Capítulo XXVI

Gilberto había leído rápidamente el billete de Mirabeau, volvió a leerle más despacio por segunda vez, lo guardó en bolsillo de su casaca, y deteniendo un coche de plaza, ordenó que se le condujese a las Tullerías.

Al llegar encontró todas las verjas cerradas y los centinelas dobles, de orden del señor de Lafayette, quien sabiendo que había perturbación en París, comenzó por atender la seguridad del Rey y de la Reina, dirigiéndose después al sitio donde se produjo el motín.

Gilberto se dio a conocer al conserje de la calle de la Escala y penetró en las habitaciones.

Al verle, la señora Campan, que había recibido la orden de la Reina, le salió al encuentro e introdújole al punto. Weber, obedeciendo a la soberana, había ido a buscar más noticias.

A la vista de Gilberto, María Antonieta profirió una exclamación.

Una parte del traje del doctor se había desgarrado en la lucha que debió sostener para salvar al infeliz panadero, y en su camisa veíanse algunas gotas de sangre.

—Señora —dijo—, dispénseme Vuestra Majestad por presentarme así; a pesar mío me he visto en la precisión de haceros esperar largo tiempo, y no quería retardar más mi visita.

—¿Y ese desgraciado, señor Gilberto? —preguntó, la Reina.

—¡Ha muerto, señora; le han asesinado y hecho pedazos!…

—¿Era culpable al menos?

—¡Era inocente, señora!

—¡Oh, caballero, he ahí los frutos de vuestra revolución! Después de asesinar a los grandes señores, a los funcionarios y a los guardias, ahora se asesinan entre sí. Pero ¿no hay medio de hacer justicia a esos criminales?

—Trataremos de ello, señora, aunque más valdría evitar los asesinatos que castigar a los culpables.

—Pero ¿cómo conseguirlo, Dios mío? El Rey y yo no deseamos otra cosa.

—Señora, todas esas desgracias provienen de una gran desconfianza del pueblo respecto a los agentes del poder; poned a la cabeza del Gobierno hombres que merezcan la confianza del pueblo, y no sucederá nada parecido.

—¡Ah!, sí, los señores de Mirabeau y de Lafayette, ¿no es cierto?

—Yo esperaba que la Reina me habría enviado a buscar para decirme que había conseguido que el Rey dejara de ser hostil a la combinación que le había propuesto.

—En primer lugar, señor Gilberto —dijo la Reina—, habéis caído en un error en que otros muchos incurren, y es creer que yo tengo influencias sobre el Rey y que este obedece a mis aspiraciones. Os engañáis, si alguien tiene influencia con el soberano, es madame Isabel, y no yo; y la prueba es que aún ayer confió una misión a uno de mis servidores, el señor de Charny, sin que yo sepa ni adonde va, ni con qué objeto.

—Y sin embargo, si la Reina quisiera sobreponer su repugnancia contra el señor de Mirabeau, le rogaría que procurase inducir al Rey a satisfacer sus deseos.

—Veamos, señor Gilberto —replicó vivamente la Reina—, ¿me diréis por casualidad que esta repugnancia no es fundada?

—En política, señora, no debe haber ni simpatía ni antipatía, sino relación a los principios o de las combinaciones de intereses, y debo decir a Vuestra Majestad para vergüenza de los hombres, que las combinaciones de intereses son mucho más seguras que las relaciones de principios.

—Doctor, ¿me diréis seriamente que debo fiarme de un hombre a quien se deben las jornadas del 5 y 6 de octubre, pactando con un orador que me ha insultado públicamente en la tribuna?

