Tan sólo esta vez Luis XVI no salió de la fragua por la escalera exterior y común a toda la servidumbre, sino que bajó por la secreta, reservada para él solo.
Esta escalera conducía a su despacho.
Una de las mesas de este aposento estaba cubierta por un inmenso mapa de Francia, lo cual probaba que el Rey había estudiado ya con frecuencia el camino más corto o más fácil para salir de su reino.
Pero hasta que llegó al pie de la escalera, y después de pasear una mirada investigadora por su despacho, cuando la puerta se cerró detrás de él y de su compañero, Luis XVI no aparentó reconocer al que le seguía con la chaqueta al hombro y la gorra en la mano.
—Por fin —dijo—, ya estamos solos, querido Conde; permitidme ante todo felicitaros por vuestra destreza, y daros las gracias por vuestra fidelidad.
—Y yo, señor —contestó el joven—, permitidme ofreceros mis excusas por haberme presentado a Vuestra Majestad, aunque sea en servicio, con la ropa que llevo puesta, atreviéndome a dirigirle la palabra como antes lo hice.
—Me habéis hablado como un valeroso caballero, querido Luis, y sea cual sea la forma en que lo hagáis, bien sé que bajo vuestra ropa late un corazón leal. Y ahora veamos, pues no hay tiempo que perder; todo el mundo, incluso la Reina, ignora vuestra presencia aquí; nadie nos escucha, y por lo tanto, decidme pronto con qué objeto habéis venido.
—¿No ha hecho Vuestra Majestad el honor de enviarle a mi padre un oficial de vuestra casa?
—Sí, el señor de Charny.
—Eso es; era portador de una carta…
—Insignificante —interrumpió el Rey—, y que sólo servía de introducción para comunicar el mensaje verbal.
—Ya está comunicado, señor, y para la mejor ejecución, mi padre me ha enviado a París, esperando que podría hablar a solas con Vuestra Majestad.
—¿Entonces lo sabéis todo?
—Sé que el Rey quisiera estar seguro de poder salir de Francia en un momento dado.
—Sí, y que cuenta con el marqués de Bouillé, como el hombre más capaz para secundarle en su proyecto.
—Y mi padre está a la vez muy orgulloso y agradecido por el honor que tenéis a bien dispensarle.
—Pues vamos a lo principal. ¿Qué dice del proyecto?
—Que es aventurado, que se necesitan grandes precauciones; pero que no es imposible.
—Por lo pronto —dijo el Rey—, para que el concurso del señor Bouillé tuviera toda la eficacia que su lealtad promete, ¿no convendría que a su mando en Metz se agregara el de varias provincias, y particularmente el del Franco-Condado?
—Tal es la opinión de mi padre, señor, y me felicito de que el Rey haya sido el primero en manifestarlo; el Marqués temía que Vuestra Majestad lo atribuyese a una ambición personal…
—Vamos, ¿no conozco yo el desinterés de vuestro padre? Decidme si se ha explicado con vos respecto al camino que se debe tomar.
—Ante todo, mi padre teme una cosa.
—¿Cuál?
—Que se presenten a Vuestra Majestad varios proyectos de fuga, bien por parte de España, del Imperio, o de los emigrados de Turín, y que de todos estos proyectos opuestos entre sí, hagan abortar, por algunas de esas circunstancias fortuitas que se atribuyen a la fatalidad, y que son casi siempre resultado de la envidia o de la imprudencia de los partidos.
—Amigo Luis, os prometo dejar a todo el mundo intrigar a mi alrededor; por lo pronto es una necesidad de los partidos y también de mi situación. Mientras que el espíritu de Lafayette y las miradas de la Asamblea sigan todos esos hilos, nosotros, sin más confidentes que las personas estrictamente necesarias para la ejecución del proyecto —personas todas con quienes estamos seguros de poder contar—, seguiremos nuestro camino con tanta más seguridad cuanto más misterioso sea.
—Señor, convenidos en este punto, he aquí lo que mi padre tiene el honor de proponer a Vuestra Majestad.
—Hablad —dijo el Rey, inclinándose sobre el mapa de Francia, a fin de seguir con los ojos los diferentes proyectos que el joven iba a expresar verbalmente.
—Señor, hay varios puntos por donde el Rey puede marchar.
—Sin duda.
—¿Ha hecho su elección Vuestra Majestad?
—Aún no; esperaba el consejo del señor Bouillé, y presumo que me lo traéis.
