Después de pronunciadas las amables frases del Conde, siguióse una pausa durante la cual Cagliostro se adelantó hasta el centro de la habitación, paseando después una mirada en torno suyo, sin duda para apreciar la situación moral, y sobre todo pecuniaria, de los antiguos conocidos, hacia los cuales le conducían inopinadamente aquellos manejos terribles y subterráneos de que él era el centro.
El resultado de aquella ojeada, tratándose de un hombre tan perspicaz como el Conde, no podía dejar la menor duda.
Un observador común hubiera adivinado lo que era verdad, es decir, que aquella pobre gente no tenía más que su última moneda de veinticuatro sueldos.
De las tres personas a quienes había sorprendido la aparición del Conde, la primera que rompió el silencio fue aquella a quien su memoria no recordaba más que los recientes hechos, y a la que por lo tanto no remordía la conciencia cosa ninguna.
—¡Ah!, caballero, qué desgracia —exclamó el niño Santos—, he perdido mi luis.
Nicolasa abría ya la boca para aclarar los hechos; pero reflexionando que su silencio valdría tal vez un segundo luis al niño, y que entonces se lo apropiaría ella, se calló.
Nicolasa no se había engañado.
—¿Has perdido tu luis, pobre niño? —dijo Cagliostro—. Pues bien, he aquí dos, y procura no perderlos esta vez.
Y sacando de una bolsa, cuya redondez encendió las miradas codiciosas de Beausire, otros dos luises de oro, los puso en la manita del niño.
—Toma, mamá —dijo el pequeño Santos, corriendo hacia Nicolasa—, uno para ti y otro para mí.
Y el niño compartió su tesoro con la madre.
Cagliostro había notado la insistencia con que la mirada del falso sargento seguía su bolsa, la cual acababa de abrir para dar paso a las cuarenta y ocho libras, en las diversas evoluciones que había hecho desde su salida del bolsillo hasta su entrada en él.
Al ver que el objeto desaparecía en las profundidades de la casaca del Conde, el amante de Nicolasa exhaló un suspiro.
—¿Seguís siendo siempre melancólico, señor de Beausire? —preguntó Cagliostro.
—¿Y vos siempre millonario, señor Conde?
—¡Ah! Vos que habéis sido uno de los más grandes filósofos que conocí, tanto en los últimos siglos como en la antigüedad, debéis conocer el axioma que fue celebrado en todas las épocas. «El dinero no constituye la felicidad». Yo os he conocido relativamente rico.
—Sí —contestó Beausire—, es cierto; he poseído hasta cien mil francos.
—Es posible; pero en la época en que yo os encontré, os habíais comido ya cuarenta mil francos, poco más o menos, de modo que tan sólo os quedaban sesenta mil, suma que, según reconoceréis, era bastante redonda para un antiguo exento.
Beausire suspiró por segunda vez.
—¿Qué son sesenta mil libras —dijo—, comparadas con las sumas de que vos disponéis?
—Como depositario, señor de Beausire, pues si contáramos bien, me parece que vos seríais San Marcos y yo el pobre, y que os veríais obligado, para que no me helase de frío, a darme la mitad de vuestra capa. Pues bien, apreciable señor de Beausire, ¿recordáis las circunstancias en que os encontré? Entonces teníais, como ya he dicho, unas sesenta mil libras en vuestro bolsillo, y yo os pregunto si erais con esto más feliz.
Beausire dejó escapar un tercer suspiro que podía tomarse por una queja.
—Vamos, contestad —insistió Cagliostro—. ¿Querríais cambiar vuestra posición actual, aunque no poseáis sino ese pobre luis que habéis cogido a vuestro hijo?…
—¡Caballero! —interrumpió el antiguo exento.
—No nos enfademos; señor de Beausire; ya nos indispusimos una vez, y os visteis obligado a ir a buscar a la calle vuestra espada, que había saltado por la ventana. ¿Lo recordáis?… Vamos, ya veo que sí —continuó el Conde al ver que Beausire no contestaba—. Siempre sirve de algo tener memoria. Pues bien, vuelvo a preguntároslo: ¿Quisierais cambiar vuestra posición actual, aunque sólo poseáis el pobre luis escamoteado a vuestro hijo —esta vez las palabras pasaron sin protesta—, por la situación precaria de la que ha contribuido a libraros?
