Al día siguiente, gracias a las ramificaciones extrañas que Cagliostro tenía en todas las clases de la sociedad, y hasta en la servidumbre del Rey, sabía que el conde Luis había llegado a París el 15 o el 16 de noviembre; que fue encontrado por el señor de Lafayette, su primo, el 18; que este le presentó al Rey el mismo día; que después se ofreció como oficial de cerrajero a Gamain, el 22, permaneciendo en su casa tres días; que al siguiente marchó con él de Versalles a París; que introducido sin dificultad a presencia del Rey, ocupó el alojamiento donde antes se hallaba su amigo Aquiles de Chastelet; que inmediatamente cambió de traje, y que en la misma noche tomó la posta para Metz.
Por otra parte, al día siguiente de la conferencia nocturna que el Conde había tenido en el cementerio de San Juan con el señor de Beausire, había visto al antiguo exento correr ansioso a Bellevue, a casa del banquero Zannone. Al volver del juego a las siete de la mañana, después de perder su último luis, a pesar de la infalible martingala de Law, Beausire había encontrado su casa vacía: la señorita Oliva y el niño Santos, habían desaparecido.
Entonces recordó que el conde de Cagliostro no había querido salir con él de la casa, diciendo que tenía que hablar confidencialmente con la señorita Nicolasa. Era un motivo para concebir sospechas, y el antiguo emérito supuso que su amante había sido robada por el conde Cagliostro. Como buen sabueso, Beausire husmeó en aquella vía y la siguió hasta Bellevue; una vez aquí, dio su nombre y al momento se le introdujo a presencia del barón de Zannone o del conde Cagliostro, como al lector le plazca, que era por el pronto, sino el personaje principal, por lo menos el resorte del drama que nos hemos propuesto referir.
Introducido en el salón que ya conocemos, por haber visto entrar allí al doctor Gilberto y al marqués de Favras, y al verse frente al Conde, Beausire vaciló, pues parecíale Cagliostro tan gran señor, que ni siquiera osaba reclamar su querida.
Pero como si hubiese podido leer en el corazón del antiguo exento, el Conde le dijo:
—Señor de Beausire, he observado una cosa, y es que no tenéis en el mundo más que dos pasiones verdaderas: el juego y la señorita Oliva.
—¡Ah!, caballero —exclamó Beausire—, ¿sabéis, pues, lo que me trae aquí?
—Perfectamente. Venís a reclamarme a la señorita Oliva, y os diré que se halla en mi casa.
—¡Cómo! ¿En casa del señor Conde?
—Sí, en mi alojamiento de la calle de San Claudio, donde ocupa su antigua habitación; y si sois muy juicioso y quedo contento de vos, si me dais noticias que me interesen o me diviertan, entonces, señor de Beausire, os pondremos veinticinco luises en el bolsillo, para que vayáis a echarla de caballero en el Palais-Royal, y un buen traje en los hombros, para que hagáis de enamorado en la calle de San Claudio.
Beausire estuvo tentado de levantar la voz y reclamar a Oliva; pero Cagliostro había dicho dos palabras acerca de aquel desgraciado asunto de la embajada de Portugal, siempre suspendido sobre la cabeza del antiguo exento, como la espada de Damocles, y Beausire se calló.
Entonces, habiendo manifestado duda sobre que la señorita Oliva estuviese en la casa de la calle de San Claudio, el señor Conde mandó enganchar y marchó con Beausire a la antigua mansión. Una vez allí le introdujo en el sanctum sanctorum, donde, levantando un cuadro le hizo ver, por una abertura hábilmente practicada, a la señorita Oliva vestida como una reina, sentada en una butaca, y leyendo uno de esos malos libros, tan comunes en aquella época, pero que eran la delicia de la antigua doncella de la señorita de Taverney.
El niño Santos, engalanado tan bien como un príncipe, con sombrerito blanco a lo Enrique IV y pantalón azul celeste sujeto con un cinturón tricolor franjeado de oro, se entretenía con magníficos juguetes.