El joven hizo con la cabeza una señal, respetuosa y afirmativa a la vez.
—Hablad —dijo Luis XVI.
—Por lo pronto, tenemos Besancon, señor, cuya ciudadela ofrece un puesto muy ventajoso para reunir un ejército y dar la señal y la mano a los suizos. Estos últimos, reunidos con el ejército, podrán avanzar a través de Borgoña, donde los realistas son numerosos, y desde aquí marchar sobre París.
—El Rey hizo un movimiento de cabeza que significaba: «Preferiría otra cosa».
El joven prosiguió:
—Después tenemos Valenciennes, señor, o cualquier otra plaza de Flandes que tenga una guarnición segura. Mi padre iría en persona con las tropas de su mando, bien antes o después de la llegada del Rey.
—Luis XVI indicó con un ademán que parecía decir: «Otra cosa, caballero».
—El Rey —continuó el joven—, puede salir también por las Ardenas y la Flandes austríaca, entrando después por esta misma frontera y dirigiéndose sobre una de las plazas que el señor, de Bouillé dejaría a su mando, y donde se haría una concentración de tropas.
—Ahora os diré —replicó el Rey—, lo que me induce a preguntaros si no tenéis algo mejor que eso.
—Por último, el Rey puede ir directamente a Sedán o a Montmédy; aquí, el general, hallándose en el centro de su mando, hubiera podido satisfacer los deseos del Rey, bien quisiera salir de Francia, o ya le conviniera marchar sobre París.
—Querido Conde —dijo el Rey—, voy a explicaros en dos palabras lo que me induce a rehusar las tres primeras proposiciones, inclinándome a conformarme más bien con la cuarta. En primer lugar, Besancon está muy lejos, y de consiguiente tendría demasiadas probabilidades de ser detenido antes de llegar; Valenciennes se halla a buena distancia, y me convendría bastante, a causa del excelente espíritu de esta ciudad; pero el señor de Rochambeau, que manda en el Hainaut, es decir, a sus puertas, está entregado completamente a las ideas democráticas; y en cuanto a salir por las Ardenas y Flandes, para apelar al Austria, no me conviene, porque interviene ya en nuestros asuntos para embrollarlos, y porque no la amo; a estas horas harto tiene que hacer con la enfermedad de mi cuñado, la guerra con los turcos y la rebelión del Brabante, sin que yo aumente sus apuros por su ruptura con Francia: Además, yo no quiero salir de mi reino; cuando un Rey hace esto, no sabe nunca si volverá. Ved Carlos II, ved Jacobo II; el primero no lo consigue hasta tres años después, y el otro no regresa nunca. No, prefiero Montmédy; se halla a conveniente distancia, en el centro del mando de vuestro padre, y por lo tanto, me conviene… Decid al Marqués que mi elección está hecha, y que Montmédy es el punto que elijo para mi retirada.
—¿Está bien resuelto el Rey a emprender la fuga por aquí, o no es más que un proyecto? —se aventuró a preguntar el joven Conde.
—Querido Luis —contestó Luis XVI—, nada hay resuelto aún, y todo dependerá de las circunstancias. Si veo que la Reina y mis hijos corren nuevos peligros, como aquellos a que estuvieron expuestos en la noche del 5 al 6 de octubre, me decidiré, y decid a vuestro padre, querido Conde, que una vez tomada la determinación será irrevocable.
—Y ahora, señor —continuó el joven—, si me fuera permitido someter a la sabiduría del Rey el parecer de mi padre relativo a la manera de hacerse el viaje…
—¡Oh!, decid, decid.
—Su opinión es, señor, que se deben disminuir los peligros del viaje, repartiéndolos.
—Explicaos.
—Señor, Vuestra Majestad, por una parte, marcharía con madame Royale y madame Isabel, y por la otra, la Reina, acompañada del señor delfín… de modo que…
El Rey no dejó al señor de Bouillé concluir su frase.
—Inútil es discutir sobre este punto, querido Luis, pues en un momento solemne, la Reina y yo hemos resuelto no separarnos nunca. Si vuestro padre quiere salvarnos, que nos salve a todos o a ninguno.
El joven Conde se inclinó.
—Llegado el momento —dijo—, las órdenes del Rey se ejecutarán; pero me permitiré observar que será difícil hallar un coche bastante grande, para que Vuestras Majestades y sus augustos hijos, madame Isabel y las dos o tres personas que deben acompañarnos, puedan estar cómodamente.
