Sin embargo conocido es el dominio que Gilberto tenía sobre sí; de modo que, apenas había cruzado el patio solitario cuando ya estaba repuesto, y franqueó la escalinata con un paso tan firme como vacilante era al traspasar el umbral de la puerta.
Por lo demás, conocía ya la casa donde entraba, pues habíala visitado antes una vez en una época de su vida que dejó en su corazón profundos recuerdos.
En la antecámara encontró al mismo criado alemán que había visto dieciséis años antes; hallábase en el mismo sitio y vestía una librea semejante; pero así como él, Gilberto, como el Conde, y como la misma antecámara, había envejecido de dieciséis años.
Fritz —ya se recordará que este era el nombre del antiguo servidor— adivinó con los ojos la habitación a que su amo deseaba conducir a Gilberto, y abriendo rápidamente las dos puertas se detuvo en el umbral de una tercera, para asegurarse de que Cagliostro no tendría que darle otra orden.
Aquella tercera puerta era la del salón.
Cagliostro hizo seña a Gilberto de que podía entrar allí, y otra con la cabeza a Fritz para que se retirase.
Pero le dijo en alemán:
—No estoy para nadie hasta nueva orden.
Y añadió, volviéndose hacia Gilberto:
—No hablo en alemán a mi criado para que no me comprendáis, pues ya sé que poseéis este idioma; pero es que Fritz es natural del Tirol, comprende mejor el alemán que el francés. Y ahora, sentaos; estoy a vuestra disposición, doctor.
Gilberto no pudo menos de pasear una mirada curiosa a su alrededor, y durante unos momentos sus ojos se fijaron sucesivamente en los muebles y cuadros que adornaban el salón, los cuales iba recordando uno por uno.
En cuanto a la habitación era la misma de otras veces: los ocho cuadros de maestros estaban siempre colgados en las paredes; en los sillones, revestidos de lustrina color cereza con bordados de oro, seguían brillando estos adornos en la penumbra formada por los gruesos cortinajes; la gran mesa de Boule estaba en su sitio, y los veladores cargados de porcelanas de Sevres, hallábanse aún entre las ventanas.
Gilberto exhaló un suspiro y apoyó su cabeza en la mano. A la curiosidad del presente se habían reunido los recuerdos del pasado, por lo menos un instante.
Cagliostro miraba a Gilberto como Mefistófeles debió de mirar a Fausto cuando el filósofo alemán cometía la imprudencia de entregarse a sus sueños delante de él. Después, con su voz estridente dijo de pronto:
—Parece, doctor, que reconocéis este salón…
—Sí —contestó Gilberto—, me acuerdo de las obligaciones contraídas con vos.
—¡Ah, bah! ¡Son quimeras!
—A decir verdad —continuó Gilberto, hablando a la vez consigo y con Cagliostro—, sois un hombre extraño, y si la poderosa razón me permitiera dar fe a esos prodigios mágicos de que nos hablan los poetas y los cronistas de la Edad Media me inclinaría a creer que sois hechicero como Merlín, o que hacéis oro como Nicolás Flemel.
—Sí, para todo el mundo soy eso, Gilberto; mas para vos no, y nunca intenté deslumbraros con prestigios. Bien sabéis que siempre os hice tocar el fondo de las cosas, y si algunas veces habéis visto que, al llamar yo a la verdad, esta salía de su pozo más engalanada que de costumbre, es que, como verdadero siciliano, soy aficionado a los oropeles.
—Aquí es, como recordaréis —dijo el doctor—, donde disteis, señor Conde, cien mil escudos a un muchacho andrajoso, con la misma facilidad con que yo daría dos sueldos a un pobre.
—Olvidáis una cosa más extraordinaria, Gilberto —replicó Cagliostro con gravedad—, y es que aquel muchacho andrajoso me devolvió los cien mil escudos, excepto dos luises que había gastado para comprarse ropa.
—El muchacho no era más que honrado; mientras que vos fuisteis espléndido.
—¿Y quién os dice, Gilberto, que no es más fácil ser espléndido que honrado, y dar cien mil escudos cuando se tienen siete millones, que no devolver esta suma a quien os la prestó cuando no se tiene un cuarto?
—Tal vez sea verdad —contestó Gilberto.
—Por lo demás, todo depende de la disposición de ánimo en que uno se encuentra. Acababa de sufrir la mayor desgracia de mi vida, Gilberto, ya no tenía apego a nada, y si me hubierais pedido mi vida, creo, Dios me perdone, que os la hubiera dado como os di los cien mil escudos.
