Capítulo XXXIX

¿Cómo se apeó al borracho, y cómo el maestro Gamain pasó del estado casi cataléptico en que lo dejamos a la situación normal en que volvemos a encontrarle?

El dueño de la taberna del Puente de Sevres estaba acostado, y por las rendijas de sus postigos no se filtraba el menor rayo de luz cuando las primeras llamadas con los puños del filántropo que había recogido al maestro Gamain resonaron en su puerta, aplicados de tal modo, que no permitían creer que los inquilinos de la casa, por profundo que fuese su sueño, pudieran disfrutar de largo reposo ante semejante ataque.

Por eso, dormido aún, tropezando y maldiciendo, el tabernero abrió por sí mismo la puerta a los que así le despertaban, proponiéndose administrarles una recompensa digna de la perturbación si, como decía él mismo, la molestia no era debidamente pagada.

Sin duda, la cosa valía la pena, pues a la primera palabra que el hombre que llamaba con tanta irreverencia pronunció al oído del tabernero, este retiró de la cabeza su gorro de algodón, y haciendo cortesías que por causa de su traje eran singularmente grotescas, introdujo al maestro Gamain y a su conductor en el cuartito donde los hemos visto ya bebiendo Borgoña, su vino preferente.

Pero esta vez, por haber abusado de él, Gamain estaba privado del conocimiento.

Por lo pronto, como cochero y caballos acababan de hacer cuanto podían, el uno con su látigo y los otros con sus piernas, el desconocido comenzó por pagar su trabajo, agregando una moneda de veinticuatro sueldos, como propina, a la de seis libras que había dado ya por la carrera. Después, al ver al maestro Gamain sentado e inmóvil delante de una mesa, se apresuró a mandar al tabernero que trajese dos botellas de vino y una de agua, abriendo la ventana él mismo para desalojar el aire mefítico[13] que se respiraba en el interior.

Esta última precaución hubiera sido comprometida en otra circunstancia.

En efecto, todo observador sabe que solamente las personas de cierta clase tienen necesidad de respirar aire con las condiciones con que la Naturaleza lo produce, es decir, compuesto de setenta partes de oxígeno, veintiuna de ázoe y dos de agua, mientras que las personas acostumbradas a sus habitaciones infectas, lo absorben sin la menor dificultad, por cargado que esté de carbono o de ázoe.

Por fortuna, nadie había allí para hacer semejante observación, y hasta el tabernero, después de traer apresuradamente las dos botellas de vino y muy despacio la del agua, se retiró respetuosamente, dejando al desconocido solo con el maestro Gamain.

El primero, como ya hemos dicho, había comenzado por renovar el aire, y después, antes de cerrar la ventana, acercó un frasquito a la nariz dilatada del maestro cerrajero, presa de ese sueño repugnante de la embriaguez que curaría seguramente a los borrachos de su afición al vino, si por un milagro del poder de Dios fuera dado a los beodos ver como duermen.

Al aspirar el olor penetrante del contenido del frasco, los ojos del maestro Gamain se abrieron desmesuradamente, y casi al punto estornudó con fuerza, murmurando después algunas palabras ininteligibles sin duda para cualquiera, menos para el filósofo ejercitado, que al escucharlas con profunda atención, consiguió comprenderlas.

—¡El desgraciado!… ¡Me ha envenenado, me ha envenenado!…

El armero reconoció al parecer con satisfacción que el maestro Gamain estaba siempre bajo el imperio de la misma idea.

Y acercó de nuevo el frasco a su nariz, lo cual, devolviendo alguna fuerza al digno hijo de Noé, permitióle completar el sentido de su frase, añadiendo a las palabras ya pronunciadas esas dos últimas, acusación tanto más terrible cuanto que denotaba a la vez un abuso de confianza y un olvido de corazón.

—¡Envenenar a un amigo… a un amigo!…

—Verdaderamente es horrible —observó el armero.

—¡Horrible!… —balbuceó Gamain.

—¡Infame! —añadió el desconocido.

—¡Infame!… —repitió el otro.

—Por fortuna, yo estaba allí para daros un contraveneno.