—No os inquietéis por esto, querido Luis, pues se mandará construir un carruaje expresamente: ya está previsto el caso.
—Otra cosa, señor: dos caminos hay que conducen a Montmédy, y me falta preguntaros cuál de ellos prefiere Vuestra Majestad seguir, a fin de que un ingeniero de confianza pueda inspeccionarlo bien.
—Ya tenemos ese ingeniero; es el señor de Charny, muy fiel para nosotros, y que ha formado los planos de los alrededores de Chandernagor con una exactitud y un talento notables; cuantas menos personas conozcan el secreto, mejor será; y en el conde de Charny tenemos un servidor a toda prueba, inteligente y valeroso. En cuanto al camino, bien veis que la elección me preocupa; y como de antemano había optado por Montmédy, los dos caminos que a este punto conducen están señalados en el plano topográfico.
—Hay hasta tres, señor —replicó respetuosamente el conde de Bouillé.
—Sí, conozco el que va de París a Metz, el cual se deja, después de haber atravesado por Verdún, para seguir la orilla del Mosa, y el camino de Stenay, del que sólo dista Montmédy tres leguas.
—Además, tenemos el de Reims, de Isle, de Rethel y de Stenay —dijo el joven Conde con bastante viveza, para que el Rey comprendiese la preferencia que su interlocutor daba al itinerario que se debía adoptar.
—¡Ah, ah! —exclamó—, parece que es el camino que preferís.
—¡Oh!, nada de eso, señor. Dios me libre a mí, que soy casi un niño, de cargar con la responsabilidad de una opinión emitida en asunto tan grave. No, señor, no es mi parecer, sino el de mi padre, y este se fundaba en que el país que se recorre es pobre y está casi desierto; de modo que no exige tantas precauciones. Añade que el Real Alemán, el mejor regimiento del ejército, y el único tal vez que se ha conservado completamente fiel, se halla de guarnición en Stenay, y desde Isle o Rethel podría encargarse de escoltar al Rey, evitándose el peligro de hacer un considerable movimiento de tropas.
—Sí —interrumpió el Rey—; pero se pasará por Reims, donde fui consagrado, y donde el primer viajero puede reconocerme… No, querido Conde, sobre este punto está tomada ya mi decisión.
Y el Rey pronunció estas palabras con una voz tan firme, que el conde Luis no intentó siquiera combatir su resolución.
—¿De modo que el Rey está decidido?…
—Por el camino de Calons y Varennes, evitando Verdún. En cuanto a los regimientos, se escalonarán en las pequeñas ciudades situadas entre Montmédy y Châlons; tampoco habría inconveniente —añadió el Rey—, en que el primer destacamento me esperase en esta última ciudad.
—Señor —dijo el joven Conde—, cuando estemos allí podremos discutir para determinar hasta qué ciudad deben aventurarse estos regimientos; pero el Rey no ignora que en Varennes no hay caballos de posta.
—Me agrada ver que estáis tan bien informado, señor Conde —dijo el Rey sonriendo—, porque esto prueba que habéis trabajado formalmente en nuestro proyecto; pero no os inquietéis por semejante cosa, pues ya encontraremos medio para que tengan allí caballos preparados más acá o más allá de la ciudad. Nuestro ingeniero nos dirá dónde es mejor.
—Y ahora —dijo el joven Conde—, ahora que estamos casi convenidos, sírvase Vuestra Majestad permitirme que le cite, en nombre de mi padre, algunas líneas de un autor italiano, tan apropiadas a la situación en que el Rey se halla, que me dio orden de aprenderlas de memoria, a fin de repetirlas al Rey.
—Decid, caballero.
—Helas aquí: «La dilación es siempre perjudicial, y jamás hay circunstancia del todo favorable en cuantos asuntos se emprenden; de modo que quien espera hasta que se presente una ocasión completamente propicia, jamás emprenderá cosa alguna, o si lo hace, quedará con frecuencia muy mal parado». El autor es quien habla, señor.
—Sí, caballero, y ese autor es Maquiavelo; de modo que podéis estar seguro de que tendré en cuenta los consejos del embajador de la magnífica República… Pero silencio, oigo pasos en la escalera… Sin duda es Gamain quien baja, y mejor será que salgamos a su encuentro, a fin de que no nos vea ocupados en todo menos en el armario.
Al pronunciar estas palabras, el Rey abrió la puerta de la escalera secreta.
Ya era tiempo, pues el maestro cerrajero había franqueado el último escalón, y llevaba su trabajo en la mano.