No trataremos de expresar cómo transcurrió aquella noche para las dos mujeres.
Hasta las nueve de la mañana no volvemos a ver a la Reina, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y pálidas las mejillas por el insomnio. A las ocho, es decir, casi al amanecer, pues estaba en aquel período de año en que los días son cortos y sombríos, a las ocho, decimos, había abandonado el lecho donde buscó en vano el reposo durante las primeras horas de la noche, y donde durante las últimas no pudo conciliar más que un sueño febril y agitado.
Hacía algunos instantes, aunque según la orden dada nadie había entrado en su habitación, que oía alrededor de esta esas idas y venidas, esos ruidos repentinos y esos prolongados rumores que anuncian que ha ocurrido algo insólito en el exterior.
En aquel momento fue cuando, terminado el tocador de la Reina, el reloj dio las nueve.
En medio de todos aquellos rumores confusos que parecían propagarse por los corredores, oyó la voz de Weber que parecía reclamar el silencio.
Entonces llamó a su fiel ayuda de cámara.
En el mismo instante todo ruido cesó y abrióse la puerta.
—¿Qué ocurre, Weber? —preguntó la Reina—, ¿qué sucede en el palacio, y qué significan todos estos rumores?
—Señora —contestó Weber—, parece que hay mucho ruido por la parte de la Cité.
—¡Ruido! —exclamó la Reina—. ¿Y por qué causa?
—Aún no sé sabe, señora; pero dicen que se ha producido un motín a causa del pan.
En otro tiempo no le había ocurrido a la Reina la idea de que había gente que se moría de hambre; pero desde que, durante el viaje a Versalles, había oído al delfín pedirle pan, sin que pudiera dárselo, comprendía lo que era la miseria y el hambre.
—¡Pobre gente! —murmuró, recordando las palabras que había oído decir en el camino y la explicación que de ellas dio Gilberto—. Bien ven ahora que no es la culpa del panadero ni de la panadera, si no tienen pan. Y añadió en voz alta:
—¿Y se teme que esto llegue a ser grave?
—No podría decirlo, señora, pues no hay ni siquiera dos informes que se parezcan —contestó Weber.
—Pues bien —replicó la Reina—, corre hasta la Cité, Weber, pues no está lejos de aquí, mira por tus propios ojos, y ven a decirme lo que pasa.
—¿Y el doctor Gilberto? —preguntó el ayuda de cámara.
—Avisa a las señoras de Campan y de Misery que espero al doctor, y una u otra le introducirá.
Después, dando la misma orden a Weber en el momento de salir, añadió:
—Recomienda bien que no le hagan esperar, Weber, porque siendo hombre que está al corriente de todo, nos dará cuenta de lo que ocurre.
Weber salió del palacio, ganó el postigo del Louvre, precipitóse hacia el puente, y guiado por los clamores siguió a la multitud que corría hacia el Arzobispado: de pronto estuvo en el atrio de Nuestra Señora.
A medida que avanzaba hacia el viejo París, la muchedumbre iba en aumento y se oían los clamores más ruidosos.
En medio de aquellos gritos o más bien alaridos, percibíanse voces de esas que solamente se oyen en el cielo los días de tempestad y en la tierra los días de revolución; estas voces decían:
—¡Es un logrero, un acaparador del pan! ¡A muerte, a muerte, al farol!
Y miles de personas que ni siquiera sabían de qué se trataba, y entre las cuales se distinguían las mujeres, repetían sus gritos, con la esperanza de uno de esos espectáculos que siempre hace saltar de alegría los corazones de las multitudes.
—¡Es un acaparador del pan! ¡A muerte, al farol!
De repente Weber sintió una de esas violentas sacudidas que se producen en las muchedumbres cuando ocurre algún incidente inesperado, y vio llegar por la calle de la Canonesa una oleada humana, una catarata viviente, en medio de la cual agitábase un desgraciado, pálido y con las ropas rasgadas.
Contra él se había levantado todo aquel pueblo; contra él resonaban todos aquellos gritos, aquellos alaridos y amenazas.
Un hombre le defendía contra la multitud, un hombre solo servía de dique para aquel torrente humano.
Aquel hombre que trataba de cumplir una misión compasiva con la fuerza de diez, de veinte, y hasta de cien hombres, era Gilberto.
Verdad es que algunos individuos de la multitud, habiéndole reconocido, comenzaban a gritar:
—¡Es el doctor Gilberto, un patriota, el amigo del señor de Lafayette y de Bailly! ¡Escuchemos al doctor Gilberto!
A estos gritos siguióse una pausa, algo como esa calma pasajera que se produce en las olas entre dos ráfagas.
Weber se aprovechó de esto para abrirse camino hasta el doctor, lo cual consiguió a costa de repetidos esfuerzos.
—Señor doctor Gilberto —dijo el mayordomo.
El doctor se volvió para ver quién llamaba.
—¡Ah! —exclamó—, ¿vos aquí, Weber?
Y haciéndole señal para que se acercase más, le dijo en voz baja:
—Volved a palacio y decid a la Reina que iré más tarde y que no me espere, porque estoy ocupado en salvar a un hombre.
—¡Oh!, ¡sí, sí! —dijo el desgraciado al oír estas últimas palabras—, ¿no es verdad que me salvaréis, señor doctor? Decidles que soy inocenae, que mi joven esposa está encinta… Os juro, señor Gilberto, que no ocultaba pan.
Pero como si esta queja y este ruego del infeliz hubieran encendido de nuevo el odio y la cólera, en parte extinguidos, los gritos redoblaron, y las amenazas comenzaban a traducirse en vías de hecho.
