Ya se comprenderá que después de semejante incidente, era natural que la reunión se interrumpiese.
Aunque nadie pudiera darse cuenta de las causas que habían producido el desmayo de la Reina, el hecho existía.
Al ver el dibujo de Gilberto, corregido por el Rey, la Reina exhaló un grito y cayó sin sentido.
Este era, por lo menos, el rumor que circuló en los grupos, y todos cuantos no eran de la familia, o por lo menos amigos íntimos, se retiraron.
Gilberto prestó los primeros auxilios a la Reina.
La princesa de Lamballe no había querido que la transportasen a sus habitaciones, lo cual hubiera sido además difícil, porque estando el pabellón de Flora lejos del pabellón de Marsan, es decir, al otro extremo del palacio, se había de atravesar mucha distancia.
En su consecuencia, la augusta enferma fue depositada en una silla de tijera en la alcoba de la princesa, la cual, con esa intuición particular de las mujeres, habiendo adivinado que en aquel incidente se ocultaba algún sombrío misterio, alejó a todo el mundo, incluso al Rey, permaneciendo junto a la silla con la mirada inquieta, esperando a que, gracias a los cuidados del doctor Gilberto, la Reina recobrase el sentido.
Tan sólo de vez en cuando pronunciaba una palabra para interrogar al doctor, que impotente para devolver la vida a la Reina, no podía tranquilizar a la Princesa sino con triviales seguridades.
En efecto, durante algunos momentos, la violencia del golpe que había sufrido todo el sistema nervioso de la pobre mujer, fue tan intenso, que la aplicación de los frascos de sales bajo la nariz y las fricciones de vinagre en las sienes no bastaron; pero, al fin, ligeras crispaciones hacia las extremidades, indicaron que la sensibilidad volvía. La Reina movió lánguidamente la cabeza de derecha a izquierda, y como se hace en un sueño penoso, exhaló un suspiro y abrió los ojos.
Mas era evidente que en ella se despertaba la vida y la razón. Por eso, durante algunos segundos paseó alrededor de la habitación esa mirada vaga, propia de una persona que no sabe dónde está e ignora lo que le ha sucedido; pero muy pronto un nuevo temblor recorrió todo su cuerpo, profirió un ligero grito, y aplicó la mano a sus ojos como para ocultarlos a la vista de un objeto terrible.
¡Ya recordaba; pero la crisis había pasado!
Gilberto, que no se ocultaba que el accidente reconocía una causa moral, y que sabía que poca influencia tiene la medicina en esta clase de fenómenos, se disponía a retirarse, cuando al primer paso que dio hacia atrás, y como si la Reina adivinara su intención por una doble vista, extendió la mano, le cogió del brazo, y con acento tan nervioso como el ademán que le acompañaba, dijo:
—¡Quedaos!
Gilberto se detuvo admirado: no ignoraba que él era poco simpático para la Reina, y sin embargo, por otra parte, había notado la influencia extraña, casi magnética que sobre ella ejercía.
—Estoy a las órdenes de la Reina —dijo—; mas creo que convendría calmar la inquietud del Rey y de las personas que han quedado en el salón, y si Vuestra Majestad lo permite…
—Teresa —dijo la Reina, dirigiéndose a la princesa de Lamballe—, id a decir al Rey que he recobrado los sentidos, y cuidad de que nadie interrumpa, pues debo hablar con el doctor Gilberto.
La Princesa obedeció con esa dulzura pasiva que era el rasgo dominante de su carácter y hasta de su fisonomía.
La Reina, apoyándose en el codo siguió con los ojos, esperó como si hubiera querido darle tiempo a desempeñar su comisión, y viendo que iba a quedar libre de hablar con el doctor, volvióse hacia este, y fijando en él otra mirada, le dijo:
—Doctor, ¿no os extraña esta casualidad que casi siempre os pone frente a mí en las crisis físicas o morales de mi vida?
—¡Ay de mí, señora! —contestó Gilberto—, no sé si debo dar gracias a esta casualidad, o quejarme de ella.
—¿Por qué, caballero?
—Porque leo bastante profundamente en el corazón, para echar de ver que no es a vuestro deseo ni a vuestra voluntad, a lo que se debe este honroso contacto.
—Por eso he dicho casualidad… bien sabéis que soy franca, y sin embargo, doctor, en las últimas circunstancias que nos ha hecho obrar de concierto, habéis manifestado una verdadera abnegación; no lo olvidaré, y os doy las gracias.
