Se recordará el deseo manifestado por el Rey en presencia de Lafayette y del conde de Bouillé, de tener junto a sí a su antiguo maestro Gamain, para ayudarle en una importante obra de cerrajería, habiendo añadido —y no creemos inútil consignar aquí este detalle— que no estaría de más un aprendiz para completar el terceto de cerrajeros. El número tres, agradable a los dioses, no dejó de complacer a Lafayette, y en su consecuencia dio órdenes para que el maestro Gamain y su aprendiz pudieran llegar libremente hasta la habitación del Rey, y fueran conducidos a la fragua apenas se presentasen.
En su consecuencia, no se extrañará ver, algunos días después de la conversación que hemos citado, al maestro Gamain —que no es extraño para nosotros, puesto que ya le presentamos en la mañana del 6 de octubre, vaciando una botella de Borgoña con un armero desconocido, en la taberna del puente de Sevres—; no se extrañará, decimos, ver a Gamain, acompañado de un aprendiz, presentarse, ambos con su ropa de trabajo, en la puerta de las Tullerías, y después de su admisión, a la que no se opuso dificultad alguna, pasar por delante de las habitaciones reales, subir la escalera de las guardias, y llegados a la puerta del taller de cerrajería, dar sus nombres al ayuda de cámara de servicio.
Los nombres eran: Nicolás Claudio Gamain y Luis Lacomte.
El primero era el maestro cerrajero, y el segundo el aprendiz.
Aunque no hubiera en todo esto nada muy aristocrática, apenas Luis XVI hubo oído los nombres, acudió él mismo hacia la puerta, gritando:
—¡Entrad!
—Ya estamos aquí —dijo Gamain, presentándose con la familiaridad, no tan sólo de un comensal, sino también de un maestro.
Sea que estuviese menos acostumbrado a las relaciones reales, o que su carácter le hiciera tener mayor respeto a las testas coronadas, fuera cual fuere el traje con que las veía, o el que vistiese él mismo al presentarse a ellas, el aprendiz, sin contestar a la invitación, y después de haber dejado pasar un intervalo conveniente entre la aparición del maestro Gamain y la suya, permaneció de pie, con la chaqueta debajo del brazo y la gorra en la mano, junto a la puerta que el ayuda de cámara acababa de cerrar detrás de ellos.
Por lo demás, tal vez estuviese allí mejor que en línea paralela con Gamain, para sorprender la expresión de alegría que brilló en los ojos apagados de Luis XVI, y contestar con una respetuosa inclinación de cabeza.
—¡Ah!, eres tú, querido Gamain —exclamó Luis XVI—; me alegro mucho de verte; a decir verdad, no contaba ya contigo, y creía que me hubieses olvidado.
—Y he aquí por qué —contestó Gamain—, habéis tomado un aprendiz. Me parece muy bien, y estabais en vuestro derecho, puesto que yo no me hallaba aquí; más por desgracia —añadió con una sonrisa burlona—, el aprendiz no es un maestro.
—¡Cómo ha de ser, mi pobre Gamain! —replicó el Rey—; me habían asegurado que ya no querías verme ni de cerca ni de lejos, bajo el pretexto de que temías comprometerte…
—A fe mía, señor, habéis podido reconocer en Versalles que no era muy conveniente contarse entre vuestros amigos. Yo he visto rizar junto a mí, al mismo señor Leonardo, en la taberna del puente de Sevres, dos cabezas de guardias, que hacían una mueca muy fea, por haberse hallado en vuestras antecámaras en el momento en que vuestros buenos amigos de París os hacían una visita.
La frente del Rey se nubló, mientras que el aprendiz bajaba la cabeza.
—Pero —continuó Gamain—, dicen que esto va mejor desde que habéis vuelto a París, y que ahora hacéis lo que os place con el pueblo. ¡Oh!, ¡pardiez!, no es extraño, ¡porque vuestros parisienses son tan estúpidos, y la Reina tan cariñosa cuando le place!
