En la noche de aquel mismo día, es decir, el 24 de diciembre, víspera de Navidad, había recepción en el pabellón de Flora.
No habiendo querido la Reina recibir en sus habitaciones, la princesa de Lamballe se encargó de ello en su lugar, haciendo los honores del círculo hasta que la soberana llegase.
Una vez presente, todas las cosas siguieron su curso, como si la reunión se hallara en el pabellón Marsan, y no en el de Flora.
El joven barón Isidoro de Charny había llegado por la mañana de Turín, y apenas de vuelta, fue recibido por el Rey primeramente, y después por la Reina.
Los dos le acogieron con extremada benevolencia, pero sobre todo la Reina, y dos razones hacían notable esta benevolencia.
Por lo pronto, Isidoro era hermano de Charny, y ausente, este último, era un encanto para María Antonieta ver a su hermano.
Además, Isidoro llevaba, de parte del señor conde de Artois y del príncipe de Condé, palabras que estaban demasiado en armonía con las que le dictaba su propio corazón.
Los Príncipes recomendaban a la Reina los proyectos del señor de Favras, e invitábanla a utilizarse de la fidelidad de este valeroso caballero, y a huir para reunirse con ellos en Turín.
Además, estaba encargado de expresar al señor de Favras, en nombre de los Príncipes, toda la simpatía que les inspiraba su proyecto, y todos los votos que hacían para su buen resultado.
La Reina tuvo a Isidoro una hora consigo, invitóle a ir por la noche al círculo de la condesa de Lamballe, y no le permitió retirarse sino porque pidió permiso para ir a desempeñar su misión cerca del señor de Favras.
La Reina no había dicho nada terminantemente respecto a su fuga; pero encargó a Isidoro que repitiese al señor de Favras y a su esposa lo que les había dicho cuando recibió a la segunda en su habitación.
Al salir la Reina, Isidoro se dirigió al punto a la casa del señor de Favras, que vivía en la Plaza Real, número 21. Su esposa fue quien recibió al barón de Charny, contestándole de pronto que el Marqués había salido; pero cuando supo el nombre del visitante; cuando tuvo conocimiento de que acababa de ver a los augustos personajes, y que se había separado de nobles príncipes cinco o seis días antes, confesó la presencia de su marido en la casa, y envió a llamarle. El Marqués entró con rostro risueño, pues ya tenía aviso directo de Turín, y no ignoraba de parte de quién venía Isidoro.
El mensaje que la Reina había confiado al joven caballero llenó de alegría al conspirador. En efecto, todo secundaba a sus esperanzas: el complot seguía perfectamente su marcha: los mil doscientos caballeros se hallaban reunidos en Versalles; cada uno debía llevar a la grupa un soldado, y así obtenían dos mil cuatrocientos en vez de mil doscientos. En cuanto al triple asesinato de Necker; de Bailly y de Lafayette, que se debía ejecutar simultáneamente por cada una de las tres columnas que entraran en París, una por la barrera de Roule, la otra por la de Grenelle, y la tercera por la verja de Chaillot, se había modificado el plan, pensándose que bastaría deshacerse de Lafayette. Para esta expedición bastaban cuatro hombres, con tal que fuesen bien montados y armados: esperarían su carruaje a eso de las once de la noche, en el momento en que el general acostumbraba a salir de las Tullerías; dos de ellos hubieran costeado la calle, a derecha e izquierda; los otros dos se detendrían delante del carruaje, y uno de ellos, con un papel en la mano, haría una seña al cochero para que se detuviese, diciendo que se debía comunicar un aviso importante al general. Entonces, detenido el coche, apenas Lafayette asomase la cabeza por la portezuela, se le dispararía un tiro a boca de jarro.
Este era el único cambio importante que se había hecho en la conspiración; todo estaba en las mismas condiciones; el dinero se había distribuido ya, los hombres estaban prevenidos, y solamente faltaba que el Rey dijese «¡Sí, o no!», para que a una señal de Favras se pusiera por obra el proyecto.
Tan sólo una cosa inquietaba al Marqués, y era el silencio del Rey y de la Reina sobre el particular. Esta última, acababa de romperle por conducto de Isidoro, y por vagas que fueran las palabras que a este se había encargado transmitir al Marqués y a su esposa, tenían gran importancia saliendo de una boca real.