—Sí, por fortuna —murmuró Gamain.

—Pero como la primera dosis no bastó para semejante envenenamiento —continuó el desconocido—, tomad ahora esto.

Y en un medio vaso de agua echó cinco o seis gotas del licor contenido en el frasco, que no era otra cosa sino amoniaco disuelto.

Después acercó el vaso a los labios de Gamain.

—¡Ah, ah! —balbuceó este—, se ha de beber por la boca, y más me agrada así que por las narices.

Y apuró ávidamente el contenido del vaso.

Mas apenas hubo bebido el licor diabólico, abrió mucho los ojos, exclamando entre dos estornudos:

—¡Ah bandido! ¿Qué me has dado? ¡Uf!

—Amigo mío —contestó el armero—, os he dado un licor que os salva sencillamente la vida.

—¡Ah! —exclamó Gamain—, si me salva la vida, bien habéis hecho en dármelo, pero si llamáis a esto licor, os engañáis.

Y estornudó de nuevo, contrayendo la boca y guiñando los ojos como la careta de la tragedia antigua.

El desconocido se aprovechó de esta pantomima para ir a cerrar, no la ventana, pero sí los postigos.

Por lo demás, no dejó de ser provechoso para Gamain abrir los ojos por segunda o tercera vez, porque este movimiento, por convulsivo que fuera, permitió al maestro cerrajero mirar en torno suyo; y con esa impresión de profundo agradecimiento que los borrachos manifiestan a las paredes de una taberna, reconoció las que eran para él muy familiares.

Efectivamente, en los repetidos viajes que su profesión le obligaba a hacer a París, raro era que Gamain no se detuviese en la taberna del Pont-Sevres; y bajo cierto punto de vista, esta detención se podía considerar como necesaria, porque esta taberna se hallaba poco más o menos a la mitad del camino.

El agradecimiento produjo su efecto, infundiendo por lo pronto gran confianza al maestro armero, y probándole que estaba en país amigo.

—¡Oh, oh!, muy bien —dijo—, parece que ya he recorrido la mitad del camino.

—Sí, gracias a mí —contestó el armero.

—¿Cómo gracias a vos? —balbuceó Gamain, dejando de mirar los objetos inanimados para fijarse en los vivientes—. ¡Gracias a vos! Y ¿quién sois?

—Amigo Gamain —contestó el desconocido—, esta pregunta me prueba que sois corto de memoria.

Gamain miró a su interlocutor con más atención aún que la primera vez.

—Esperad, esperad —dijo—, me parece haberos visto ya en otra ocasión.

—¡De veras!… ¡Es una fortuna!

—Sí, sí, sí. Pero ¿cuándo y dónde? He aquí la cuestión.

—¿Dónde? Si miráis a vuestro alrededor, tal vez los objetos que veréis os ayudarán un poco a recordar… ¿Cuándo? Esto es otra cosa; quizá sea preciso administraros una nueva dosis de contraveneno para que podáis decirlo.

—No, gracias —contestó Gamain—, ya tengo bastante de vuestro contraveneno, y puesto que estoy casi salvado, dejémoslo así… Pero ¿dónde os he visto yo… dónde os he visto?… ¡Ah!… pues aquí mismo.

—¡Eso es!

—¿Cuándo os vi?… Esperad… fue el día en que regresaba de París, donde estuve haciendo un trabajo secreto… Parece —añadió Gamain—, que tengo decididamente la empresa de esas obras.

—Muy bien. Y ¿quién soy yo?

—¿Quién sois? Un hombre que me convidó a beber, y por lo tanto, un buen amigo; tocad esos cinco.

—Con tanto mayor gusto —dijo él desconocido—, cuanto que de maestro cerrajero a maestro armero, no va más que la mano.

—¡Bien, bien! Ahora me acuerdo; era el 6 de octubre, lo que de maestro cerrajero a maestro armero, no va más que la mano.

—Y a mí me pareció nuestra conversación muy interesante, maestro Gamain; por lo cual deseando disfrutar de ella otra vez, puesto que os ha vuelto a la memoria, os preguntaré, si no es una indiscreción, cómo es que hace una hora os hallabais tendido en medio del camino, al paso de un carro que estaba a punto de dividiros en dos, si yo no hubiese llegado a tiempo. ¿Tenéis pesares, maestro, y habíais tomado acaso la fatal resolución de suicidaros?