Gilberto se inclinó.
La Reina no separaba de él los ojos.
—Yo también soy fisonomista —dijo—. ¿Sabéis lo que acabáis de contestarme sin pronunciar palabra?
—Señora —replicó Gilberto—, me desesperaría que mi silencio fuera menos respetuoso que mis palabras.
—Pues acabáis de contestarme: «Está bien; me habéis dado gracias, y asunto concluido. Pasemos a otra cosa».
—Por lo menos he experimentado el deseo de que Su Majestad sometiese mi abnegación a una prueba que me permitiera manifestarla de una manera más eficaz que hasta aquí; y esto explica la afanosa impaciencia que la Reina he leído tal vez en mi fisonomía.
—Señor Gilberto —replicó la Reina mirando fijamente al doctor—, sois un hombre superior, y os ruego que me excuséis; tenía prevenciones contra vos, pero ya no existen.
—Vuestra Majestad me permitirá darle las gracias de todo corazón, y no por el cumplido que se digna hacerme, pero sí por la seguridad que quiere darme.
—Doctor —replicó la Reina, como si lo que iba a decir se relacionase naturalmente con lo que había dicho—, ¿qué pensáis de lo que acaba de sucederme?
—Señora —dijo Gilberto—, soy hombre positivo, hombre de ciencia, y por lo tanto, tened la bondad de hacerme la pregunta con más precisión.
—Os pregunto, caballero, si creéis que el desmayo de que acabo de salir se debe a una de esas crisis nerviosas a que las mujeres están sometidas por la debilidad de su organización, o si sospecháis que este accidente reconoce un motivo más serio.
—Contestaré a Vuestra Majestad, que la hija de María Teresa, que la mujer que he visto tan serena y valerosa en la noche del 5 al 6 de octubre, no es una mujer común, y que, por lo tanto, no ha podido trastornarse por uno de esos accidentes que perturban a las mujeres ordinarias.
—Tenéis razón. ¿Creéis en los presentimientos?
—La ciencia rechaza todos esos fenómenos que tenderían a suprimir el curso material de las cosas; pero algunas veces los hechos vienen a dar un mentís a la ciencia.
—Yo hubiera debido deciros: ¿Creéis en las predicciones?
—Yo creo que la suprema Bondad ha ocultado el porvenir, para nuestra propia dicha, con un velo impenetrable. Algunos hombres que han recibido de la Naturaleza el don de una gran exactitud matemática, pueden llegar, por un estudio profundo del pasado, a levantar una punta de ese velo y entrever, como a través de una bruma, los sucesos futuros; pero estas excepciones son raras, y desde que la religión abolió la fatalidad, desde que la filosofía puso límites a la fe, los profetas han perdido las tres cuartas partes de su amiga. Y sin embargo… —añadió Gilberto.
—Sin embargo ¿qué? —preguntó la Reina, al ver que el doctor se interrumpía, quedando pensativo.
—Y sin embargo, señora —prosiguió, como si hiciera un esfuerzo sobre sí mismo para abordar cuestiones que su razón relegaba al dominio del olvido—, y sin embargo, hay un hombre…
—¿Un hombre?… —repitió la Reina, que seguía con palpitante interés las palabras de Gilberto.
—Hay un hombre que ha confundido algunas veces con hechos irrecusables todos los argumentos de mi inteligencia.
—¿Y ese hombre es?
—No me atrevo a nombrarle ante Vuestra Majestad.
—Ese hombre es vuestro maestro, ¿no es verdad, doctor? ¡Es el hombre todopoderoso, el hombre inmortal, el divino Cagliostro!
—Señora, mi único y verdadero maestro es la Naturaleza; Cagliostro no es más que mi salvador. Atravesado de un balazo en el pecho, perdiendo toda mi sangre por la herida, que al cabo de veinte años de estudios consideré incurable, en pocos días, gracias a un bálsamo cuya composición ignoro, aquel hombre me curó, y de aquí mi agradecimiento, casi diría mi admiración.
—Y ¿ha hecho predicciones que se cumplieron?
—Extrañas, increíbles, sí, señora; ese hombre, marcha por el presente con una seguridad que hace creer en su conocimiento del porvenir.
—De modo que, si ese hombre os hubiese pronosticado alguna cosa ¿creeríais en su predicción?
—Por lo menos obraría como si debiese realizarse…
—De manera que, si os hubiese predicho una muerte prematura, terrible, infamante, ¿os prepararíais para ella?
