Dos horas después de la conversación que acabamos de citar, un coche sin librea y sin escudo se detenía delante del pórtico de la iglesia de San Roque, cuya fachada no habían mutilado aún las balas de 13 vendimiario.
De aquel coche se apearon dos hombres vestidos de negro, y al resplandor amarillento de los reverberos que a larga distancia unos de otros cortaban la bruma de la calle San Honorato, siguiendo una especie de corriente trazada por la multitud, costearon el lado derecho de la calle hasta la puerta del convento de los Jacobinos.
Si nuestros lectores han adivinado, lo cual es probable, que aquellos dos hombres eran el doctor Gilberto y el conde de Cagliostro, o el banquero Zannone, como se hacía llamar en aquella época, no necesitamos decirles por qué se detenían delante de aquella puertecilla, puesto que este era el objeto de su excursión.
Por lo demás, ya lo hemos dicho, los recién llegados no tenían que hacer más que seguir a la multitud, porque esta era considerable.
—¿Queréis entrar en la nave, u os contentáis con un asiento en la tribuna? —dijo Cagliostro a Gilberto.
—Yo creía —contestó el doctor—, que la nave era exclusivamente para los individuos de la sociedad.
—Sin duda; pero yo soy de todas las sociedades —dijo Cagliostro sonriendo—, y puesto que es así, mis amigos pertenecen a ellas también. He aquí una tarjeta para vos, si la queréis; en cuanto a mí, me basta decir una palabra.
—Nos reconocerán como extranjeros —observó Gilberto—, y nos harán salir.
—En primer lugar, debo deciros, querido doctor, una cosa que no sabéis, según parece, y es que la sociedad de los Jacobinos, fundada desde hace tres años, cuenta ya sesenta mil individuos, poco más o menos, tan sólo en Francia, y llegará a tener hasta cuatrocientos mil antes de terminar el año. Además, amigo mío —añadió Cagliostro sonriendo—, aquí está el verdadero Gran Oriente, el centro de todas las sociedades secretas, y no en casa de ese imbécil Fauchet, como se cree. Ahora bien, si no tenéis derecho para entrar como un jacobino, tendréis un puesto señalado como aspirante.
—No importa —contestó el doctor—, prefiero la tribuna, porque desde ella se domina toda la asamblea; si se presenta algún hombre notable que yo no conozca, ya tendréis la bondad de decirme quién es.
—Pues a las tribunas —dijo Cagliostro. Y tomó por la derecha una escalera de tablas que conducía a las improvisadas tribunas.
Estas últimas estaban llenas; pero en la primera a la que Cagliostro se dirigió, bastóle hacer una seña y pronunciar una palabra a media voz, para que dos hombres que se hallaban en la delantera, como si estuviesen avisados de su llegada y no ocupasen aquellos sitios sino para guardarlos, se retirasen al punto.
Los recién venidos los reemplazaron. Aún no había comenzado la sesión; los individuos de la asamblea estaban confusamente diseminados en la sombría nave, los unos hablando en los grupos y los otros paseándose en el reducido espacio que sus numerosos compañeros les dejaban; varios de ellos, en fin, parecían meditar aislados o permanecían en la sombra en pie y apoyados en un macizo pilar.
Escasas luces iluminaban con rayos vacilantes aquella multitud, difundiendo una incierta claridad en la que no se reconocían los rostros o las personas sino cuando estas se encontraban por casualidad bajo uno de aquellos débiles rayos de luz.
Pero hasta en la penumbra era fácil ver que se estaba en medio de una reunión aristocrática: los trajes bordados y los uniformes de oficiales de mar y tierra salpicaban a la multitud con reflejos de oro y plata.
En efecto, en aquella época ni un solo obrero, ni un hombre del pueblo, y hasta diremos ningún individuo de la clase media, democratizaba aquella ilustre asamblea.
En cuanto a la gente de baja esfera, reuníase en una segunda sala que estaba debajo de la principal, y se abría a otra hora, a fin de que el pueblo y la aristocracia no se codeasen; para la instrucción de aquel pueblo se había fundado una sociedad fraternal.