—¿Suicidarme yo? Nada de eso. En cuanto a lo que hacía en medio del camino, tendido en tierra… ¿Estáis seguro de que me hallaba allí?

—¡Pardiez!, mirad vuestra ropa.

Gamain fijó los ojos en su traje.

—¡Oh, oh! —exclamó—, mi mujer gritará un poco; ella que me decía ayer: «No te pongas el traje nuevo, sino la chaqueta vieja; bastante buena es para ir a las Tullerías».

—¿Cómo a las Tullerías? ¿Volvíais de este palacio cuando os encontré?

Gamain se rascó la cabeza, tratando de evocar sus recuerdos trastornados aún.

—Sí, sí, eso es —dijo—; ciertamente que regresaba de las Tullerías. ¿Por qué no? No es ningún misterio que yo he sido maestro cerrajero del señor Veto.

—¿Cómo del señor Veto? ¿A quién dais este nombre, quién es el señor Veto?

—¡Bah! ¿No sabéis que le llaman así al Rey? ¿Acaso llegáis ahora de la China?

—¡Cómo ha de ser! Yo me ocupo tan sólo de mi trabajo, y no de la política.

—Sois feliz; yo me ocupo algo en ella, o más bien, me obligan a esto, lo cual me perderá.

Y Gamain levantó los ojos al cielo, exhalando un suspiro.

—¡Bah! —replicó el armero—, ¿habéis sido llamado a París para alguna obra por el estilo de aquella que habíais hecho la primera vez que os vi?

—Precisamente; pero entonces ignoraba adonde iba y llevaba los ojos vendados, mientras que esta vez sabía adonde iba y tenía los ojos abiertos.

—¿De modo que no os ha costado nada reconocer las Tullerías?

—¡Las Tullerías! —exclamó Gamain—, ¿quién os ha dicho que iba a las Tullerías?

—¡Vos mismo, pardiez! ¿Cómo había de saber yo que salíais de ese palacio, si no me lo hubierais manifestado así?

—Es verdad —contestó Gamain, hablando consigo mismo. ¿Cómo sabría él eso, si yo no se lo hubiese dicho?

Y volviéndose hacia el desconocido, añadió:

—Tal vez haya hecho mal en comunicároslo; pero tanto peor. Vos no sois todo el mundo… Pues bien, sí, puesto que os lo dije, no me desdigo; he estado en las Tullerías.

—Y habéis trabajado con el Rey —replicó el armero—, el cual os dio los veinticinco luises que lleváis.

—¡Cómo! —exclamó Gamain—, en efecto, yo tenía esa suma en la faltriquera.

Y aún la tenéis, amigo mío.

Gamain introdujo vivamente la mano en las profundidades de su bolsillo, y sacó un puñado de oro mezclado con moneda menuda de calderilla.

—¡Esperad, esperad! —dijo—; cinco, seis, siete… muy bien; y yo que había olvidado esto… doce, trece, catorce… la verdad que esta es una bonita suma… diecisiete, dieciocho, diecinueve… es una cantidad que en el tiempo que corre, no se encuentra bajo el casco de un caballo… veintitrés, veinticuatro, veinticinco… ¡Ah! —continuó Gamain, respirando más libremente—, a Dios gracias la suma está completa.

—¡Cuando os digo que podéis fiaros de mí!

—¿De vos? Y ¿cómo sabéis que yo llevaba veinticinco luises en el bolsillo?

