En la puerta de la habitación de la Reina, los dos visitantes encontraron al ayuda de cámara del Rey, Francisco Hué, que los esperaba.
Luis XVI enviaba a decir al señor de Lafayette que, habiendo comenzado, para distraerse, una obra de cerrajería, muy importante, le rogaba que subiese a la fragua.
Esta última era la primera cosa de que se había informado el Rey al llegar a las Tullerías, y al saber que esta dependencia, tan insensiblemente necesaria para él, se había olvidado en los planos de Catalina de Mediéis y de Filiberto de Lorme, había elegido en el segundo piso, precisamente sobre su alcoba, una gran buhardilla de escalera exterior e interior, para montar allí su taller de cerrajería.
En medio de las graves preocupaciones que le habían asediado en las cinco semanas que contaba en las Tullerías, Luis XVI no había olvidado un instante su fragua. Esta era su idea fija; presidió su organización y él mismo señaló el lugar en que debían colocarse el fuelle y la bigornia, el banco y el tornillo. En fin, la fragua instalada la víspera, contenía limas redondas y planas; escarpas, martillos de pico, de cruz y otros, pendientes de sus clavos; tenazas de herrador, tenazas de cangreja, y las usadas para la lumbre, todo lo cual estaba a mano para trabajar. Luis XVI no había podido resistir más tiempo, y desde la mañana estaba entregado afanosamente a su tarea, de tanta distracción para él, y en la cual habría llegado a ser maestro si, con no poco pesar de Gamain, no hubiera habido tantos holgazanes como el señor Turgot, el señor Necker y él señor Calonne, que le distraían de su sabia ocupación hablándole, no tan sólo de Francia y de sus asuntos, lo cual se podía permitir en rigor, sino también de los negocios de Brabante, de Austria, de Inglaterra, de América y de España.
Esto explica, cómo el Rey Luis XVI, en el primer afán de su trabajo, en vez de bajar para ver al señor de Lafayette, rogó a este que tuviera la bondad de subir.
Después de haberse dejado ver del comandante en jefe de la guardia nacional, en su debilidad de Rey, tal vez no le desagradaba presentarse a él en su majestad de cerrajero.
Como para conducir a los visitantes a la fragua real el ayuda de cámara no había juzgado conveniente atravesar las habitaciones y hacerles subir por la escalera particular, el señor de Lafayette y el conde Luis dieron la vuelta por los corredores, a fin de subir por la escalera pública, lo cual era tomar el camino más largo.
De esta desviación de la línea recta resultó que el conde Luis tuvo tiempo para reflexionar. Y así lo hizo.
Por halagado que estuviera de la buena acogida que acababa de dispensarle la Reina, no podía desconocer que no era esperado por ella. Ninguna palabra de doble sentido, ningún ademán misterioso, le había dado a entender que la augusta prisionera, como ella pretendía serlo, tuviese conocimiento de la misión de que estaba encargado, ni contase de ningún modo con él para salir de su cautividad. Por lo demás, esto correspondía bien con lo que Charny había dicho acerca del secreto que el Rey no quería confiar a nadie, ni aún a la Reina, respecto a la misión de que le había encargado.
Por grato que hubiera sido para el conde Luis ver de nuevo a la Reina, era evidente que no era cerca de esta donde debía buscar la solución de su mensaje.
A él le correspondía estudiar si en la acogida del Rey, en sus palabras o en sus ademanes, no reconocía alguna señal comprensible para él sólo, la cual le indicase que Luis XVI estaba mejor informado que el señor de Lafayette acerca de las causas de su viaje a París.
En la puerta de la fragua, el ayuda de cámara se volvió, y como ignoraba el nombre del señor de Bouillé, preguntóle:
—¿A quién anunciaré?
—Anunciad al general en jefe de la guardia nacional; tendré el honor de presentarme yo mismo a Su Majestad.
—El señor general en jefe de la guardia nacional —dijo en alta voz el ayuda de cámara.
El Rey se volvió.
—¡Ah, ah! —exclamó—. ¿Sois vos, señor de Lafayette? Dispensadme por haberos hecho subir hasta aquí; más el cerrajero os asegura que sois bien venido a esta fragua; un carbonero, decía a mi abuelo Enrique IV: «El carbonero es dueño en su casa»; yo os digo: «General, sois dueño en la habitación del cerrajero, lo mismo que en la del Rey».
Luis XVI comenzaba, pues, la conversación de igual manera, poco más o menos, que María Antonieta.
—Señor —contestó el general—, en cualquier circunstancia que tenga el honor de presentarme ante el rey, sea cual fuere el traje y el lugar con que me reciba, Su Majestad será siempre el soberano, y aquel que le ofrece en este momento sus humildes respetos, será siempre su fiel y leal servidor.
—No lo dudo, Marqués; pero veo que no estáis solo… ¿Habéis cambiado de ayudante de campo, y ocupa este joven oficial el puesto del señor Gouvion, o de vuestro hijo Romeuf?