Entonces Beausire sintió dilatarse su corazón de amante y de padre; había prometido cuanto el Conde quiso, y este último, fiel a su palabra, se comprometió a su vez, en los días en que el señor Beausire trajese alguna noticia de interés, no tan sólo a pagarle en oro su servicio, sino también permitirle ir a buscar la recompensa en amor en los brazos de la señorita Oliva.
Todo había marchado según los deseos del Conde, y casi diremos según los de Beausire, cuando hacia fines del mes de diciembre, a una hora muy inusitada para aquella época del año, es decir, a las seis de la mañana, el doctor Gilberto, que había trabajado ya hora y media, oyó dar tres golpes a su puerta, y por la manera de espaciarlos reconoció que el que se anunciaba así era un hermano masón.
En su consecuencia abrió al punto.
El conde de Cagliostro, con la sonrisa en los labios, estaba delante de él, al otro lado de la puerta.
Gilberto no veía nunca a este hombre misterioso sin estremecerse ligeramente.
—¡Ah!, ¿sois vos Conde?
Y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, le ofreció la mano, añadiendo:
—Sed bien venido a cualquier hora que vengáis, y sea cual fuere la causa que os trae.
—La causa, amigo Gilberto —contestó el Conde—, es mi deseo de que asistáis a un experimento filantrópico, del que ya he tenido el honor de hablaros.
Gilberto trató de recordar, aunque inútilmente, a qué experimento se refería el Conde.
—No me acuerdo —dijo al fin.
—No importa, venid, querido Gilberto, y creed qué no os molesto para nada… Por lo demás, en el sitio donde os conduzco, encontraréis personas conocidas.
—Querido Conde —contestó Gilberto—, adonde quiera que os plazca conducirme, voy tan sólo por vos; en cuanto al lugar y las personas que encuentre, son cosas secundarias.
—Pues entonces, venid, no podemos perder tiempo.
Gilberto estaba ya vestido, y no tuvo que hacer más que dejar su pluma y coger el sombrero.
—Estoy a vuestras órdenes —dijo después.
—En marcha —dijo sencillamente el Conde.
Y precediendo a Gilberto, salió.
Un coche esperaba a la puerta, y los hombres subieron.
El vehículo partió rápidamente, sin que el Conde necesitase dar orden alguna, y era evidente que el cochero sabía ya adonde iba.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, durante la cual Gilberto observó que se franqueaba barrera, después de atravesar todo París, el coche se detuvo en un espacioso patio cuadrado, en el qué se veían dos pisos con ventanas enrejadas.
Detrás del coche, la puerta que le había dado paso se cerró al punto.
Al apearse, Gilberto notó que se hallaba en el patio de una prisión, y al examinarle detenidamente reconoció que era la de Bicetre.
El lugar de la escena, muy triste ya por su aspecto natural, lo parecía más aún por la incierta luz que llegaba allí como a pesar suyo.
Eran las seis y cuarto de la mañana, poco más o menos, hora de malestar en invierno, porque es aquella en que el frío se hace sensible a las más vigorosas organizaciones.
Una menuda lluvia, fina como un crespón, caía diagonalmente, humedeciendo las paredes grises.
En medio del patio, cinco o seis oficiales de carpintero, bajo la dirección del maestro y de un hombrecillo vestido de negro, que se movía él sólo más que todo el mundo, levantaban una máquina de forma desconocida y extraña.
Al ver a los dos extranjeros, el hombrecillo vestido de negro levantó la cabeza.
Por su parte, el hombrecillo reconoció al Conde y a Guillotín, a quien había visto ya en casa de Marat; la máquina era, en gran escala, la misma que había visto en tamaño reducido en la cueva del redactor del diario El Amigo del Pueblo.
Por su parte, el hombrecillo reconoció al conde y a Gilberto.
La llegada de estos dos personajes le pareció de bastante importancia para dejar un instante la dirección del trabajo, y se acercó a ellos.
Sin embargo, no dejó de recomendar al maestro carpintero la mayor atención en la tarea que les ocupaba.
—Así, así, maestro Guidon… está bien —dijo—; terminad la plataforma, que es la base del edificio, y una vez concluida levantaréis los dos postes, midiendo con exactitud, a fin de que no estén ni demasiado separados, ni más próximos de lo necesario.