Los individuos de esta sociedad tenían la misión de explicar la Constitución y hablar sobre los derechos del hombre.
En cuanto a los jacobinos, como ya hemos dicho, en aquella época formaban una sociedad militar, aristocrática, intelectual, y sobre todo letrada y artística.
En efecto, los hombres de letras y los artistas estaban en mayoría.
Entre estos últimos estaban: La Harpe, autor de Melania; Chénier, autor de Carlos IX; Andrieux, autor de Los Aturdidos, que infundía ya, a la edad de treinta años, las mismas esperanzas que daba a los setenta, y que murió habiendo prometido siempre sin cumplir jamás; también se hallaba allí Sedaine, antiguo lapidario, protegido de la Reina y realista de corazón como los más de los reunidos. Chanfort, el poeta laureado, exsecretario del señor príncipe de Condé y lector de madame Isabel; Lacios, el hombre del duque de Orleáns, autor de las Alianzas Peligrosas, que representa a su señor, y que, según las circunstancias, está encargado de recordarle a sus amigos o dejar que le olviden sus adversarios.
Entre los artistas se halla Taima, el romano que desempeñando el papel de Tito hará una revolución, y gracias a él se cortarán las cabelleras, hasta que, gracias a Gollot d’Herbois, su colega, se corten las cabezas; David, que sueña el Leónidas y las Sabinas; David, que bosqueja su gran lienzo El Juego de la Pelota, y que acaba de comprar el pincel con que pintará su más hermoso lienzo y su más hediondo cuadro: Marat asesinado en su baño; Vernet, a quien se ha recibido en la Academia dos años hace, por su cuadro El Triunfo de Pablo Emilio, y que se entretiene en pintar caballos y perros, sin sospechar que, a cuatro pasos de él, cogido del brazo de Taima, se halla un joven teniente corso, de cabellos planos y sin polvos, que le preparan, sin imaginarlo él mismo, cinco de sus más hermosos lienzos: El Paso del Monte de San Bernardo y Las Batallas de Rívoli, de Marengo, de Austerlitz, y de Wagram; Larive, heredero de la escuela de declamación, que no se digna ver aún un rival en el joven Taima, que prefiere Voltaire a Corneille y de Belloy a Racine; Lais, el cantante que hace las delicias de la Ópera en los papeles de Mercader de la Caravana, del cónsul de Trajano, y de Cinna, de la Vestal; Lafayette, Lameth, Duport, Sieyès, Thouret, Chapellier, Rabaut-Saint-Etienne, Lanjuinais, Montloisier; y además, enmedio de todos estos, con el aire provocativo y la nariz al viento, la figura presuntuosa del diputado de Grenoble, Barnave, cuyos hombres medianos hacen la competencia a Mirabeau.
Gilberto fijó una detenida mirada en toda aquella brillante asamblea, reconoció a cada cual, y apreció mentalmente todas las capacidades, quedando poco tranquilizado por ellas.
Sin embargo, el conjunto realista le consoló un poco.
—En suma —dijo de pronto a Cagliostro—, ¿qué hombre veis entre todos esos que sea verdaderamente hostil a la Reina?
—¿Debo mirar con los ojos de todo el mundo, con los vuestros, con los de Necker, con los del abate Maury, o con los míos?
—Con los vuestros —contestó Gilberto—. ¿No se ha convenido en que son los del hechicero?
—Pues bien, hay dos hombres.
—¡Oh!, no es demasiado, enmedio de cuatrocientos.
—Es bastante, si uno de ellos debe ser el asesino de Luis XVI y el otro su sucesor.
—¡Oh, oh! —murmuró—. ¿Tenemos aquí un futuro Bruto y un futuro César?
—Ni más ni menos, amigo doctor.
—¿Me los enseñaréis, Conde? —preguntó Gilberto, con la sonrisa de la duda en los labios.
—¡Oh! ¡Apóstol que tienes los ojos cubiertos de escamas! —murmuró Cagliostro—, haré más si quieres; te los dejaré tocar con el dedo. ¿Por cuál quieres comenzar?
—Pues me parece que por el matador; yo respeto mucho el orden cronológico. Veamos primero a Bruto.