—Señora, creedme, no es el señor Mirabeau quien promovió los hechos del 5 y 6 de octubre; el hambre, la escasez y la miseria, dieron principio a la obra; un brazo misterioso y terrible la llevó a cabo de noche… tal vez algún día me hallaré en estado de hacer vuestra defensa por esta parte, luchando con ese tenebroso poder que os persigue, no solamente a vos, sino a todos los demás reyes, no tan sólo al trono de Francia, sino a todos los de la tierra. Tan cierto como que tengo el honor de poner mi vida a vuestros pies y a los del Rey, señora, el señor de Mirabeau no ha contribuido en lo más mínimo a esas terribles jornadas, y sólo supo en la Asamblea, como los demás, o un poco antes que ellos tal vez por un billete que se le entregó, que el pueblo marchaba sobre Versalles.

—¿Negaréis también lo que es notoriamente público, es decir, el insulto que me dirigió en la tribuna?

—Señora, Mirabeau es uno de esos hombres que conocen su propio valor, y que se exasperan cuando al ver para qué sirven y el auxilio que pueden prestar, los reyes se obstinan en no utilizarlos; sí, para que volváis los ojos hacia él, señora, Mirabeau se valdrá hasta de la injuria, prefiriendo que la ilustre hija de María Teresa, Reina y mujer, fije en él una mirada de enojo, más bien que cerrar los ojos para no verle.

—¿Con que creéis, señor Gilberto, que ese hombre consentiría en ser de nosotros?

—Ya lo es por completo, señora; cuando Mirabeau se aleja de la monarquía, hace lo que el caballo que retrocede, que solamente necesita sentir la brida y la espuela de su jinete para volver al camino recto.

—Pero si pertenece ya al señor duque de Orleáns, no puede ser de todo el mundo.

—He aquí donde está el error, señora.

—¿No es el señor Mirabeau del duque de Orleáns? —replicó la Reina.

—Es tan poco del duque de Orleáns, que cuando supo que el Príncipe se había retirado a Inglaterra, dijo, estrujando entre sus manos el billete del señor de Lauzun, que le anunciaba esta marcha: «¡Se pretende que soy del partido de ese hombre! ¡No le querría ni para lacayo!».

—Vamos, esto me lo recomienda un poco —dijo la Reina, tratando de sonreír—, y si yo creyese que verdaderamente se podía contar con él…

—¿Y bien?

—Tal vez me alejaría menos que el Rey de su persona.

—Señora, el día siguiente al en que el pueblo trajo de Versalles a Vuestra Majestad, así como al Rey y a la familia real, me encontré al señor de Mirabeau…

—¿Embriagado por su triunfo?…

—No; espantado de los peligros que corríais, y de los que podéis correr aún.

—¿Estáis seguro de eso? —preguntó la Reina con aire de duda.

—¿Queréis que os cite las palabras que me dijo?

—Me complacerá.

—Pues bien, helas aquí, una por una, pues las he grabado en mi memoria, esperando tener algún día ocasión de repetirlas a Vuestra Majestad: «Si tenéis algún medio de haceros escuchar del Rey y de la Reina, persuadidles de que Francia y ellos están perdidos si la familia real no sale de París. Yo me ocupo de un plan para facilitarles la marcha. ¿Estáis en disposición de ir a darles la seguridad de que pueden contar conmigo?».

La Reina quedó pensativa.

—¿De modo —dijo al fin—, que el señor Mirabeau opina también que debo salir de París?

—Tal era su parecer entonces.

—¿Y no ha cambiado después?

—Creo que sí, a juzgar por un billete que recibí media hora hace.

—¿De quién?

—De él mismo.

—¿Se puede ver ese billete?

—Está destinado a Vuestra Majestad.

Y Gilberto sacó el papel de su bolsillo.

—Vuestra Majestad me dispensará —dijo—, pues se ha escrito en papel ordinario y sobre el mostrador de un traficante en vinos.

—¡Oh!, no os inquietéis por eso; el papel y el sitio en que se escribió están en armonía con la política que se hace en este momento.

La Reina tomó el papel y leyó:

El acontecimiento de hoy cambia la faz de las cosas.

Se puede sacar mucho partido de una cabeza cortada.

La Asamblea tendrá miedo y pedirá la ley marcial.

