Pocos minutos faltaban para la media noche, cuando un hombre, desembocando por la calle Real en la de San Antonio, siguió esta última hasta la fuente de Santa Catalina, detúvose un instante detrás de la sombra que proyectaba, para asegurarse de que no era espiado, tomó luego la especie de callejuela que conducía al palacio de San Pablo, y llegado aquí penetró en la calle del Rey de Sicilia, oscura y del todo desierta; después, acortando el paso a medida que se acercaba al extremo de aquella, entró algo vacilante en la de la Cruz Blanca, donde se detuvo, inquieto al parecer, delante de la verja del cementerio de San Juan.
Aquí, como si sus ojos temieran ver salir a un espectro de la tierra, esperó, enjugando con la manga de su uniforme de sargento el sudor que corría por su frente.
En efecto, en el mismo instante en que comenzaban a dar las doce de la noche, algo como una sombra apareció de pronto deslizándose a través de los cipreses; esa sombra se acercó a la verja, y un instante después, al crujir la llave en la cerradura, se pudo ver que el espectro, si en realidad lo era, no tan sólo tenía la facultad de salir de su tumba, sino también la de salir después del cementerio.
Al oír aquel crujido, el exento retrocedió.
—¡Hola!, señor de Beausire —dijo la voz burlona del Conde—, ¿no me reconocéis ya, o habéis olvidado nuestra cita?
—¡Ah!, sois vos —dijo Beausire respirando como hombre cuyo corazón se alivia de un peso—, tanto mejor: Esas malditas calles son tan oscuras y desiertas que no se sabe si valdría más encontrar algún alma viviente que andar solo.
—¡Bah! —dijo Cagliostro—, ¿acaso podéis temer vos algo a ninguna hora del día o de la noche? No me haréis creer eso, siendo un hombre tan valeroso que lleva la espada al costado. Por lo demás, traspasad la verja y estaréis tranquilo, pues tan sólo me encontraréis a mí.
Beausire accedió a la invitación, y la cerradura que había rechinado al abrirse la puerta delante de él, produjo otra vez el sonido para cerrarse detrás.
—¡Bien! —dijo Cagliostro—, ahora seguid ese sendero, señor Beausire, y a veinte pasos de aquí veréis una especie de palacio ruinoso, en cuyo pórtico estaremos perfectamente para hablar de nuestros asuntos.
Beausire se dispuso a obedecer a Cagliostro, pero después de vacilar un instante, preguntó:
—¿Dónde diablos veis un sendero? Yo no veo más que zarzas que me desgarran los tobillos, y hierbas que suben hasta mis rodillas.
—La verdad que este cementerio es uno de los peor conservados que conozco; pero esto no tiene nada de extraño, pues debéis saber que apenas se entierra aquí más que a los condenados que sufrieron la pena de muerte en la Greve, y con esos pobres diablos no se tienen tantos miramientos. Sin embargo, apreciable señor de Beausire, aquí yacen los restos de hombres verdaderamente ilustres; si fuese de día, podríais ver el sitio donde está enterrado Bouteville Montmorency, decapitado por haberse batido en duelo; el caballero de Rohan, decapitado por delito de conspiración contra el gobierno; el conde de Horn, a quien aplicaron el tormento de la rueda por haber asesinado a un judío; a Damiens, descuartizado por haber querido matar a Luis XV; y, en fin, ¡qué sé yo cuántos más! ¡Oh!, hacéis mal en murmurar del cementerio de San Juan, señor de Beausire, pues si está mal conservado, en cambio tiene habitantes notables.
Beausire siguió a Cagliostro paso a paso, con tanta regularidad como un soldado de la segunda fila acostumbra a seguir a su jefe.
—¡Ah! —exclamó Cagliostro deteniéndose de improviso, de tal modo, que Beausire, que no esperaba aquella detención súbita, le tocó con el vientre en la espalda—, mirad aquí una tumba fresca; es la de vuestro cofrade Fleur-d’Epine, uno de los asesinos del panadero Francisco. Ya sabéis que lo ahorcaron ocho días hace, por decreto del Châtelet, y esto debe interesaros, señor de Beausire, pues era, como vos, un antiguo sargento y un verdadero reclutador.
Los dientes de Beausire castañetearon; parecíale que las zarzas entre las cuales andaba, eran otras tantas manos ganchudas que salían de la tierra para cogerle de las piernas, a fin de hacerle comprender que el destino había señalado aquel lugar para que durmiera en el sueño eterno.
—¡Ah! —exclamó de pronto Cagliostro, deteniéndose cerca de una especie de ruina—, ya hemos llegado.
