Para que se comprenda todo el alcance del triunfo que Mirabeau acababa de alcanzar, y por relación con este la monarquía, de la cual se habría hecho mandatario, es preciso que digamos a nuestros lectores lo que era el Châtelet.
Por lo demás, uno de los primeros juicios dará lugar a una de las más terribles escenas ocurridas en la plaza de Greve, en el transcurso del año 1790, escena que, no siendo extraña a nuestro asunto, tendrá necesariamente su lugar en la continuación de este relato.
El Châtelet, que desde el siglo XIII había tenido gran importancia histórica, como tribunal prisión, obtuvo del rey Luis IX los poderes que ejerció durante cinco siglos.
Otro rey, Felipe Augusto, constructor como pocos, mandó edificar Nuestra Señora. Fundó los Hospitales de la trinidad, de Santa Catalina y de San Nicolás del Louvre. Dispuso que se empedraran las calles de París, que cubiertas de barro y de cieno le impedían, por su hedor, según dice la crónica, asomarse a su ventana.
Tenía a la verdad un gran recurso para todos sus gastos, recurso que sus sucesores han agotado desgraciadamente: eran los judíos.
En 1189 le atacó la locura del tiempo.
Esta locura consistía en querer apoderarse de nuevo de Jerusalén; se alió con Ricardo Corazón de León, y marchó a los Santos Lugares.
Pero antes de salir, a fin de que sus buenos deseos parisienses no perdieran el tiempo, y en sus momentos perdidos no pensaran en rebelarse contra él, como a instigación suya se habían rebelado más de una vez los súbditos y hasta los hijos de Enrique II de Inglaterra, les dejó un plan, ordenándoles que se ocuparan en su ejecución apenas él se hubiera marchado.
Este plan consistía en construir un nuevo recinto en su ciudad, recinto del que dejaba el plano, y que debía componerse de una muralla sólida, verdadera muralla del siglo XII, con torrecillas y puertas.
Era la tercera que rodeaba París.
Como ya se comprenderá, los ingenieros encargados de aquella obra no tomaron bien la medida de su capital, que se había ensanchado rápidamente desde Hugo Capeto, tanto, que prometía hacer crujir muy pronto su tercer recinto, como lo había hecho con los dos primeros.
Se procuró remediar esto, y encerrándose en él, como precaución para el porvenir, muchos caseríos pobres destinados a ser más tarde parte del gran todo.
Estos caseríos y aldeas, por míseros que fueran, tenían cada uno su justicia señorial.
Ahora bien, todas estas justicias, que casi siempre se centralizaban una en otra, encerradas en el mismo recinto hicieron más sensible la oposición, acabando por chocar entre sí tan singularmente, que introdujeron mucha confusión en aquella capital.
Existía en aquella época un señor de Vicennes que, teniendo, según parece, más motivo de queja que los demás, por causa de aquel conflicto, resolvió poner término a este.
Aquel señor era Luis IX.
Porque es bueno que sepan los niños y hasta los hombres, que cuando Luis IX dispensaba justicia bajo aquella famosa encina que ha llegado a ser proverbial, lo hacía como señor, y no como rey.
En su consecuencia dispuso como soberano, que todas las causas juzgadas por las pequeñas justicias señoriales serían llevadas, por apelación, ante su Châtelet de París.
La jurisdicción del Châtelet se vio entonces muy poderosa, puesto que se le encargaba de juzgar en última apelación.
El Châtelet se conservó por lo tanto como tribunal supremo, hasta el instante en que el Parlamento, interviniendo a su vez en la justicia real, declaró que entendería por vía de apelación en las causas juzgadas en el Châtelet.
Pero la Asamblea acababa de suspender los Parlamentos.
—Los hemos enterrado a todos vivos —decía Lameth al salir de la sesión.
Y en lugar de los parlamentos, a instancias de Mirabeau, acababa de reintegrar al Châtelet en su antiguo poder, agregando otros nuevos.
Era, pues, un triunfo para la monarquía que los crímenes de lesa nación fuesen llevados a un tribunal que la pertenecía.
El primer crimen que el Châtelet debió entender fue el que hemos citado antes.
