Capítulo XLVI

El mismo día, a la una de la tarde, el escribano del Châtelet bajó con cuatro hombres armados al calabozo del señor de Favras, y anuncióle que iba a comparecer ante sus jueces.

Durante la noche, Cagliostro había notificado al Marqués esta circunstancia, y a eso de las nueve de la mañana fue avisado por el subdirector del Châtelet.

La información general del proceso había comenzado a las nueve y media de la mañana, y aún duraba a las tres de la tarde.

Desde las nueve de la mañana, la sala estaba llena de curiosos, que se habían reunido para ver al que debía ser condenado.

Y decimos condenado, porque nadie dudaba que lo fuera.

En las conspiraciones políticas se hallan esos infelices que están predestinados de antemano; se comprende que es necesaria una víctima expiatoria, y que están fatalmente designados para serlo.

Cuarenta jefes se habían alineado en circulo alrededor de la gran mesa; el presidente bajo un dosel, a su espalda un cuadro que representaba a Jesús crucificado, y en la otra extremidad de la sala, el retrato del Rey.

Una fila de granaderos nacionales rodeaba el contorno del pretorio interior y exteriormente, y cuatro hombres guardaban la puerta.

A las tres y cuarto, los jueces dieron orden de ir a buscar al acusado.

Un destacamento de doce granaderos, que esperaban en medio, de la sala, se puso en marcha.

Desde aquel momento, todas las miradas, hasta las de los jueces, se fijaron en la puerta por donde el señor Favras debía entrar.

A los diez minutos se vio reaparecer a cuatro granaderos.

Detrás de ellos iba el marqués de Favras, a quien seguían otros ocho.

El prisionero entró en medio de esos espantosos silencios que saben guardar mil personas apiñadas en la misma habitación, cuando aparece al fin el hombre o la cosa que es objeto de la expectativa general.

Su rostro estaba sereno, e iba vestido con el mayor esmero; llevaba traje de seda con bordados de color gris, chaleco blanco, calzón semejante a la casaca, medias de seda, zapatos con hebilla, y la cruz de San Luis en el ojal de aquella.

Iba peinado muy esmeradamente, con la cabeza empolvada, y ni un sólo cabello sobresalía del otro, según dicen en la Historia de la Revolución los dos Amigos de la libertad.

Por fin, haciendo con la mano a los jueces la señal acostumbrada, lo cual era bien inútil; para que recomendaran el silencio, el presidente preguntó con voz conmovida:

—¿Quién sois?

—Soy acusado y prisionero —contestó el Marqués con la mayor calma.

—¿Cómo os llamáis?

—Tomás Mahy, marqués de Favras.

—¿De dónde sois?

—De Blois.

—¿Cuál es vuestro estado?

—Coronel al servicio del Rey.

—¿Dónde vivís?

—Plaza Real, número 21.

—¿Qué edad tenéis?

—Cuarenta y seis años.

—Sentaos.

El Marqués obedeció. Tan sólo entonces volvieron a respirar libremente los asistentes, y por el aire pasó como un soplo terrible, un soplo de venganza.

El acusado no se engañó; al mirar en torno suyo vio bailar en todos los ojos la expresión del odio, y todos los gritos amenazaban; comprendíase que era necesaria una víctima para aquel pueblo, de cuyas manos se acababa de arrancar a Besenval y Augeard, y que diariamente pedía a gritos que se ahorcase, por lo menos en efigie, al príncipe de Lámbese.

En medio de todos aquellos semblantes irritados, de aquellas miradas furibundas, el acusado reconoció el rostro sereno y la mirada simpática de su visitante nocturno.

Le saludó con un ademán imperceptible y continuó su examen.

—Acusado —dijo el presidente—, preparaos a contestarme.

—Estoy a vuestras órdenes —contestó Favras inclinándose.

Entonces comenzó un segundo interrogatorio, que el acusado sostuvo con la misma calma que el primero.

Después se oyó a los testigos de cargo.

Favras, que rehusaba salvar su vida por la fuga, quería defenderla por la discusión, y había señalado catorce testigos de descargo.

Habiéndose oído a los primeros, Favras pidió que se presentaran los segundos; mas el presidente pronunció de pronto estas palabras:

—Señores, se dan por terminados los debates.

—Dispensad —dijo el Marqués con su acostumbrada cortesía—, pero olvidáis una cosa, aunque de poca importancia en verdad, y es llamar a los catorce testigos que deben declarar a solicitud mía.

—El tribunal —contestó el presidente—, ha resuelto que no se les oiga.

