Capítulo XLII

Al levantarse de la mesa de juego, el Rey se había dirigido hacia el grupo de jóvenes cuyas alegres carcajadas habían llamado su atención, aun antes de entrar en la sala.

Cuando estos le vieron acercarse, siguióse el más profundo silencio.

—Y bien, señores —preguntó—, ¿es el Rey tan desgraciado que haya de llevar la tristeza consigo?

—Señor… —murmuraron los jóvenes.

—Reinaba mucha alegría y reíase ruidosamente cuando entramos, hace poco, la Reina y yo —dijo Luis XVI.

Y moviendo la cabeza, añadió:

—¡Pobres de los reyes ante los cuales nadie se atreve a reír!

—Señor —contestó el conde de Lameth—, el respeto…

—Querido Carlos —dijo el Rey—, cuando salíais de vuestro colegio los domingos y los jueves y yo os hacía venir a Versalles para recrearos, ¿os absteníais alguna vez de reír porque yo estuviese allí? Antes he dicho: «¡Pobres de los reyes ante los cuales nadie se atreve a reír!», y ahora digo: «¡Felices los reyes ante los cuales se ríe!».

—Señor —dijo Castries—, es que el asunto que excitaba nuestra hilaridad, no parecerá tal vez al Rey tan chistoso como lo es para nosotros.

—¿De qué hablabais, señores?

—Entrego el culpable a Vuestra Majestad —contestó Suleau adelantándose.

—¡Ah! —exclamó el Rey—, sois vos, señor Suleau. He leído vuestro último número de las Actas de los Apóstoles, y os advierto que debéis andar con cuidado…

—¿Por qué, señor? —preguntó el joven periodista.

—Sois demasiado monárquico, y muy bien podríais veros comprometido en alguna cuestión con el amante de la señorita Theroigne.

—¿Con el señor Populus? —replicó Suleau sonriendo.

—Precisamente. Y ¿qué ha sido de la heroína de vuestro poema?

—¿De Theroigne?

—Sí… ya no oigo hablar más de ella.

—Señor, según creo, a esa señorita le parece que nuestra revolución no marcha con suficiente rapidez, y por eso ha ido al Brabante, para activarla allí. Vuestra Majestad sabe sin duda que esa casta amazona es de Lieja.

—No, lo ignoraba… ¿Os reíais a causa de ella hace un momento?

—No, señor, era con motivo de la Asamblea nacional.

—¡Oh, oh!, señores, entonces bien habéis hecho en poner término a la broma al verme, pues no puedo permitir que nadie se ría de la Asamblea nacional en mi casa. Cierto —añadió el Rey por vía de paréntesis—, que yo no estoy en la mía, pero sí en la de la princesa de Lamballe, y, por lo tanto, dejando de reír o haciéndolo por lo bajo, podéis decirme cuál es la causa de vuestra hilaridad.

—¿Sabe el Rey de qué se ha tratado hoy, durante toda la sesión, en la Asamblea nacional?

—Sí, y hasta me ha interesado mucho el asunto. ¿No era cuestión de una nueva máquina para ejecutar a los criminales?

—Sí, señor, ofrecida a la nación por Guillotín.

—¡Oh, señor Suleau!, os burláis del señor Guillotín, de un filántropo, olvidando que yo lo soy también.

—¡Oh, señor!, ya me entiendo yo: hay filántropo de filántropo; tenemos a la cabeza de la nación francesa un filántropo que abolió el tormento preparatorio, y por eso le respetamos, le veneramos, y aun hacemos más, le amamos.

Todos los jóvenes se inclinaron.

—Pero —continuó Suleau—, hay otros que siendo ya médicos, teniendo entre sus manos mil medios, más hábiles o más torpes unos que otros, para volver a los enfermos a la vida, buscan el medio de hacérsela perder a los que están buenos. ¡Ah!, yo rogaría al Rey que me dejase a estos.

—Y ¿qué haríais con ellos, señor Suleau? ¿Los decapitaríais sin dolor? —preguntó el Rey, aludiendo a la pretensión emitida por el doctor Guillotín—. ¿Saldrían del paso sin sentir más que una ligera frescura en el cuello?

—Señor, esto es lo que yo les deseo —dijo Suleau—, pero no lo que les prometo.

