La visita del Rey a la Asamblea, se había efectuado el 4 de febrero de 1790.
Doce días después, o sea en la noche del 17 al 18 del mismo mes, en ausencia del señor gobernador del Châtelet, que había solicitado y obtenido el mismo día permiso para ir a Soissons, a visitar a su madre moribunda, un hombre se presentó en la puerta de la prisión, portador de una orden firmada por el señor teniente de policía, que autorizaba al visitante a conferenciar sin testigos con el señor de Favras.
No osaríamos asegurar si la orden era legítima o falsificada; pero en todo caso el subgobernador, a quien se despertó para mostrársela, la reconoció sin duda como buena, pues mandó al punto que, a pesar de ser una hora avanzada de la noche, se introdujese al portador de la orden en el calabozo del marqués de Favras.
Después de esto, confiando en la celosa vigilancia de sus llaveros en el interior y de sus centinelas en el exterior, el digno funcionario se acostó de nuevo para concluir su noche, tan enojosamente interrumpida.
El visitante, bajo pretexto de haber dejado caer un papel de importancia al sacar la orden de su cartera, cogió la lámpara y comenzó a buscar en el suelo, hasta que hubo visto al subdirector del Châtelet entrar en su habitación. Entonces declaró que creía haberse dejado el papel sobre su mesa de noche, y que, en todo caso, esperaba que se lo devolvieran antes de marcharse, si lo encontraban por allí.
Después, dando la lámpara al llavero que esperaba, invitóle a conducirle al calabozo del señor de Favras.
El carcelero abrió una puerta, hizo pasar al desconocido, siguióle, y cerró tras sí.
Parecía mirar al desconocido con curiosidad, como si esperase que este le dirigiera la palabra de un momento a otro, para decirle alguna cosa importante.
Los dos hombres bajaron doce escalones, penetrando después en un corredor subterráneo.
Luego vieron una segunda puerta, que el carcelero abrió y cerró como la primera.
El desconocido y su guía se encontraron entonces en una especie de tramo, viéndose delante de ellos una segunda escalera, por la que era preciso bajar. El visitante se detuvo, sondeó con su mirada las profundidades del oscuro corredor y cuando se hubo asegurado, bien de que aquellas tinieblas eran tan solitarias como mudas, preguntó:
—¿Sois el llavero Luis?
—Sí —contestó el carcelero.
—¿Hermano de la Logia americana?
—Sí.
—¿Habéis sido colocado aquí, ocho días hace, por influencia de un hombre misterioso, para cumplir con una obra desconocida?
—Sí.
—¿Estáis dispuesto a ejecutarla?
—Sí, señor.
—¿Debéis recibir órdenes de un hombre?…
—Sí, del mesías.
—¿En qué debéis reconocer a ese hombre?
—Por tres letras bordadas en la pechera.
—Yo soy ese hombre… y he aquí las tres letras.
Al pronunciar estas palabras, el visitante entreabrió su chorrera de blonda, y sobre el pecho mostró bordadas las tres letras de que hemos hablado en más de una ocasión, haciendo notar su influencia: L. P. D.
—Maestro —dijo el carcelero inclinándose—, estoy a vuestras órdenes.
—Bien; abrid el calabozo del señor de Favras, y estad preparado a obedecer.
El carcelero se inclinó sin contestar, pasó por delante del Conde para alumbrarle, y se detuvo ante una puerta baja.
—Aquí es —murmuró.
El desconocido hizo una señal con la cabeza; la llave, introducida en la cerradura, rechinó dos veces, y la puerta se abrió.
Adoptando, respecto al Marqués prisionero, las más rigurosas medidas de seguridad, hasta el punto de encerrarle en un calabozo que se hallaba a veinte pies bajo el suelo, se habían tenido, no obstante, algunas atenciones a causa de su calidad. Su lecho, bastante aseado, tenía sábanas muy blancas; cerca de él veíase una mesa con varios libros, y además un tintero, papel y plumas, destinado sin duda para escribir su defensa.
Una lámpara debía iluminarlo todo.
En un rincón brillaban, en una segunda mesa, los objetos necesarios para el tocador, señalados todos con el escudo del Marqués, y apoyado en la pared se veía un espejito, sacado sin duda del elegante estuche que allí estaba.
