Capítulo XXXIII

En la misma tarde del día en que el señor de Bouillé había tenido el honor de ser recibido por la Reina primeramente y después por el Rey, entre cinco y seis, ocurría, en el último piso de una casita vieja, sucia y oscura, de la calle de la Judería, una escena, a la cual haremos asistir a nuestros lectores, si nos lo permiten.

En su consecuencia, partiendo con ellos desde la entrada del puente de Cambio, bien al apearse de su carroza o de su coche de plaza, según que tengan seis mil libras al año para pagar un cochero, dos caballos y el vehículo, o tan sólo treinta sueldos para darlos diariamente por un simple coche de plaza, seguiremos con nuestros lectores el puente de Cambio, y después de penetrar en la calle de la Peletería, pasaremos a la de la Judería, deteniéndolos al fin frente a la tercera puerta de la izquierda.

Bien sabemos que la vista de esta puerta —que los inquilinos de la casa no se toman ni siquiera la molestia de cerrar, pues tan libres se creen de toda tentativa nocturna de los señores ladrones—, no tiene mucho atractivo; pero ya hemos dicho que necesitamos las personas que habitan las buhardillas de aquella casa, y como no vendrán a vernos, es preciso, lector, o querida lectora, que vayamos a visitarlas.

Asegurad bien los pies durante la marcha, para no resbalar en el barro viscoso que cubre el suelo del negro y oscuro pasadizo en que penetramos, y estrechemos nuestras ropas contra el cuerpo, para que ni siquiera se roce con las paredes de la escalera húmeda y grasosa que hay en el fondo del pasadizo, semejante a los pedazos de una serpiente mal unidos. Después será necesario acercar a nuestras narices un frasquito de esencias o un pañuelo perfumado a nuestra cara, para que el más sutil y más aristócrata de nuestros sentidos, el olfato, escape cuanto sea posible del contacto de ese aire cargado de ázoe que se respira a la vez por la boca, por la nariz y por los ojos. Luego nos detendremos en el tercero y último tramo, frente a la puerta en que la mano inocente de un joven dibujante ha trazado concretas figuras que a primera vista se podrían tomar por signos cabalísticos, y que no son sino desgraciados ensayos en el arte sublime de Leonardo de Vinci, de los Rafael y de los Miguel Ángel.

Una vez allí, miraremos, si lo tenéis a bien, a través del agujero de la cerradura, para que podamos, querido lector, o amada lectora, reconocer, si tenéis buena memoria, los personajes que vamos a encontrar. Por lo demás, si no los reconocéis a la simple vista, bastará aplicar vuestro oído a la puerta para escuchar. Entonces será muy difícil, por poco que hayáis leído nuestro libro El Collar de la Reina, que el oído no venga en auxilio de la vista, pues nuestros sentidos se completan unos con otros.

Digamos primeramente lo que se ve mirando por el orificio de la cerradura.

El interior de la habitación, que indica la miseria, está ocupado por tres personas; un hombre, una mujer y un niño.

El hombre podrá tener cuarenta y cinco años, y aparenta diez más; la mujer, de unos treinta y cuatro, representa cuarenta, y el niño, de cinco, no parece tener más: aún no ha podido envejecer dos veces.

El hombre viste un antiguo uniforme de sargento de los guardias franceses, uniforme venerado desde el 14 de julio, día en que aquellos se unieron al pueblo para andar a tiros con los alemanes del señor de Lámbese y los suizos del señor Besenval.

En la mano tiene una baraja completa, desde el as, con el dos, el tres y el cuatro de cada color, hasta el rey; está ensayando por centésima o milésima vez acaso una martingala infalible, y a su lado reposa un cartón con tantos agujeros como estrellas hay en el cielo.

Hemos dicho reposa, y nos apresuramos a corregir: esta palabra es muy impropia, empleada para este cartón, pues el jugador —parece incontestable que se trata de uno— le atormenta de continuo, consultándole de cinco en cinco minutos.