Y sentándose sobre un resto de aquella, indicó a Beausire una piedra que estaba junto a él.
Ya era hora, pues las piernas del antiguo exento vacilaban de tal manera, que más bien que sentarse se dejó caer sobre la piedra.
—Vamos, ya que ahora podemos hablar cómodamente sin que nadie nos oiga —dijo Cagliostro—, explicadme lo que ha pasado esta noche bajo las arcadas de la Plaza Real. La sesión debió ser interesante.
—A fe mía —replicó Beausire—, os confieso, señor Conde, que en este momento tengo la cabeza un poco aturdida, y a la verdad, creo que los dos ganaríamos si tuvierais a bien interrogarme.
—Sea —contestó Cagliostro—, soy buen príncipe, y con tal que llegue a saber lo que deseo, poco me importa la forma. ¿Cuántos erais en las arcadas de la Plaza Real?
—Seis, incluso yo.
—Seis, incluso vos, señor de Beausire. Veamos si son los hombres que yo pienso. En primer lugar vos; esto es indudable.
Beausire exhaló un suspiro, indicando que le habría sido preferible la duda.
—Me hacéis mucho honor —dijo—, al comenzar por mí, habiendo tan grandes personajes a mi lado.
—Amiguito observo los preceptos del Evangelio, el cual me dice: «Los primeros serán los últimos». En tal caso, estos resultarán ser naturalmente los primeros. Procedo, pues, según el Evangelio. En primer lugar vos, ¿no es así?
—Precisamente.
—Además se hallaba allí vuestro amigo Tourcaty, ¿no es cierto?
—Sí —contestó Beausire—, allí estaba Tourcaty.
—Además, un buen realista llamado Marquié, exsargento de guardias franceses, ahora subteniente de una compañía del centro.
—Efectivamente.
—Además, el señor de Favras…
—Sí, el señor de Favras.
—Después el hombre enmascarado.
—También es verdad.
—¿Podéis darme algún informe sobre ese enmascarado señor de Beausire?
El antiguo exento miró a Cagliostro con tal fijeza, que sus ojos parecían encenderse en la oscuridad.
—Pero —dijo—, ¿no es verdad que?…
Y se detuvo, como si temiera cometer un sacrilegio si decía más.
—Concluid —dijo Cagliostro.
—¿No es verdad que?…
—¡Vamos! ¿Tenéis algún nudo en la lengua, apreciable señor de Beausire? Cuidado con esto, porque los nudos de la lengua se producen a veces en el cuello, y como entonces son corredizos, ofrecen más peligro.
—Pero al fin —replicó Beausire, acosado en sus últimos atrincheramientos, ¿no es el señor?…
—¿El señor qué?
—El señor… el hermano del Rey.
—¡Ah!, apreciable señor Beausire, que el marqués de Favras, a quien interesa hacer creer que está asociado con un príncipe de la sangre en este asunto diga que el enmascarado es el hermano del Rey, es cosa que se concibe, pues quien no sabe mentir, no sabe conspirar; pero que vos y vuestro amigo Tourcaty, dos reclutadores, es decir, dos hombres acostumbrados a tomar la medida de su prójimo por pies, por pulgadas y por líneas, se dejen engañar así, no es nada probable.
—En efecto —contestó Beausire.
—El hermano del Rey mide cinco pies, tres pulgadas y siete líneas —prosiguió Cagliostro—, y el enmascarado tiene cerca de cinco pies, seis pulgadas.
—Es verdad —dijo Beausire—, y ya había pensado en ello; pero si no es el hermano del Rey, ¿quién puede ser?
—¡Ah!, me enorgullecería mucho, señor de Beausire —dijo Cagliostro—, poder revelaros alguna cosa, cuando creía que me la comunicaríais vos.
—Pues entonces —dijo el exento, que poco a poco recobraba su estado normal a medida que entraba en la realidad—, pues entonces, señor Conde, vos sabéis quién es ese individuo. —¡Pardiez!
—¿Sería indiscreción preguntaros?…
—¿Su nombre? —Beausire indicó un movimiento de cabeza, que esto era lo que deseaba.
—Decir un nombre es siempre cosa grave, señor de Beausire, ya la verdad preferiría que lo adivinaseis.
—¿Adivinar?… Quince días hace que busco.
—¡Ah!, porque nadie os ayuda.
—Ayudadme, señor Conde.
—No deseo otra cosa. ¿Conocéis la historia de Edipo?
—Sí, pero mal, señor Conde. Vi representar una vez la obra en el teatro de la Comedia Francesa, y hacia el final del cuarto acto tuve la desgracia de dormirme.