—Sí, señora —replicó Gilberto, mirando fijamente a la Reina—; pero después de haber tratado de escapar por todos los medios posibles.
—¿Escapar? ¡No, doctor, no; bien veo que estoy condenada —dijo la Reina—; esa revolución es un abismo donde el trono caerá; ese pueblo es un león que se propone devorarme!
—¡Ah, señora! —dijo Gilberto—, ¡de vos depende humillar a vuestros pies como un cordero a ese león que os espanta!
—¿No le habéis visto en Versalles?
—Y ¿no le habéis visto en las Tullerías? Ese océano que bate sin cesar la roca que se opone a su curso hasta desarraigarla, acaricia como una buena madre la barca que se le confía.
—¡Doctor, todo se ha roto desde hace largo tiempo entre ese pueblo y yo: él me aborrece, y yo le desprecio!
—Porque no os conocéis bien mutuamente. Dejad de ser para él una Reina, y sed su madre; olvidad que sois hija de María Teresa, nuestra antigua enemiga, la hermana de José II, nuestro falso amigo; sed francesa, y oiréis la voz de ese pueblo elevarse hasta vos para bendeciros y su brazo para acariciaros.
María Antonieta se encogió de hombros.
—Sí, ya lo sé… bendice hoy, acaricia mañana, y al otro día ahoga a los mismos a quienes manifestó cariño.
—Porque siente que hay en ellos una resistencia a su voluntad y un odio opuesto a su amor.
—Y ¿sabe acaso ese pueblo, elemento destructor como el viento, el agua y el fuego a la vez, y que tiene los caprichos de una mujer, sabe qué es lo que ama o aborrece?
—Vos le veis por un lado tan sólo, señora, como el que visita la costa brava del Océano, porque adelantándose y retrocediendo sin razón aparente, deja a vuestros pies su espuma y os envuelve con sus quejas, que vos tomáis por mugidos; pero no es así como se le debe ver; es preciso contemplarle como si fuera conducido por el espíritu del Señor, que se cierne sobre las altas aguas; se le ha de ver como Dios le ve, marchando hacia la unidad y destruyendo cuantos obstáculos se oponen a que consiga su objeto. Sois Reina de los franceses, señora, e ignoráis lo que sucede a estas horas en Francia. Levantad vuestro velo, señora, en vez de bajarle, y admiraréis en lugar de temer.
—Y ¿qué veré tan hermoso, tan magnífico y espléndido?
—Veréis el nuevo mundo florecer en medio de las ruinas del antiguo; veréis la cuna de Francia flotando, como la de Moisés, en un río más ancho que el Nilo, el Mediterráneo o el Océano. Dios omnipotente te proteja ¡oh, cuna! Dios te guarde ¡oh, Francia!
Y por poco entusiasta que Gilberto fuese, elevó los ojos y los brazos al cielo.
La Reina le miraba con asombro sin comprender.
—Y ¿adónde abordará esa cuna? —preguntó le Reina—. ¿Será en la Asamblea nacional, esa reunión de pendencieros, demoledores y niveladores? ¿Es la antigua Francia la que debe guiar a la nueva? ¡Triste madre para tan hermoso niño!
—No, señora, el sitio a que esa cuna debe abordar un día u otro, mañana u hoy tal vez, es a una tierra desconocida hasta ahora, y que se llama la patria, donde encontrará la vigorosa nodriza que cría los pueblos fuertes: la Libertad.
—¡Ah!, ¡pomposas palabras —exclamó la Reina—; yo pensaba que el abuso las había matado!