—Apreciable señor Gamain, ya he tenido el honor de manifestaros que os encontré en tierra en medio del camino, a veinte pasos de un carro que iba a dividiros. Llamé a un cochero que pasaba con su vehículo, y cogiendo uno de los faroles de este me acerqué para examinaros; entonces vi dos o tres luises de oro en el suelo. Como estas monedas estaban muy cerca de vuestro bolsillo, presumí que se os acababan de caer; introduje los dedos en la faltriquera, y por una veintena de otros luises que vuestro bolsillo contenía, reconocí que no me engañaba; pero entonces el cochero movió la cabeza, diciendo: «No, caballero, no». «¿Cómo que no?». «No, digo que no quiero conducir a ese hombre». «Y ¿por qué no le has de conducir?». «Porque es demasiado rico bajo su exterior humilde… ¡veinticinco luises de oro en el bolsillo de un chaleco de algodón, me huelen a horca, caballero!». «¡Cómo! —exclamé—, ¿creéis tratar con un ladrón?». Parece que este hombre os llamó la atención, pues contestasteis al punto: «¿Ladrón yo, habéis dicho?». «Indudablemente sois un ladrón —replicó el cochero—; si no lo fuerais, ¿cómo tendríais veinticinco luises, en vuestro bolsillo?». «Tengo veinticinco luises, porque me los ha dado el Rey de Francia, que es mi discípulo», contestasteis vos. En efecto al oír estas palabras creí reconoceros, acerqué a vuestra cara el farolillo, y exclamé: «¡Ah!, todo se explica ahora, es Gamain, maestro cerrajero de Versalles. Sin duda acaba de trabajar con el Rey y este le ha dado en recompensa veinticinco luises. ¡Vamos, yo respondo!». Y desde este momento, al declararlo así, el cochero dejó de oponer dificultad; introduje en vuestro bolsillo los luises que habían escapado, se os colocó de la mejor manera posible en el coche, subí al pescante, y os depositamos en la taberna donde estáis, sin compadeceros más que por el abandono de vuestro aprendiz.

—Pero ¿he hablado yo de mi aprendiz, ni me he quejado de su abandono? —exclamó Gamain, poseído cada vez de mayor asombro.

—¡Vamos, bien!, he aquí que ya no se acuerda de lo que acaba de decir.

—¿Yo?

—¡Cómo! Pues si habéis dicho hace un momento: «Fue culpa de aquel necio de…». Ya no me acuerdo del nombre que dijisteis…

—Luis Lecomte.

—Eso es… Y habéis dicho ahora mismo: «Fue culpa de ese necio de Luis Lecomte, que había prometido volver conmigo a Versalles, y que en el momento de marchar me faltó».

—El hecho es que muy bien he podido decir esto, porque es la verdad.

—Pues bien, siendo la verdad, ¿por qué negáis? ¿Sabéis que para otro que no fuese yo, todas esas ocultaciones, en el tiempo que corremos, serían peligrosas para vos, amigo mío?

—Sí, pero con vos… —dijo Gamain al desconocido con expresión cariñosa.

—¿Qué queréis decir?

—Que os considero como un amigo.

—¡Ah!, sí, mucha confianza manifestáis a vuestro amigo, puesto que le decís: «Sí, y después no, es verdad, y luego no es verdad». Es como hicisteis la otra vez aquí, cuando me contasteis una historia… en la cual nadie podía creer ni un momento.

—¿Qué historia?

—La de la puerta secreta que debisteis revestir de hierro en casa de un gran señor cuyas señas ni siquiera pudisteis darme.

—Pues bien, tanto si lo creéis como si no, aquella vez se trataba de una puerta.

—¿En la habitación del Rey?

—Sí; pero en vez de una puerta de escalera, se trataba de la de un armario.

—¿Y queréis hacerme entender que el Rey que se ocupa en cerrajería habrá ido a buscaros para que revistieseis de hierro una puerta? ¡Vamos!

—Pues así es. ¡Ah pobre hombre! Ciertamente que se cree bastante hábil para prescindir de mí, y había comenzado su cerradura. «¿Para qué quiero a Gamain?, se diría. ¿Para qué me sirve? ¿Acaso lo necesito?». ¡Así lo creería, pero se enredó en lo de las guardas de la llave, y fue necesario buscar de nuevo al pobre Gamain!

—¿Y os envió a buscar por algún ayuda de cámara de confianza, por Hué, por Durey o por Weber?