—¡Diablo! Siempre os desearé tales desgracias, amiguito.
—Bien veis, sin embargo, que hoy me perjudica esto.
—Pues bien, voy a deciros en dos palabras quién era ese Edipo. Le conocí niño aún, en la corte del rey Polibio[9], y viejo ya, en la del rey Admeto[10], por lo cual podéis muy bien creer lo que os digo, tanto como si os lo hubieran dicho Esquilo, Sófocles, Séneca, Corneille y Voltaire, que han oído hablar mucho del personaje, pero que no han tenido la ventaja de conocerle.
Beausire hizo un movimiento como para pedir a Cagliostro que explicase su extraña pretensión de haber conocido a un hombre, muerto hacía tres mil seiscientos años. Pero sin duda pensó que no valía la pena interrumpir al narrador por tan poca cosa, y reprimió su impuso, haciendo un ademán que significaba: «Adelante, ya escucho».
Y en efecto, como si no hubiese notado nada, Cagliostro continuó:
—Decía, pues, que he conocido a Edipo. Le habían pronosticado que debía ser el asesino de su padre y el esposo de su madre. Ahora bien, creyendo que Polibio era el autor de sus días, le abandonó sin decir nada y marchó a la Fócida[11]. En el momento de emprender el viaje, le aconsejé que en vez de tomar el gran camino de Daulis a Delfos, tomase por la montaña un camino que yo conocía; pero se empeñó en seguir su itinerario, y como yo no podía decirle con qué fin le daba mi consejo, todas mis exhortaciones para hacerle desistir de su propósito fueron inútiles. De esta tenacidad resultó lo que yo había previsto. En la confluencia del camino de Delfos a Tebas, se encontró con un hombre seguido de cinco esclavos; iba en su carro, y este obstruía el camino; todo se hubiera podido arreglar si aquel hombre hubiera consentido en separarse un poco a la izquierda y Edipo a la derecha; pero cada cual quería mantenerse en el centro. El hombre del carro tenía un carácter colérico, y Edipo tenía poca paciencia; los cinco esclavos se precipitaron para escudar a su amo; pero cayeron unos tras otros, y poco después su amo sufrió la misma suerte. Edipo pasó por encima de los seis cadáveres, y entre ellos estaba el de su padre.
—¡Diablo! —exclamó Beausire.
—Después Edipo siguió por el camino de Tebas, donde se elevaba el monte Fición, y en un sendero más estrecho aún que aquel en que Edipo mató a su padre, un extraño animal que vivía en su caverna; tenía alas de águila, cabeza y pechos de mujer y cuerpo y garras de león.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó Beausire—. ¿Creéis, señor Conde, que existan monstruos semejantes?
—No podría afirmároslo, señor de Beausire, contestó con gravedad Cagliostro, atendido que cuando fui a Tebas por el mismo camino, mil años más tarde, en tiempo de Epaminondas, la esfinge había muerto. En suma, en la época de Edipo vivía aún, y una de sus manías era permanecer en medio del camino, para proponer un enigma a los que pasaran, y devorarlos si no podían adivinar la palabra. Ahora bien, como la cosa duraba ya hacía más de tres siglos, los viajeros escaseaban cada vez más y la esfinge tenía los dientes muy largos. Apenas vio a Edipo, fue a situarse en medio del camino, y levantando la pata, a fin de hacer una señal al joven para que se detuviera, díjole: «Viajero, yo soy la esfinge». «¿Y qué?» —preguntó Edipo—. «Has de saber que el destino me ha enviado a la tierra para proponer un enigma a los mortales; sino le adivinan, me pertenecen; si le adivinan, yo debo morir, y me precipitaré en el abismo donde hasta ahora arrojé los cadáveres de todos aquellos que tuvieron la desgracia de encontrarme en su camino». Edipo dirigió una mirada al fondo del precipicio, y le vio blanqueado por las osamentas. «Está bien —contestó entonces el joven—, ¿cuál es el enigma?». «Hele aquí —dijo el monstruo—: ¿Qué animal es el que anda con cuatro patas por la mañana, con dos al mediodía, y con tres por la noche?». Edipo reflexionó un momento, y después, con una sonrisa que no dejó de inquietar a la esfinge, preguntó: «¿Y si adivino, te precipitarás por tu propio impulso en el abismo?». «Es la ley», contestó la esfinge. «Pues bien —contestó Edipo—, ese animal es el hombre».
—¿Cómo el hombre? —interrumpió Beausire, interesándose en la conversación como si se tratase de un hecho contemporáneo.