Después, acercándose a Cagliostro y a Gilberto, que se aproximaban a él ya, dijo:
—Buenos días, Barón, muchas gracias por haberos presentado el primero, en compañía del señor Gilberto. Doctor, ya recordaréis que os habían invitado en casa de Marat a presenciar mi experimento; pero se me olvidó pediros vuestras señas… Ahora vais a ver algo muy curioso, la máquina más filantrópica que jamás se inventó.
Y volviéndose de pronto hacia el objeto de que hablaba, única cosa que parecía preocuparle, añadió:
—¡Eh! ¡Guidon!, ¡qué hacéis! ¡Estáis poniendo detrás la parte anterior!
Y precipitándose por la escalera que dos ayudantes acaban de aplicar, llegó en un instante a la plataforma, donde gracias a su presencia se corrigieron en pocos minutos algunos errores cometidos por los obreros, poco al corriente aún en los secretos de la nueva máquina.
—Así, así —dijo el doctor Guillotín, al notar que todo iba bien gracias a su dirección—; ahora no se trata más que de introducir la cuchilla en la ranura… ¡Guidon, Guidon!, gritó de pronto, como poseído de espanto, ¿por qué no habéis guarnecido de cobre la ranura?
—¡Ah!, he pensado, doctor, que buena madera de encina bien engrasada, valdría tanto como el cobre, contestó el maestro carpintero.
—Sí, eso es —repuso el doctor con aire desdeñoso—. ¡Economías… economías… cuando se trata del progreso de la ciencia y del bien de la humanidad! Guidon, si nuestra experiencia fracasa hoy, os hago responsable. Señores, os tomo por testigos —continuó el doctor, dirigiéndose al Conde y a Gilberto—, os tomo por testigos de que yo había pedido las ranuras forradas de cobre, y de que protesto contra su falta. En su consecuencia, si ahora la cuchilla se detiene en el camino o se desliza mal, no será culpa mía, y me lavo las manos.
Y el doctor, al cabo de mil ochocientos años, hizo sobre la plataforma de la máquina el mismo ademán que Pilatos había hecho en el terrado de su palacio.
Sin embargo, a pesar de todas estas ligeras contrariedades, la máquina se elevaba, y al hacerlo así tomaba cierto aspecto homicida que regocijaba a su inventor, pero que estremecía a Gilberto.
En cuanto a Cagliostro, permanecía impasible; desde la muerte de Lorenza, hubiérase dicho que se había convertido en estatua de mármol.
He aquí la forma que tomaba la máquina:
Por lo pronto, una primera plataforma, a la cual se llegaba por una especie de escalera de molinero.
Aquel tablado, como el de un patíbulo, presentaba un espacio de quince pies de anchura en todas sus fases, y hacia las dos terceras partes de su longitud, frente a la escalera, elevábanse dos postes paralelos, o mejor dicho, dos brazos derechos de diez a doce pies de longitud.
Estos dos brazos tenían por adorno la famosa ranura para la cual había economizado el cobre el maestro Guidon, economía que, según hemos visto, había hecho poner el grito en el cielo al filantrópico doctor Guillotín.
Por aquella ranura se deslizaba una especie de cuchilla en forma de media luna, con la fuerza de su propio peso, centuplicado por otro.
Entre los dos postes se había practicado una abertura, a través de la cual un hombre podía pasar la cabeza, y cuyos dos batientes se ajustaban de tal manera que formaban como un collar para el paciente.
Una báscula, compuesta de una plancha cuya altura era poco más o menos la de un hombre de talla común, funcionaba en un momento dado, y al hacerlo así se presentaba por sí misma al nivel de la abertura.
Todo esto, según se ve, era sumamente ingenioso.
Mientras que los carpinteros, con el maestro Guidon y el doctor, daban la última mano en la erección de su máquina, Cagliostro y Gilberto discutían sobre la mayor o menor novedad del instrumento. El Conde negaba que el invento fuese debido al doctor Guillotín, asegurando que conocía otros instrumentos análogos en la mannaya italiana, y sobre todo esa doloire[15] de Tolosa con que fue ejecutado él mariscal de Montmorency. Entre tanto, nuevos espectadores, invitados sin duda a presenciar el experimento, habían llenado el patio.
