Capítulo XXX

Según había dicho Cagliostro, y como Mirabeau había adivinado, el Rey era quien hizo fracasar todos los proyectos del doctor.

María Antonieta, que en las proposiciones hechas a Mirabeau había demostrado más bien el despecho de una amante y la curiosidad de una mujer, que no la política de una Reina, vio caer, sin gran sentimiento, todo aquel armazón constitucional que hería siempre tan vivamente su orgullo.

En cuanto al Rey, su política bien determinada consistía en esperar, ganar tiempo, y aprovecharse de las circunstancias. Por lo demás, dos negociaciones entabladas le ofrecían, por una u otra parte, la probabilidad de huir de París y retirarse a una plaza fuerte, lo cual era su plan favorito.

Estas dos negociaciones, como ya sabemos, eran las que se habían comenzado, por una parte con Favras, hombre del señor de Provenza, y por la otra con Charny, mensajero de Luis XVI.

Charny había hecho el viaje de París a Metz en dos días; allí encontró al señor de Bouillé y le entregó la carta del Rey, que según se recordará, no era sino un medio de ponerse en relación con aquel personaje. Por eso el señor de Bouillé, aunque demostrando su descontento por las cosas que pasaban, comenzó por observar la mayor reserva.

En efecto, la proposición que se le hacía en aquel instante cambiaba todos sus planes. La emperatriz Catalina acababa de hacerle ofrecimientos, y estaba a punto de escribir al Rey, para pedirle permiso a fin de prestar su servicio en Rusia, cuando recibió la carta de Luis XVI.

El primer movimiento del señor de Bouillé fue, por lo tanto, la vacilación; pero el nombre de Charny, el recuerdo de su parentesco con el señor Suffren, el rumor de que la Reina honraba al joven Conde con su confianza, bastaron para que, como fiel realista, se sintiera penetrado del deseo de arrancar al Rey de aquella libertad ficticia que muchos consideraban como un verdadero cautiverio.

Sin embargo, antes de resolver nada con Charny, el señor de Bouillé, pretendiendo que los poderes de aquel no eran bastante altos, resolvió enviar a París, para tratar directamente con el Rey sobre aquel importante proyecto, a su hijo, el conde Luis de Bouillé.

Charny permanecía en Metz durante aquellas negociaciones, y su honor, tal vez un poco exagerado, le imponía casi como un deber quedarse en Metz en calidad de emisario en espera.

El conde Luis llegó a París hacia mediados del mes de noviembre; en aquella época el Rey estaba vigilado por el señor de Lafayette, cuyo primo era el conde Luis de Bouillé.

Se alojó en casa de uno de sus amigos, de opiniones patrióticas bien conocidas, que entonces viajaba por Inglaterra.

Entrar en palacio sin saberlo el señor de Lafayette, era por lo tanto para el joven, si no imposible, por lo menos peligroso y difícil.

Por otra parte, como se debía tener al señor Lafayette en la más completa ignorancia respecto a las relaciones entabladas por Charny entre el Rey y el señor de Bouillé, nada era más fácil para el conde Luis que hacerse presentar al Rey por medio del mismo Lafayette.

Las circunstancias, pues, parecían favorecer al joven oficial.

Hallábase en París hacía tres días, sin haber decidido nada, reflexionando sobre la manera de llegar hasta el Rey, y preguntándose, como acabamos de indicar, si el medio más seguro sería dirigirse al mismo Lafayette, cuando se le entregó una esquela de este último, previniéndole que su llegada a París era conocida, e invitándole a ir a verle en el palacio de Noailles, donde se hallaba el Estado Mayor de la guardia nacional.

La Providencia contestaba en cierto modo en voz alta al ruego que le hacía el señor de Bouillé; era como una buena hada de esas que hay en los encantadores cuentos de Perrault, que tomaba al caballero de la mano para conducirle a su destino.

El Conde se apresuró a ir a ver a Lafayette.

El general acababa de salir en dirección al Ayuntamiento, donde esperaba recibir una comunicación del señor Bailly.

Pero en ausencia del general, encontró a su ayudante de campo, el señor Romeuf.

Este último había servido en el mismo regimiento que el joven Conde, y aunque el uno pertenecía a la democracia y el otro a la aristocracia, mediaban entre ellos algunas relaciones. Romeuf había pasado a uno de los regimientos, disueltos después del 14 de julio, y no prestó ya servicio más que en la guardia nacional, donde era ayudante de campo, favorito del general Lafayette.