Isidoro prometió al señor de Favras comunicar aquella misma noche a la Reina y al Rey la expresión de su fidelidad.
El joven Barón, como ya sabemos, había marchado a Turín el mismo día de su llegada a París, y por lo tanto, no tenía más alojamiento que la habitación ocupada antes por su hermano en las Tullerías. Ausente este último, dio orden a un criado del Conde para que la abriesen.
A las nueve de la noche entraba en el salón de la princesa de Lamballe.
No había sido presentado a esta dama, que no lo conocía; pero avisada de antemano por una palabra de la Reina, bastó anunciar su nombre para que la princesa le recibiese, y con esa gracia encantadora que hacía en ella las veces del talento, le comprendió desde luego en el círculo de los amigos íntimos.
Ni el Rey ni la Reina habían llegado aún; el señor de Provenza, inquieto al parecer, hablaba en un ángulo del salón con dos caballeros amigos de confianza el señor de la Chatre y el señor de Avaray; el conde Luis de Narbona iba de un grupo a otro con la desenvoltura del hombre que se considera en familia.
Aquel círculo de los íntimos se componía de caballeros jóvenes que habían resistido al afán de la emigración. Eran los señores de Lameth, que debiendo mucho a la Reina, aún no se habían declarado en contra de ella; el señor de Ambly, una de las buenas o malas cabezas de la época, como se quiera; el señor de Castries, el señor de Fersen, y Suleau, redactor jefe del chistoso diario las Actas de los Apóstoles, todos ellos hombres de corazón leal y de cabeza ardiente, pero algunos de ellos algo locos.
Isidoro no trataba a ninguno de estos jóvenes; pero sus nombres eran bien conocidos, y la benevolencia particular de la Princesa les honraba: todas las manos se habían alargado para estrechar la suya.
Por lo pronto, traía noticias de aquella otra Francia que vivía en el extranjero; a ninguno le faltaba un pariente o un amigo entre los príncipes; Isidoro había visto a toda aquella gente, y era como un diario de noticias.
Hemos dicho que Suleau estaba allí; él era quien sostenía la conversación y excitaba la risa. Aquel día había asistido a la sesión de la Asamblea, donde Guillotín, subiendo a la tribuna, elogió las dulzuras de la máquina que acababa de inventar; habló del ensayo triunfante practicado aquella misma mañana, y pidió que se le hiciese el honor de substituirle a todos los instrumentos de muerte —rueda, horca, hoguera y descuartizamiento— que habían espantado sucesivamente en la Greve.
La Asamblea, seducida por la suavidad de aquella nueva máquina estaba a punto de adoptarla.
Suleau había escrito, refiriéndose a la Asamblea, a Guillotín y a su máquina, unas coplas, que se proponía publicar en su diario.
Las cantaba a media voz en un círculo de alegres oyentes, provocando risas tan francas, que el Rey, que llegaba con la Reina, las oyó desde la antecámara y como el pobre Luis XVI se reía entonces poco, prometióse averiguar qué asunto promovía, en aquel tiempo de tristeza en que se hallaba, tanta hilaridad.
Inútil parece decir que apenas un ujier hubo anunciado al Rey y otro a la Reina, todos los cuchicheos, todas las conversaciones y las carcajadas cesaron, siguiéndose el más respetuoso silencio.
Los dos augustos personajes entraron.
Cuanto más el genio revolucionario despojaba a la monarquía de todos sus prestigios, uno a uno, exteriormente, más en aumento iban en la intimidad entre los verdaderos realistas, preciso es decirlo así, esas pruebas de respeto que comunicaban a los desgraciados Reyes nueva esperanza: en el año 89 se vieron grandes ingratitudes, pero en el 93 hubo supremas abnegaciones.
La princesa de Lamballe y madame Isabel, se apoderaron de la Reina.
El conde de Provenza se adelantó directamente hacia el Rey para ofrecerle sus respetos, inclinóse y le dijo:
—Hermano mío, ¿no podríamos arreglar un poco de juego particularmente, vos, la Reina, yo y algunos amigos íntimos, a fin de que bajo las apariencias de un whist, nos sea dado hablar confidencialmente?
—De muy buena gana, hermano mío —contestó el Rey—, arreglad eso con la Reina.