—Este joven oficial, señor, y pido a Vuestra Majestad permiso para presentársele, es mi primo, el conde Luis de Bouillé, capitán de dragones del señor de Provenza.
—¡Ah, ah! —exclamó el Rey, sin poder reprimir un ligero estremecimiento que el joven notó—, ¡ah!, sí, será el conde Luis de Bouillé, hijo del marqués de este apellido, comandante en Metz.
—El mismo, señor —contestó con viveza el joven Conde.
—¡Ah!, señor Conde, dispensadme por no haberos reconocido; soy corto de vista… ¿Hace mucho tiempo que habéis salido de Metz?
—Cinco días, señor, y hallándome en París sin licencia oficial de mi padre, he venido a solicitar de mi pariente, el señor Lafayette, el honor de ser presentado a Vuestra Majestad.
—¡Del señor de Lafayette! Bien habéis hecho en proceder así, pues nadie podía presentaros mejor que él a cualquiera hora, y de nadie podía ser la presentación tan agradable para mí.
La frase a cualquier hora, indicaba que el señor de Lafayette conservaba el derecho de entrar cuando le pareciera, derecho concedido en Versalles.
Por lo demás, las pocas palabras pronunciadas por Luis XVI, habían bastado para indicar al joven Conde que debía estar alerta; y la pregunta ¿hace mucho tiempo que habéis salido de Metz?, significaba: «¿Habéis salido de Metz después de la llegada del conde de Charny?».
La contestación del mensajero debió informar lo bastante al Rey: «Cinco días, señor, y hallándome en París sin licencia especial, aunque con permiso especial de mi padre», pues con esto quería decir. «Sí, señor, he visto al conde de Charny, y mi padre me ha enviado a París para entenderme con Vuestra Majestad, a fin de tener la certidumbre de que el Conde se ha presentado de vuestra parte».
El señor de Lafayette dirigió una curiosa mirada en torno suyo: muchos habían penetrado en el gabinete del Rey, en la sala de su consejo, en la biblioteca, y hasta en su oratorio; pero muy pocos habían obtenido el insigne favor de que se les admitiera en la fragua, donde el Rey se convertía en aprendiz, y donde el verdadero soberano era el maestro Gamain.
El general observó el perfecto orden con que estaban colocados todos los útiles, lo cual no tenía nada de extraño, puesto que desde por la mañana, solamente el Rey estaba en la fragua.
Hué le había servido de aprendiz, tirando del fuelle.
—¿Y Vuestra Majestad —dijo Lafayette, sin saber apenas de qué asunto podría tratar con un Rey que le recibía con las mangas de la camisa arremangadas, la lima en la mano y el mandil de cuero delante—, ha emprendido una obra importante?
—Sí, general, la gran obra en este arte: ¡una cerradura! Os digo lo que hago, para que si el señor Marat supiese que he vuelto a dedicarme a mi oficio, y pretendiera que fraguo llaves para Francia, podáis contestarle, caso de que le echéis la mano encima, que no es verdad. ¿No sois compañero ni maestro, señor de Bouillé? —añadió.
—No, señor; pero soy aprendiz, y si pudiera ser útil en alguna cosa a Vuestra Majestad…
—¡Ah!, es cierto, querido primo —dijo Lafayette—, ¿no era cerrajero el marido de vuestra nodriza? Y, ¿no decía vuestro padre, aunque sólo sea mediano admirador del autor del Emilio, que si hubiera de seguir respecto a vos los consejos de Juan Jacobo, os dedicaría al oficio de cerrajero?
—Así es, general, y por eso tuve el honor de contestar a Su Majestad que si necesitase un aprendiz…
—No me sería inútil, caballero —dijo el Rey—; pero lo que necesitaría sobre todo es un maestro.
—Y ¿qué cerradura construye Su Majestad? —preguntó el joven Conde con esa casi familiaridad que el traje del Rey y el sitio donde se hallaba parecía autorizar—. ¿Es una cerradura de biela, de golpe, de pestillo, de engranaje, o de qué especie?
—¡Oh, oh!, primo mío —exclamó Lafayette—, yo no sé lo que podréis hacer como hombre práctico; pero en cuanto a la teoría, parecéis estar muy al corriente, no diré del oficio, puesto que un Rey le ha ennoblecido, pero sí del arte.
Luis XVI había escuchado con visible placer la enumeración de las diferentes cerraduras que el joven caballero acababa de citar.
—No —contestó—, es sencillamente una cerradura secreta, de esas que se abren por los dos lados; pero temo haber presumido demasiado de mis fuerzas. ¡Ah!, si tuviese aún a mi pobre Gamain, él, que se titulaba maestro de maestros y maestro de todos…
—¿Ha muerto ese buen hombre, señor?