Luis XVI no contestó nada, pero un ligero rubor coloreó sus mejillas.
En cuanto al joven, hubiérase dicho que le hacían sufrir las familiaridades que el maestro Gamain se permitía.
Después de enjugar su frente bañada en sudor con un pañuelo demasiado fino tal vez para un aprendiz de cerrajero, se acercó.
—Señor —dijo—, ¿permite Vuestra Majestad que lo diga, cómo ha tenido el maestro Gamain el honor de presentarse ante el Rey, y cómo me encuentro yo a su lado?
—Sí, mi querido Luis —contestó el Rey.
—¡Ah!, eso es, mi querido Luis, y bien claro —murmuró Gamain…— mi querido Luis a un conocido de quince días, a un obrero, a un aprendiz… ¿Pues qué me dirán a mí, que os he puesto la lima en la mano; a mi, que soy vuestro maestro? ¡He aquí lo que es tener la lengua dorada y las manos blancas!
—Yo te diré: «Mi buen Gamain»; a este joven le llamo mi querido Luis, no porque se exprese con más elegancia que tú, lo haces, pues ya sabes que yo no soy muy dado a todas esas delicadezas; le llamo de este modo porque ha encontrado el medio de traerte a mi lado, amigo mío, cuando me aseguraban que no querías verme más.
—¡Oh!, no era yo quien no quería veros, pues al fin y al cabo, a pesar de vuestros defectos, bien sabéis que os amo; era mi esposa, la señora Gamain, la cual me repetía a cada momento: «Tienes conocidos que no te convienen, Gamain, en demasía encumbrados para ti, y en el tiempo que corremos es peligroso hablar con los aristócratas. Tenemos alguna hacienda, y es preciso cuidarse de ella; tenemos hijos que deben educarse, y si el Delfín quiere aprender la cerrajería a su vez, que se dirija a otros del oficio, pues no hay pocos en Francia».
Luis XVI miró al aprendiz, y ahogando un suspiro, tanto de burla como de melancolía, contestó:
—Sí, seguramente que no faltan cerrajeros en Francia, pero no como tú.
—Eso es lo que manifesté al maestro, señor, cuando me presenté en su casa de parte vuestra —interrumpió el aprendiz—; yo le dije: «Sabréis, maestro, que el Rey se dispone a construir una cerradura secreta; necesitaba un auxiliar, le hablaron de mí, y me admitió, lo cual no es poco honor…; pero el trabajo que hace es muy delicado. Respecto a la cerradura, todo se hizo bien mientras que tan solo se trató del paño, del palastro y de los gatillos, pues todos saben que tres de estos, de forma de cola de golondrina en el reborde, bastan para sujetar sólidamente el paño al palastro; pero cuando fue cuestión del pestillo, el obrero se vio apurado…».
—Ya lo creo —dijo Gamain—, el pestillo es el alma de la cerradura.
—Y la obra maestra en cerrajería cuando está bien hecha —dijo el aprendiz—, pero hay pestillo de pestillo: le tenemos firme, de báscula, para impulsar la media vuelta, y de piñón. Pues bien, supongamos ahora una llave perforada cuyo paletón esté dividido por una plancha con su canal, un repliegue sencillo y otro doble por dentro, y dos ruedecillas provistas de un falce inclinado en el interior, ¿qué pestillo se necesitaría para esta llave? He aquí dónde nos hemos detenido…
—El hecho es que no todos podrán salir del paso —dijo Gamain.