Mirabeau puede apoyarla y hacer que la voten.

Mirabeau puede sostener que no hay salvación sino devolviendo la fuerza al poder ejecutivo.

Mirabeau puede atacar al ministro Necker, respecto a las subsistencias, y derribarle.

En vez del ministerio Necker, elíjase otro en que figuren Lafayette y Mirabeau, y este último responde de todo.

—Pero, este billete —dijo la Reina—, ¿no está firmado?

—¿No he tenido el honor de manifestar a Vuestra Majestad que el mismo Mirabeau era quién me lo había entregado?

—¿Qué pensáis de todo esto?

—Mi opinión es, señora, que Mirabeau tiene mucha razón, y que solamente la alianza que propone puede salvar la Francia.

—Sea; que Mirabeau me envíe, por conducto de vos, una memoria sobre la situación, con un proyecto de ministerio, y lo pondré todo a la vista del Rey.

—¿Y Vuestra Majestad le apoyará?

—Sí.

—¿De modo que, entretanto, y como primera prenda, Mirabeau puede sostener la ley marcial, pidiendo que se devuelva la fuerza al poder ejecutivo?

—Puede hacerlo.

—En cambio, en el caso de que la caída de Necker fuera urgente, ¿sería bien recibido un ministerio Lafayette-Mirabeau?

—Por mí, sí. Quiero probar que estoy dispuesta a sacrificar todos mis resentimientos personales en bien del Estado; pero ya sabéis que no respondo del Rey.

—¿Nos secundaría en este asunto el señor de Provenza?

—Creo que él tiene sus proyectos propios, los cuales le impedirían secundar los de otros.

—¿No tiene la Reina ninguna idea de esos proyectos?

—Creo que opina como el señor Mirabeau, es decir, que el Rey debe salir de París.

—¿Me autoriza la Reina para decir a Mirabeau que Vuestra Majestad es quien solicita ese proyecto de ministerio?

—El señor Gilberto juzgará sobre la conducta que debe observarse con un hombre que era nuestro amigo ayer y que puede ser nuestro enemigo mañana.

—¡Oh!, en este punto, confiad en mí, señora; pero como las circunstancias son graves, no hay tiempo que perder. Permitidme que vaya a la Asamblea y trate de ver a Mirabeau hoy mismo; si lo consigo, dentro de dos horas Vuestra Majestad recibirá la contestación.

La Reina hizo con la mano un ademán de asentimiento y de despedida, y Gilberto salió.

Una hora después hallábase en la Asamblea.

Esta última parecía muy agitada a causa del crimen cometido casi a sus puertas, en un hombre que era en cierto modo su servidor.

Los diputados iban y venían de la tribuna a sus bancos y de estos al corredor.

Solamente Mirabeau permanecía inmóvil en su sitio y esperaba, con los ojos fijos, en la tribuna pública.

Al divisar a Gilberto, su rostro se animó.

El doctor hizo una señal, a la que contestó con un movimiento de cabeza.

Gilberto rasgó una hoja de su cartera y escribió:

Vuestras proposiciones han sido aceptadas, si no por las dos partes, al menos por la que vos y yo creemos la más influyente de ambas.

Se pide una memoria para mañana, y un proyecto de ministerio para hoy.

¡Haced que se devuelva la fuerza al poder ejecutivo, y este contará con vos!

Después dobló el papel en forma de carta, escribiendo en el sobre:

Al señor Mirabeau.

Luego llamó a un ujier y envió la esquela a su destino.

Desde la tribuna donde se hallaba, Gilberto vio entrar al ujier en la sala, dirigirse al diputado por Aix y entregarle el billete.

Mirabeau lo leyó con una expresión de tan profunda indiferencia, que a su vecino más próximo le habría sido imposible adivinar que el billete que acababa de recibir correspondía a sus más ardientes deseos; y con la misma indiferencia, en una media hoja de papel que tenía ante sí, trazó algunas líneas, la dobló lentamente, y siempre con la misma frialdad, entrególa al ujier.