—No —contestó el Rey, dirigiendo al joven una mirada que parecía decirle que fijase la atención y que comprendiese a media palabra—, no, está en Versalles, en la calle de los Depósitos; el buen hombre no habrá osado venir a las Tullerías.
—¿Por qué, señor? —preguntó Lafayette.
—¡Por temor de comprometerse! Un Rey de Francia es muy peligroso en estos días, querido general, y la prueba es que todos mis amigos están, los unos en Londres, los otros en Coblenza, y los demás en Turín. Sin embargo, señor de Lafayette —continuó el Rey—, si no halláis inconveniente alguno en que venga con uno de sus aprendices para ayudarme un poco, le enviaré a buscar uno de estos días.
—Señor —contestó con viveza el general—, Vuestra Majestad sabe muy bien que es completamente libre de llamar a quien quiera y de ver a quien le plazca.
—Sí, mediante la condición de que vuestros centinelas registren a los visitantes, como se hace con los contrabandistas en la frontera. Tan sólo por esto, mi pobre Gamain se creería perdido, si se fuese a tomar su estuche por una cartuchera y sus limas por puñales.
—Señor, a la verdad no sé como excusarme con Vuestra Majestad; pero yo respondo a París, a Francia y a Europa, de la vida del Rey, y no podría tomar demasiadas precauciones para que esa preciosa vida esté segura. En cuanto al buen hombre de quien hablamos, el Rey puede darle por sí mismo las órdenes que le convengan.
—Está bien, y gracias, señor de Lafayette; pero no hay prisa; dentro de ocho o diez días le necesitaré —añadió mirando de reojo al señor de Bouillé, y también a su aprendiz—; entonces le enviaré a llamar por conducto de mi ayuda de cámara, Durey, que es amigo suyo.
—Y bastará que se presente, señor, para ser admitido al punto, sirviéndole su nombre de pase. ¡Dios me libre de tener la reputación de carcelero, de llavero y de conserje! Jamás estuvo el Rey más libre que ahora; y hasta venía a suplicar a Vuestra Majestad que continuara sus cacerías y sus viajes.
—¡Oh!, ¡mis cacerías, no, muchas gracias! Ya veis que por el pronto tengo otra cosa en qué pensar. En cuanto a mis viajes, esto es distinto; el último que hice de Versalles a París me curó del deseo de viajar, por lo menos con tan numeroso séquito.
Y el Rey dirigió otra mirada al conde de Bouillé, que por un ligero movimiento de los párpados hizo entender al Rey que había comprendido.
—Y ahora, caballero —dijo Luis XVI, dirigiéndose al joven Conde—, decidme si saldréis pronto de París para reuniros con vuestro padre.
—Señor —contestó el joven—, saldré de París dentro de dos o tres días, mas no para regresar a Metz. Mi abuela vive en Versalles, en la calle de los Depósitos, y debo presentarle mis respetos. Además, mi padre me ha encargado la terminación de un asunto de familia de bastante importancia, y hasta dentro de ocho o diez días no puedo ver a la persona de quien debo tomar órdenes en esta ocasión. En su consecuencia, llegarán los primeros días de diciembre antes de que me sea dado reunirme con mi padre, al menos que el Rey deseara, por algún motivo particular, que apresure mi regreso a Metz.
—No, caballero —dijo el Rey—, emplead vuestro tiempo como os parezca; id a Versalles, evacuad los asuntos que el Marqués os haya encargado, y cuando hayáis concluido, podréis volver a decirle que no le olvido, que le considero como a uno de mis más fieles servidores, y que le recomendaré a su vez al señor de Portail.
El general sonrió ligeramente al oír esta nueva alusión a su omnipotencia.
—Señor —dijo—, yo hubiera recomendado hace ya mucho tiempo a los señores de Bouillé a Vuestra Majestad, si no hubiese tenido el honor de ser pariente de ellos. Temeroso de que se dijera que pido los favores del Rey para mi familia, no he podido hacer esta justicia hasta ahora.
—Pues bien, esto viene oportunamente, señor de Lafayette; ya hablaremos de ello.
—¿Me permitirá el Rey decirle que mi padre miraría como un disfavor, y hasta como una desgracia, un ascenso que le privara del todo o en parte de los medios de servir a Vuestra Majestad?
—¡Oh!, ya se entiende, Conde —contestó el Rey—, y yo no permitiría cambiar la posición del señor de Bouillé sino para que mejorase con arreglo a sus deseos y los míos. Dejadnos arreglar esto al señor de Lafayette y a mí, e id a vuestros placeres, sin que esto os haga olvidar los asuntos. Id, señores.
Y el Rey despidió a los dos caballeros con un aire de majestad que hacía singular contraste con el traje vulgar que vestía.
Después, cuando la puerta se hubo cerrado, Luis XVI murmuró:
—Vamos, me parece que el joven me ha comprendido, y que dentro de ocho o diez días tendré al maestro Gamain y a su aprendiz para ayudarme a poner mi cerradura.