—No, señor Conde —contestó Beausire—; en efecto, tenéis razón, no cambiaría, ¡ay de mí! En aquella época yo estaba separado de mi querida Nicolasa.
—Y además, ligeramente acosado por la policía, con motivo de aquel asunto de Portugal… ¿Y que diablos resultó al fin de aquel negocio, señor Beausire?… Me parece recordar que fue muy sucio.
—Cayó al agua, señor Conde —contestó Beausire.
—¡Ah! Tanto mejor, porque debía inquietaros mucho; pero no contéis demasiado con el olvido, porque hay en la policía individuos que son muy buenos buzos, y por turbia o profunda que sea el agua, siempre es más fácil de pescar un asunto feo que una hermosa perla.
—En fin, señor Conde, excepto la miseria a que nos vemos reducidos…
—Seríais feliz; de modo que os bastarían mil luises para que vuestra dicha fuese completa.
Los ojos de Nicolasa brillaron; los de Beausire despedían fuego.
—De este modo —exclamó el segundo—, y si tuviéramos mil luises, es decir, veinticuatro mil libras, compraríamos un terreno; con la mitad de la suma, me proporcionaría una modesta renta para nosotros, y yo me haría labrador.
—Como Cincinnatus…
—Mientras que Nicolasa se dedicaría exclusivamente a la educación de nuestro hijo.
—Como Cornélie… ¡Diablo!, señor Beausire, no solamente sería esto ejemplar, sino hasta conmovedor. ¿No esperáis ya ganar esa suma en el negocio que os ocupa en este momento?
Beausire se estremeció.
—¿De qué negocio habláis? —preguntó.
—De aquel en que pasáis por sargento de guardias; de aquel que os hace acudir a una cita esta noche en las arcadas de la Plaza Real.
Beausire palideció al oír esto.
—¡Oh!, señor Conde —exclamó, uniendo las manos con ademán suplicante.
—¿Qué?
—¡No me perdáis!
—¡Bien!, no comencéis a divagar. ¿Acaso soy yo teniente de policía para perderos?
—¿Lo ves? —exclamó Nicolasa—. ¡Bien te decía yo que te enredabas en un mal negocio!
—¡Ah! ¿Le conocéis vos también, señorita Leguay?
—No, caballero, pero, es que… cuando Beausire me oculta alguna cosa, es porque tiene algo de malo. En cuanto a mí, puedo estar tranquila.
—Pues bien, por lo que toca a lo de que hablo, señorita Leguay, os engañáis, porque se trata de un negocio excelente.
—¡Ah!, veo que también lo juzgáis así —exclamó Beausire—. El señor Conde es caballero, y comprende que toda la nobleza se interesa…
—Para que salga bien, es cierto; mas por su parte, todo el pueblo se interesa igualmente para que fracase. Ahora bien, si queréis creerme, señor de Beausire, y comprended que os doy un consejo de verdadero amigo, no toméis parte en favor de la nobleza ni del pueblo.
—Pues, ¿por quién la he de tomar?
—Por vos.
—¿Por mí?
—¡Claro está! —exclamó Nicolasa—; bastante has pensado en los otros, y tiempo es ya de que pienses en ti.
—Ya lo oís —dijo Cagliostro—, vuestra compañera habla como San Juan Pico de Oro. Recordad bien una cosa, señor Beausire, y es que todo negocio tiene dos aspectos, uno bueno y otro malo; puede ser favorable para unos y desfavorable para los otros; pero cualquiera que fuere, no puede ser malo ni bueno tampoco para todo el mundo; tan sólo se trata de tomar el negocio por la mejor parte.
—¡Ah, ah!, parece que yo no he sabido elegir la buena…
—No del todo, señor Beausire, no; falta mucho para que así sea, y hasta añadiré que si os empeñáis, esta vez no arriesgaréis el honor, ni tampoco la fortuna, sino la vida… Sí, probablemente os ahorcarían.
—Caballero —contestó Beausire, tratando de aparentar serenidad mientras que enjugaba el sudor que corría por su frente—, no se ahorcará a un caballero.