—¡Cómo! ¿Lo que les deseáis? —preguntó el Rey.

—Sí, señor, me agradan bastante las personas que inventan máquinas nuevas y las prueban. No compadezco mucho al maestro Aubriot, encerrado entre los muros de la Bastilla para probarla, y al señor Enguerrando de Marigny, estrenando la horca de Montfaucon; mas por desgracia no tengo el honor de ser Rey, y por fortuna no tengo la dicha de ser juez. Por lo tanto, es probable que me vea obligado a atenerme, por lo que hace al respetable Guillotín, a lo que le prometo, y a lo que ya he comenzado a cumplir.

—Y ¿qué habéis prometido y comenzado a cumplir?

—He pensado, señor, que ese gran bienhechor de la humanidad debía obtener su recompensa en el beneficio mismo, y así es que mañana, en el número de las Actas de los Apóstoles, que se imprime esta noche, se efectuará el bautismo. Justo es que la hija del señor Guillotín, reconocida hoy públicamente por su padre ante la Asamblea nacional, se llame señorita Guillotina.

El mismo Rey no pudo menos de sonreír.

—Y como no hay boda ni bautismo sin canción —dijo Carlos Lameth—, el señor Suleau ha hecho dos para su ahijada.

—¡Dos! —exclamó el Rey.

—Señor —dijo Suleau—, debe haber para todos los gustos.

—Y, ¿qué aire habéis adoptado para esas canciones? Yo no veo ninguno que les convenga, como no sea el De profundis.

—¡Nada de eso, señor! Vuestra Majestad olvida qué agradable será hacerse cortar el cuello por la hija del señor Guillotín… ¡Hasta se formará cola a la puerta! No, señor, para una de mis canciones he elegido una música muy a la moda, la del minué de Exaudet, y para la otra, todos los aires de un popurrí.

—Y ¿se puede conocer algo de vuestra poesía, señor Suleau? —preguntó el Rey.

—No soy de la Asamblea nacional —dijo—, para tener la pretensión de limitar los poderes del Rey, no; yo soy un súbdito fiel de Vuestra Majestad, y mi opinión es que el soberano puede todo cuanto quiere.

—Pues entonces, ya escucho.

Sin hacerse esperar, el periodista entonó a media voz las estrofas de la canción, y cuando hubo concluido, las carcajadas de los jóvenes redoblaron.

Aunque todo esto no pareció muy alegre al Rey, como Suleau era uno de los más fieles servidores, no quiso dejar ver la especie de emoción que sin que él se diese cuenta le angustiaba en aquel momento.

—Pero me habíais hablado de dos canciones —dijo el Rey—; veamos la otra.

—Voy a complaceros, señor.

Y Suleau entonó la segunda, que por la gracia y el talento con que estaba escrita, así como la primera, y por el ridículo en que ambas ponían a Guillotín, excitaron de nuevo la hilaridad de los concurrentes.

—Pues bien, señores —dijo el Rey—, os reís mucho; pero si esa máquina del señor Guillotín estuviese destinada a evitar padecimientos terribles a los pobres condenados, no dejaría de ser conveniente. ¿Qué pide la sociedad cuando reclama la muerte de un culpable? La simple supresión del individuo; y por lo tanto, si esta va acompañada de padecimientos, como la rueda y otras torturas, esto no es ya justicia, sino una venganza.

—Pues señor —observó Suleau—, ¿quién dice a Vuestra Majestad que el dolor queda suprimido por el hecho de cortarse la cabeza? ¿Quién asegura que la vida no persiste a la vez en aquella y en el cuerpo después de la decapitación, y que el moribundo no sufre doblemente teniendo el conocimiento de su dualidad?

—Esto —dijo el Rey—, es una cuestión discutible para los hombres de ciencia. Por lo demás, creo que se ha debido hacer un experimento en Bicetre esta misma mañana. ¿No lo habrá presenciado alguno de vosotros?

—¡No, señor, no! —contestaron casi simultáneamente quince o veinte voces burlonas.

—Pues yo he asistido al espectáculo, señor —dijo una voz grave.

El Rey se volvió y vio a Gilberto, que habiendo entrado durante la discusión se acercó respetuosamente, manteniéndose hasta entonces silencioso, y que ahora contestaba a la pregunta del Rey.