—Ya sabes —dijo Cagliostro, animándose como bajo el soplo de la inspiración, que los hombres no proceden nunca por los mismos medios, aunque sea para llevar a cabo una obra semejante. Nuestro Bruto no se parece en nada al antiguo.
—Razón de más para que yo tenga curiosidad de verle.
—Pues bien —dijo Cagliostro—, ¡hele allí!
Y extendió el brazo en dirección a un hombre apoyado en el púlpito; en aquel momento tan sólo su cabeza estaba iluminada, mientras que el resto del cuerpo se perdía en la sombra.
Aquella cabeza, pálida y lívida parecía, como en el tiempo de las proscripciones antiguas, una cabeza cortada y clavada en la tribuna de las arengas.
Solamente los ojos parecían vivir con una expresión de odio casi desdeñosa, con la expresión de la víbora que sabe que su diente contiene un veneno mortal; en aquel momento seguían en sus evoluciones al ruidoso Barnave.
El doctor sintió como un estremecimiento que recorría todo su cuerpo.
—En efecto —dijo—, ya me lo habéis indicado antes; esa no es la cabeza de Bruto, ni siquiera la de Cromwell.
—No —contestó Cagliostro—, pero tal vez es la de Casio. Ya sabéis, amigo mío, lo que César decía: «No temo a todos esos hombres gruesos que pasan sus días en la mesa y sus noches en la orgía, no; a los que yo temo es a los que meditan siempre, que son flacos y tienen el rostro pálido».
—Ese que me mostráis tiene muy bien las condiciones indicadas por César.
—¿No lo conocéis? —preguntó Cagliostro.
—Sí tal —contestó Gilberto mirándole con atención—, le conozco, o más bien le reconozco como individuo de la Asamblea nacional.
—¡Eso es!
—Es uno de los más presuntuosos oradores de la izquierda.
—¡Precisamente!
—A quien nadie escucha cuando habla.
—¡Justo!
—Un abogadillo de Arras, llamado Maximiliano Robespierre, ¿no es verdad?
—Eso es. Pues bien, mirad esa cabeza con atención.
—Ya la miro.
—¿Qué veis?
—Conde, yo no soy Lavater.
—No, pero sí su discípulo.
—Veo la expresión odiosa de la medianía contra el genio.
—¿Es decir, que vos también le juzgáis como todo el mundo? Sí, es verdad, su voz débil, algo áspera; su triste figura y su palidez; la piel de su frente, que parece adherida a su cráneo como un pergamino amarillento; sus ojos vidriosos, que parecen despedir un rayo de luz verdosa, apagándose casi al punto; esa continua tensión de los músculos y de la voz; esa dura fisonomía, fatigosa por su misma inmovilidad; ese invariable traje de color de aceituna, traje único, raído y muy cepillado; todo esto, lo comprendo, debe producir mala impresión en una asamblea rica en oradores, que tiene derecho a mostrarse difícil en su elección, acostumbrada como está a la faz leonina de Mirabeau, a la suficiencia audaz de Barnave, a las contestaciones mordaces del abate Maury, a la fogosidad de Cazalès y a la lógica de Sieyès; pero a ese hombre que veis ahí no le se censura, como a Mirabeau, su inmoralidad; ese es el hombre honrado que no sale de sus principios, y si alguna vez falta a la legalidad, será para matar con el antiguo texto o con la nueva ley.
—Pero, en fin, ¿qué es ese Robespierre?
—¡Ah!, ¡bien se ve que eres aristócrata del siglo XVII! «¿Qué es ese Cromwell?, preguntaba el conde de Strafford, a quien el Protector debía cortar la cabeza. ¡Un traficante en cerveza, según creo!».
—¿Queréis decir que mi cabeza corre el mismo peligro que la de sir Thomas Wentworth? —preguntó Gilberto, intentando una sonrisa que se heló en sus labios.
—¿Quién sabe? —dijo el Conde.
—Pues entonces, razón de más para que yo tome informes —dijo el doctor.