—¡Sí, el hombre! El hombre, que en su infancia, es decir, en la mañana de su vida, anda apoyándose en pies y manos; en la edad madura, es decir, a mediodía, anda con sus dos pies; y por la noche, es decir, en su vejez, se apoya en un báculo.
—¡Ah! —exclamó Beausire—, es muy cierto. ¡Diablo de esfinge!
—Sí, apreciable señor Beausire, pero se precipitó de cabeza en el abismo, y habiendo tenido la lealtad de no servirse de sus alas, lo cual podrá pareceros tal vez una necedad, se destrozó la cabeza sobre las rocas. En cuanto a Edipo, prosiguió su marcha, llegó a Tebas, encontró a Jocasta, viuda, y casóse con ella, cumpliéndose así la profecía del oráculo, de que mataría a su padre y se casaría con su madre.
—Pero, en fin, señor Conde —dijo Beausire—. ¿Qué analogía encontráis entre la historia de Edipo y la del enmascarado?
—¡Oh!, muy grande… esperad. Por lo pronto, habéis deseado conocer su nombre.
—Sí.
—Y yo os he dicho que iba a proponeros un enigma; ciertamente que yo soy de mejor pasta que la esfinge, y que no os devoraré si tenéis la desgracia de no adivinar; pero fijad la atención, pues voy a levantar la pata: ¿Quién es el señor de la corte que es nieto de su padre, hermano de su madre y tío de su hermana?
—¡Ah!, ¡diablo! —exclamó Beausire entregándose a una meditación no menos profunda que la de Edipo.
—Veamos, buscad, señor Beausire —dijo Cagliostro.
—Ayudadme un poco, señor Conde.
—De la mejor gana… Os he preguntado que si conocíais la historia de Edipo.
—Me habéis hecho este honor.
—Ahora pasaremos de la historia pagana a la historia sagrada. ¿Conocéis la anécdota de Loth?
—¿Con sus hijas?
—Precisamente.
—¡Ya lo creo que la conozco! Pero esperad… ¡bali…!, sí… lo que se decía del rey Luis XV y de su hija la señora Adelaida…
—Os quemáis, señor Beausire.
—Entonces, el hombre enmascarado sería…
—Cinco pies, seis pulgadas.
—¡El conde Luis!…
—¡Vamos!
—El conde Luis de…
—¡Chist!
—Pero, puesto que decís que no hay aquí más que muertos…
—Sí; pero en sus tumbas crece la hierba, mejor que en otras partes; y si esta hierba, como las cañas del rey Midas… ¿conocéis la historia del rey Midas?
—No, señor Conde.
—Os la referiré otro día; por el pronto volvamos a la nuestra.
Y recobrando su gravedad, añadió:
—¿Decíais, pues?…
—Dispensad, yo creía que erais vos quien me interrogaba.
—Tenéis razón.
Y mientras que Cagliostro preparaba su pregunta, Beausire murmuraba: «¡El nieto de su padre, el hermano de su madre, y el tío de sus hermanas… pues ha de ser el conde Luis de Nar…!».
—¡Atención! —dijo Cagliostro.
Beausire se interrumpió en su monólogo y escuchó.
—Ahora que ya no nos queda ninguna duda acerca de los conjurados, bien vayan con careta o sin ella, pasemos al objeto de la trama.
Beausire hizo con la cabeza un ademán como indicando que estaba dispuesto a contestar.
—El objeto de la gran conspiración es llevarse al Rey, ¿no es verdad?
—En efecto, de esto se trata.
—¿Y conducirle a Perona?
—Sí, a Perona.
—¿Cuáles son los medios?
—¿Pecuniarios?
—Sí, por lo pronto estos.
—Tienen dos millones.
—Prestados por un capitalista genovés, ¿no es así? Conozco al banquero. ¿No hay otros?
—No, que yo sepa.
—Bien, en cuanto al dinero; pero no basta este, se necesitan hombres.
—El señor de Lafayette ha dado su consentimiento para que se forme una legión, a fin de ir en auxilio del Brabante, que se rebela contra el Imperio.
—¡Oh! Reconozco al bueno de Lafayette en eso —murmuró Cagliostro, y añadió en voz alta:
—Sea, se formará una legión; pero esto no es suficiente para llevar a cabo semejante proyecto; se necesita un ejército.
—Se tendrá.
—¡Ah! Veamos ese ejército.
—Se reunirán mil doscientos caballos en Versalles; deben emprender la marcha el día señalado, a las once de la noche, y llegarán a París a las dos de la madrugada en tres columnas.
—¡Bueno!