—Precisamente, y de ahí por qué —continuó— he acudido a vos, maestro. Cada vez que el Rey estaba apurado —decía con un suspiro—: «¡Ah!, ¡si Gamain estuviese aquí!». Entonces dije al Rey: «¡Pues enviad a buscarle, y veámosle trabajar!». Pero el Rey contestaba: «¡Inútil, mi pobre Luis, Gamain me ha olvidado!». «¡Olvidar a Vuestra Majestad un hombre que ha tenido el honor de trabajar en vuestra compañía… esto es imposible!…». Entonces dije al Rey: «Voy a ir en busca de ese maestro de los maestros y maestro de todos», a lo cual me contestó Vuestra Majestad: «Puedes ir, pero no le traerás contigo». Yo aseguré que lo conseguiría, y me marché. ¡Ah!, señor, yo no sabía de qué tarea se me encargaba, ni con qué hombre iba a dar. Por lo pronto, cuando me presenté a él como aprendiz, me sometió a un examen, más severo que si se tratara para mí de ingresar en la Escuela Militar de cadetes; después, por fin, me quedo en su casa, y al día siguiente me aventuro a decirle que voy de parte vuestra. Esta vez, creí que iba a ponerme en la puerta, tratándome, entre otras cosas, de espía, por más que le asegurara que iba de parte vuestra; todo fue inútil, y solamente cuando le aseguré que habíamos comenzado los dos una obra de cerrajería que no podíamos concluir, prestó alguna atención, pero sin que esto le decidiese. Dijo que era un lazo que sus enemigos le tendían, y, en fin, hasta ayer, cuando le di los veinticinco luises que Vuestra Majestad me entregó para él, no se ablandó, contestándome: «¡Ah, ah!, ¡esto podría ser verdaderamente de parte del Rey!… Pues bien, ¡sea!, añadió, mañana iremos; quien no se arriesga, no pasa el mar». Toda la tarde mantuve al maestro en estas buenas disposiciones, y esta mañana le dije: «Ahora preciso será marchar». Aún opuso alguna dificultad, mas al fin se decidió. Le puse el mandil, le di un bastón, le hice salir, tomamos después el camino de París, y henos aquí.
—Sed bien venidos —dijo el Rey, dando gracias con una mirada al joven, a quien parecía haber costado mucho componer en el fondo, y sobre todo en la forma, el relato que se acaba de leer, tanto como el maestro Gamain escribir un discurso de Bossuet o un sermón de Fléchier—. Y ahora, amigo Gamain —añadió el Rey—, como al parecer tienes prisa, no perdamos el tiempo.
—Precisamente iba a decir lo mismo —contestó el maestro—, pues he prometido a mi señora estar de vuelta esta noche. Veamos ahora esa famosa cerradura.
El Rey puso en manos de Gamain el objeto, construido en sus tres cuartas partes.
—¿Pues no hablabas de una cerradura que se abre por ambos lados? —preguntó Gamain volviéndose hacia el aprendiz—. Esta es una cerradura de cofre; veamos… no funciona bien… pues será preciso vencer su resistencia.
Y Gamain trató de hacer dar vuelta a la llave.
—¡Ah!, ¡ya lo he conseguido! —exclamó.
—¿Has hallado el defecto, amigo Gamain? —preguntó el Rey.
—¡Pardiez!
—Veamos en qué consiste.
—¡Ah!, es muy fácil. Mirad; la guarda de la llave engancha perfectamente en el diente mayor que describe bien la mitad de su círculo, pero después, como no está cortada en bisel, no escapa por sí sola, y aquí se halla la dificultad…
Luis XVI y el aprendiz se miraban, como maravillados de la ciencia de Gamain.
—Pues la cosa es muy sencilla —dijo el maestro estimulado por esta admiración tácita—, y yo no comprendo cómo lo habéis olvidado. Es preciso, señor, que hayáis pensado, desde que dejasteis de verme, en una infinidad de cosas frívolas que os han hecho perder la memoria. Hay tres dientes, uno grande y dos pequeños, uno de cinco líneas y dos de dos… ¿no es así?
—Ciertamente —contestó el Rey, siguiendo con interés le demostración de Gamain.
—Pues bien, apenas la llave haya soltado el diente mayor, es preciso que pueda abrir el pestillo que acaba de cerrar, ¿no es verdad?