—Dad esto a la persona que me ha enviado el billete —dijo.

Gilberto abrió con viveza el papel.

Contenía estas pocas líneas, que encerraban tal vez otro porvenir para Francia, si se hubiera puesto en ejecución el plan que proponían.

Hablaré.

Mañana se enviará la memoria.

He aquí la lista pedida; se podrán modificar dos o tres nombres:

El señor Necker, primer ministro…

Este nombre hizo casi dudar a Gilberto que fuese Mirabeau quien había escrito el billete.

Pero como una nota entre paréntesis seguía a este nombre, así como a los demás, Gilberto continuó su lectura:

El señor Necker, primer ministro. (Es preciso hacerle tan impotente como es incapaz, y conservar, sin embargo, su popularidad al Rey).

El Arzobispo de Burdeos, canciller. (Se le recomendará que elija con mucho cuidado sus redactores).

El duque de Liancourt, en Guerra. (Tiene honor, firmeza y afecto al Rey, lo cual es una seguridad para este).

El conde de Rochefoucauld, cuarto del Rey y ciudad de París. (Con Thouret).

El conde de la Marck, en Marina. (No se le puede dar el departamento de la Guerra, que se conferirá al señor de Liancourt; el señor de la Marck es fiel: tiene carácter y ejecución).

El obispo de Antun, ministro de Hacienda. (Su moción del clero le ha conquistado este puesto. Labor de con él).

El conde de Mirabeau, en el Consejo del Rey, sin cartera. (Los ligeros escrúpulos del respeto humano no se estilan ya: el Gobierno debe afirmar en alta voz que sus primeros auxiliares serán en adelante los buenos principios, el carácter y el talento).

Target, alcalde de París. (Su jurisdicción le conducirá siempre).

Lafayette en el Consejo; mariscal de Francia y generalísimo por tiempo limitado para reorganizar el ejército.

El señor de Montmorin, gobernador, duque y Par. Sus deudas pagadas.

El señor de Segur (de Rusia), en Negocios Extranjeros.

El señor Mounier, bibliotecario del Rey.

El señor Chapelier, construcciones.

Debajo de esta primera nota se había escrito lo siguiente:

Proposición de Lafayette.

Ministro de Justicia, duque de la Rochefoucauld.

Ministro de Negocios Extranjeros, el obispo de Antun.

Ministro de Hacienda, Lambert, Haller o Clavières.

Ministro de Marina…

Proposición de la Reina.

Ministro de la Guerra o de Marina, la Marck.

Jefe del Consejo de Instrucción y Educación pública, el abate Sieyès.

Guardasellos privado del Rey…

Esta segunda nota indicaba evidentemente los cambios y modificaciones que se podían hacer en la combinación propuesta por Mirabeau, sin oponer obstáculos a sus miras ni perturbar sus proyectos[8].

Todo esto se había escrito ligeramente con mano temblorosa, lo cual probaba que Mirabeau, indiferente al parecer, experimentaba cierta emoción en su interior.

Gilberto leyó rápidamente, rasgó otra hoja de su cartera, y escribió las tres o cuatro líneas siguientes, entregando el papel al ujier que esperaba la contestación:

Vuelvo a la casa de la dueña de la habitación que deseamos alquilar, y le comunicaré las condiciones que consentís en tomarla y ocuparla.

Enviadme a decir a mi casa, calle de San Honorato, frente a la tienda de un carpintero llamado Duplay, el resultado de la sesión, apenas haya terminado.

Siempre ávida de movimiento y de agitaciones, esperando combatir, por las intrigas políticas, la pasión de su alma, la Reina anhelaba el regreso del doctor con impaciencia, escuchando el nuevo relato de Weber.

Este relato era el terrible desenlace de la espantosa escena cuyo principio había visto Weber, y que acababa de ver el fin.