El conde de Provenza se acercó a María Antonieta, a quien Charny presentaba sus respetos, diciendo en voz baja:
—Señora, he visto al marqués de Favras, y debo hacer a Vuestra Majestad comunicaciones de la mayor importancia.
—Querida hermana, el Rey desea que hagamos un whist entre cuatro, y os deja elegir compañero —dijo el conde de Provenza acercándose a su vez.
—Pues bien —contestó la Reina, sospechando que aquella partida de whist no era más que un pretexto—, mi elección está ya hecha; el señor barón de Charny tomará parte en nuestro juego, y entre tanto me dará noticias de Turín.
—¡Ah!, ¿venís de Turín, Barón? —preguntó el señor de Provenza.
—Sí, monseñor, y al regresar he pasado por la Plaza Real, donde he visto a un hombre muy adicto al Rey, a la Reina y a Vuestra Alteza.
El conde de Provenza se sonrojó, tosió y alejóse; era hombre muy circunspecto, y le inquietaba aquel joven que se distinguía por su rectitud.
Después dirigió una mirada al señor de la Chatre, que acercándose a él recibió sus órdenes y salió.
Entre tanto, el Rey saludaba a los caballeros, que le ofrecían sus respetos, y también a las damas, algo escasas, que seguían frecuentando el círculo de las Tullerías.
La Reina fue a cogerse del brazo de Luis XVI, y condújole hacia el juego.
Cerca ya de la mesa, el Rey buscó con la mirada al cuarto jugador, y no vio más que a Isidoro.
—¡Ah, ah!, señor de Charny —le dijo—, en ausencia de vuestro hermano, vos seréis el cuarto, y a fe que nadie podía sustituirle mejor: sed bienvenido.
Y con una seña invitó a la Reina y se colocó a su lado, teniendo junto a sí al señor de Provenza.
María Antonieta invitó a su vez con un ademán a Isidoro, que fue el último en sentarse.
Madame Isabel se arrodilló en una banqueta detrás del Rey, y apoyó los brazos en el respaldo de su sillón.
Se dieron dos o tres vueltas de whist, pronunciándose tan sólo las palabras sacramentales.
Al fin, siempre jugando, y después de observar que el respeto tenía a todos alejados de la mesa real, la Reina se aventuró a decir al conde de Provenza:
—¿Os ha dicho el barón que llegaba de Turín?
—Sí, hemos hablado algunas palabras.
—¿Os ha comunicado que el señor conde de Artois y el príncipe de Condé nos invitan a reunirnos con ellos cuanto antes?
El Rey dejó escapar un movimiento de impaciencia.
—Hermano mío —murmuró madame Isabel con su dulzura de ángel—, os ruego que escuchéis.
—Y vos también, hermana mía —contestó el Rey.
—Yo más que nadie, querido Luis, porque os amo más que todos, y estoy inquieta.
—Hasta añadí —se aventuró a decir Isidoro—, que yo había vuelto por la Plaza Real, y que me detuve cerca de una hora en el número 21.
—¿En el número 21? —preguntó el Rey—. Pero ¿qué hay en esa casa?
—Allí vive —replicó el Barón—, un hombre muy fiel a Vuestra Majestad, como todos nosotros, dispuesto a morir por su Rey, como nosotros también, pero que, más activo, ha combinado un proyecto.
—¿Cuál? —preguntó Luis XVI levantando la cabeza.
—Si creyese tener la desgracia de incurrir en el desagrado de Vuestra Majestad repitiendo lo que sé de ese proyecto, me callaría al punto.
—No, nada de eso, caballero —dijo vivamente la Reina—, hablad. Bastantes personas hay que forman proyectos contra nosotros, y bueno es que al menos conozcamos los que se fraguan en nuestro favor, a fin de que, perdonando a nuestros adversarios, demostremos agradecimiento a nuestros amigos. Señor Barón, decidnos cómo se llama ese caballero.
—Es el marqués de Favras, señora.
—¡Ah! —exclamó la Reina—, ya le conocemos. ¿Creéis en su fidelidad, señor Barón?
—No tan sólo creo en su fidelidad, señora, sino que estoy seguro de ella.
—¡Cuidado, caballero! —dijo el Rey—; me parece que os aventuráis mucho.
