El mismo día, a eso de las ocho de la noche, un hombre vestido de obrero y apoyando con precaución la mano sobre el bolsillo de su chaqueta, como si esta contuviera una cantidad más considerable de la que lleva por costumbre un obrero, un hombre, decimos, salió de las Tullerías por el puente Tournant, y siguió de una extremidad a otra la gran avenida de árboles que prolonga en este lado del Sena la porción de los Campos Elíseos, llamada en otra época puerto de Mármol o puerto de las Piedras, y que hoy se titula Cours-la-Reine.
En la extremidad de esta avenida se halla el muelle de la Savonnerie.
Este muelle era en aquel tiempo muy alegre de día, y estaba perfectamente iluminado de noche por una multitud de puestos de venta, donde el domingo los buenos ciudadanos compraban las provisiones líquidas y sólidas que embarcaban consigo en botes, para ir a pasar el día en la Isla de los Cisnes, pagando cada persona dos sueldos por su pasaje; sin esa precaución se hubieran arriesgado a morir de hambre en aquella isla en los días laborables de la semana, porque estaba del todo desierta; mientras que en las fiestas y domingos tal vez les sucedería lo mismo por haber demasiada gente. En la primera taberna que encontró en el camino, el hombre vestido de obrero pareció entregarse a una violenta lucha en su interior, para resolver si entraría o no, pero al fin salió vencedor y prosiguió su camino.
En la segunda se repitió la misma tentación, y esta vez otro hombre que le seguía como si fuera su sombra sin que él lo echase de ver, pudo pensar que al fin cedería a la tentación, pues desviándose de la línea recta se inclinó de tal modo ante aquella sucursal del templo de Baco, como se decía entonces, que casi tocó el umbral.
Sin embargo, también esta vez la templanza triunfó, y es probable que si no hubiera encontrado una tercera taberna en el camino, y le hubiese sido necesario retroceder para no faltar al juramento que al parecer se había hecho a sí propio, habría continuado su marcha —no en ayunas, pues el viajero parecía haber tomado ya una buena dosis de ese líquido que regocija el corazón del hombre—, sino en un estado de vigor que habría permitido a su cabeza conducir a sus piernas en una línea recta durante el camino que aún debía recorrer.
Por desgracia, no había tan sólo una tercera taberna, sino una docena o más, y de aquí resultó que, renovándose las tentaciones demasiado a menudo, el viajero sucumbió al fin a la tercera prueba, cuando se creía salvado.
Cierto es que, por una especie de transacción consigo mismo, el obrero, que tan bien y tan desgraciadamente había combatido contra el demonio del vino, al entrar en la taberna permaneció de pie junto al mostrador, y tan sólo pidió un vaso pequeño de cerveza.
Por lo demás el demonio del vino, contra el cual luchaba, parecía estar victoriosamente representado por aquel desconocido que le seguía a cierta distancia, teniendo cuidado de permanecer en la oscuridad, pero sin perderle de vista un instante.
Esta vez, sin duda para disfrutar de la perspectiva que parecía serle muy agradable, el desconocido fue a sentarse sobre el parapeto enfrente de la puerta de la taberna, donde el obrero bebía su cerveza; pero cuando este concluyó y hubo franqueado el umbral de la puerta para continuar su camino, pocos segundos después, el otro comenzó a seguirle de nuevo.
Pero ¿quién podría decir dónde se detienen los labios que se han humedecido ya en la copa fatal de la embriaguez, echando de ver, con ese asombro mezclado de satisfacción, particular de los borrachos, que nada altera tanto como la bebida? Apenas el obrero hubo dado cien pasos, tenía tal sed que le fue preciso detenerse de nuevo para mitigarla, pero como esta vez comprendió que un vaso de cerveza era muy poca cosa, pidió media botella.
La sombra, que no le perdía de vista, no parecía descontenta de aquella tardanza que la necesidad de beber ocasionaba para llegar al término del viaje; se detuvo en la esquina misma de la taberna, y aunque el bebedor tomó asiento, para estar más cómodo, empleando un cuarto de hora en tomarse a sorbitos su media botella, la sombra benévola no manifestó la menor impaciencia, limitándose, en el momento de la salida, a seguir al hombre con el mismo paso de antes.
Apenas hubieron recorrido veinticinco metros, aquella longanimidad debió sufrir una nueva y más ruda prueba; el obrero se detuvo por tercera vez, y en esta ocasión, como su sed iba en aumento, pidió una botella entera.
Con esto transcurrió otra media hora de espera para el paciente espía que seguía los pasos del viajero.
Sin duda, los primeros cinco minutos, los quince de la segunda detención, y después la media hora, produjeron una especie de remordimiento en el corazón del bebedor, pues no queriendo al parecer detenerse, pero deseoso de seguir bebiendo, hizo una especie de transacción consigo mismo, que consistió en proveerse, en el momento de la marcha, de una botella de vino destapada ya, resuelto a que fuera su compañera de camino.
Era una sabia determinación, que no retardaba a quien la había tomado sino en razón a las curvas más o menos extensas y a los traspiés cada vez más repetidos, que fueron el resultado del contacto del cuello de la botella con los labios sedientos del bebedor.
En una de aquellas curvas sabiamente convinadas, el obrero franqueó la barrera de Passy y sin dificultad ninguna, pues ya se sabe que los líquidos no están sometidos al pago de derechos a la salida de la capital.
