Capítulo XLIV

Al día siguiente de haber sido arrestado el señor de Favras, corrió por todo París esta extraña circular:

El marqués de Favras (Plaza Real) ha sido arrestado con su esposa, durante la noche del 24 al 25, con motivo de un proyecto que había formado para levantar treinta mil hombres, a fin de asesinar al señor de Lafayette y al señor Bailly, alcalde de la ciudad, cortándonos después los víveres.

El hermano del Rey estaba a la cabeza de la conspiración.

Firmado: BARAUZ.

Ya se comprenderá qué extraña revolución produjo semejante circular en el París de 1790, que tan fácilmente se agitaba.

Un rastro de pólvora encendida no hubiera ocasionado tan rápida llama como la que se elevó por todas partes donde pasaba aquel papel incendiario.

Por lo pronto, hallábase en todas las manos, y dos horas después cada cual lo sabía de memoria.

En la noche del 26, los mandatarios del municipio, reunidos en consejo en la Casa Ayuntamiento, leían el decreto del comité de investigaciones, que se acababa de expedir, cuando se anunció de pronto que el señor de Provenza solicitaba ser introducido.

—¡El hermano del Rey! —exclamó el buen Bailly, que presidía la Asamblea.

—Sí, señor —contestó el ujier.

Al oír estas palabras, los concejales se miraron unos a otros. El nombre del señor de Provenza estaba desde la víspera en todas las bocas.

Pero sin dejar de mirarse, se levantaron.

Bailly paseó una ojeada interrogadora en torno suyo, y como las mudas contestaciones que leyó en los ojos de sus colegas le parecieran unánimes, dijo al ujier:

—Anunciad al señor de Provenza que, si bien extrañando el honor que nos dispensa, estamos dispuestos a recibirle.

Pocos minutos después se introducía al hermano del Rey.

Iba solo, con el rostro pálido, y su paso, de ordinario poco seguro, era más vacilante que de costumbre.

Por fortuna para el Príncipe, los individuos del Ayuntamiento, teniendo las luces a su lado en la inmensa mesa, en forma de herradura, en que todos trabajaban, el centro de esta quedaba en una oscuridad relativa.

Esta circunstancia no pasó desapercibida para el señor de Provenza, que pareció tranquilizarse.

Paseó una mirada, tímida aún, sobre aquella numerosa reunión, en la cual hallaba por lo menos el respeto, a falta de la simpatía, y con voz temblorosa al pronto, pero más segura después, dijo:

—Señores, el deseo de rechazar una calumnia atroz, me conduce en medio de vosotros. El marqués de Favras ha sido arrestado anteayer de orden de vuestro Comité de investigaciones, y hoy se propaga con insistencia de que estoy en íntimas relaciones con él.

Algunas sonrisas entreabrieron los labios de los oyentes, y varios cuchicheos acogieron esta primera parte del discurso del Príncipe, que continuó así:

—En mi calidad de ciudadano de París, creo de mi deber instruiros acerca de las relaciones únicas que median entre el Marqués y yo.

Como ya se comprenderá, la atención de los concejales redobló; se quería saber de boca del Príncipe, sin perjuicio de creer después lo que a cada cual le pareciera, cuáles eran las relaciones de Su Alteza Real con el señor de Favras.

El Príncipe continuó en estos últimos términos:

—En 1722, el señor de Favras ingresó en mis guardias suizos, y renunció a su plaza en 1775; no le he hablado desde esta época.

Un murmullo de incredulidad circuló por el auditorio; pero una mirada de Bailly le reprimió, y el Príncipe pudo quedar en la duda de si era de aprobación o reprobación.

Su Alteza continuó:

—Despojado hace algunos meses de mis rentas, e inquieto sobre considerables pagos que debo hacer en enero, deseaba atender a mis compromisos sin gravar el Tesoro público, y en su consecuencia, había resulto negociar un empréstito. El señor de Favras me fue indicado, hará unos quince días, por el señor de la Chatre, como hombre que podía arreglar el asunto con un banquero de Génova, y por lo tanto, firmé una obligación de dos millones, necesarios para cumplir con todos mis compromisos. Siendo este negocio puramente financiero, se lo confié a mi intendente; de modo que no he visto al señor de Favras, ni tampoco le he escrito, ni he tenido comunicación alguna con él; lo que haya hecho en cualquier otro asunto, me es completamente desconocido[16].

Una sonrisa burlona en los presentes demostró que no todo el mundo estaba dispuesto a creer así, por su palabra, el extraño aserto del Príncipe, que confiaba dos millones de letras a un intermediario, sin verle, sobre todo, siendo este uno de sus antiguos guardias.

Su Alteza se ruborizó, y deseoso sin duda de salir de la falsa situación en que se había puesto, continuó vivamente:

—Sin embargo, señores, he sabido ayer que se distribuía con profusión en la capital un papel concebido en estos términos.