La mujer lleva un antiguo vestido de seda, y en ella la miseria es tanto más terrible cuanto que ha conservado algunos restos de lujo. Tiene los cabellos levantados en forma de penca, sirviéndole de adorno único un peine de cobre, dorado en otro tiempo; sus manos están escrupulosamente limpias, y a fuerza de aseo han conservado, o más bien adquirido, cierto aspecto aristocrático; las uñas, que el señor de Taverney llamaba de cuerno, en su brutal realismo, han sido redondeadas hábilmente hacia la punta; y, en fin, unas zapatillas que han perdido ya su color, y que estando bordadas en otro tiempo de oro y seda presentan ahora marcadas señales de su vejez, bailan en los pies de la mujer, mal cubiertos por las medias rotas.

En cuanto al rostro, como ya hemos dicho, es el de la mujer de los treinta y cuatro a treinta y cinco años, que si estuviera artísticamente arreglado a la moda del tiempo, podría permitir a su dueña suponerse esa edad, a la que, durante un lustro, como dice el abate de Celle, y hasta dos, las mujeres se aferran con afán —veintinueve años— pero que sin el colorete y el blanquete, y por lo tanto, sin ningún medio posible de ocultar los pesares y las miserias, acusan cuatro o cinco años más de los que se cuentan en realidad.

Por lo demás, por desnudo que esté aquel rostro, hace meditar al verle, y sin poder contestarnos, por atrevido que sea el vuelo de la imaginación, el observador vacila en franquear semejante distancia y se pregunta en qué palacio dorado, en qué carroza de seis caballos, en medio de qué lujo real se ha visto un rostro resplandeciente del que este no es más que un pálido reflejo.

El niño, de cinco años como ya hemos dicho, tiene los cabellos rizados cual un querubín, las mejillas redondeadas como una manzana, los ojos diabólicos de su madre, la boca glotona de su padre, y la pereza y los caprichos de ambos.

Viste un resto de traje de terciopelo nacarado, y mientras come una rebanada de pan que el tendero de la esquina ha cubierto de confitura, arregla los restos de un viejo cinturón tricolor con los bordes de cobre, en el fondo de un sombrero viejo de fieltro de color gris perla.

La habitación está iluminada por una vela cuyo pabilo es enorme, que tiene por candelero una botella vacía, y que si bien alumbra al hombre de la baraja, deja el resto del aposento en una semioscuridad.

Sentado esto, y como la inspección a la simple vista no nos ha enseñado nada, escuchemos.

El niño es el primero en romper el silencio, tirando por encima de su cabeza la rebanada de pan, que cae al pie de la cama, compuesta de un solo colchón.

—Mamá —dice el niño—, no quiero más pan y confitura… ¡Qué asco!

—Pues bien, ¿qué quieres, Santos?

—Quiero una barrita de azúcar piedra.

—¿Oyes tú, Beausire? —pregunta la mujer.

Y como ve que, absorto en sus cálculos, el hombre no contesta, repite en voz alta:

—¿Oyes lo que dice este pobre niño?

El mismo silencio.

Entonces, elevando el pie a la altura de la mano y cogiendo su zapatilla, se la arroja a las narices al calculador.

—¡Eh, Beausire! —le grita.

—¿Qué hay? —pregunta este con un tono muy marcado de mal humor.

—Hay, que Santos pide una barrita de azúcar, porque no quiere más confitura. ¡Pobre niño!

—Ya se la daremos mañana.

—¡La quiero hoy, la quiero esta tarde, la quiero ahora mismo! —grita el niño con un tono lastimero que anuncia las lágrimas.

—Santos, amiguito mío —dice el padre—, te aconsejo que estés callado, o tendrás que habértelas conmigo.

Santos profiere un grito, arrancado más bien por el capricho que por el espanto.

—¡Pega a tu hijo si te atreves, borracho, y te las habrás conmigo! —exclama la madre, alargando hacia Beausire aquella blanca mano que, gracias a los cuidados de su propietaria para afilar las uñas, podría muy bien convertirse en una garra.

—Y ¿quién diablos trata de tocar al niño? Bien sabes que es mi manera de hablar, señora Oliva, y que si de vez en cuando se vapulean las ropas de la madre, siempre se ha respetado la blusa del niño… ¡Vamos, ven a abrazar a este pobre Beausire, que dentro de ocho días será rico como un rey; vamos, aquí, Nicolasilla!

—Cuando seas rico como un rey, amiguito mío, tiempo habrá para abrazarte; pero de aquí a entonces, nada de eso.