—He aquí, precisamente, en qué os engañáis. El Rey había tomado por auxiliar un compañero que sabía menos que él; de modo que cierta mañana, el segundo fue a Versalles y me dijo: «Maestro Gamain, hemos querido construir una cerradura el Rey y yo, mas no hemos conseguido hacerla funcionar». «¿Qué queréis que yo haga?», contesté. «¡Que vengáis a ponerla al corriente, pardiez!». Y como yo le contestase: «No es verdad, no venís de parte del Rey, y sin duda queréis tenderme un lazo», me contestó: «¡Bueno! La prueba de lo que digo es que el Rey me ha encargado que os entregue veinticinco luises, para que no dudéis». «¡Veinticinco luises!, exclamé. ¿Y dónde están?». «Helos aquí». Y me los dio al punto.

—¿Esos serán los veinticinco luises que llevabais? —preguntó el armero.

—No, esos son otros. Los veinticinco luises primeros son de una cuenta distinta.

—¡Diablo!, ¡cincuenta luises para retocar una cerradura! Aquí hay gato encerrado, maestro Gamain.

—Esto es lo que yo me digo, tanto más cuanto que el compañero…

—¿Qué?

—Pues bien, que me parece un falso compañero; yo debía haberle interrogado, pidiéndole detalles sobre su viaje por Francia, y acerca del oficio.

—Sin embargo, no sois hombre que se engañe cuando veis a un aprendiz en el trabajo.

—No diré lo contrario… ese joven manejaba bastante bien la lima, y le he visto cortar en caliente una barra de hierro de un solo golpe, hacer un taladro, y otras operaciones con mucha limpieza; pero se me figuró que el joven era más teórico que práctico, y apenas concluía su obra, se lavaba las manos, que al punto quedaban blancas. ¿Sucede nunca esto con verdaderas manos de cerrajero? ¡Ah!, ¡por mucho que me frotase yo las mías!

Y Gamain mostró con orgullo sus manos negras y callosas, que hubieran resistido a todas las pastas de almendras, y a todos los jabones del mundo.

—Pero, en fin —continuó el armero, tratando de conducir a Gamain a tratar del hecho que le pareció más interesante—, una vez llegado a las habitaciones del Rey, ¿qué habéis hecho?

—Parece —por lo pronto—, que se nos esperaba; nos hicieron entrar en la fragua, y allí el Rey me presentó una cerradura cuyo primer trabajo no era del todo malo; pero no había podido salir del paso en la construcción de las guardas. No hay muchos cerrajeros capaces de hacer una llave que tenga tres, y con mucha más razón siendo reyes, como ya comprenderéis. Examiné la llave, y después de reconocer el defecto, contesté: «Esta bien; dejadme una hora solo, y al cabo de este tiempo, todo marchará como una rueda». Entonces el Rey me dijo: «Muy bien, Gamain, amigo mío, estás en tu casa; ahí tienes las limas y todos los útiles necesarios; trabaja y entre tanto nosotros iremos a preparar el armario». Con esto, el Rey salió seguido de su compañero.

—¿Por la escalera grande? —preguntó con indiferencia el armero.

—No, por la escalera secreta que comunica con su despacho. En cuanto a mí, cuando hube concluido, me dije: «Eso del armario es un enredo; sin duda se han encerrado juntos para tramar alguna conspiración. Voy a bajar silenciosamente, abriré la puerta del despacho, y podré ver un poco qué hacen».

—Y ¿qué hacían? —preguntó el desconocido.

—¡Ah!, ¡bah!, sin duda escuchaban, y ya comprenderéis que yo no tengo el paso de un bailarín. Aunque me esforzaba en aligerar mis pies, la escalera crujía bajo ellos; me oyeron sin duda, e hicieron como si saliesen a mi encuentro, y en el instante en que llegaba a la puerta, esta se abrió de pronto. ¿Quién quedó burlado? Gamain.

—¿De modo que no sabéis nada?

—Esperad. «¡Ah!, ¡eres tú, Gamain!». «Sí, señor —contesté—, ya he concluido». «Y nosotros también —contestó— ven, voy a confiarte ahora otro trabajo». Y me hizo atravesar rápidamente el despacho, pero no tanto que no tuviese tiempo para ver desarrollado, a lo largo de la mesa un gran mapa, que me pareció era el de Francia, puesto, que tenía tres flores de lis en uno de los ángulos.