Y el Príncipe leyó entonces —lo cual era bien inútil, pues todos tenían ese escrito en la mano o en la memoria— el boletín que hemos citado antes.

Al pronunciar las palabras: «Monseñor, hermano del Rey, estaba a la cabeza», todos los individuos presentes se inclinaron.

¿Querían decir que estaban conformes con el boletín, o pura y simplemente que conocían la acusación?

El Príncipe continuó:

—Sin duda no esperáis que descienda a justificarme de tan vil crimen; pero en un tiempo en que las calumnias más absurdas pueden confundir fácilmente a los mejores ciudadanos con los enemigos de la Revolución, he creído, señores, deber al Rey, a vosotros y a mí mismo, entrar en los detalles que acabáis de oír, a fin de que la opinión pública no pueda estar un solo instante indecisa. Desde el día en que, en la segunda asamblea de los notables, me declaré sobre la cuestión fundamental que dividía los ánimos, no he dejado de creer que se preparaba una gran revolución; que el Rey, por sus intenciones, sus virtudes y su categoría suprema, debía ser jefe de ella, puesto que no podía reportar ventajas a la nación sin que estas se extendiesen al monarca; y, en fin, que la autoridad real debía ser el baluarte de la libertad de la nación, y la libertad de esta la base de la autoridad real…

Aunque el sentido de la frase no fuera muy claro, la costumbre que se tenía de aplaudir ciertas combinaciones de palabras, hizo que se aplaudieran estas.

Estimulado el Príncipe, alzó la voz y añadió, dirigiéndose con más aplomo a los individuos de la Asamblea.

—Que se cite uno solo de mis actos, uno de mis discursos que haya desmentido los principios que acabo de emitir, y que me demuestre que en todas las circunstancias en que me hallé colocado, la felicidad del Rey y del pueblo no fueron el único blanco de mis pensamientos y de mis votos; hasta aquí tengo derecho de ser creído; jamás cambié de sentimientos ni de principios, y no cambiaré jamás.

Aunque somos novelistas, hemos tomado momentáneamente de la historia, dando el hábil discurso de su Alteza Real en toda su extensión. Bueno es que los lectores de novelas sepan quién era, a los treinta y cinco años, el Príncipe que debía darnos a los sesenta la Carta adornada con su artículo 14.

Ahora bien, como no queremos ser más injustos para Bailly que para su Alteza Real, daremos la contestación del alcalde de París, como hemos dado la del Príncipe.

Bailly contestó:

—Señor, es una gran satisfacción para los representantes de la municipalidad de París, ver entre ellos al hermano de un Rey amado, del restaurador de la libertad francesa. Augustos hermanos, estáis unidos por los mismos sentimientos. Vuestra Alteza ha demostrado ser el primer ciudadano del reino, al votar por el tercer estado en la segunda Asamblea de los notables; casi fue el único de este parecer, con un corto número de otros amigos del pueblo, y agregó la dignidad de la razón y todos sus demás títulos al respeto del país. Vuestra Alteza es, por lo tanto, el primer autor de la igualdad civil, y hoy da otra prueba de ello al venir a mezclarse con los representantes de la municipalidad, en la cual parece querer que no se le aprecie, sino por sus sentimientos patrióticos, consignados en las explicaciones que el Príncipe quiere dar a la Asamblea. De este modo se anticipa la opinión pública, satisfaciendo a sus conciudadanos, y yo ofrezco a Su Alteza, en nombre de la Asamblea, el tributo de respeto y agradecimiento que debe al honor que nos dispensáis, y sobre todo, al valor que da a la estimación de los hombres libres.

Entonces Su Alteza comprendió sin duda que a pesar del gran elogio que Bailly hacía de su conducta, esta última sería diversamente apreciada, y contestó, con ese aire paternal que tan bien sabía tomar cuando le era útil:

—Señores, el deber con que acabo de cumplir ha sido penoso para un corazón honrado, mas encuentro una compensación en los sentimientos que la Asamblea acaba de manifestarme, y mi boca no debe abrirse ya más que para pedir la gracia de los que me han ofendido.

Bien se ve que el Príncipe no se comprometía a sí propio, ni tampoco a la Asamblea. ¿Por quién pedía gracia?, sin duda no era por Favras, pues ignorábase que este fuese culpable, y además, Favras no había ofendido al Príncipe.

No; monseñor pedía simplemente gracia para el autor anónimo de la circular que le acusaba; pero seguramente podía prescindir de ella, puesto que era desconocido.

Los historiadores pasan tan a menudo cerca de las infamias de los Príncipes sin apuntarlas, que nosotros los novelistas debemos hacer, en tal caso, sus veces, a riesgo de que en todo un capítulo la novela sea tan enojosa como la historia.

Sin contar que, cuando hablamos de historiadores ciegos o de historias enojosas, ya se sabe de quiénes y de cuáles hablamos.

El Príncipe, pues, había practicado una parte del consejo que diera a su hermano Luis XVI.