—Es verdad; mas para que os cortasen la cabeza, apreciable señor Beausire, sería necesario presentar vuestras pruebas de nobleza, lo cual sería tal vez un poco largo, lo bastante para cansar al tribunal, que podría muy bien dar orden para que os ahorcaran provisionalmente. Sabido esto, me diréis que cuando la causa es buena, poco importa el suplicio. «El crimen es lo vergonzoso, no el cadalso, como ha dicho un gran poeta».
—Sin embargo —balbuceó Beausire, cada vez más espantado—. Sí, vais a decirme que no estáis lo bastante aferrado a vuestras opiniones, para sacrificar por ellas la vida.
—¡Diablo!, lo comprendo así, pues «no se vive más que una vez», como dice otro poeta no tan célebre como el primero, pero que podría muy bien tener razón.
—Señor Conde —replicó al fin Beausire—, he observado, durante las pocas relaciones que tuve el honor de mantener con vos, que tenéis una manera de hablar de las cosas, que haríais erizar los cabellos de un hombre tímido.
—¡Diablo!, no es tal mi intención —dijo Cagliostro—; y además, vos no sois hombre tímido.
—No —contestó Beausire—, pero hay ciertas circunstancias…
—Sí, ya comprendo; aquellas, por ejemplo, en que se tiene detrás el presidio, por cuestión de robo, y delante la horca, por crimen de lesa nación, como se llamaría hoy un crimen que, yo lo supongo, tendría por objeto contribuir a la fuga del Rey.
—¡Caballero, caballero! —exclamó Beausire aterrado.
—¡Infeliz! —dijo Oliva—. ¿Cifrabas en esto tus sueños dorados?
—Yo no iba del todo descaminado, apreciable señorita —replicó el Conde—; pero como ya he manifestado hace poco, todas las cosas tienen su lado bueno y su lado malo, el uno iluminado y el otro oscuro; el señor de Beausire ha incurrido en el error de elegir este último, y más vale que desista: a esto se reduce todo.
—¿Es tiempo aún? —preguntó Nicolasa.
—¡Oh!, ciertamente.
—¿Qué debo hacer, señor Conde? —preguntó Beausire.
—Suponed una cosa —dijo Cagliostro reflexionando.
—¿Cuál?
—Suponed que vuestra fama fracasa; suponed que los cómplices del hombre enmascarado y del hombre del capote oscuro, sean detenidos; suponed, y es preciso hacer suposiciones en el tiempo en que vivimos, que se les condena a muerte… ¡Dios mío!, se absolvió a Besenval y a Augeard, y por lo mismo, ya veis que todo se puede suponer… Figuraos que esos cómplices son condenados a morir, y no os impacientéis porque suponga tanto, pues pronto llegaremos al fin; imaginaos que sois uno de esos cómplices, que tenéis la cuerda al cuello, y que os dicen, en contestación a vuestras quejas, pues en semejante caso, por valeroso que sea un hombre, siempre se lamenta poco o mucho, ¿no es cierto?
—Concluid, señor Conde, os lo suplico, pues ya me parece que me estrangulan.
—¡Pardiez!, ¡nada tiene de extraño, puesto que os supongo con la cuerda al cuello! Pues bien, figuraos que vienen a deciros: «¡Ah!, ¡pobre señor Beausire, la culpa es vuestra!».
—¿Cómo? —preguntó Beausire.
—¡Hola!, ya veis que de una suposición en otra llegamos a la realidad, puesto que me contestáis a mí como si ya os vierais en el caso.
—Lo confieso.
—«Pues bien, os contestaría la voz, no tan sólo podríais escapar de una mala suerte, que os tiene en sus garras, sino obtener mil luises, con los cuales podríais comprar la pequeña casita rodeada de bosque, donde deseáis vivir con la señorita Oliva y el niño Santos, disfrutando de una renta de quinientas, libras, que os habríais proporcionado con los doce mil que no se empleen en la compra de la casa… Esto sería vivir como antes digisteis, cual buen cultivador, que llevaría zapatillas en verano y zuecos en invierno; mientras que en vez de ese encantador horizonte, veis delante de vos la plaza de Greve, con dos o tres infames horcas, la más alta de las cuales os alarga su brazo. ¡Uf!, mi pobre señor de Beausire, ¡qué fea perspectiva!».
—Pero, en fin, ¿cómo hubiera yo podido escapar de esa mala suerte, ganando los mil luises que asegurarían mi tranquilidad, la de Nicolasa y la de mi hijo?