—¿Qué es ese Robespierre? Pues bien, tal vez no lo sabe en Francia nadie más que yo. A mí me agrada averiguar los elegidos por la fatalidad, porque esto me permite averiguar adonde van. Los Robespierre son irlandeses, y tal vez sus abuelos formaron parte de esas colonias irlandesas que en el siglo XVI vinieron a poblar los seminarios y los monasterios de nuestras costas septentrionales. Allí recibieron de los jesuitas la educación que los Reverendos Padres daban a sus alumnos que seguían la carrera de notarios de padres a hijos. Una rama de la familia, la misma de que desciende el hombre que veis ahí, se estableció en Arras, gran centro, como ya lo sabéis de la nobleza y de la Iglesia. Había en la ciudad dos señores, o más bien, dos reyes: uno de ellos era el abate de Saint-Waast, el otro el obispo de Arras, cuyo palacio dejaba la mitad de la ciudad en la sombra. En esta ciudad fue donde nació, en 1758, ese que veis ahí. Lo que hizo cuando niño y de joven, lo que hace en este momento, os lo diré en dos palabras; lo que hará ya os lo he dicho en una. Había cuatro niños en la casa: el jefe de la familia perdió su mujer, siendo abogado en los consejos de Artois; sobrecogióle muy pronto una tristeza sombría, dejó de trabajar, emprendió un viaje para distraerse, y no volvió más. A los once años, el hijo mayor, ese que está ahí, se hizo jefe de la familia, a su vez, tutor de su hermano y de dos hermanas; a tan corta edad, ¡cosa extraña!, el niño comprendió su misión y se hizo hombre inmediatamente. En veinticuatro horas fue lo que debía ser siempre: un rostro que sonríe pocas veces, un corazón que no se alegra nunca. Era el mejor alumno del colegio y se obtuvo para él, del abate de Saint-Waast, una de las becas de que el prelado disponía en el colegio de Luis el Grande. Llegó solo a París, recomendado a un canónigo de Nuestra Señora, el cual murió en el mismo año, y casi a la vez moría en Arras su hermana menor, que era la más amada. La sombra de los jesuitas, a quienes se acababa de expulsar de Francia, proyectábase aún en las paredes de Luis el Grande. Bien conocéis este edificio, donde se educó vuestro joven Sebastián, y que se distingue por sus patios sombríos y profundos como los de la Bastilla, los cuales decoloran los más frescos rostros; el del joven Robespierre era pálido y llegó a ser lívido. Los demás muchachos salían algunas veces, pues para ellos el año tenía domingos y fiestas; mas para el huérfano sin protección todos los días eran iguales; mientras que los demás respiraban el aire de la familia, Robespierre permanecía en la soledad, poseído de tristeza y aburrimiento, tres malas atmósferas que despiertan en los corazones la envidia y el odio, desflorando el alma. Aquel hálito vició al niño, haciendo de él un hombre soso. Algún día no se creerá que hay un retrato de Robespierre a la edad de veinticuatro años, con una rosa en la mano, y apoyando la otra sobre su pecho, con esta divisa: «¡Por mi amiga!».
Gilberto sonrió con tristeza al mirar a Robespierre.
—Es verdad —prosiguió el Conde—, que cuando tomaba esta divisa, haciéndose retratar así, la señorita juraba que nada en el mundo desuniría su destino, y él juraba también como hombre dispuesto a no faltar nunca. Hizo un viaje de tres meses, y al regresar la encontró casada. Por lo demás, el abate de Saint-Waast seguía siendo su protector; había conseguido que se le otorgase la beca del colegio de Luis el Grande, y obtuvo para su protegido una plaza de juez en el tribunal de causas criminales. Hubo de entender en 21 procesos y condenar a un asesino. Robespierre, poseído de remordimientos por haber osado disponer de la vida de un hombre, aunque este fuese reconocido culpable, presentó su dimisión e hízose abogado, pues necesitaba vivir y alimentar a su joven hermana. Apenas se hubo inscrito en el cuadro, unos campesinos le rogaron que pleitease por ellos contra el obispo de Arras, porque estaban en su derecho. Robespierre se convenció de ello por el examen de los documentos, abogó, ganó el pleito de los campesinos, y aun excitado por su triunfo, fue enviado a la Asamblea nacional. Una vez aquí, Robespierre se halló entre un odio poderoso y un desprecio profundo, odio del clero para el abogado que osó pleitear contra el obispo de Arras, y desprecio de los nobles de Artois al mozalbete educado por caridad.