—¿Y no habéis notado nada de particular en ese mapa?

—Sí tal; vi tres líneas de alfileres que partían del centro, y flanqueándose a cierta distancia unos de otros, avanzaban hacia la extremidad: hubiérase dicho que eran soldados que marchaban a la frontera por caminos diferentes.

—A la verdad, querido Gamain —dijo el armero aparentando admiración—, tenéis una perspicacia que no deja escapar nada… ¿Y vos creéis que en vez de ocuparse de su armario, el Rey y su auxiliar examinaban el mapa?

—Seguro estoy de ello —contestó Gamain.

—No podéis estarlo.

—Sí tal.

—¿Cómo?

—Es muy sencillo: los alfileres tenían cabezas de lacre, unas negras, otras azules, y las demás rojas… Pues bien, el Rey tenía en la mano uno, con el cual se limpiaba los dientes, y su cabeza era roja.

—¡Ah! Gamain, amigo mío —dijo el armero, si descubro algún nuevo sistema para mi oficio, no os permitiré entrar en mi despacho, ni siquiera pasar por él, os lo advierto, o bien os vendaré los ojos, como el día en que se os condujo a la casa de aquel gran señor. Aun así, y a pesar de vuestros ojos vendados, pudisteis observar que el pórtico tenía diez escalones, y echasteis de ver que la casa daba al bulevar.

—Esperad —dijo Gamain, lisonjeado por los elogios que se le tributaban—, no lo sabéis todo… ¡Había realmente un armario!

—¡Ah! Y ¿dónde?

—¡Ah!, sí, dónde… ¡Adivinadlo si podéis!… Socavado en la pared, amigo mío.

—¿En qué pared?

—En la del pasillo interior que pone en comunicación la alcoba del Rey con la habitación del Delfín.

—¡Diablo!, es muy curioso lo que me decís… ¿Y ese armario estaba abierto?

—¡Nada de eso!… y por más que miré, no vi nada. «¿Y bien —dije—, dónde está ese armario?». Entonces el Rey paseó una mirada en torno suyo, y contestóme: «Gamain, siempre tuve confianza en ti, y por eso he querido que solamente tú conocieras mi secreto. ¡Mira!». Al pronunciar estas palabras, mientras que el aprendiz nos alumbraba, pues la luz no penetra en aquel corredor, el Rey levantó un tablero de la pared, y vi un agujero redondo de unos dos pies de diámetro, poco más o menos, en su abertura. Después, al notar mi asombro, y guiñando el ojo a nuestro compañero, me dijo: «Amigo mío, bien ves ese agujero; yo lo practiqué para esconder valores, y ese joven me ayudó en la tarea durante los cuatro o cinco días que ha pasado en el palacio. Ahora es preciso aplicar la cerradura a esa puerta de hierro que ves, la cual se debe cerrar de modo que el tablero ocupe de nuevo su sitio y lo oculte como ocultaba el agujero… Si necesitas un ayudante, lo será este joven; si puedes prescindir de él, le emplearé en otra cosa, pero siempre en mi servicio». «¡Oh!, contesté yo, bien sabéis que cuando puedo hacer un trabajo solo, no pido auxiliar. Para esta obra, un buen obrero necesitaría cuatro horas; pero yo soy maestro, y dentro de tres, todo quedará concluido. Que vaya el joven a sus ocupaciones y vos a las vuestras, señor, y si tenéis algo que ocultar ahí, volved dentro de tres horas». Preciso es creer, como decía el Rey, que tenía ocupación para su compañero en otra parte, pues no volví a verle. A las tres horas el Rey volvió y me dijo: «¿Qué tal, Gamain, en qué estamos?». «Ya está terminado», contesté. Y le hice ver la puerta, que funcionaba perfectamente sin producir el menor crujido, y también la cerradura, tan perfecta como un autómata del señor Vaucanson. «¡Bueno! —me dijo el Rey entonces— ahora, Gamain, me ayudarás a contar el dinero que quiero esconder ahí». Y mandó traer al ayuda de cámara cuatro talegas de dobles luises, y me dijo: «Contemos». Obedecí al punto; yo conté un millón y él otro; y como quedase un pico de veinticinco luises, díjome: «Toma estos veinticinco luises, Gamain, en recompensa de tu trabajo». Como si no fuese una vergüenza hacer contar un millón de luises a un pobre hombre que tiene cinco hijos, y darle tan sólo veinticinco en recompensa. ¿Qué tal, qué os parece?