Había renegado del marqués de Favras, y según los elogios que le había tributado el virtuoso Bailly, acababa de obtener un éxito completo.

Y sin duda en consideración al rey Luis XVI, se decidió por su parte a jurar fidelidad a la Constitución.

Una mañana el ujier fue a decir al presidente de la Asamblea, que aquel día era el señor Beraux de Puzy —como el del municipio había ido a decir al señor alcalde—, que el Rey, con uno o dos ministros y tres o cuatro oficiales, llamaba a la puerta del Picadero, así como el Príncipe había llamado a la puerta de la Casa de la Ciudad.

Los representantes del pueblo se miraron con asombro. ¿Qué podía ir a decirles el Rey, que desde hacía tanto tiempo estaba separado de ellos?

Se hizo entrar a Luis XVI, y el presidente le cedió su sillón.

Como quiera que sea, en la sala resonaron las aclamaciones.

Excepto Pétion, Camilo Desmoulins y Marat, toda Francia era aún o creía ser realista.

El Rey había creído necesario felicitar a la Asamblea por sus trabajos, y debía elogiar la hermosa división de Francia en departamentos, pero lo que deseaba manifestar sobre todo, porque este sentimiento le ahogaba, era su ardiente amor a la Constitución.

El principio del discurso —no olvidemos que, negro o blanco, realista o constitucional, aristócrata o patriota, ni un solo representante sabía dónde iba el Rey—, el principio de su discurso, decimos, produjo alguna inquietud; después los ánimos se inclinaron al agradecimiento, y el fin, ¡oh!, el fin excitó el entusiasmo de la Asamblea.

El Rey no podía resistir al deseo de manifestar su amor a la pequeña Constitución de 1791, que no había nacido aún. ¿Qué sería cuando hubiese visto por completo la luz?

Entonces no sería ya amor lo que el Rey sintiera, sino fanatismo.

No citaremos el discurso del Rey ¡diablo!, pues tiene seis páginas; bastante hemos hecho con reproducir el del Príncipe, que tan solo tiene una, y que sin embargo nos ha parecido terriblemente extenso.

Pero lo cierto es que Luis XVI no pareció demasiado prolijo a la Asamblea, que lloró de enternecimiento al escucharle.

Cuando decimos lloró, no hacemos uso de una metáfora: Barnave, Lameth, Duport, Mirabeau y Barreré, lloraron: aquello era un verdadero diluvio.

La Asamblea perdió la cabeza; toda ella se levantó; como las tribunas, todos extendieron la mano, y prestaron juramento de fidelidad a la Constitución que aún no existía.

El Rey salió, pero este y la Asamblea no podían separarse así; esta última se precipita y le escolta hasta llegar a las Tullerías, donde la Reina recibe a todos.

¡La Reina! Ella no es entusiasta, la altiva hija de María Teresa, la digna hermana de Leopoldo, no se emociona, y limítase a presentar sus hijos a los diputados de la nación.

—Señores —dijo la Reina—, participo de todos los sentimientos del Rey, y elogio el paso que su ternura por el pueblo acaba de dictarle. He aquí a mi hijo; no olvidaré nada para enseñarle pronto a imitar las virtudes del mejor de los padres, a respetar la libertad pública, y a mantener las leyes, de las que espero que será el más firme apoyo.

Se necesitaba un entusiasmo bien verdadero para que no le entibiara semejante discurso; el de la Asamblea estaba candente; propúsose prestar el juramento acto continuo; se formuló al punto, y el presidente pronunció estas palabras:

—Juro ser fiel a la nación, a las leyes y al Rey, y mantener con toda mi autoridad la Constitución decretada por la Asamblea nacional y aceptada por el Rey.

Y todos los individuos de la Asamblea, excepto uno solo, levantaron su mano, cada cual a su vez, repitiendo: «¡Juro!».

Los diez días que siguieron a este bienaventurado acto, que había devuelto la alegría a la Asamblea, la calma de París y la paz a Francia, se pasaron en fiestas, bailes e iluminaciones, y no se oían por todas partes más que juramentos prestados: se pronunciaban en la Greve, en la Casa de la Ciudad, en las iglesias, en las calles y en las plazas públicas. Se erigían altares a la patria, y se conducía a ellos a los escolares para que prestasen el juramento, como si ya fueran hombres.

La Asamblea ordenó que se cantase un Te Deum, al que asistió en masa, y allí se repitió el juramento ya prestado.

Pero el Rey no fue a Nuestra Señora, y por lo tanto, no juró.

Se notó su ausencia, pero todos estaban tan alegres y confiados, que satisfizo el primer pretexto que se dio para excusarle.

—¿Por qué no habéis asistido al Te Deum, y por qué no habéis jurado en el altar como los otros? —preguntó la Reina con ironía.

—Porque yo puedo mentir, señora —contestó, tras una pausa Luis XVI—, pero no ser perjuro.

La Reina respiró.

Hasta entonces había creído, como todo el mundo, en la buena fe del Rey.