—Pero ¿qué ha hecho hasta hoy? —interrumpió Gilberto.
—¡Oh!, casi nada para los otros, pero bastante para mí. Si no entrase en mis miras que ese hombre fuese pobre, mañana le daría un millón.
—Os preguntaré otra vez qué ha hecho.
—¿Recordáis el día en que el clero se presentó hipócritamente en la Asamblea, para rogar al tercer estado, en suspenso por el veto real, que comenzara sus trabajos?
—Sí.
—Pues bien, leed de nuevo el discurso que aquel día pronunció el abogadillo de Arras, y veréis que hay todo un porvenir en aquella ruda vehemencia que le hizo casi elocuente.
—Pero ¿y después?
—¿Después?… ¡Ah!, es cierto. Debemos saltar desde el mes de mayo hasta el de octubre. El día 5, cuando Maillard, el delegado de las mujeres de París, se presentó en nombre de sus clientes para arengar a la Asamblea, todos los individuos de esta permanecieron inmóviles y mudos; pero el abogadillo se mostró más audaz que ningún otro. Todos los supuestos defensores del pueblo se callaban, y él se levantó dos veces, la primera en medio del tumulto, la segunda en medio del silencio, y apoyó a Maillard, que hablaba en nombre del hombre pidiendo pan.
—En efecto —dijo Gilberto pensativo—, eso se hace más grave, pero tal vez cambiará.
—¡Oh!, amigo doctor, no conocéis al incorruptible, como le llamarán un día; y además, ¿quién querría comprar los servicios de ese abogadillo, de quién todo el mundo se ríe? Ese hombre, que será más tarde —escuchad bien lo que os digo, Gilberto—, él terror de la Asamblea, no es hoy más que el hazmerreír. Se ha convertido entre los nobles jacobinos que Robespierre es el hombre ridículo de la Asamblea, aquel que divierte y debe divertir a todo el mundo, aquel del que todos pueden y deben casi burlarse; las grandes asambleas se aburren algunas veces y necesitan algún necio que las distraiga… A los ojos de Lameth, de Cazalès, de los Maury, de los Barnave y de los Duport, Robespierre es un tonto. Sus amigos le venden, burlándose de él con disimulo; sus enemigos le silban, riéndose ruidosamente cuando habla; si resuena su voz todos conversan, y si la eleva se oyen gritos y todo el mundo murmura; después, cuando ha pronunciado —siempre en favor del derecho o para defender un principio— un discurso que nadie ha escuchado, algún individuo desconocido en quien el orador ha fijado un instante su mirada torva, pregunta irónicamente qué impresión ha producido el discurso. Tan sólo uno de sus colegas le adivina y le comprende, uno solo; adivinad quién… Pues sabed que es Mirabeau. «Ese hombre irá lejos, me decía anteayer, porque ese hombre cree lo que dice». Eso que vos comprendéis bien, parece singular a Mirabeau.
—Pero yo he leído los discursos de ese hombre —dijo Gilberto—, y me parecen muy medianos.
—¡Dios mío!, no os diré yo que sea un Demóstenes ni un Cicerón, un Mirabeau o un Barnave; es simplemente Robespierre, como le llaman. Por lo demás, sus discursos se tratan tan a la ligera en la imprenta como en la tribuna; en esta última se interrumpen, en la primera se mutilan. Los periodistas no le llaman siquiera señor de Robespierre, ni conocen su nombre: le llaman M. B…, M. N…, o M.*** ¡Oh!, solamente Dios, y yo tal vez, sabemos cuánta hiel se acumula en ese pecho tan flaco, cuántas tempestades hay en ese estrecho cerebro, pues para olvidar todas esas injurias, todos esos insultos y traiciones, el orador silbado, que conoce su fuerza, no tiene ni la distracción del mundo ni el alivio de la familia. En su triste habitación del solitario Marais, en su alojamiento frío, pobre y desmantelado de la calle de Saintonge, donde vive miserablemente con sus honorarios de diputado, está solo como en los patios húmedos de Luis el Grande. Hasta el año último, su rostro había sido amarillo y de dulce expresión; pero después se ha secado como esas cabezas de los jefes de caribes que traen de la Oceanía los Gook y los la Perouse. No sale de los Jacobinos, y en las emociones que experimenta, invisibles para todos, sufre hemorragias que dos o tres veces le han privado del conocimiento. Aunque sois gran algebrista, Gilberto, os desafío a que, por las multiplicaciones más exageradas, calculéis la sangre que costará a la nobleza que le insulta, a los sacerdotes que le persiguen, y a ese Rey que le ignora, la sangre que Robespierre pierde.