El día mismo de promulgarse la ley, dos de los asesinos del desgraciado Francisco, fueron ahorcados en la plaza de Greve, sin más proceso que la acusación pública y notoriedad del crimen.
Un tercero, el antiguo reclutador Fleur-d’Epine, que se citó en otro lugar, juzgado sumariamente se le degradó, y condenado por el Châtelet, siguió el mismo camino que sus compañeros, para reunirse con ellos en la eternidad.
Se debían ver otras dos causas.
La del arrendatario general Angeard, y la del inspector general de los suizos, Pedro Víctor de Besenval.
Eran dos hombres fieles a la corte, y por eso se consideró urgente trasladar su causa al Châtelet.
Angeard, a quien se acusaba de haber suministrado los fondos con que la camarilla de la Reina pagaba, en julio, las tropas reunidas en el Campo de Marte, no era muy conocido, y su detención no había hecho mucho ruido; de modo que el populacho no le tenía mala voluntad.
El Châtelet le absolvió sin mucho escándalo.
Faltaba Besenval.
Este último era otra cosa: un hombre no podía ser más popular en el mal sentido de la palabra.
Este hombre era quien había mandado los suizos en casa de Reveillon, en la Bastilla y en el Campo de Marte. El pueblo recordaba que en aquellas tres circunstancias él fue quien atacó, y no se arrepentía de haber tomado su desquite.
La corte había dado las más precisas órdenes al Châtelet; ni el Rey ni la Reina querían bajo ningún pretexto que Besenval fuese condenado: y no se necesitaba menos que esta doble protección para salvarle.
El mismo Besenval se había reconocido culpable, puesto que después de la toma de la Bastilla huyó; mas alcanzado a medio camino de la frontera, se le condujo a París.
Por eso cuando entró en la sala fue recibido con gritos de muerte casi unánimes.
—¡Besenval al farol! ¡Besenval a la horca! —vociferaban por todas partes.
—¡Silencio! —gritaron los ujieres.
A duras penas se consiguió restablecerle.
Uno de los asistentes se aprovechó de él.
—Pido —gritó una magnífica voz de bajo—, que se le divida en tres pedazos y que se envíe uno a cada cantón.
Mas a pesar de los cargos contra el acusado, a pesar de la animosidad del auditorio, Besenval fue absuelto.
Indignado por está doble absolución, uno de los oyentes escribió una cuarteta en un pedazo de papel, hizo con este una bolita, y se la envió al presidente.
Este último desdobló el papel y leyó lo que sigue:
Magistrados que juzgáis
Sin justicia ni conciencia,
Sois como el papel de estraza:
Seca el borrón y lo deja.
La cuarteta tenía firma, y el presidente se volvió para buscar al autor.
Este último estaba de pie en un banco, solicitando con sus ademanes la mirada del presidente.
Pero esta mirada se bajó ante aquel hombre.
No se atrevieron a detenerle.
Cierto que el autor era Camilo Desmoulins, el de la silla, el de las pistolas y el de las hojas de castaño.
Por eso uno de aquellos que salían entre la multitud oprimida, y que por su traje hubiérase dicho que era un simple menestral del Marais, dirigiéndose a uno de sus vecinos y poniéndole una mano sobre el hombro, aunque parecía pertenecer a una clase superior de la sociedad, le dijo:
—¿Qué tal, señor Gilberto, qué os parecen esas dos absoluciones?
Aquel a quien se dirigía se estremeció, miró a su interlocutor, y reconociendo las facciones como había reconocido la voz, contestó:
—A vos, y no a mí, es a quien se debe preguntar esto, maestro; a vos, que lo sabéis todo: el presente, el pasado y el porvenir…
—Pues bien, yo pienso que después de absueltos estos culpables, es preciso decir: «¡Desgraciado del inocente que caiga en tercer lugar!».
—Y ¿por qué creéis que un inocente será el que venga detrás y que se le castigará? —preguntó Gilberto.
—Pues por una razón muy sencilla —contestó su interlocutor con esa ironía que le era natural—, porque es bastante común en este mundo que los buenos padezcan por los malos.
—Adiós, maestro —dijo Gilberto, ofreciendo la mano a Cagliostro, pues por las pocas palabras que había pronunciado, se habrá reconocido sin duda al terrible escéptico.
—Y, ¿por qué diablos?
