Capítulo XXXI

El señor de Lafayette y el conde Luis de Bouillé franquearon la pequeña escalera del pabellón Marsan y presentáronse en las habitaciones del primer piso, habitadas por el Rey y la Reina.

Todas las puertas se abrían ante el señor de Lafayette; los centinelas presentaban las armas, los criados se inclinaban y se reconocía al Rey del Rey, al Alcalde de palacio, como decía Marat.

El señor de Lafayette fue introducido primero en la habitación de la Reina; en cuanto al Rey, estaba en su fragua y se iba a dar aviso a Su Majestad.

Hacía tres años que el señor de Bouillé no había visto a María Antonieta.

Durante estos tres años se habían reunido los Estados generales, se había tomado la Bastilla, y habían tenido lugar las jornadas de los días 5 y 6 de octubre.

La Reina había llegado a la edad de treinta y cuatro años, «edad conmovedora, dice Michelet, que tantas veces se ha complacido en pintar Van Dyck, edad de la mujer, edad de la madre, y en María Antonieta, edad de la Reina sobre todo».

Desde aquellos tres años, la Reina había sufrido mucho de corazón y de espíritu, de amor y de amor propio. Los treinta y cuatro años se revelaban en la pobre mujer alrededor de sus ojos, por esos ligeros matices nacarados y violáceos que indican las lágrimas, las noches sin sueño, y que acusan, sobre todo, ese dolor profundo del alma incurable en la mujer, aunque sea Reina, cuando padece.

Era la edad de María Estuardo prisionera, la edad en que inspiró las más profundas pasiones; la edad en que Douglas, Mortimer, Norfolk y Babington se enamoraron de ella, sacrificándose y muriendo por ella.

La vista de aquella prisionera, aborrecida, calumniada y amenazada —el 5 de octubre demostró que estas amenazas no eran vanas—, hizo profunda impresión en el caballeresco joven Luis de Bouillé.

Las mujeres no se engañan sobre el efecto que producen y, como las reinas y los reyes tienen además la memoria más feliz para recordar los semblantes, lo cual forma en cierto modo, parte de su educación, apenas María Antonieta vio al señor de Bouillé, reconocióle, y apenas hubo fijado en él los ojos, se convenció de que tenía en su presencia un amigo.

De aquí resultó que aun antes de que el general hubiese hecho su presentación, antes de que el joven llegase al pie del diván donde estaba echada la Reina, esta se había incorporado y, como se hace con un antiguo conocido a quien se ve con gusto, un antiguo servidor, con cuya fidelidad se puede contar, exclamó:

—¡Ah!, señor de Bouillé.

Después, sin cuidarse del general Lafayette, había ofrecido la mano al joven.

El conde Luis vaciló un instante; no podía creer en semejante favor.

Sin embargo, la mano real esperaba; el Conde dobló la rodilla y besó aquella.

La pobre Reina cometía una falta, e incurrió en otras muchas semejantes; sin este favor, el señor de Bouillé hubiera sido siempre su partidario y, por este favor, concedido al joven Conde delante de Lafayette, que jamás había obtenido semejante honor, la Reina determinaba su línea de conducta, resintiendo al hombre de quien más necesidad tenía de conservar como amigo.

He aquí por qué, con la cortesía a que no faltaba nunca, pero con cierta alteración en la voz, Lafayette exclamó:

—A fe mía, querido primo, yo soy quien os ofreció presentaros a Su Majestad; pero me parece que mejor hubierais podido presentarme vos.

La Reina estaba tan contenta de hallarse frente a uno de esos servidores con los cuales tenía la seguridad de poder contar, y la mujer se lisonjeaba tanto por el efecto que parecía haber producido en el Conde, que sintiendo en su corazón uno de esos rayos de juventud que creía extinguidos alrededor de ella como una de esas brisas de primavera y de amor que creía muertas, se volvió hacia el general Lafayette, y con una de esas sonrisas de Trianón y de Versalles, le dijo:

—Señor general, el conde Luis no es un republicano severo como vos; llega de Metz, y no de América, y viene a París, no para trabajar en la Constitución, sino para ofrecerme sus respetos. No extrañéis, pues, que le conceda yo, pobre Reina medio destronada, un favor, que para él, pobre provinciano, merece tal vez aún este nombre; mientras que para vos…

Y la Reina hizo un encantador ademán casi de joven, que parecía decir: «Señor Escipión, señor Cincinatus, os burláis bien de semejantes niñerías».

—Señora —replicó Lafayette—, yo hubiera sido siempre respetuoso y fiel para la Reina sin que esta hubiese comprendido mi respeto, ni apreciado mi fidelidad; y esto será una gran desgracia para mí, y tal vez mayor aún para la soberana.

Y saludó.

La Reina fijó en él una mirada penetrante. Más de una vez Lafayette le había dicho palabras análogas, y más de una vez reflexionó en las que le dijo el general; mas por desgracia, como esta acababa de indicar, sentía una repulsión instintiva contra el hombre.

—Pues entonces, general —repuso—, sed generoso y dispensadme.

—¡Yo, señora! ¿Y de qué?

—De mi impulso en favor de esa familia de Bouillé, que me ama de todo corazón, y de la cual este joven ha tenido a bien hacerme el hilo conductor, la cadena eléctrica. Me ha parecido ver a su padre, a sus tíos, a toda su familia, cuando entró aquí y al besarme la mano.