—Pero ¿por qué viene a los Jacobinos?
—¡Ah!, porque silbado en la Asamblea, en los Jacobinos se le escucha. Estos últimos, querido doctor, son el minotauro pequeño, y Robespierre ordeña una vaca que más tarde devorará un pueblo. Así es el tipo; la sociedad se resume en él, y él es la expresión de esta, ni más ni menos: anda al mismo paso que ella, sin seguirla ni adelantarse. Os he prometido enseñaros un pequeño instrumento, del que se ocupan mucho ahora, y que tiene por objeto hacer caer una cabeza, o tal vez dos, por minuto; pues bien, de todos los personajes aquí presentes, el que más dará que hacer a ese instrumento de muerte es el abogadillo de Arras, el señor de Robespierre.
—A decir verdad, Conde —dijo Gilberto—, sois un hombre fúnebre, y si nuestro César no me consuela un poco de vuestro Bruto, soy capaz de olvidar la causa que me ha traído aquí. Pero dispensad, ¿qué ha sido de César?
—Miradle, allí está; habla con un hombre a quien apenas conoce, y que más tarde tendrá mucha influencia en su destino; se llama Barras; recordad bien este nombre para que no se os olvide cuando convenga.
—No sé si os engañáis, Conde —dijo Gilberto— pero en todo caso elegís bien vuestros tipos. Vuestro César tiene la frente más propia para llevar una corona, y sus ojos, en los cuales no puedo distinguir bien la expresión…
—Sí, porque miran hacia adentro; son esos ojos que adivinan el porvenir, doctor.
—¿Y qué dice a Barras?
—Le dice que si él hubiera defendido la Bastilla, no la habrían tomado.
—¿Con que no es un patriota?
—Los hombres como él no quieren ser nada antes de serlo todo.
—¿Y sostenéis la broma respecto a ese pequeño subteniente?
—¡Gilberto! —contestó el Conde, extendiendo la mano hacia Robespierre—, tan cierto como que ese hombre levantará otra vez el cadalso de Carlos I, ese otro —y señaló con la mano al subteniente de los cabellos aplanados— ¡reconstruirá el trono de Carlomagno!
—Pues entonces —exclamó Gilberto con desaliento—, nuestra lucha por la libertad es inútil.
—¿Y quién os dice que el uno no hará tanto por ella con su trono como el otro con su cadalso?
—¿Será pues, un Tito, un Marco Aurelio, el dios de la paz viniendo a consolar al mundo de la edad de bronce?
—Será a la vez Alejandro y Aníbal. Nacido en medio de la guerra, se engrandecerá por ella y por ella caerá. ¡Os he desafiado a calcular la sangre que costará a la nobleza y el clero la que Robespierre pierde; tomad la que habrán derramado sacerdotes y nobles; acumulad multiplicaciones sobre multiplicaciones, y no llegaréis a formar el río, el lago, el mar de sangre que ese hombre hará verter con sus ejércitos de quinientos mil soldados y sus batallas de tres días, en las cuales se dispararán ciento cincuenta mil cañonazos!
—¿Y qué tendremos después de todo ese ruido, de ese humo y de ese caos?
—Lo que resulta de todo génesis, Gilberto; estamos encargados de enterrar al antiguo mundo, y nosotros veremos nacer el nuevo; ese hombre es el gigante que guarda la puerta, y así como Luis XVI, como León X y como Augusto, dará su nombre al siglo que ha de comenzar.