—Porque tengo que hacer —contestó Gilberto sonriendo.
—¿Una cita?
—Sí.
—¿Con quién? ¿Con Mirabeau, con Lafayette, o con la Reina?
Gilberto se detuvo mirando a Cagliostro con expresión inquieta.
—¿Sabéis que me espantáis algunas veces? —le dijo.
—Al contrario, debería tranquilizaros —dijo Cagliostro.
—¿Cómo así?
—¿No soy amigo vuestro?
—Me parece que sí.
—Estad seguro de ello. ¿Queréis una prueba?
—Veamos.
—Venid conmigo y os daré, respecto a toda esa negociación que creéis muy secreta, detalles y pormenores que vos ignoráis, vos que creéis ser quien la dirige.
—Escuchad —dijo Gilberto—, tal vez os burléis de mí con la ayuda de alguno de esos prestigios que os son familiares; pero no importa, las circunstancias en que nos hallamos son tan graves, que aunque el mismo Satanás en persona me ofreciese una aclaración, la aceptaría. Os sigo, pues, por todas partes y adonde queráis conducirme.
—¡Oh!, estad tranquilo, no será muy lejos, y vamos a un sitio que ya conocéis; pero permitid que detenga ese coche de plaza que ahora pasa, pues el traje con que he salido no me permitió servirme del mío.
En efecto, hizo una señal al conductor de un coche que pasaba por el otro lado del muelle, aquel se acercó y los dos subieron.
—¿Adónde se os debe conducir, ciudadano? —preguntó el cochero a Cagliostro, como si comprendiese que este, aunque más sencillamente vestido, era el que conducía al otro adonde le acomodaba.
—Adonde ya sabes —contestó el Conde, haciendo al cochero una especie de señal masónica.
El hombre miró a su interlocutor con asombro.
—Dispensad, monseñor —dijo, contestando con otra señal—, no os había reconocido.
—Pues no me sucede a mí lo mismo —replicó Cagliostro con voz firme y altiva—, pues por numerosos que sean, conozco desde el primero hasta el último de mis súbditos.
El cochero cerró al portezuela, subió al pescante, y al galope de sus caballos condujo el coche a través de aquel dédalo de calles que conducían desde el Châtelet hasta el bulevar de las Hijas del Calvario; desde aquí, continuando su carrera hacia la Bastilla, no se detuvo hasta llegar a la esquina de la calle de San Claudio. Entonces la portezuela se abrió con una rapidez que indicaba el celo respetuoso del cochero.
Cagliostro hizo señal a Gilberto para que se apease primero, y bajó a su vez.
—¿No tienes nada que decirme? —preguntó al cochero.
—Sí, monseñor —contestó el hombre—, y os lo habría dicho esta noche, si no hubiera tenido la suerte de encontraros.
—Habla, pues.
—Lo que tengo que decir a monseñor, no debe ser escuchado por oídos profanos.
—¡Oh! —dijo Cagliostro sonriendo—, la persona que está aquí no es del todo profana.
Gilberto fue quien se alejó por discreción.
Sin embargo, no pudo menos de mirar con un ojo y escuchar con un oído.
Y notó que el relato del cochero hacía sonreír a Bálsamo.
Oyó los dos nombres Provenza y Favras, y terminado el informe, Cagliostro sacó un doble luis del bolsillo y quiso dárselo al cochero, pero este movió la cabeza.
—Monseñor sabe muy bien —dijo—, que está prohibido por la junta suprema el admitir dinero por los informes.
—No te pago por lo que me has dado —dijo Bálsamo—, sino por tu carrera.
—Bajo este título, acepto.
Y tomando el doble luis, añadió:
—Gracias, monseñor, ya tengo el jornal del día.
Y saltando ligeramente a su pescante se alejó al trote de sus caballos, haciendo crujir su látigo y dejando a Gilberto maravillado de lo que acababa de ver y oír.
—¿Qué hacemos? —preguntó Cagliostro, que tenía la puerta abierta hacía algunos segundos, sin que Gilberto se acordase de entrar—. ¿No pasáis, querido doctor?
—Ya estoy aquí —contestó Gilberto—, dispensadme.
Y franqueó el umbral, tan aturdido que vacilaba como un hombre ebrio.