—¿Es decir que estáis sometido a la desgracia como los demás hombres? —dijo Gilberto, mirando al Conde con cierto asombro.
Cagliostro exhaló un suspiro.
—Habláis de los recuerdos que este salón evoca en vos, digo; si supierais los que despierta en mi alma… pero no, pues antes de terminarse el relato, mis cabellos blanquearían del todo. Hablemos de otra cosa, dejando que los acontecimientos de otro tiempo duerman en el olvido, que es sudario; en el pasado, que es su tumba, y ocupémonos tan sólo del presente, o del futuro si queréis.
—¡Conde, antes me hacíais volver a la realidad, rompiendo con el charlatanismo, y he aquí que pronunciáis de nuevo la sonora palabra el porvenir como si este se hallase en vuestras manos, y como si vuestros ojos pudieran ver sus indescifrables jeroglíficos!
—Y vos olvidáis también que, teniendo a mi disposición más medios que los otros hombres, no tiene nada de extraño que vea mejor y más lejos que ellos.
—¡Siempre palabras, Conde!
—Olvidáis los hechos, doctor.
—¡Qué queréis, cuando mi corazón rehúsa creer!
—¿Os acordáis de aquel filósofo qué negaba el movimiento?
—Sí.
—¿Qué hizo su adversario?
—Anduvo delante de su competidor. ¡Andad vos, ya os miro, o, más bien, hablad, ya os escucho!
—En efecto, para eso hemos venido, ya hemos perdido mucho tiempo en otra cosa. Veamos, doctor, ¿qué hay de nuestro ministerio de fusión?
—¿Cómo de nuestro ministerio de fusión?
—Sí, de nuestro ministerio Mirabeau-Lafayette.
—No hay más que los vanos rumores que habéis oído repetir con los demás, y tal vez queréis conocer su realidad interrogándome.
—Doctor, sois la duda viviente, y lo más terrible es que dudáis, no porque no creéis, sino porque no queréis creer. ¿Sería preciso deciros lo que sabéis tan bien como yo? Sea… después os hablaré de lo que sé mejor que vos.
—Ya escucho, Conde.
—Quince días hace habéis hablado al Rey del señor de Mirabeau como único hombre que pudiera salvar la monarquía. Recordaréis que aquel día salíais de la habitación del Rey cuando el señor de Favras entraba.
—Lo cual prueba que aún no le habían ahorcado, Conde —replicó Gilberto sonriendo.
—¡Oh!, vais muy deprisa, doctor. No creía que fueseis tan cruel; dejad algunos minutos al pobre diablo: os hice la predicción el 6 de octubre, y estamos en 6 de noviembre, de modo que no ha transcurrido sino un mes. Conceded a su alma, para salir de su cuerpo, el tiempo que se otorga a un inquilino para dejar la habitación, un trimestre; pero observad, doctor, que me apartáis de mi camino.
—Volvamos a él, Conde; no deseo más que seguiros.
—Pues bien, habréis hablado al Rey del señor de Mirabeau como el único hombre que puede salvar la monarquía…
—Es mi opinión. Conde, y he aquí por qué he presentado esta combinación al Rey.
—También es la mía, doctor, y he aquí por qué la combinación que habéis presentado al Rey fracasará.
—¿Qué fracasará?
—Sin duda… ¡Bien sabéis que yo no quiero que la monarquía se salve! El Rey, muy perplejo ya por lo que le dijisteis —dispensad si tomo las cosas desde el principio, para probaros que no ignoro ninguna fase de la negociación—; pues bien, el Rey, decía, habló de vuestra combinación a la Reina, y —con gran asombro de las personas superficiales, cuando, pasado el tiempo, esa gran charlatana que llaman la historia diga en voz alta lo que aquí decimos en voz baja— la Reina se mostró menos opuesta aún que el Rey a vuestro proyecto. Por eso os mandó llamar, discutió con vos el pro y el contra, y acabó por autorizaros para hablar a Mirabeau. ¿No es así? —preguntó Cagliostro, mirando al doctor fijamente.
—Debo confesar, Conde, que hasta aquí no os habéis desviado ni un ápice del camino recto.
—Con lo cual, señor orgulloso, os retirasteis muy satisfecho y plenamente convencido de que aquella conversión era debida a vuestra poderosa lógica y a vuestros irresistibles argumentos.