—Pero, puesto que te digo que es como si tuviera aquí un millón, compláceme en lo que te pido, y con esto tendremos suerte: el panadero nos fiará.

—¡Un hombre que maneja millones y pide fiado un pan de cuatro libras!

—¡Yo quiero la barrita de azúcar! —gritó el niño con un tono cada vez más amenazador.

—Vamos, hombre de los millones, da el azúcar al niño.

Beausire hizo un movimiento como para introducir la mano en el bolsillo, pero esta se detuvo antes de recorrer la mitad de su camino.

—Vamos —dijo—, bien sabes que te he dado ayer la última moneda de veinticuatro sueldos.

—Puesto que tienes dinero, madre —dijo el niño volviéndose hacia la mujer, a la que el respetable señor de Beausire acababa de llamar sucesivamente Oliva y Nicolasa—, dame un sueldo para ir a comprar el azúcar.

—Ahí tienes dos, niño malo —dijo la madre—, y cuidado con caer al bajar la escalera.

—Gracias, madrecita —contestó el niño, saltando de alegría mientras que presentaba la mano.

—Vamos, ven aquí para que te arregle el cinturón y el sombrero, tunante, a fin de que no se diga que el señor Beausire deja a su hijo andar por las calles desarreglado, cosa que a él le importa poco, porque no tiene cariño a nada, pero que a mí me hace morir de vergüenza.

Santos sentía deseos, a riesgo de lo que pudieran decir los vecinos del presunto heredero de la casa Beausire, de abstenerse del sombrero y el cinturón, cuya utilidad no había reconocido sino cuando excitaba la admiración de los otros niños por su brillo y su frescura; pero como estas dos prendas eran una de las condiciones que imponía la moneda de dos sueldos, era preciso que el joven matamoros pasara por esto, a pesar de su repugnancia.

Se consoló poniendo la moneda de dos sueldos bajo las narices de su padre, antes de salir; pero este, absorto en sus cálculos, limitóse a sonreír por aquella encantadora travesura.

Después oyó un paso furtivo, casi apresurado por la golosina, perdiéndose en la escalera.

La mujer, después de seguir con la vista a su hijo hasta que la puerta se cerró tras él, fijó la mirada en el padre y díjole, después de una pausa:

—¡Hola!, señor de Beausire, será preciso que vuestra inteligencia nos saque de la mísera posición en que nos hallamos, pues de lo contrario deberé apelar a la mía.

Y pronunció estas últimas palabras con un gracioso ademán, como mujer a quien su espejo le hubiera dicho por la mañana: «¡Puedes estar tranquila; con ese rostro no se muere una de hambre!».

—Por eso, Nicolasilla —replicó el señor Beausire—, ya ves que me ocupo de esto.

—Sí, barajando las cartas y picando cartones.

—¡Pero no te digo que ya lo he hablado!…

—¿El qué?

—Mi martingala.

—¡Bueno! Ya volvemos a comenzar. Beausire, os advierto que voy a buscar de memoria entre mis conocidos antiguos, para ver si no habrá alguno que tenga suficiente influencia para haceros encerrar como loco en Charenton.

—¡Pero si te digo que es infalible!

—¡Ah!, ¡si el señor de Richelieu no hubiera muerto! —murmuró la mujer a media voz.

—¿Qué dices?

—¡Que si el señor de Richelieu no estuviera arruinado!

—¿Cómo?

—¡Y si la señora de la Motte no hubiese huido!

—¿Qué más?

—Encontraría recursos y no me vería obligada a participar de la miseria de un viejo bribón como este.

Y con un ademán de reina, Nicolasa Leguay, llamada señora Oliva, señaló desdeñosamente a Beausire.

—¿Pues no te digo —repitió este último con el tono de la mayor convicción—, que mañana seremos ricos?

—¿A millones?

—¡Sí, a millones!

—Señor de Beausire, mostradme los diez primeros luises de oro de vuestros millones, y entonces creeré lo demás.

—Pues bien, esta noche veréis esos primeros diez luises de oro; precisamente es la suma que me han prometido.

—¿Y me los darás, mi pequeño Beausire? —preguntó con viveza Nicolasa.