El hombre desconocido hizo un movimiento con los labios.

—La verdad es que me parece mezquino —contestó.

—Esperad, que aún no es todo. Tomo los veinticinco luises, los guardo en el bolsillo, y digo al Rey: «Gracias, señor; pero con esto no he comido ni bebido desde la mañana, y me muero de sed». Aún no había concluido, cuando la Reina entra por una puerta disimulada, de modo que de improviso, sin el menor anuncio, la veo delante de mí; llevaba en la mano un plato con un vaso de vino y un bizcocho: «Amigo Gamain, me dijo, si tenéis sed, bebed este vaso de vino, y si tenéis ganas de comer algo, aquí tenéis un bizcocho». «¡Ah, señora reina!, exclamé saludándola, no valía la pena molestarse por mí». Decidme, qué pensáis de esto… un vaso de vino, a un hombre que se queja de tener sed, y un bizcocho al que tiene hambre… ¿Qué quería la Reina que yo hiciese con esto? ¡Bien se ve que ella no ha sufrido nunca hambre ni sed!… ¡un vaso de vino!… ¡Esto da lástima!…

—¿Y habéis rehusado?

—Mejor hubiera sido esto… pero bebí. En cuanto al bizcocho, lo envolví en mi pañuelo, diciéndome: «¡Lo que no es bueno para el padre, lo es para los hijos!». Después di gracias a Su Majestad, como si valiese la pena, y me puse en marcha, jurando que no volverían a cogerme en las Tullerías…

—¿Y por qué decís que mejor hubierais hecho en rehusar el vino?

—Porque seguramente estaba envenenado. Apenas hube pasado del puente Tournant, me acosó una sed… ¡pero que sed! Tal era, que teniendo el río a mi izquierda y las tabernas a mi derecha, vacilé entre ir al uno o a las otras… ¡Ah!, allí fue donde conocí la mala calidad del vino que me habían dado, pues cuanto más bebía más aumentaba mi sed. Esto duró hasta que, al fin, perdí el conocimiento; pero que no tengan cuidado, porque si alguna vez me llaman para prestar declaración contra ellos, diré que me dieron veinticinco luises por trabajar cuatro horas y contar un millón, y que por temor de que yo denunciase el sitio donde ocultaban su tesoro, me envenenaron como a un perro[14].

—Y yo, amigo Gamain —dijo el armero levantándose, sin duda porque ya sabía cuanto deseaba—, apoyaré vuestro testimonio, diciendo que yo soy quien os dio el contraveneno que os salvó la vida.

—¡Y por eso —replicó Gamain, cogiendo las manos del armero—, de aquí en adelante seremos amigos a vida y a muerte!

Y rehusando con una sobriedad verdaderamente espartana, el vaso de vino que por tercera o cuarta vez le presentaba el desconocido, a quien acababa de jurar una amistad eterna, Gamain, en el que el amoniaco había producido su doble efecto, disipando los vapores del vino y haciéndose repugnante por veinticuatro horas, Gamain, decimos, tomó el camino de Versalles. Llegó sano y salvo a las dos de la madrugada, con los veinticinco luises del Rey en su bolsillo, y el bizcocho de la Reina envuelto en el pañuelo.

Una vez solo en la taberna, el falso armero sacó de su faltriquera unas tablillas de concha, incrustadas de oro, y escribió con lápiz la doble nota siguiente:

Detrás de la alcoba del Rey, en el corredor oscuro que conduce a la cámara del Delfín, armario de hierro.

Asegurarse de que este Luis Lecomte, oficial de cerrajero, no es simplemente el conde Luis, hijo del marqués de Bouillé, llegado de Metz once días hace.