Al oír este tono irónico, Gilberto no pudo menos de morderse los labios.
—¿Y a qué se debía esa conversión sino a mi lógica y a mis argumentos, decid Conde? El estudio del corazón es siempre para mí tan precioso como el del cuerpo; habéis inventado un instrumento con el cual se lee en el pecho de los reyes; dejadme ese maravilloso telescopio, Conde, pues seríais enemigo de la humanidad si lo guardarais para vos solo.
—Os he dicho que no tenía secretos para vos, doctor, y para satisfacer vuestros deseos voy a poner mi telescopio en vuestras manos, a fin de que podáis mirar a vuestro antojo, lo mismo por la extremidad que disminuye como por aquella que aumenta. Pues bien, la Reina ha cedido por dos razones: la primera, porque la víspera había tenido un profundo pesar; de modo que proponerle anudar una intriga y desenredarla, era lo mismo que proponerle una distracción; la segunda se debe a que la Reina es mujer a quien han hablado de Mirabeau como de un león, un tigre o un oso, y una mujer no sabe resistir nunca al deseo tan halagüeño para el amor propio como el de domesticar un oso, un tigre o un león. Sin duda se ha dicho: «Sería curioso que humillase a mis pies a ese hombre que odio; que obligara a ese tribuno a pedirme perdón por haberme insultado. Le veré a mis pies y esta será mi venganza. Además, si de esa genuflexión resulta algún bien para Francia y para la monarquía, tanto mejor». Ya comprenderéis, doctor, que este último sentimiento es secundario.
—Habláis sobre hipótesis, Conde, y habíais prometido convencerme con hechos.
—Rehusáis mi telescopio, y por lo tanto no hablemos más y volvamos a las cosas naturales, a las que se pueden observar a simple vista, a las deudas del señor Mirabeau, por ejemplo. ¡Ah!, he aquí cosas para las cuales no se necesita telescopio.
—Pues bien, Conde, aquí tenéis la oportunidad de mostraros generoso.
—¿Pagando las deudas del señor Mirabeau?
—¿Por qué no? Bien pagasteis un día las del cardenal de Rohan.
—¡Ah!, no me censuréis por aquella especulación; fue una de aquellas que mejor resultado me dieron.
—¿Y qué os produjo?
—El asunto del collar… y me parece que fue muy bonito. A semejante precio, pago las deudas del señor Mirabeau; mas por lo pronto ya sabéis que él no cuenta conmigo; confía en el futuro generalísimo Lafayette, que le hace saltar para coger cincuenta mil francos, los cuales acabará por no darle.
—¡Oh, Conde!
—¡Pobre Mirabeau, cómo hacen pagar a tu genio las locuras de tu juventud todos esos necios y fatuos con quienes tratas! Cierto que todo esto es providencial, y que Dios se ve obligado a proceder por medio de su mano. «¡El inmoral Mirabeau!», dice el señor de Provenza que es impotente; «¡Mirabeau el pródigo!», dice el conde de Artois, a quien su hermano ha debido pagar tres veces sus deudas. ¡Pobre hombre de genio!, sí, tú salvarías tal vez la monarquía; pero esta no debe salvarse. «¡Mirabeau es un monstruoso charlatán!», dice la Poule. «¡Mirabeau es un pillo!», dice Guillermy. «¡Mirabeau es un asesino!», dice el abate Maury. «¡Mirabeau es un hombre muerto!», dice Target. «¡Mirabeau es un hombre enterrado!», dice Duport. «¡Mirabeau es un orador a quien silban más que aplauden!», dice Pelletier. «¡Mirabeau tiene la viruela en el alma!», dice Champcenetz. «¡Se ha de enviar a presido a Mirabeau!», dice Lámbese. «¡Es preciso ahorcarle!», dice Marat. Y si Mirabeau muere mañana, el pueblo le hará una apoteosis, y todos esos enanos; los cuales domina por el busto, y en los que pesará mientras viva, seguirán su cortejo cantando y gritando: «¡Desgraciada Francia, que ha perdido su tribuno! ¡Desgraciada monarquía, que ha perdido su apoyo!».
—¿Vais a pronosticarme también la muerte de Mirabeau? —exclamó Gilberto casi asustado.