Lafayette hizo un nuevo saludo.

—Y ahora —añadió la Reina—, después del perdón, la paz y un buen apretón de manos, general, a la inglesa o a la americana.

Y ofreció la mano abierta, con la palma hacia afuera. Lafayette tocó con mano lenta y fría la de la Reina, diciendo:

—Siento mucho que no queráis recordar nunca que soy francés, señora; y sin embargo, han transcurrido pocos días desde el 6 de octubre al 16 de noviembre.

—Tenéis razón, general —dijo la Reina, haciendo un esfuerzo sobre sí misma y estrechándole la mano—, yo soy una ingrata.

Y dejándose caer en un sofá, quebrantada por la emoción, dijo:

—Por lo demás, eso no debe extrañaros, pues ya sabéis que esa es la falta que se me censura.

Después, moviendo la cabeza, añadió:

—Y bien, general, ¿qué hay de nuevo en París?

Lafayette quería tomar una ligera venganza, y aprovechó la oportunidad.

—¡Ah!, señora —exclamó—, ¡cuánto siento que no hayáis estado ayer en la Asamblea! Hubierais presenciado una escena conmovedora, que seguramente os habría enternecido: un anciano se presentó a dar gracias a la Asamblea, por la felicidad que le debía a ella y al Rey, pues la primera no puede hacer nada sin la sanción real.

—¡Un anciano! —repitió la Reina distraída.

—¡Sí, señora!, pero ¡qué anciano! Era el decano de la humanidad, un campesino del Jura, que cuenta ciento veinte años, a quien han hecho comparecer en la Asamblea cinco generaciones de descendientes, y que venía a darle gracias por sus decretos del 4 de agosto. ¡Comprendéis, señora, un hombre que ha sido siervo medio siglo bajo Luis XIV, y setenta años después!

—¿Y qué ha hecho la Asamblea en favor de ese hombre?

—Se ha levantado en masa, obligándole a sentarse y a cubrirse.

—¡Ah! —exclamó la Reina, con ese tono que le era propio—, aquello debió ser, en efecto, muy conmovedor; pero con gran sentimiento mío, yo no estaba allí. Sabéis mejor que nadie, querido general —añadió sonriendo—, que yo no estoy siempre donde quiero.

Lafayette hizo un movimiento que significaba que tenía algo que contestar; pero la Reina continuó, sin darle tiempo para pronunciar una palabra:

—No, me hallaba aquí, y recibía a la pobre viuda del desgraciado panadero de la Asamblea, que esta dejó asesinar en su puerta. ¿En qué se ocupaba aquel día el señor de Lafayette?

—Señora —contestó el general—, habláis de una de esas desgracias que más han afligido a los representantes de Francia; la Asamblea no pudo evitar el crimen, pero, cuando menos, ha castigado a los asesinos.

—Sí; pero creed que el castigo no ha consolado a la pobre mujer, que ha estado a punto de perder el juicio, y se cree que dará a luz un niño muerto; en el caso de que viva, seré su madrina, como lo he prometido; y para que el pueblo sepa que no soy tan insensible como dicen a las desgracias que le afligen, os preguntaré, señor general, si hay inconveniente en bautizarle en Nuestra Señora.

Lafayette levantó la mano como hombre que está dispuesto a pedir la palabra, y a quien halaga que se la concedan.

—Precisamente, señora —dijo—, es la segunda alusión que hacéis, desde hace un momento, a esa supuesta cautividad en que se quiere hacer creer a vuestros fieles servidores que yo os tengo. Señora, me apresuro a decirlo delante de mi primo; lo repetiré, si es necesario, ante París entero, ante Europa, ante todo el mundo, y sin más allá, ayer escribí al señor Mounier, que desde el fondo del Delfinado se lamenta de la cautividad real, diciéndole lo mismo. Señora, sois libre; solamente tengo un deseo, y es que deis la prueba de lo que digo; el Rey continuando sus cacerías y viajes, y vos acompañándole.

La Reina sonrió como una persona mal convencida.

—En cuanto a ser madrina del pobre huérfano que nacerá en el luto, la Reina, al contraer este compromiso con la viuda, ha obedecido a ese excelente corazón que inspira amor y respeto a todos los que os rodean. Cuando llegue el día de la ceremonia, la Reina elegirá la iglesia en que desea que se efectúe aquella; dará sus órdenes, y todo se hará con arreglo a ellas. Y ahora —continuó el general inclinándose—, espero que me deis las vuestras para hoy.

—Para hoy, general —dijo la Reina—, no tengo que disponer nada más que invitar a vuestro primo, si permanece algunos días en París, a que os acompañe a una de las reuniones de la princesa Lamballe; ya sabéis que recibe por ella y por mí.

—Y yo, señora —contesto Lafayette—, aprovecharé la invitación por mi cuenta y por la suya, y si Vuestra Majestad no me ha visto allí nunca, le ruego que entienda bien, que es porque siempre se olvidó de manifestarme el deseo de verme.

La Reina contestó con una inclinación de cabeza y una sonrisa.

Era la despedida, y cada cual tomó lo que le correspondía.

Lafayette el saludo, y el conde Luis la sonrisa.

Los dos salieron de espaldas, llevando de esta entrevista, el uno más amargura, y el otro más fidelidad.