—Vos preguntaréis eso, ¿no es verdad? «Nada más fácil, contestaría la voz, a dos pasos de vos teníais al conde de Cagliostro…». «Yo le conozco, contestaríais, es un señor extranjero, que vive en París por su gusto, y que se aburre cuando le faltan noticias». «Ese mismo, diría la voz, y os bastaba ir a buscarle y decirle: señor Conde…».
—¡Pero yo no sabía dónde habitaba —exclamó Beausire—, ni tampoco si estaba en París, ni si era vivo!
—«Por eso, apreciable señor de Beausire, os contestaría la voz, por eso ha ido él a buscaros, y desde el momento en que lo hizo, convenid en que ya no teníais excusa. Pues bien, bastaba decirle: “Señor Conde: bien sé que sois muy aficionado a noticias”, y yo las tengo muy frescas. “Caballero, el hermano del Rey conspira”». “¡Bah!…”. “Sí, con el marqués de Favras”. «¡No es posible!”. “Si tal; sé lo que digo, puesto que soy uno de los agentes del marqués”. “¿De veras? ¿Y cual es el objeto de la trama?”. “Llevarse al Rey y conducirle a Perona. Y ahora, señor Conde, para distraeros, voy a deciros, hora por hora, minuto por minuto si es necesario, cómo está el asunto en este momento”. Entonces, amigo mío, el Conde, que es un caballero generoso, os habría contestado: “¿Queréis realmente hacer eso, señor de Beausire?”. “Sí”. “Pues bien, como todo trabajo merece recompensa, si cumplís la palabra dada, ahí tengo en un rincón veinticuatro mil libras que me proponía emplear en una obra benéfica; pero a fe mía que las daré por satisfacer este capricho. El día en que se lleven al Rey, o en que el señor de Favras sea cogido, vendréis a buscarme, y a fe de caballero, se os entregará dicha suma, como se os entregan diez luises, no como adelanto, sino como donativo”».
Al pronunciar estas palabras, como un actor que repite su papel, el Conde sacó de su bolsillo la pesada bolsa, introdujo en ella el pulgar y el índice, y con una destreza que revelaba su costumbre en este ejercicio, cogió exactamente diez luises, ni más ni menos; mientras que por su parte Beausire, preciso es hacerle esta justicia, adelantaba la mano para recibirlos.
Cagliostro retiró suavemente la mano.
—Dispensad, señor de Beausire —dijo—, creo que estábamos haciendo suposiciones.
—Sí —replicó Beausire, cuyos ojos brillaban como ascuas—; pero ¿no habéis dicho, señor Conde, que de suposición en suposición llegaríamos al hecho?
—¿Hemos llegado acaso?
Beausire vaciló un momento.
Apresurémonos a decir que no era la honradez ni la fidelidad a la palabra dada, ni tampoco la conciencia, lo que motivaba esta vacilación. Aunque lo afirmáramos, nuestros lectores conocen demasiado bien al señor de Beausire para darnos crédito.
No; era el simple temor de que el Conde no cumpliese su promesa.
—¡Mi apreciable señor de Beausire —dijo el Conde—, bien veo lo que pasa en vos!
—Sí —contestó Beausire—, tenéis razón, señor Conde; vacilo en vender la confianza que un noble caballero ha puesto en mí.
Y elevando los ojos al cielo, movió la cabeza, como si quisiera decir:
—¡Ah!, ¡esto es muy duro!
—No, no es eso —replicó Cagliostro—, y veo en vos una nueva prueba de la verdad de aquella frase del sabio: «¡El hombre no se conoce a sí propio!».
—¿Y qué será pues? —preguntó Beausire, algo aturdido por la facilidad con que el Conde sabía leer hasta en lo más profundo de los corazones.
—Es porque teméis que después de prometeros los mil luises, no quiera dároslos.
—¡Oh!, señor Conde…
—Y es natural; yo soy el primero en decíroslo; pero os ofrezco una garantía.
—¡Una garantía! El señor Conde no la necesita seguramente.
—Sí, una garantía que responderá de mí en todo.
—¿Y cuál es? —preguntó Beausire con timidez.
—Nicolasa Oliva Leguay.
—¡Oh! —exclamó Nicolasa—, si el señor Conde os promete, es como si ya lo tuviésemos en nuestro poder.