—¡No, señora —contestó Gilberto—, son grandes cosas! Ved la Francia en el momento en que todo se ha derribado ya, sin construir nada aún; en que apenas tiene tres municipios regulares en los departamentos, ni tampoco leyes, aunque hace una para sí; vedla franquear, con la mirada fija y la marcha segura, el paso que la conduce de un mundo a otro, ese puente estrecho sobre el abismo, estrecho como el de Mahoma; ¡ved cómo lo atraviesa sin tropezar! ¿Dónde va la antigua Francia? ¡A la unidad de la patria! Todo cuanto creía difícil, penoso e invencible hasta aquí, le parece ahora, no tan sólo posible, sino fácil también. Nuestras provincias eran un cúmulo de preocupaciones diferentes, de intereses opuestos, de recuerdos individuales, y creíase que nada prevalecería contra esas veinticinco o treinta nacionalidades que rechazaban la nacionalidad general. ¿Consentirían el viejo Languedoc, la antigua Tolosa y la antigua Bretaña, en convertirse en Normandía, Borgoña o el Delfinado? No, señora, pero todos querrán ser Francia. ¿Por qué se empeñaban así en mantener sus derechos, sus privilegios y su legislación? Porque no tenían patria, Ahora bien, señora, ya os lo he dicho: la patria se les ha aparecido, tal vez muy lejos aún en el futuro; pero la han visto, madre inmortal y fecunda, llamándoles a sí con los brazos abiertos, como a hijos aislados y perdidos; la que les llama es la madre común; tenían la humildad de creerse hijos de Languedoc, provenzales, bretones, normandos, borgoñones, o naturales del Delfinado; pero todos se engañaban, eran franceses.
—Al oíros hablar, doctor —dijo la Reina con acento de ironía—, Francia, esta antigua Francia, hija mayor de la Iglesia, como la llaman los Papas desde el siglo IX, tan sólo existe desde ayer.
—Y he aquí precisamente dónde está el milagro, señora; es que había una Francia, y hoy hay franceses, y no solamente franceses, sino hermanos que marchan todos unidos. ¡Dios mío, señora!, los hombres no son tan malos como se dice; tienden a formar una sociedad, y para impedirles que se acerquen, ha sido necesario todo un mundo de inventos, opuestos a lo natural: Aduanas interiores, innumerables derechos, barreras en los caminos, puentes en los ríos; diversidad de leyes, de reglamentos, de pesos y medidas; rivalidades de provincias, de países y de pueblos; pero el mejor día se produce un terremoto que hace vacilar el trono, que derriba todas esas antiguas murallas, y que destruye todos los obstáculos. Entonces los hombres se miran a la faz del cielo, en esa dulce y clara luz del sol que fecunda, no solamente la tierra, sino también los corazones. La fraternidad crece como una cosecha santa, y los mismos enemigos, extrañando los odios que les agitaban tan largo tiempo, avanzan, no unos contra otros, sino para unirse; no armados, sino lealmente. Bajo esa marea que asciende, ríos y montañas desaparecen; la geografía se pierde; los acentos son aún diferentes; pero la lengua es la misma, y el himno universal que cantan treinta millones de franceses, se descompone de estas pocas palabras:
¡Ensalcemos a Dios, que nos ha dado una patria!
—Pues bien, ¿qué venís a deducir, doctor? ¿Creéis tranquilizarme por el espectáculo de esa federación universal de treinta millones de rebeldes contra su Reina y su Rey?
—¡Oh, señora, desengañaos! —exclamó Gilberto—; no creáis que el pueblo sea rebelde a su Reina y a su Rey; ellos lo son para el pueblo, pues siguen hablando de privilegios y de la monarquía, cuando no se usa alrededor de ellos más que el lenguaje de la fraternidad y de la abnegación. Dirigid la vista a una de esas fiestas improvisadas, y casi siempre veréis, en medio de una vasta llanura y en la cumbre de una colina, un altar, puro cómo el de Abel, y en este altar un niño que todos adoptan; para él son todos los donativos y las lágrimas, Francia, esa Francia nacida ayer, de la cual os hablo, es el niño del altar; pero alrededor de este, no son las ciudades y los pueblos los que se agrupan, sino las naciones. Francia es el Cristo que acaba de nacer en una cuña, en medio de los humildes, para la salvación del mundo, y los pueblos se regocijan de su nacimiento, esperando que los reyes doblen la rodilla ante él y le lleven su tributo… Italia, Polonia, Irlanda y España, miran a ese niño nacido ayer, que tiene su porvenir entre las manos, y con los ojos llenos de lágrimas le alargan sus manos encadenadas, gritando: «¡Francia, Francia, estamos libres en ti!». ¡Señora, señora —continuó Gilberto—, aún es tiempo, coged el niño del altar y haceos su madre!
—Doctor —contestó la Reina—, olvidáis que tengo otros hijos, los hijos de mis entrañas, y que al hacer lo que decís, los desheredo por un niño extraño.
—Pues si es así, señora —replicó Gilberto con profunda tristeza—, protejed esos niños bajo vuestro manto real, bajo el manto de guerra de María Teresa, y lleváoslos con vos fuera de Francia, porque habéis dicho la verdad, el pueblo os devorará y a vuestros hijos también; pero advertid que no hay tiempo que perder, señora, apresuraos.