Algo como una nube pasó por la frente del acusado, y después sus ojos brillaron.

—Creía —dijo—, que me juzgaba el Châtelet de París, pero me engañé; según parece, me juzga la inquisición de España.

—Llevaos al acusado —dijo el presidente.

Favras fue conducido de nuevo al calabozo. Su calma; su cortesía y su valor habían producido cierta impresión en las personas que fueron allí sin preocupaciones.

Pero se ha de confesar que eran las menos.

La salida del Marqués produjo gritos, amenazas y silbidos.

—¡No haya gracia! —gritaban quinientas voces a su paso.

Estas voces le siguieron hasta más allá de las puertas de su prisión.

Entonces se dijo el Marqués en son de queja:

—¡He aquí lo que es conspirar con los príncipes!

Apenas hubo salido el acusado, los jueces comenzaron a deliberar.

Favras se acostó a la hora de costumbre.

A eso de la una de la madrugada, entraron en su prisión para despertarle. Era el llavero Luis. Había tomado por pretexto llevar al prisionero una botella de vino de Burdeos, vino que el Marqués no había pedido.

—Señor de Favras —dijo—, los jueces pronuncian en este momento vuestra sentencia.

—Amigo mío —dijo Favras—, si me has despertado para eso, podías haberme dejado dormir.

—No, señor Marqués, os he despertado para preguntaros si no teníais nada que enviar a decir a la persona que vino a visitaros la noche última.

—Nada.

—Reflexionad, señor Marqués; cuando se haya pronunciado la sentencia tendréis guardias de vista, y por poderosa que sea esa persona, tal vez no pueda ya salvaros.

—Gracias, amigo mío —contestó Favras—; nada tengo que pedir, ni ahora ni más tarde.

—Entonces —dijo el carcelero—, siento mucho haberos despertado; pero también lo hubieran hecho otros dentro de una hora…

—De modo que —replicó Favras sonriendo—, según tú, no vale la pena volver a dormirse. ¿No es así?

—Escuchad —dijo el carcelero—, y podréis juzgar vos mismo.

En efecto, oíase mucho ruido en los pisos superiores; se abrían y cerraban puertas, y en el suelo resonaban los golpes de las culatas de los fusiles.

—¡Ah, ah! —exclamó Favras—. ¿Es por mi todo ese ruido?

—Vienen a leeros vuestra sentencia, señor Marqués.

—¡Diablo!, procura que el señor escribano me de tiempo para ponerme los pantalones.

El carcelero salió, cerrando la puerta tras sí.

Durante este tiempo, el señor de Favras se puso sus medias de seda, sus zapatos con hebilla y su pantalón.

En aquel momento, la puerta se abrió otra vez.

El Marqués no juzgó oportuno seguir arreglándose, y esperó. Estaba verdaderamente seductor, con la cabeza echada hacia atrás, los cabellos en parte despeinados, y la chorrera de blonda entreabierta.

En el instante en que el escribano entró, el Marqués se doblaba el cuello de la camisa.

—Ya lo veis, caballero —le dijo—, os esperaba dispuesto para el combate.

Y se pasó la mano por el cuello descubierto, preparado ya para la aristocrática espada o el plebeyo lazo.

—Hablad, caballero —dijo—, ya os escucho.

El escribano leyó, o más bien, balbuceó la sentencia. Se condenaba al Marqués a la pena de muerte; debía reconciliarse delante de Nuestra Señora, y después sería ahorcado en la Greve.

Favras escuchó toda la lectura con la mayor calma, sin fruncir el ceño, ni aun al oír la palabra ahorcado, tan dura de escuchar para un caballero. Pero después de una pausa, y mirando fijamente al escribano, le dijo:

—¡Oh, caballero!, ¡os compadezco por veros obligado a condenar a un hombre con semejantes pruebas!

El escribano eludió la contestación.

—Señor —le dijo—, ya sabéis que no os queda más consuelo que la religión.

—Os engañáis, caballero —repuso el condenado—, me quedan todavía los que hallo en mi conciencia.

Y el señor de Favras saludó al escribano, que no teniendo ya nada que hacer allí, se retiró.

Sin embargo al llegar a la puerta, volvió la cabeza.

—¿Queréis que os envíe un confesor? —preguntó al condenado.

—¿Un confesor de parte de los que me asesinan? —exclamó—. ¡No, señor, porque me sería sospechoso! ¡Os entregaré mi vida, mas quiero reservarme mi salvación!… Que venga el cura de San Pablo.

Dos horas después el venerable eclesiástico que había llamado, estaba junto a él.