—¡Oh!, te daré cinco, a fin de que compres un vestido de seda para ti y un traje de terciopelo para el niño; después, con los otros cinco…

—Y bien, ¿con los otros cinco?…

—Te traeré el millón prometido.

—¿Vas a jugar otra vez, desgraciado?

—¿Pero no te he dicho que he descubierto una martingala infalible?

—¡Sí, será hermana de aquella con que te comiste las sesenta mil libras que te quedaban de aquel negocio de Portugal!

—¡Dinero mal adquirido, no aprovecha! —dijo sentenciosamente Beausire—, y siempre tuve la idea de que a la manera de obtener aquel dinero se debe nuestra desgracia.

—Me parece que esta es herencia tuya… ¿Tenías un tío que murió en América o en las Indias, y que te dejó diez luises?

—Estos diez luises, señorita Nicolasa —replicó Beausire con cierto aire de superioridad—, esos diez luises, entendedlo bien, serán ganados no tan sólo lealmente, sino también de una manera honrosa, y por una causa en la cual me hallo interesado, así como toda la nobleza de Francia.

—¿Sois acaso noble, señor Beausire? —preguntó Nicolasa con tono de mofa.

—Decid de Beausire, señorita Leguay, de Beausire —contestó este recalcando—, como consta en la partida de la iglesia de San Pablo, y firmada por vuestro servidor, Juan Bautista Toussaint de Beausire, el día en que di mi nombre al niño…

—¡Buen regalo le hicisteis! —murmuró Nicolasa.

—¡Y mi fortuna! —añadió enfáticamente Beausire.

—Si Dios no le envía otra cosa —replicó Nicolasa moviendo la cabeza—, el pobre niño puede estar seguro de pedir limosna y de morir en un hospital.

—Verdaderamente, señorita Nicolasa —replicó Beausire con aire de despecho—, esto es cosa de no poder resistir; jamás estáis contenta.

—¡Pues no resistáis! —exclamó la mujer, dando libre curso a su cólera largo tiempo contenida—. ¡Dios mío! ¿Quién os ruega que resistáis? A Dios gracias, no tenga cuidado por mi persona ni por la de mi hijo, y desde esta noche misma puedo buscar mejor suerte en otra parte.

Y Nicolasa, levantándose al decir esto, dio tres pasos hacia la puerta.

Beausire, por su parte, hizo lo mismo, y obstruyó la puerta con sus brazos.

—Pero, puesto que te dicen, mala mujer —exclamó—, que esa fortuna…

—¿Qué más? —preguntó Nicolasa.

—La tendrás esta noche, pues te repito que la martingala, aunque fuese falsa, lo cual es imposible, según mis cálculos, me haría perder solamente cinco luises, y a esto se reduce todo.

—¡Hay momentos en que cinco luises constituyen una fortuna, señor gastador! No sabéis eso, porque habéis derrochado más oro del que pesa esta casa.

—Esto prueba mi mérito, señora; si he derrochado oro, es porque lo gané, y si lo obtuve entonces, también puedo ganarlo ahora, pues hay un Dios para las personas… hábiles.

—¡Ah!, ¡cuenta con esto!

—Señorita Nicolasa, ¿seríais atea por casualidad?

Nicolasa se encogió de hombros.

—¿Seríais de la escuela de Voltaire, que niega la Providencia?

—¡Beausire, sois un necio!

—No tendría nada de extraño que, siendo hija del pueblo, tengáis semejante idea. No son las mismas de los que pertenecen a mi clase social y a mi opinión política.

—¡Señor de Beausire, sois un insolente!

—En cuanto a mí, entendedlo bien, tengo la fe; si alguno me dijera: «Tu hijo, que ha bajado para comprar una barrita de azúcar con una moneda de dos sueldos, subirá cargado con una balsa llena de oro», yo contestaría: «¡Puede ser, si es la voluntad de Dios!».

Y Beausire levantó con beatitud los ojos al cielo.

—Vamos, os digo que sois un imbécil —repuso Nicolasa.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se oyó en la escalera la voz del niño.

—¡Papá, mamá! —gritaba.

Beausire y Nicolasa escuchaban con gusto aquella voz querida.

—¡Papá, mamá! —repetía la voz acercándose cada vez más.

—¿Qué ha sucedido? —gritó Nicolasa, abriendo la puerta con una solicitud materna—. Ven hijo mío, ven.