—Y ¿no os oponéis a esta marcha, caballero?
—Muy por el contrario —contestó el doctor—, ahora que conozco vuestras verdaderas intenciones, yo os ayudaré, señora.
—Pues bien, esto se combina perfectamente —dijo la Reina—, pues hay un caballero dispuesto a obrar, a sacrificarse y a morir.
—¡Ah, señora! —exclamó Gilberto con expresión de terror—, ¿os referís al marqués de Favras?
—¿Quién os ha dicho su nombre? ¿Quién os ha revelado su proyecto?
—¡Tened cuidado, señora, pues para ese caballero hay una predicción fatal!
—¿Es del mismo profeta?
—¡Siempre el mismo, señora!
—Y según esa profecía, ¿qué suerte le espera al Marqués?
—Una muerte prematura, terrible, infamante, como aquella de que hablabais hace poco.
—Entonces, decís bien, no hay tiempo que perder para desmentir a ese profeta de desgracias.
—¿Avisaréis al marqués de Favras, diciéndole que aceptáis su auxilio?
—Hace poco han ido a su casa, señor Gilberto, y espero su contestación.
En aquel instante, y cuando el doctor, espantado él mismo en medio de las circunstancias en que se veía comprometido, se pasaba la mano por la frente como para pensar mejor, la princesa de Lamballe entró y dijo dos palabras en voz baja al oído de la Reina.
—¡Que entre, que entre! —exclamó María Antonieta—, el doctor lo sabe todo. Señor Gilberto —añadió—, es el barón de Charny, que me trae la respuesta del marqués de Favras. Mañana, la Reina habrá salido de París, y pasado, nos hallaremos fuera de Francia. Venid, barón, venid… Pero ¡gran Dios!, ¿qué tenéis y por qué estáis tan pálido?
—La princesa de Lamballe me ha dicho que puedo hablar delante del doctor, señora…
—Y ha dicho la verdad, sí, hablad. ¿Habéis visto al marqués de Favras?… ¿Está preparado ya?… Aceptamos su ofrecimiento… vamos a salir de París primero, y después de Francia…
—El marqués de Favras acaba de ser detenido, hace una hora, en la calle de Beaurepaire, y conducido al Châtelet —contestó Isidoro.
La mirada de la Reina se cruzó con la del doctor, luminosa, desesperada, llena de cólera.
Pero todas las fuerzas de María Antonieta se agotaron al parecer en aquel relámpago.
Gilberto se acercó a ella, y con acento de profunda compasión, le dijo:
—Señora, si puedo seros, útil en alguna cosa, disponed de mí, de mi inteligencia, de mi abnegación y de mi vida; todo lo pongo a vuestros pies.
La Reina fijó una mirada en el doctor, y con voz lenta, que revelaba la resignación, contestó:
—Señor Gilberto, vos que sois tan sabio, vos que habéis asistido a la experiencia de esta mañana, ¿opináis que la muerte recibida por esa espantosa máquina, puede ser tan dulce como lo pretende su inventor?
Gilberto exhaló un suspiro y se cubrió los ojos con las manos.
En aquel momento, el hermano del Rey, que sabía ya todo cuanto deseaba saber, pues el rumor sobre la detención del marqués de Favras se había propagado en pocos minutos por todo el palacio, pedía apresuradamente su coche, y al punto marchó, sin cuidarse de la salud de la Reina y sin despedirse apenas del Rey.
Luis XVI le cerró el paso.
—Hermano mío —le dijo—, supongo que no tendréis tanta prisa por entrar en el Luxemburgo, que os falte tiempo para darme un consejo. ¿Qué os parece que debo hacer?
—¿Queréis preguntarme lo que haría en vuestro lugar?
—Sí.
—Yo abandonaría al marqués de Favras y juraría fidelidad a la Constitución.
—¿Cómo queréis que jure fidelidad a una Constitución que todavía no está hecha?
—Razón de más, hermano mío —contestó el señor de Provenza, con esa mirada falsa que revelaba las profundas sinuosidades de su alma—, razón de más para no veros obligado a cumplir con vuestro juramento.
El Rey quedó pensativo.
—¡Sea! —dijo—; esto no impide que escriba al señor de Bouillé participándole que nuestro proyecto sigue en pie, pero aplazado. Esta dilación dará tiempo al conde de Charny para estudiar el camino que debemos seguir.