—Ya veis, caballero, lo que es cumplir escrupulosamente las promesas que se hacen. Cierto día que la señorita se hallaba en la situación en que ahora os encontráis, es decir, un día en que era muy buscada por la policía, le ofrecí un asilo en mi casa. La señorita vacilaba, temiendo sin duda por su honor; pero yo le di mi palabra, y a pesar de todas las tentaciones que debí sufrir, como vos comprenderéis mejor que nadie, la cumplí, señor de Beausire. ¿No es verdad, señorita?
—¡Oh!, en cuanto a eso —exclamó Nicolasa— lo juro por el pequeño Santos.
—¿Creéis, pues —preguntó el Conde—, que cumpliré la palabra con el señor de Beausire, respecto a darle veinticuatro mil libras el día en que el Rey haya emprendido la fuga, o aquel en que el señor de Favras sea detenido? Esto, sin contar que deshago el nudo corredizo que os estrangulaba ahora, y que ya no tendréis que pensar en la cuerda ni en la horca, cuando menos por causa de este asunto. No respondo de ninguna otra cosa, pero entendámonos bien, pues hay vocaciones…
—Señor Conde —contestó Nicolasa—, para mí es como si el notario hubiese venido ya.
—Pues bien, apreciable señorita —dijo Cagliostro, alineando sobre la mesa los diez luises que no había soltado aún—, haced que pase vuestra convicción al señor de Beausire, y asunto concluido.
Y con la mano hizo una señal a Beausire, para que consultase un momento con Nicolasa.
La conversación no duró más de cinco minutos; pero justo es decir que durante este tiempo fue de las más animadas.
Entretanto, Cagliostro miraba a la luz de la vela el cartón picado, y hacía movimientos de cabeza como para saludar a un antiguo conocido.
—¡Ah, ah! —exclamó—, esta es la famosa martingala de Low, que sin duda habéis encontrado. Yo perdí un millón con esta martingala.
Y dejó con indiferencia el objeto sobre la mesa.
Esta observación de Cagliostro reanimó mucho más el diálogo entre Nicolasa y Beausire.
Este último pareció decidirse al fin.
Se dirigió a Cagliostro con la mano extendida, como hombre que quiere concluir un pacto indisoluble. Pero el Conde retrocedió, frunciendo el ceño.
—Señor de Beausire —dijo—, entre caballeros, la palabra basta; tenéis la mía, y por tanto dadme la vuestra.
—A fe de Beausire, señor Conde, es cosa convenida.
—Esto basta —dijo Cagliostro.
Y sacando del bolsillo de su chaleco un reloj, en el cual se veía el retrato del rey Federico de Prusia, enriquecido con brillantes, añadió:
—Son las nueve menos cuarto, señor Beausire, y a las nueve en punto sois esperado en las arcadas de la Plaza Real, por la parte del Palacio Sully; tomad estos diez luises, guardadlos en vuestro bolsillo, poneos la casaca, ceñid la espada, atravesad el puente de Nuestra Señora, y seguid la calle de San Antonio: no conviene que hagáis esperar.
Beausire no se hizo repetir la orden; guardó los diez luises en el bolsillo, se puso la casaca y ciñóse la espada.
—¿Dónde encontraré al señor Conde?
—En el cementerio de San Juan… si os place… Cuando se quiere hablar de asuntos semejantes a esté, sin que nadie lo oiga, más vale hacerlo entre los muertos que entre los vivos.
—¿Y a qué hora?
—Apenas estéis libre: el primero que llegue esperará al otro.
—¿Tiene algo que hacer el señor Conde? —preguntó Beausire con inquietud al ver que Cagliostro no se disponía a seguirle.
—Sí —contestó el Conde—, tengo que hablar con la señorita Nicolasa.
Beausire hizo un movimiento.
—¡Oh!, no tengáis cuidado, señor de Beausire; respeté su honor cuando era joven, y con mucha más razón la respetaré siendo madre de familia. Vamos, salid, señor de Beausire.
Beausire dirigió a Nicolasa una mirada que parecía decirle:
—«¡Señora de Beausire, sed digna de la confianza que tengo en vos!».
Y abrazando tiernamente al niño Santos, saludó al Conde con un respeto mezclado de inquietud, y salió en el momento en que el reloj de Nuestra Señora daba los tres cuartos para las nueve.