El señor de Favras dormía tan profundamente, que la puerta se abrió, el desconocido se acercó a él, y el carcelero puso la segunda lámpara junto a la primera, saliendo después a una señal del visitante, sin que aquel ruido y movimiento despertaran al prisionero.
El visitante contempló un momento, con un sentimiento de profunda melancolía, aquel hombre dormido; después como si recordara que el tiempo era precioso, y aunque sintiera interrumpir su sueño, le apoyó la mano sobre el hombro.
El prisionero se estremeció y volvióse vivamente, como suelen hacerlo aquellos que duermen esperando que les despierte una mala noticia.
—Tranquilizaos, señor de Favras —dijo el visitante—, es un amigo.
El Marqués miró un instante al desconocido con expresión, de duda y de asombro, por el hecho de que un amigo fuese a buscarle en su profundo calabozo.
Después, reconstruyendo sus recuerdos, exclamó:
—¡Ah!, el señor barón Zannone…
—El mismo, querido Marqués.
Favras paseó la mirada en torno suyo, y mostrando con el dedo un escabel, donde no había libros ni ropas, dijo:
—Tomaos la molestia de sentaros, señor de Zannone.
—Amigo Marqués —replicó el Barón—, vengo a proponeros una cosa que no admite larga discusión, y además no tenemos tiempo que perder.
—¿Qué venís a proponerme, señor Barón?… Espero que no se tratará de un préstamo.
—¿Por qué?
—Porque las garantías que ahora podría daros, no serían en mi concepto nada seguras.
—Poco importaría esto conmigo, señor Marqués, y, muy por el contrario, estoy dispuesto a ofreceros un millón.
—¿A mí? —replicó Favras sonriendo.
—A vos, sí; pero como sería bajo condiciones que no aceptaríais, no os haré el ofrecimiento.
—Entonces, ¿por qué me habéis advertido que tenéis prisa, señor Barón? Vamos al hecho.
—¿Ya sabéis que mañana es cuando os juzgan, señor Marqués?
—Sí, he oído decir alguna cosa de eso —contestó Favras.
—¿Sabéis que los jueces ante los cuales debéis comparecer, son los mismos que absolvieron a Besenval y a Augeard?
—Sí.
—Y, ¿sabéis también que uno y otro no quedaron libres sino por la muy poderosa intervención de la corte?
—Sí —contestó Favras por tercera vez, sin que su voz revelase la menor alteración en sus respuestas.
—¿Esperáis sin duda que la corte haga por vos lo que hizo por las personas que acabo de citar?
—Aquellos con quienes he tenido el honor de estar en relaciones para la empresa que me ha conducido aquí, saben lo que deben hacer en mi favor, señor Barón, y lo que hagan, estará bien hecho.
—Han tomado ya su partido sobre el particular, señor Marqués, y puedo deciros lo que hicieron.
Favras no manifestó ninguna curiosidad por saberlo.
—Caballero —continuó el visitante—, el hermano del Rey se presentó al Ayuntamiento, para declarar que apenas os conocía; que en 1772 ingresasteis en sus guardias suizos; que dejasteis la plaza en 1773, y que desde aquella época no os ha visto.
Favras inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—En cuanto al Rey, no solamente no piensa ya en huir, sino que, el 4 del corriente, se ha declarado en favor de la Asambla nacional y jurado la Constitución.
Una sonrisa entreabrió los labios de Favras.
—¿Dudáis? —preguntó el Barón.
—No digo eso —contestó Favras.
—De modo que ya lo veis. Marqués; no se ha de contar con el Príncipe… ni tampoco con el Rey…
—Al hecho, señor Barón.
—Vais a comparecer, por lo tanto, ante vuestros jueces…
—Ya me habéis hecho el honor de manifestármelo.
—¡Os condenarán!…
—Es probable.
—¡A muerte!…
—Es posible.
Y Favras se inclinó, como hombre dispuesto a recibir el golpe que debía herirle.
—Pero, sabéis —continuó el Barón—; ¿a qué género de muerte?
—¡Hay dos, querido Barón!