—¡Ah!, sois vos, doctor —dijo el Rey estremeciéndose—. ¡Ah, estabais ahí!

—Sí, señor.

—Y ¿cómo ha salido el experimento?

—Perfectamente en las dos primeras pruebas, señor, mas en la tercera, aunque la columna vertebral quedó cortada, fue preciso concluir el corte con un cuchillo.

Los jóvenes escuchaban con la boca abierta y el espanto en los ojos.

—¿Cómo? —exclamó Carlos Lameth, hablando visiblemente en nombre de todos los demás—. ¿Se ha ejecutado a tres hombres esta mañana?

—Sí, caballero —contestó el Rey—; pero eran tres cadáveres suministrados por el Hospital. Y ¿qué opináis vos, señor Gilberto?

—¿Sobre qué, señor?

—Sobre el instrumento.

—Señor, indudablemente es un progreso, si se compara con las máquinas del mismo género inventadas hasta hoy; pero el accidente ocurrido con el tercer cadáver, prueba que esa guillotina necesita perfeccionamiento.

—Y ¿cómo está construida? —preguntó el Rey, en quien se despertaba el genio del mecanismo.

Gilberto trató de dar una explicación; pero como el Rey, según las palabras del doctor, no podía hacerse cargo con exactitud respecto a la forma del instrumento, dijo de pronto:

—Venid, doctor; aquí tenemos sobre la mesa plumas, papel y tinta… creo que sabéis dibujar.

—Sí, señor.

—Pues bien, hacedme un croquis, y comprenderé mejor.

Y como los jóvenes caballeros, contenidos por el respeto, no se atrevían a seguir al Rey sin ser invitados, este les dijo:

—Venid, venid, estas cuestiones interesan a la humanidad entera.

—Y además —dijo Suleau a media voz—, ¡quién sabe si alguno de nosotros está destinado a unirse con la señorita Guillotina! Vamos, señores, vamos a trabar conocimiento de nuestra futura.

Y todos, siguiendo al Rey y a Gilberto, agrupáronse alrededor de la mesa, ante la cual, para ejecutar más fácilmente su dibujo, el doctor tomó asiento a invitación del Rey.

Gilberto comenzó a trazar el croquis de la máquina cuyas líneas seguía Luis XVI con la más escrupulosa atención.

Nada faltaba allí: ni la plataforma, ni la escalera que conducía a ella, ni los dos postes, ni la báscula, ni la ventanilla, ni el acero en forma de media luna.

Apenas acababa de examinar el último detalle, el Rey se detuvo.

—¡Pardiez! —exclamó—, nada tiene de extraño que el experimento no haya tenido buen éxito, sobre todo la tercera vez.

—¿Cómo así, señor? —preguntó Gilberto.

—Esto consiste en la forma de la cuchilla —contestó Luis XVI—; es preciso no tener la menor idea en mecánica para dar al objeto que se destina a cortar una materia resistente la forma de media luna.

—Pero ¿qué forma le daría Vuestra Majestad?

—Es muy sencillo: la de un triángulo.

Gilberto trató de rectificar el dibujo.

—No, no, no es eso —dijo el Rey—. Dadme la pluma.

—Señor —dijo Gilberto—, aquí tenéis la pluma y la silla.

—Esperad, esperad —añadió Luis XVI, dejándose llevar de su amor a la mecánica—; cortad el hierro en bisel, así… y yo os respondo de que cortaréis veinticinco cabezas, una tras otra, sin que el acero sea rechazado ni una sola vez.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando un grito desgarrador, un grito de espanto, casi de angustia, resonó sobre su cabeza.

Volviéndose al punto vio a la Reina, pálida y vacilante, que caía sin sentido en brazos de Gilberto.

Impulsada como los otros por la curiosidad, habíase acercado a la mesa, e inclinándose sobre el sillón del Rey, para mirar por encima de sus hombros en el momento mismo en que corregía el principal detalle, reconoció la horrible máquina que Cagliostro le había hecho ver en una botella, veinte años antes, en el castillo de Taverney-Casa-Roja.

Y no tuvo fuerzas más que para proferir un grito terrible, cayendo al punto inanimada, como si la máquina fatal hubiese operado ya en ella; pero Gilberto la sostuvo, como ya hemos dicho.