Enviado por la Reina para informarse, había llegado por una extremidad del Puente Nuevo, mientras que por la otra aparecía el sangriento cortejo, llevando como bandera del asesinato la cabeza del panadero Francisco, que por una de esas burlas populares que indujo a rizar las cabezas de los guardias de corps en el Puente de Sevres, uno de los asesinos, más perverso que los demás, había cubierto con un gorro de algodón cogido a uno de los cofrades de la víctima.

Hacia la mitad del puente, una mujer joven, pálida, fuera de sí, con la frente bañada en sudor, y que a pesar de un principio de preñez bien visible, corría bien ligera hacia la Casa Consistorial, se detuvo de pronto.

Aquella cabeza, cuyas facciones no había podido distinguir aún, produjeron en ella, sin embargo, el efecto del escudo antiguo.

Y a medida que la cabeza se acercaba, era fácil notar, por la descomposición de las facciones de la pobre mujer, que no se había convertido en piedra.

Cuando el horrible trofeo no estuvo más que a veinte pasos de ella, profirió un grito, extendió los brazos con un movimiento desesperado y cayó desvanecida en el puente.

Aquella era la mujer de Francisco, embarazada de cinco meses.

Se la habían llevado desmayada.

—¡Oh! Dios mío —murmuró la Reina—, es una terrible enseñanza que enviáis a vuestra sierva, para demostrarle que por desgraciado que uno sea, existen otros que lo son más.

En aquel instante Gilberto entró, introducido por la señora Campan, que había reemplazado a Weber para guardar la puerta real.

El doctor encontró, no a la Reina, sino a la mujer, a la esposa, a la madre, agobiada bajo el relato que había herido dos veces su corazón.

Por esto escuchó con mejores disposiciones a Gilberto, que venía a ofrecer el medio de poner término a todos aquellos asesinatos.

La Reina, enjugando sus ojos llenos aún de lágrimas y su frente bañada en sudor, tomó de manos de Gilberto la lista que le presentaba.

Pero antes de fijar la vista en el papel, por importante que fuera, volvióse hacia Weber y le dijo:

—Si esa pobre mujer no ha muerto, la recibiré mañana, y si está verdaderamente encinta, seré la madrina de su hijo.

—¡Ah!, señora —exclamó Gilberto—, ¿por qué no pueden todos los franceses ver como yo las lágrimas que corren de vuestros ojos y oír las palabras que pronunciáis?

La Reina se estremeció: estas palabras eran poco más o menos las mismas que en una circunstancia no menos crítica le había dirigido Charny.

Después fijó su mirada en la nota de Mirabeau; pero demasiado perturbada en aquel momento para dar una respuesta conveniente, se limitó a decir:

—Está bien, doctor, dejadme este escrito; reflexionaré, y os daré mi contestación mañana.

Y después, tal vez sin saber lo que hacía, ofreció la mano a Gilberto, que muy sorprendido la rozó con los labios y los dedos. Se convendrá en que esto era ya una gran concesión para la altiva María Antonieta: discutir un ministerio del que formaban parte Mirabeau y Lafayette, y dar su mano a besar al doctor Gilberto.

A las siete de la noche, un lacayo con librea entregó a Gilberto el siguiente billete:

La sesión ha sido borrascosa.

Se ha votado la ley marcial.

Buzot y Robespierre querían que se crease un alto tribunal.

He conseguido que se decretase que los crímenes de lesa nación (es un término nuevo que acabamos de inventar) serían juzgados por el tribunal real del Châtelet.

He puesto sin vacilar la salvación de Francia en la fuerza de la monarquía, y las tres cuartas partes de la Asamblea han aplaudido.

Estamos a 21 de octubre: creo que la monarquía ha recorrido bastante camino desde el 6.

Vale y me ama.

El billete no estaba firmado, pero la letra era la misma que la de la nota ministerial y del billete de la mañana, lo cual venía a ser lo propio, puesto que el escrito era de mano de Mirabeau.