—La primera entrará por la verja de Chaillot, la segunda por la de Roule, y la tercera por la de Grenelle. Esta última matará al general de Lafayette; la que entre por la verja de Chaillot, hará lo mismo con Necker, y por último, la que penetre por la barrera de Roule, dará muerte al señor Bailly.
—¡Bueno! —repitió Cagliostro.
—Dado el golpe se clavan los cañones, las fuerzas se concentran en los Campos Elíseos, y se marcha sobre las Tullerías que están con nosotros.
—¿Cómo con nosotros? ¿Y la guardia nacional?
—Aquí es donde debe obrar una columna; reunida con una parte de la guardia asalariada, cuatrocientos suizos y trescientos conjurados de provincias, se apoderan, gracias a las inteligencias que allí tenemos, de las puertas exteriores e interiores; se entra en la habitación del Rey, gritando: «¡Señor, el arrabal de San Antonio está en plena insurrección… un coche os espera… es preciso huir!». Si el Rey consiente, la cosa marchará por sí sola, y si no, se le conduce por la fuerza a San Dionisio.
—¡Bueno!
—Allí hay veinte mil hombres de infantería a los que se unirán la legión del Brabante, los cuatrocientos suizos, los trescientos conjurados, y los diez, veinte o treinta mil realistas reclutados en el camino; de este modo se conduce al Rey a Perona por fuerza.
—¡Cada vez mejor! ¿Y qué se hace en Perona, apreciable señor de Beausire?
—En Perona se encuentran veinte mil hombres que llegan al mismo tiempo de la Flandes marítima, de Picardía, de Artois, de Champaña, de Borgoña de Lorena, de Alsacia, y del Cámbresis; de modo que se está en tratos para reunir veinte mil suizos, doce mil alemanes y doce mil sardos, los cuales, reunidos con la primera escolta del Rey, formarán un efectivo de ciento cincuenta mil hombres.
—¡Bonita cifra! —dijo Cagliostro.
—En fin, con esas fuerzas se marcha sobre París, y se intercepta la parte baja y alta del río para cortar los víveres; París hambriento capitulará; la Asamblea nacional será disuelta, y se repondrá al Rey, verdadero Rey entonces, en el trono de sus padres.
—¡Amén! —dijo Cagliostro.
Y levantándose, añadió:
—Apreciable señor Beausire, tenéis una conversación de las más agradables; pero con vos sucede lo que con los grandes oradores: que cuando lo han dicho todo ya no tienen nada que decir, pues supongo que no habéis omitido nada…
—No, señor Conde, al menos por ahora.
—Pues entonces, señor de Beausire buenas noches; cuando necesitéis otros diez luises, siempre a título de donativo, id a buscarme a Bellevue.
—¿Y preguntaré allí por el señor conde de Cagliostro?
—¡Oh!, no, pues nadie sabría daros razón. Preguntad por el barón Zannone.
—¡El barón Zannone! —exclamó Beausire—. Este es el nombre del banquero genovés que dio los dos millones, a cambio de letras, al hermano del Rey.
—Es posible —dijo Cagliostro.
—¿Cómo que es posible?
—Sí, porque yo hago muchos negocios, y este se habrá confundido con los demás; por eso no lo recordaba bien al principio, mas ahora pienso en ello.
Beausire estaba asombrado ante aquel hombre que olvidaba así negocios de dos millones y comenzaba a creer que, aunque solamente fuera bajo el punto de vista pecuniario, más valía servir al prestamista que al que empeñaba.
Pero como este asombro no llegaba hasta el punto de hacerle olvidar el sitio donde se hallaba, apenas vio a Cagliostro dar los primeros pasos hacia la puerta, Beausire recobró el movimiento y siguió al Conde con un paso tan ajustado al suyo, que al verlos andar así, casi tocándose el uno al otro, hubiérase dicho que eran dos autómatas movidos por el mismo resorte.
Solamente en la puerta, y cuando la verja se hubo cerrado, los dos cuerpos parecieron separarse de una manera visible.
—Y ahora —preguntó Cagliostro—, ¿por cuál lado os vais, señor de Beausire?
—¿Y vos?
—En dirección contraria a la vuestra.
—Yo voy al Palacio Real, señor Conde.
—Y yo a la Bastilla, señor Beausire.
Con esto, separáronse los dos hombres; el primero saludando al Conde con una profunda reverencia, y este haciendo lo mismo con una ligera inclinación de cabeza. Los dos desaparecieron casi al punto en medio de la oscuridad, Cagliostro por la calle del Temple, y Beausire por la de la Barrene.