Los dos jóvenes, aunque disintiendo de opinión en ciertos puntos, estaban de acuerdo en que ambos amaban y respetaban al Rey.

Pero el uno le amaba a la manera de los patriotas, es decir, a condición de que jurase la Constitución, y el otro como los aristócratas, es decir, con tal que rehusase prestar el juramento, y apelara al extranjero, si era necesario, para hacer entrar en razón a los rebeldes.

El señor de Bouillé comprendía entre estos a las tres cuartas partes de la Asamblea, a la guardia nacional, a los electores, etc., etc., es decir, a las cinco sextas partes de Francia.

Romeuf contaba veintiséis años, y el conde Luis veintidós, de modo que era difícil que hablasen largo tiempo de política. Por lo demás, el conde Luis no quería que se sospechase ni siquiera que le ocupaba una idea seria.

Confió como gran secreto a su amigo Romeuf, que había salido de Metz con un simple permiso, para ir a ver en París a una mujer a quien adoraba.

Mientras que el conde Luis hacía esta confidencia al ayudante de campo, el general Lafayette se presentó en el umbral de la puerta, que había quedado entornada; mas aunque el joven Conde le había visto por un espejo que tenía delante, no suspendió su relato, y a pesar de las señas de Romeuf, que aparentó no comprender, elevó la voz de manera que el general no perdiese una palabra de lo que decía.

Lafayette lo había oído todo, y esto era lo que deseaba el conde Luis.

Y siguió adelantándose hacia el narrador, en cuyo hombro apoyó la mano apenas terminó.

—¡Ah!, señor libertino —le dijo—, he aquí por qué os ocultáis de vuestros respetables parientes.

No era un juez muy severo ni adusto aquel joven general de treinta y dos años, muy a la moda entre todas las mujeres de la época; pero el conde Luis aparentó inquietarse mucho por aquella mercurial.

—Me ocultaba tan poco, querido primo —contestó—, que me proponía presentarme hoy al más ilustre de ellos, si no me hubiera avisado por este mensaje. Y mostró al general la esquela que acababa de recibir.

—Vamos, ¿podrán decir los señores provincianos que no es buena la policía de París? —repuso el general con un aire de satisfacción que revelaba en él cierto amor propio en este concepto.

Lafayette miró a su primo de reojo, con esa expresión bondadosa y a la vez un poco burlona que ya le conocemos. Sabía que la salvación del Rey importaba mucho a la fantasía del conde Luis, y que le importaba muy poco la libertad del pueblo.

Por esto no contestó sino a una parte de la frase:

—¿Y no ha confiado mi primo el señor marqués de Bouillé —dijo, recalcando en el título a que aquel había renunciado desde la noche del 4 de agosto—, no ha confiado a su hijo alguna comisión para el Rey, por quién yo velo?

—Sí, me ha encargado ofrecerle la expresión de sus sentimientos más respetuosos —contestó el joven—, si el general Lafayette no me juzgaba indigno de ser presentado a mi Rey.

—Presentaros… ¿y cuándo?

—Lo más pronto posible, general, atendido que estoy aquí sin licencia, como creo haber tenido el honor de manifestar a vos y a Romeuf.

—Se lo habéis dicho a Romeuf; pero viene a ser igual, puesto que lo he oído. Pues bien, veamos, las cosas buenas no se deben retardar; son las once de la mañana, y como todos los días tengo el honor de ver al Rey y a la Reina a estas horas, tomad un refrigerio conmigo si no habéis hecho más que desayunaros. Después me acompañaréis a las Tullerías.

—Pero —replicó el joven mirando su uniforme y sus botas—, ved mi traje, querido primo.

—Primeramente os diré, pobre muchacho, que la gran cuestión de etiqueta, que ha sido vuestra nodriza, está muy enferma, si no muerta, desde vuestra marcha; os miro y veo que vuestro traje es muy propio y que lleváis botas aceptables. ¿Qué sienta mejor a un caballero dispuesto a morir por su Rey, que el uniforme de guerra? Vamos, Romeuf, ved si nos han servido, porque me llevaré al señor de Bouillé a las Tullerías apenas hayamos almorzado.

Este proyecto correspondía demasiado bien a los deseos del joven, para que hiciese la menor objeción, y por lo mismo se inclinó a la vez como señal de asentimiento y como respuesta a la proposición que se le hacía.

Media hora después, los centinelas de las verjas presentaban las armas al general Lafayette y al joven conde de Bouillé, sin imaginar que hacían al mismo tiempo los honores militares a la revolución y a la contrarrevolución.