—Sí —dijo el Rey.
—Entonces será necesario que pueda enganchar en sentido inverso el segundo diente en el momento de soltar el primero.
—¡Ah!, sí —dijo el Rey.
—¡Ah!, sí —replicó Gamain con tono socarrón—. Pues bien, ¿cómo queréis que la pobre llave funcione si el intervalo entre el diente mayor y el menor no se iguala con el grueso de la guarda, dejando un poco más de libertad?
—¡Ah!
—¡Ah! —repitió Gamain—. Aunque seáis Rey de Francia, y por más que digáis: «¡Yo quiero!», la guarda menor contesta: «¡Yo no quiero!». Y con esto se acabó. Es como cuando disputáis con la Asamblea, que siempre es la más fuerte.
—¿Y sin embargo —preguntó el Rey—, no hay recurso, maestro?
—¡Pardiez!, siempre le hay. Basta cortar el primer diente en bisel, socavar el espaldón en una línea, separar por un espacio de cuatro el primer diente del segundo, y poner a la misma distancia el tercero que forma parte del tacón y se detiene en el picolete, con lo cual quedará todo bien.
—Pero —observó el Rey—, para hacer todos estos cambios, bien se empleará un día de trabajo, amigo Gamain.
—¡Oh!, sí, un día de trabajo para otro; pero a mí me bastarían dos horas, por supuesto, dejándome solo y sin aburrirme con observaciones… Gamain por aquí… Gamain por allá. Por lo tanto, que me dejen solo; la fragua me parece estar bien provista de útiles, y dentro de dos horas… si la obra se refresca convenientemente —añadió Gamain sonriendo—, podéis volver con la seguridad de encontrar el trabajo concluido.
Lo que Gamain pedía era lo que el Rey deseaba, pues de este modo tendría ocasión de hablar a solas con el aprendiz. Sin embargo, aparentó poner dificultades.
—Pero ¿y si necesitáis alguna cosa, pobre Gamain?
—Si necesito algo, llamaré al ayuda de cámara, y con tal que tenga orden de darme lo que yo le pida… esto es cuanto necesito.
El Rey se dirigió a la puerta.
—Francisco —dijo al abrirla—, permaneced aquí. Ahí está Gamain, mi antiguo maestro cerrajero, que se ocupa en corregir un trabajo mal hecho; le daréis todo cuanto necesite, y sobre todo una o dos botellas de Burdeos.
—Si por efecto de vuestra bondad, señor, quisierais recordar que prefiero el Borgoña… ese diablo de Burdeos me parece agua tibia.
—¡Ah!, sí, es cierto… lo olvidaba —dijo Luis XVI sonriendo—, aunque hemos trincado más de una vez juntos, amigo Gamain… Traeréis Borgoña, Francisco, y del mejor, de Volnay.
—¡Bien —exclamó Gamain!, pasándose la lengua por los labios—, recordaré ese nombre.
—Te hace venir el agua a la boca, ¿eh?
—No habléis de agua, señor; no sé para qué puede servir esta, como no sea para templar el hierro; pero los que la han empleado para otro uso, no le dieron su debida aplicación… El agua, ¡uf!…
—Pues no tengas cuidado; mientras que estés aquí no oirás hablar de agua, y por temor que al uno o al otro se nos escape esta palabra, te dejamos solo; cuando hayas concluido, envíanos aviso y volveremos.
—¿Y qué pensáis hacer entre tanto?
—Trabajar en el armario a que se destina esa cerradura.
—Esa es la obra que os conviene. ¡Que vaya bien!
—¡Buen ánimo! —contestó el Rey.
Y Luis XVI salió con el aprendiz Luis Lecomte, o el conde Luis, como lo preferirá sin duda el lector, a quien suponemos bastante perspicaz para haber reconocido en el falso compañero al hijo del marqués de Bouillé.