El desconocido que le seguía, salió detrás de él con la misma facilidad.
A cien pasos de la barrera, nuestro hombre debió felicitarse de la ingeniosa precaución que había tomado, pues a partir de aquel punto las tabernas comenzaron a escasear, hasta que al fin no se encontró ya ninguna.
—Pero ¿qué le importaba esto a nuestro filósofo? Como el antiguo sabio, llevaba consigo, no tan sólo su fortuna, sino también su alegría.
Decimos su alegría, porque cuando estuvo vaciada la mitad de la botella, nuestro bebedor comenzó a cantar, y nadie negaría que el canto, así como la risa, es uno de los medios que se han dado al hombre para manifestar su alegría.
La sombra del bebedor se mostraba aparentemente muy sensible a la armonía de aquel canto, que parecía repetir en voz baja, así como la expresión de aquel contento, cuyas fases iba siguiendo con un interés particular. Mas por desgracia, la alegría fue efímera y el canto concluyó pronto; la primera no duró sino mientras hubo vino, y la botella, vacía e inútilmente estrechada entre las dos manos del bebedor, fue causa de que el canto se convirtiese en murmuración, que acentuándose cada vez más degeneró en imprecaciones.
Estas últimas se dirigían a perseguidores desconocidos, de los cuales se quejaba el infeliz viajero, tropezando a cada paso.
—¡Oh desgraciado! —decía—, ¡oh desgraciada!… ¡A un antiguo amigo, a un maestro, darle vino agriado!… ¡qué asco! Que me envíe a buscar para repasarle las cerraduras, por medio de su traidor compañero, que me abandona después, y le diré: «Buenas noches, señor, que Tu Majestad se arregle las cerraduras por su propia mano». ¡Ya veremos si esto es tan fácil como expedir un decreto!… ¡Ah!, ¡ya te daré cerraduras de tres guardas, ya te daré pestillos, ya té daré llaves caladas en el paletón!… ¡oh desgraciado!… ¡oh desgraciada! ¡Decididamente me han envenenado!
Y al pronunciar estas palabras, vencido sin duda por la fuerza del tósigo, la pobre víctima se dejó caer por tercera vez en medio del camino, cuyo suelo tenía una gruesa capa de barro.
Las dos primeras veces, nuestro hombre pudo levantarse solo, y aunque la operación fue difícil, la llevó a cabo honrosamente; pero la tercera, después de hacer esfuerzos desesperados, se debió confesar asimismo que le era imposible ponerse en pie, y exhalando un suspiro semejante a un gemido, pareció decidirse a tomar por cama, aquella noche, el seno de nuestra madre común: la tierra.
Sin duda, este desaliento y debilidad era lo que esperaba el desconocido, y que desde la plaza de Luis XV le seguía con tanta perseverancia, porque después de haberle dejado intentar sus infructuosos esfuerzos para ponerse en pie, acercóse a él con precaución, y llamando al conductor de un coche de plaza que pasaba por allí, le dijo:
—Ved, amigo mío, mi compañero se ha puesto malo de pronto; tendréis un escudo de seis libras; colocad al pobre diablo en el interior de vuestro coche y conducidle a la taberna del Puente de Sevres. Yo me sentaré a vuestro lado.
Nada tenía de extraño la proposición que hacía al cochero el camarada que había quedado en pie, el cual parecía de condición bastante vulgar, respecto a sentarse a su lado en el pescante; y con la tierna confianza que los hombres de esa clase parecen tener uno en otro, preguntó:
—¡Seis francos! ¿Y dónde los tienes?
—Aquí, amigo mío —contestó el otro sin formalizarse al parecer, y presentando un escudo al cochero.
—Y llegados allí, ciudadano —dijo el automedonte[12], dulcificado por la vista de la real efigie—, ¿no habría para echar un trago?
—Esto dependerá del paso que lleves. Carga a este pobre diablo en el coche, cierra concienzudamente las portezuelas, procura que tus dos rocines se mantengan derechos, y cuando estemos en el Puente de Sevres, se verá… como te conduzcas, me conduciré.
—Está bien —dijo el cochero—, eso es lo que se llama contestar; estad tranquilo, ciudadano, pues ya sé lo que valen las palabras. Subid al pescante e impedid que los rocines hagan tonterías, porque a estas horas se acuerdan de la cuadra, y tienen prisa por volver…; yo me encargo de lo demás.
El generoso desconocido siguió la instrucción que se le daba, sin hacer ninguna observación; mientras que el cochero, con toda la delicadeza de que era susceptible, levantó al borracho entre sus brazos, le echó con suavidad entre las dos banquetas de su coche, cerró la portezuela, subió al pescante, donde ya se hallaba el desconocido, hizo dar la vuelta al vehículo, fustigó a sus caballos, que con el melancólico movimiento familiar propio de esos infelices cuadrúpedos cruzaron muy pronto por el caserío del Point-du-Jour, y al cabo de una hora llegaron a la taberna del Puente de Sevres.
En el interior de esta es donde, al cabo de diez minutos, consagrados a bajar del coche al ciudadano Gamain, que el lector a reconocido ya sin duda, es donde encontraremos al digno maestro de los maestros y maestro de todos, sentado a la misma mesa y frente al mismo armero con quien ya le hemos visto en el primer capítulo de esta historia.