—El corazón se juzga con el corazón, señor. Respondo de la fidelidad del marqués de Favras. En cuanto a las condiciones de su proyecto y a las probabilidades de obtener buen éxito, esto es otra cosa. Soy demasiado joven, y tratándose de la salvación del Rey y de la Reina, mi excesiva prudencia no me permitiría opinión en este punto.
—Pero, veamos el proyecto. ¿Dónde está? —preguntó la Reina.
—Señora, no falta más que en su ejecución, y basta que el Rey diga una palabra o haga una seña, para que mañana a estas horas se encuentre en Perona.
El Rey guardó silencio; el señor de Provenza estrujo un naipe que tenía en la mano.
—Señor —dijo la Reina dirigiéndose a su esposo—, ¿habéis oído lo que el señor Barón acaba de decir?
—Sí, ciertamente, ya oigo —contestó el Rey frunciendo el ceño.
—¿Y vos, hermano mío? —preguntó la Reina al señor de Provenza.
—Tampoco soy sordo.
—Pues sepamos que decís. Me parece que se hace una proposición.
—Sí —dijo el conde de Provenza—, no lo dudo.
Y volviéndose hacia Isidoro, le dijo:
—Vamos, Barón, repetidnos esas coplas.
Isidoro continuó:
—Decía que al Rey le bastaba pronunciar una palabra o hacer una señal, y que gracias a las medidas adoptadas por el marqués de Favras, se hallaría a las veinticuatro horas, tranquilo y seguro, en su ciudad de Perona.
—Pues bien, hermano mío —dijo el conde de Provenza—, ¿no es tentador lo que el Barón os propone?
El Rey se volvió vivamente hacia el señor de Provenza, fijando en él su mirada.
—Y ¿vendréis conmigo? —le preguntó.
El Príncipe cambió de color y sus mejillas temblaron, agitadas por un movimiento que no le fue posible reprimir.
—¡Yo! —murmuró.
—Sí, vos, hermano mío —contestó Luis XVI—; a vos, que me invitáis salir de París, os pregunto si me acompañaréis.
—¡Oh! —balbuceó el conde de Provenza—, yo no estoy preparado, y no tengo nada dispuesto para la marcha.
—¡Cómo! ¿No estáis avisado? —replicó el Rey—. Sin embargo, vos sois quien le facilitaba el dinero al marqués de Favras. ¡Ninguno de vuestros preparativos hecho, y eso que os informan de hora en hora acerca del estado en que se halla la conspiración!
—¡La conspiración! —repitió el conde de Provenza palideciendo.
—Sin duda, porque lo es realmente, tanto que si fuese descubierta, el señor de Favras sería reducido a prisión en el Châtelet y condenado a muerte, a menos que a fuerza de solicitudes y de dinero pudierais salvarle, como salvamos al señor de Besenval.
—Pero si el Rey salvó al señor de Besenval, bien podrá hacer lo mismo para el señor de Favras.
—No; pues lo que he podido para uno, no lo podría probablemente para el otro. Por lo demás, el señor de Besenval era mi hombre de confianza, como el marqués de Favras lo es el vuestro. Que cada cual salve al suyo, hermano mío, y los dos cumpliremos con nuestro deber.
Y al pronunciar estas palabras, el Rey se levantó. La Reina le detuvo por el faldón de la casaca.
—Señor —dijo—, bien aceptéis o rehuséis, es preciso dar una contestación al marqués de Favras.
—¿Yo?
—Sí; ¿qué contestará el barón de Charny en nombre del Rey?
—Contestará —dijo Luis XVI, desprendiéndose de su casaca de manos de la Reina—, que el Rey no puede permitir que le secuestren.
Y se alejó.
—Lo cual quiere decir —continuó el conde de Provenza—, que si el marqués de Favras se lleva al Rey sin su permiso, se le agradecerá con tal de que obtenga buen resultado, pues el que no le alcanza es un necio, y en política estos merecen doble castigo.
—Señor Barón —dijo la Reina a Isidoro—, esta misma noche, sin perder un momento, iréis a casa del marqués de Favras, para repetirle las propias palabras de Su Majestad: «El Rey no puede permitir que le secuestren». A él es a quien toca comprenderlas, o a vos explicarlas. Id.
Isidoro de Charny, que con razón consideraba la respuesta del Rey la recomendación de la Reina como un doble consentimiento, cogió su sombrero, salió vivamente, y subiendo a un coche, dijo al conductor:
—Plaza Real, número 21.