—¡Oh!, yo conozco diez: el palo, el descuartizamiento, el lazo, la rueda, la horca, la decapitación… la semana última, por lo menos, se aplicaban todos esos géneros de muerte. Hoy, como decís, no hay más que uno: la horca.
—¡La horca!
—Sí, la Asamblea nacional, después de haber proclamado la igualdad ante la ley, ha creído justo proclamar la igualdad ante la muerte. Ahora nobles, y plebeyos salen del mundo por la misma puerta: se les ahorca, Marqués.
—¡Ah, ah! —exclamó Favras—. Condenado a muerte, seréis ahorcado… cosa muy triste para un caballero que no teme la muerte, pero a quien repugna la horca, seguro estoy de ello.
—¡Ah, ah!, señor Barón —exclamó Favras—, ¿habéis venido para anunciarme todas esas buenas noticias, u os queda aún alguna cosa mejor que decirme?
—He venido a deciros que todo está preparado para vuestra evasión, y que dentro de diez minutos, si os place, podéis estar fuera de vuestra prisión, y en veinticuatro horas fuera de Francia.
Favras reflexionó un instante, sin que la oferta que el Barón acababa de hacerle le causase al parecer emoción alguna, y después preguntó al fin:
—¿Es ese ofrecimiento del Rey o del Príncipe?
—No, caballero; os lo hago yo.
Favras miró al Barón.
—¿Vos, caballero? —repuso—. Y, ¿por qué vos?
—Porque me inspiráis el mayor interés, señor de Favras.
—¿Qué interés podéis tener por mí habiéndome visto tan sólo dos veces?
—No se necesita ver a un hombre dos veces para conocerle, querido Marqués; y como los verdaderos caballeros son raros, quisiera conservar uno, no para Francia, sino para la humanidad.
—¿No tenéis más motivo que ese?
—Sí, y es que, habiendo negociado con vos un empréstito de dos millones, los cuales os entregué, os proporcioné el medio de seguir adelante en vuestra conspiración, descubierta hoy, y, por lo tanto, he contribuido involuntariamente a vuestra muerte.
Favras sonrió.
—Si no habéis cometido más crimen que ese, dormid tranquilo —repuso Favras—, yo os absuelvo.
—¡Cómo! —exclamó el Barón. ¿Rehusáis huir?…
El Marqués le ofreció la mano.
—Os doy las gracias de todo corazón, caballero —contestó—; os doy gracias en nombre de mi esposa y de mis hijos; pero rehusó…
—Porque creéis tal vez que nuestras medidas están mal tomadas, y teméis que una tentativa de evasión frustrada agrave vuestro asunto…
—Creo, caballero, que sois un hombre prudente, aventurado, puesto que venís vos mismo a proponerme esa evasión; pero, os lo repito, no quiero huir.
—Sin duda, caballero, teméis que obligado a salir de Francia, se vean en la miseria vuestra esposa y vuestros hijos… He previsto el caso, caballero, y puedo ofreceros esta cartera, en la que hay cien mil francos en billetes.
Favras miró a su interlocutor con una especie de asombro.
Después, moviendo la cabeza, replicó:
—No es eso, caballero. Bajo vuestra palabra, y sin que necesitarais darme esa cartera, habría abandonado Francia si mi intención hubiese sido huir; pero mi resolución es irrevocable: no huiré.
El Barón miró al que le daba esta negativa, como dudando que estuviera en su juicio cabal.
—Esto os asombra, caballero —dijo Favras con singular serenidad—, y os preguntáis, sin atreveros a preguntármelo a mí, de qué proviene esta extraña resolución de llegar hasta el fin y de morir si es preciso, sea cual fuere el género de muerte.
—Lo confieso, señor Marqués.
—Pues bien, voy a decíroslo. Yo soy realista, caballero; pero no a la manera de aquellos que emigran o disimulan en París; mi opinión no es cosa basada en ningún cálculo de interés; es un culto, una creencia, una religión, y para mí los reyes no son más que lo que sería un arzobispo o un Papa, es decir, los representantes de esa religión. Si huyo, se supondrá que el Rey o su hermano me han facilitado los medios, y que por lo tanto son mis cómplices, por más que el Príncipe haya renegado de mí en la tribuna y el Rey haya fingido no conocerme. ¡Las religiones se pierden, señor Barón, cuando ya no tienen mártires, y yo realzaré la mía al morir por ella! ¡Esto será una censura para el pasado y una advertencia para el porvenir!
