciudadanos, os pido el auxilio de vuestras oraciones… porque muero inocente!
En el octavo escalón, es decir, en aquel desde donde, se le precipitaría, gritó por tercera vez:
—¡Ciudadanos, muero inocente; rogad a Dios por mí!
—Pero ¿no queréis que os salven? —preguntó uno de los ayudantes del verdugo, que subía detrás de él.
—¡Gracias, amigo mío —contestó Favras—, el Señor os pague vuestras buenas intenciones!
Después, levantando la cabeza ante el verdugo, que parecía esperar órdenes en vez de darlas, le dijo.
—¡Cumplid vuestro deber!
Apenas había pronunciado estas palabras, el verdugo le empujó, y su cuerpo se balanceó en el vacío.
Mientras que ante este espectáculo se producía un inmenso movimiento en la plaza de Greve; mientras que algunos aficionados aplaudían y gritaban como hubieran hecho en el teatro, el joven vestido de negro se deslizaba del poste que había ocupado hasta entonces, hendía la multitud, y en la esquina del Puente Nuevo subía vivamente a un coche sin librea ni escudos, gritando al conductor:
—¡Al Luxemburgo!
El carruaje partió al punto.
Tres hombres esperaban con mucha impaciencia la llegada de este coche.
Eran el conde de Provenza y dos caballeros de su séquito, citados ya en esta historia, pero que creemos inútil nombrar de nuevo.
Esperaban con tanta mayor impaciencia cuanto que debían sentarse a la mesa a las dos, a causa de su inquietud no lo habían hecho aún.
Por su parte el cocinero estaba desesperado: era la tercera vez que comenzaba a preparar la comida, y esta última, que tendría a punto dentro de diez minutos, se echaría a perder en un cuarto de hora.
Se estaba en aquel momento supremo, cuando se oyó al fin el ruido de un coche en el interior de los patios. El conde de Provenza se precipitó hacia la ventana, pero no pudo ver más que una sombra saltando desde el estribo del coche al primer peldaño de la escalera del palacio.
En su consecuencia, alejándose de la ventana corrió hacia la puerta; pero antes de que el futuro Rey de Francia, con su paso tardo, pudiese llegar a ella, abrióse de pronto para dar paso al joven vestido de negro.
—Monseñor —dijo—, todo ha terminado; el marqués de Favras ha muerto sin pronunciar una palabra.
—Pues entonces podemos sentarnos tranquilamente a la mesa, querido Luis.
—¡Sí, monseñor… pero a fe mía que el Marqués era un caballero muy digno!
—Soy de vuestro parecer, querido Luis —dijo su Alteza Real—, y por lo mismo beberemos a su salud una copa de vino de Constanza los postres. ¡A la mesa, señores!
En aquel momento se abrieron las dos hojas de la puerta, y los ilustres convidados pasaron desde el salón al comedor.