—¡Papá, mamá! —continuó la voz, aproximándose siempre como la de un ventríloco que aparenta abrir la puerta de una cueva.

—No me sorprendería —dijo Beausire, cogiendo de aquella voz lo que tenía de alegre—, no me sorprendería que el milagro se realizase, y que el niño hubiese encontrado la bolsa de que acabo de hablar.

En aquel momento el niño aparecía en el último escalón y precipitábase en el aposento, llevando en la boca su barrita de azúcar, oprimiendo con su brazo izquierdo una bolsa de papel llena de confites, que estrechaba contra su pecho, y mostrando en su mano derecha abierta un luis de oro, que a la luz de la mísera vela brillaba como la estrella Aldebaran.

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó Nicolasa, dejando que la puerta se cerrase sola—. ¿Qué te ha pasado, hijo mío?

Y aplicaba en el rostro gelatinoso del pequeño esos besos maternales que nada repugnan, porque parecen depurarlo todo.

—Lo que hay —dijo Beausire, apoderándose diestramente del luis de oro y examinándolo a la luz de la vela, lo que hay es que el luis de buena ley vale veinticuatro libras.

Y volviéndose hacia el niño, añadió:

—¿Dónde has encontrado esto, chiquillo? Dímelo, para que yo vaya a buscar más si quedan.

—No lo encontré, papá —contestó el pequeño—; me lo han dado.

—¿Cómo que te lo han dado? —exclamó la madre.

—Sí, mamá, un caballero.

Nicolasa estuvo a punto de preguntar dónde se hallaba aquel caballero.

Pero prudente por experiencia, porque no olvidaba que Beausire era muy celoso, limitóse a repetir:

—¿Un caballero?

—Sí, mamita —contestó el niño, haciendo crujir su azúcar entre los dientes.

—¡Un caballero! —repitió a su vez Beausire.

—Sí, papaíto, un señor que entró en la tienda cuando yo estaba, y que dijo:

—Señor lonjista, ¿no es hijo de un caballero llamado Beausire el niño a quien tenéis el honor de servir en este momento?

—¿Y qué contestó el hombre, hijo mío? —preguntó el padre.

—Dijo que no sabía si era hijo de un caballero, pero que sí se llamaba Beausire. «¿Y no vive aquí cerca?», preguntó el caballero. «Sí, en esta misma casa de la izquierda, en el tercer piso». «Pues dad a este niño todas las buenas cosas que pida, yo pago», replicó el caballero. Y volviéndose hacia mí, añadió: «Toma, pequeño, aquí tienes un luis para comprar más confites, cuando te hayas comido estos». Entonces me puso el luis en la mano; el lonjista me coloco la bolsa de papel debajo del brazo, y me marché muy contento. Pero ¿dónde está mi luis?

Y el niño, que no había visto el escamoteo de Beausire, comenzó a buscar la moneda por todas partes.

—¡Torpe —dijo el padre—, lo habrás perdido!

—¡No, no! —exclamó el niño.

Esta discusión hubiera podido llegar a ser más seria, a no haber mediado un incidente que por necesidad debía poner a ella término.

Mientras que el niño, dudando aún de sí, buscaba por el suelo el luis de oro, que reposaba ya en el fondo del bolsillo de Beausire; mientras que este admiraba la inteligencia de su hijo, que acaba de manifestarse por la narración antedicha, tal vez algo mejorada por nuestra pluma; y mientras que Nicolasa, participando del entusiasmo de su amante por la disposición del pequeño, se preguntaba seriamente quién podría ser aquel caballero que daba confites y un luis de oro, la puerta se abrió poco a poco, y una voz muy dulce pronunció estas palabras:

—Buenas noches, señorita Nicolasa, señor Beausire e hijo.

Todos se volvieron hacia el lado de donde procedía la voz.

En el umbral de la puerta, y sonriendo ante aquel cuadro de familia, hallábase un hombre vestido con mucha elegancia.

—¡Ah! ¡El señor de los confites! —exclamó el pequeño Santos.

—¡El conde de Cagliostro! —dijeron a la vez Nicolasa y Beausire.

—Tenéis un niño encantador, caballero —dijo el conde—, y debéis estar muy contento por ser su padre.