—Veamos, francamente, doctor, ¿creéis que tendrá larga vida ese hombre a quien la sangre quema, a quien el corazón ahoga y el genio consume? ¿Creéis que las fuerzas, por gigantescas que sean, no se agotan en la continua y eterna lucha contra la corriente y la medianía? ¡La obra emprendida por ese hombre es la roca de Sísifo! ¿No le agobian sin cesar, desde hace dos años, con la palabra inmoralidad? Cada vez que después de inusitados esfuerzos cree haberlos rechazado hasta la montaña, esta palabra vuelve a caer sobre él con más dureza que nunca. ¿Qué han ido a decir al Rey, que había adoptado casi la opinión de la Reina respecto a nombrar a Mirabeau primer ministro? «¡Señor, París clamará contra la inmoralidad, y lo mismo harán Francia y la Europa entera!». ¡Como si Dios fundiera los grandes hombres en el mismo molde que la generalidad de los mortales, y como si al ensancharse el círculo que encierra las grandes virtudes, no debiera abrazar también los grandes vicios! Gilberto, os cansaríais en vano, vos y dos o tres hombres inteligentes, para elevar a Mirabeau a ministro; es decir, a lo que han sido el señor Turgot, un necio, el señor Necker, un pedante, el señor de Calonne, un fatuo, y el señor de Brienne, un ateo. Mirabeau no será ministro porque tiene cien mil francos de deudas, que se pagarían si fuese hijo de un simple arrendador general, y porque ha sido condenado a muerte por el rapto de la mujer de un viejo imbécil, la cual acabó por asfixiarse, enamorada de un gallardo capitán. ¡Qué comedia es la tragedia humana, y cómo lloraría yo si no hubiese tomado el partido de reírme!
—¿Pero, qué predicción me hacéis? —preguntó Gilberto, que si bien aprobaba la excursión que Cagliostro había hecho mentalmente en el país del espíritu, no se inquietaba más que por la conclusión.
—Os digo —repitió Cagliostro con ese tono profético propio de él y que no admitía réplica—, os digo que Mirabeau, el hombre de genio, el hombre de Estado, el gran orador, gastará su vida y bajará a la tumba sin llegar a ser lo que todo el mundo ha sido, es decir, ministro. ¡Ah!, es una hermosa protección la medianía, querido Gilberto.
—Pero, en fin —preguntó el doctor—, ¿se opone el Rey?
—¡Diablo!, ¡se guardará bien! Debería discutir con la Reina, a quien ha dado casi su palabra. Ya sabéis que la política del Rey está en la palabra casi: es casi constitucional, casi filósofo, casi popular, y hasta casi perspicaz, cuando le aconseja su hermano. Id mañana a la Asamblea, querido doctor, y veréis lo que pasa.
—¿No podríais decírmelo de antemano?
—Sería privaros del placer de la sorpresa.
—¡Esperar hasta mañana es mucho!
—Pues haced otra cosa mejor: son las cinco; dentro de una hora se abrirá el Club de los Jacobinos…; ya sabéis que estos señores son aves nocturnas… ¿Sois de la sociedad?
—No; Camilo Desmoulins y Danton me han facilitado la entrada en los Franciscanos.
—Pues bien, como os decía, dentro de una hora el Club de los Jacobinos se abrirá. Es una sociedad muy bien organizada, y no estaréis en ella fuera de vuestro lugar. Vamos a comer juntos, y después tomaremos un coche de plaza para que nos conduzca a la calle de San Honorato. Quedaréis edificado, y además, avisado con doce horas de anticipación, tal vez estéis a tiempo para dar el golpe.
—¿Cómo —preguntó Gilberto—, coméis a las cinco?
—A las cinco en punto; soy precursor en todas las cosas; dentro de dos años Francia no hará más que dos comidas, el almuerzo a las diez y media de la mañana y la comida a las seis de la tarde.
—¿Y quién producirá este cambio en sus costumbres?
—El hambre, amigo mío.
—A la verdad que sois profeta de desgracias.
—No, porque os anuncio una buena comida.
—¿Tenéis convidados?
—Estoy completamente solo; pero ya sabéis la frase del astrónomo antiguo: «Lúculo en casa de Lúculo».
—Monseñor está servido —dijo un ayuda de cámara abriendo las dos hojas de la puerta del comedor, brillante de luz y servido con magnificiencia.
—Vamos, venid, señor pitagórico —dijo el Conde, cogiendo del brazo a Gilberto—. ¡Bah!, una vez no es costumbre.
El doctor siguió al Conde, subyugado por la magia de sus palabras, y tal vez poseído de la esperanza de hacer brillar en su conversación algún relámpago que pudiese guiarle enmedio de la oscuridad en que andaba.