—Pero ¡pensad en el género de muerte que os espera, Marqués!
—Cuanto más infamante sea la muerte, caballero, más meritorio será el sacrificio. ¡Jesucristo murió en una cruz entre dos ladrones!
—Comprendería eso, caballero —dijo el Barón—, si vuestra muerte pudiera tener para la monarquía la influencia que la de Jesucristo tuvo para el mundo; pero los pecados de los reyes son tales, Marqués, que mucho temo que ni la sangre de un caballero, ni la de un Rey, basten para redimirlos.
—Sucederá lo que Dios quiera, caballero; pero en esta época de vacilaciones y de dudas, en la que tantos hombres faltan a su deber, moriré con el consuelo de haber cumplido el mío.
—¡Oh, no! —exclamó el Barón con impaciencia—, moriréis simplemente con el sentimiento de haber sucumbido sin ninguna utilidad.
—Cuando el soldado sin armas no quiere huir, cuando espera al enemigo, cuando arrostra la muerte y la recibe, sabe muy bien que esta última es inútil; pero se dice que la fuga sería vergonzosa, y prefiere morir…
—Caballero —dijo el barón—, no me doy por vencido…
Y sacó un reloj, que señalaba las tres de la madrugada.
—Aún nos queda media hora —continuó—; voy a sentarme a esa mesa para leer; durante este tiempo podéis reflexionar, y después me daréis vuestra contestación definitiva.
Y tomando una silla sentóse ante la mesa, de espaldas al prisionero, abrió un libro y leyó.
—¡Buenas noches, caballero! —dijo Favras.
Y se volvió hacia la pared, sin duda para reflexionar con menos distracción.
El lector sacó dos o tres veces el reloj de su bolsillo, más impaciente que el prisionero. Después, transcurrida la media hora, levantóse y se acercó al lecho. Pero en vano esperó; Favras no se movía.
Entonces el Barón se inclinó sobre él, y por su respiración regular y tranquila observó que el prisionero dormía.
—¡Vamos! —se dijo el Barón—, me ha vencido; pero aún no ha pronunciado la sentencia; tal vez dude todavía…
Y no queriendo despertar al desgraciado a quien tan largo y profundo sueño esperaba dentro de pocos días, tomó la pluma y escribió en una hoja de papel:
Cuando se haya pronunciado la sentencia; cuando el señor de Favras sea condenado a muerte; cuando ya no tenga esperanza en sus jueces, ni en el Príncipe ni en el Rey, si cambia de parecer, le bastará llamar al carcelero Luis, y decirle: ¡Estoy resuelto a huir! Ya se encontrará medio de favorecer la fuga.
Cuando el señor de Favras esté en la carreta fatal; cuando se halle reconciliado delante de Nuestra Señora; cuando atraviese, con los pies descalzos y las manos ligadas, el corto espacio que separa los escalones de la Casa Ayuntamiento, donde ha de hacer su testamento de muerte, de la horca levantada en la Greve, le bastará pronunciar en alta voz las palabras: ¡Quiero ser salvado!, para que pueda librarse…
CAGLIOSTRO.
Con esto, el visitante cogió la lámpara, acercóse por segunda vez al prisionero para ver si habría despertado, y seguro de que dormía siempre, dirigióse, no sin volver la cabeza varias veces, a la puerta del calabozo, detrás de la cual, con la resignación de esos adeptos preparados para todos los sacrificios, a fin de llegar a la realización de la gran obra que habían emprendido, hallábase de pie e inmóvil el carcelero Luis.
—Y bien, maestro —preguntó—, ¿qué debo hacer?
—Permanecerás en la prisión para obedecer a cuanto te ordene el señor de Favras.
El carcelero se inclinó, tomó la lámpara de manos de Cagliostro, y avanzó respetuosamente delante de él como un criado que alumbra a su amo.