—¿Y cómo se llama ese hombre? —preguntó Gilberto, subyugado por el aire de convicción de Cagliostro.
—¡Ahora no tiene aún más nombre que el de Bonaparte —contestó el profeta—, pero un día se llamará Napoleón!
Gilberto inclinó la cabeza sobre su mano, quedando sumido en tan profunda meditación que no echó de ver, absorto en sus pensamientos, que se había abierto la sesión y que un orador había subido a la tribuna…
Una hora había transcurrido sin que el rumor de la Asamblea, por tempestuosa que fuese la sesión, hubiera podido distraer a Gilberto de sus reflexiones, cuando sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.
Al volver la cabeza vio que Cagliostro había desaparecido; pero en su lugar encontró a Mirabeau, con las facciones descompuestas por la cólera.
Gilberto fijó en él una mirada interrogadora.
—¿Y bien? —preguntó el tribuno.
—¿Qué hay? —dijo Gilberto.
—Hay, que estamos burlados y vendidos; que la corte no quiere nada de mí, y que nos han tomado, a vos por un tonto, y a mí por un necio.
—No os comprendo, Conde.
—Pues, ¿no habéis oído?
—¿Qué?
—La resolución que se acaba de adoptar.
—¿Dónde?
—Aquí.
—¿Qué resolución?
—Sin duda dormíais.
—No —contestó Gilberto—, meditaba.
—Pues bien, mañana, en respuesta a una proposición de hoy que tiene por objeto invitar a los ministros a que asistan a las deliberaciones nacionales, tres amigos del Rey van a pedir que ningún individuo de la Asamblea pueda ser ministro durante el curso de las sesiones. Por lo tanto, esta conversación tan laboriosamente preparada se anula al soplo caprichoso de Su Majestad Luis XVI; pero —continuó Mirabeau, amenazando al cielo con el puño—, como Ajax, juro por mi nombre que ya les devolveré la jugarreta, y si su soplo basta para derribar a un ministro, ya verán que el mío puede hacer vacilar un trono.
—Pero —replicó Gilberto—, ¿no por eso dejaréis de asistir a la Asamblea, ni de luchar hasta el fin?
—Iré a la Asamblea y lucharé hasta el fin, porque soy de aquellos a quienes no se entierra bajo las ruinas.
Y Mirabeau, fuera de sí, salió más hermoso y terrible que nunca con aquel surco que el trueno acababa de imprimir en su frente.
Al otro día, en efecto, la proposición de Lanjuinais, a pesar de los esfuerzos del genio desplegado por Mirabeau, fue aceptada por la Asamblea nacional por una inmensa mayoría; esta proposición decía lo siguiente: «Ningún individuo de la Asamblea nacional podrá ser ministro durante el curso de las sesiones».
—Y yo —gritó Mirabeau cuando el decreto fue votado—, propongo una enmienda que no cambiará en nada vuestra ley; hela aquí: «Todos los individuos de la presente Asamblea podrán ser ministros, excepto el conde de Mirabeau».
Todos se miraron aturdidos ante aquella audacia, y después, en medio del silencio universal, el Conde bajó de su estrado, con ese paso con que se había dirigido al señor de Dreux-Brezé, cuando le dijo: «¡Estamos aquí por la voluntad del pueblo, y no saldremos sino con la bayoneta en el vientre!».
Y salió de la sala.
La derrota de Mirabeau parecía el triunfo de otro.
Gilberto no había asistido a la sesión de la Asamblea.
Se quedó en su casa, y allí meditaba sobre las extrañas predicciones de Cagliostro, sin creer en ellas; pero no podía desecharlas de su pensamiento.
El presente le parecía muy pequeño, comparado con el porvenir.
Tal vez me pregunten cómo siendo simple historiador del tiempo pasado, temporis acti, podré explicar la predicción de Cagliostro relativa a Robespierre y a Napoleón.
Al que me dirija esta pregunta, le rogaré que me explique el pronóstico de la señorita Lenormand a Josefina.
A cada paso se encuentra en este mundo una cosa inexplicable: la duda que se ha inventado para los que no pueden explicarla ni quieren creer en ella.