Entre ellos hallábase un anciano que ya conocemos, y que ha figurado como hombre activo en esta larga historia; atacado de la enfermedad de que debía morir muy pronto, había dejado su habitación, accediendo a las instancias de su cofrade Guillotín, y hallábase allí, a pesar de la hora y del mal tiempo, para ver funcionar la máquina.
Gilberto le reconoció, y adelantóse respetuosamente a su encuentro.
Iba acompañado del señor Giraud, arquitecto de la ciudad de París, que debía a las funciones que desempeñaba el favor de una invitación particular.
El segundo grupo, al que nadie había saludado se componía de cuatro hombres todos ellos vestidos sencillamente.
Apenas entraron se habían dirigido al ángulo del patio más lejano, de aquel en que se hallaban Gilberto y Cagliostro, y manteníanse allí humildemente hablando en voz baja y con el sombrero en la mano, a pesar de la lluvia.
Aquel que parecía el jefe de ellos, o por lo menos, aquel a quien los otros escuchaban con deferencia cuando decía algo en voz baja, era hombre de cincuenta a cincuenta y dos años, de elevada estatura, sonrisa benévola y fisonomía de expresión franca.
Aquel hombre se llamaba Carlos Luis Sansón; nacido el 15 de febrero de 1738, había visto descuartizar a Damiens por su padre, y ayudado a este cuando tuvo el honor de cortar la cabeza al señor de Lally-Tojendal.
Le llamaban comúnmente Señor de París.
Los otros tres hombres eran, su hijo, que debía tener el honor de ayudarle a decapitar a Luis XVI, y sus dos ayudantes.
La presencia de estos hombres comunicaba un carácter terrible a la máquina de Guillotín, probando que el experimento que se trataba de hacer se intentaba, si no con la garantía, por lo menos con la aprobación del Gobierno.
Por el pronto, el señor de París parecía estar muy triste; si la máquina cuyo ensayo debía ver, se adoptaba al fin, desaparecería todo su lado pintoresco; el ejecutor no se presentaba ya a la multitud como el ángel que extermina, armado de la espada llameante; el verdugo no sería más que una especie de conserje tirando del cordón para dar la muerte.
Por eso estaba aquí la verdadera oposición.
Como la lluvia seguía cayendo más menuda tal vez, pero seguramente más compacta, el doctor Guillotín, que sin duda temía que el mal tiempo le privase de alguno de sus espectadores, se dirigió al grupo más importante, es decir, al que formaban Cagliostro, Gilberto, el doctor Luis y el arquitecto Giraud, y como un director que comprende que el público se impacienta, dijo:
—Señores, no esperamos más que a una persona, al doctor Cabanis, y apenas llegue se comenzará.
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando un tercer coche penetró en el patio, y un hombre de treinta y ocho a cuarenta años, de frente espaciosa, fisonomía inteligente, mirada viva y penetrante, se apeó presuroso.
Era el último espectador esperado, el doctor Cabanis.
Saludó a todos con expresión afable, como debe hacerlo un médico filósofo, y fue a estrechar la mano a Guillotín, que desde lo alto de su plataforma le gritaba: «¡Venid, doctor, venid pronto, pues no se espera a nadie más que a vos!». Después se confundió en el grupo de Gilberto y Cagliostro.
Entre tanto, su coche se alineaba junto a los otros dos.
En cuanto al del señor París, se había quedado humildemente en la puerta.
—Señores —dijo el doctor Guillotín—, como ya no esperamos a nadie, vamos a comenzar.
Y a una señal de su mano, habiéndose abierto una puerta, se vio salir a dos hombres que vestían una especie de uniforme gris, los cuales llevaban sobre los hombros un saco de lona, en el que se dibujaban vagamente las formas de un cuerpo humano.
Detrás de los vidrios de las ventanas viéronse aparecer los rostros pálidos de los enfermos, que con ojos de espanto miraban, sin que se hubiese pensado en invitarles, aquel espectáculo imprevisto y terrible, cuyos preparativos y objeto no podían comprender.