—Amigos míos —gritó Gilberto luchando con una fuerza sobrehumana contra los furiosos, este hombre es francés, ciudadano como vosotros, y no se puede ni se debe asesinar a un hombre sin oírle.
—¡Sí! —gritaron algunas voces de los que habían reconocido al doctor.
—Señor Gilberto —dijo el ayuda de cámara de la Reina—, resistid bien mientras que yo aviso a los oficiales del distrito; está cerca, y dentro de cinco minutos llegarán.
Y se deslizó entre la multitud, sin esperar la aprobación de Gilberto, perdiéndose a poco de vista.
Sin embargo, unos quinientos hombres hablan acudido en auxilio del doctor, formando una especie de atrincheramiento para el infeliz a quien amenazaba la cólera de la multitud.
Por débil que fuera aquella especie de muralla, contuvo por el pronto a los asesinos que seguían dominando con sus gritos la voz de Gilberto y la de los buenos ciudadanos que le ayudaban.
Por fortuna, a los cinco minutos se efectuó un movimiento en la multitud, siguiéndose un murmullo que se redujo por estas palabras:
—¡Los oficiales del distrito, los oficiales del distrito!
Al presentarse estos, las amenazas cesan y la multitud se aparta: los asesinos no se han dado aún probablemente el santo y seña.
Se conduce al desgraciado a la Casa Consistorial.
Va cogido de un brazo del doctor, y no quiere soltarle.
Ahora bien, ¿quién es ese hombre?
Vamos a decirlo.
Es un pobre panadero llamado Dionisio Francisco, el mismo cuyo nombre hemos pronunciado ya, que suministraba panecillos a los señores de la Asamblea.
Por la mañana una vieja ha entrado en la tahona, en la calle del Marché-Palu, en el momento en que acababa de distribuir la sexta hornada de pan y que comienza a cocer la séptima.
La vieja pide un pan.
—No hay —dice Francisco—; pero esperad a la séptima hornada y seréis la primera a quien sirva.
—Lo quiero ahora mismo —replicó la mujer—, he aquí el dinero.
—Pero si os digo que no hay más.
—Dejadme verlo.
—¡Oh! —contestó el panadero—, entrad y vedlo; no deseo otra cosa.
La vieja entra, busca, lo registra todo, abre un armario, y en este encuentra tres panes de cuatro libras del día anterior, que los mozos habían conservado para sí.
La vieja coge uno y sale sin pagar; mas al oír la reclamación del tahonero, amotina al pueblo, gritando que Francisco es un acaparador y que oculta la mitad de su hornada para que los otros se mueran de hambre.
Este grito equivalía a una muerte casi segura para aquel contra quien se profería.
Un antiguo reclutador de dragones llamado Fleur-d’Epine, que bebía en una taberna enfrente de la tahona, repite con voz avinagrada el grito de la vieja.
El pueblo acude gritando, se informa, averigua lo que ha pasado, repite los gritos que se oyeron en la tahona, rechaza la guardia de cuatro hombres que la policía había puesto a la puerta, recorre toda la tienda, y además de los dos panes que aún se hallaban en el armario y habían sido denunciados por la vieja, encuentran diez docenas de panecillos tiernos, reservados para los individuos de la Asamblea que celebran sus sesiones en el Arzobispado, a cien pasos de allí.
Desde este momento, el infeliz queda condenado; ya no es una voz, sino ciento, doscientos, mil que gritan: «¡Al acaparador de pan!».
Y después, toda una multitud grita igualmente «¡Al farol!».
En aquel momento el doctor, que volvía de hacer una visita a su hijo, a quien había acompañado al colegio de Luis el Grande, se encuentra en medio de todo un pueblo que pide la muerte de un hombre, y acude en auxilio de este.
En pocas palabras había sabido, por boca de Francisco, de qué se trataba, y reconociendo la inocencia del panadero, quiso defenderle.
Entonces la multitud se llevó juntos al infeliz amenazado y a su protector, rodeándolos a los dos y dispuesta a herirlos de un mismo golpe.
En aquel momento fue cuando Weber, enviado por la Reina, llegó a la plaza de Nuestra Señora y reconoció a Gilberto.
Hemos visto que después de la marcha de Weber, los oficiales del distrito se presentaron, y que el infeliz panadero fue conducido bajo escolta a la Casa Ayuntamiento.
Acusado, guardias del distrito y populacho furioso, todo había entrado revuelto en el edificio, que al punto se llenó también de obreros sin trabajo y pobres diablos que se morían de hambre, siempre dispuestos a tomar parte en todos los motines, y devolver a cualquiera a quien se creyese causante de sus padecimientos una parte del mal que sufría. Así es que apenas el desgraciado Francisco hubo desaparecido por el pórtico de la Casa de la Ciudad, los gritos se redoblaron.
Todos aquellos hombres creían al parecer que se acababa de arrebatarles una presa que les pertenecía.
Varios individuos de caras siniestras circulaban entre la multitud, diciendo en voz baja:
—¡Es un acaparador del pan pagado por la corte! Por esto quieren salvarle.
Estas palabras serpenteaban enmedio de aquel populacho hambriento como una mecha de fuegos artificiales, encendiendo todos los odios, irritando más todas las cóleras. Por desgracia era muy temprano aún, y ninguno de los hombres que tenían autoridad sobre el pueblo, ni Bailly ni Lafayette, se hallaban allí.
Bien lo sabían los que repetían entre los grupos:
—¡Es un acaparador de pan!
Al fin, como no se veía reaparecer al acusador, los gritos se convirtieron en un inmenso clamor y las amenazas en un alarido universal.
Los hombres de que hemos hablado se deslizaron por el pórtico arrastrándose por las escaleras, y penetraron hasta la sala donde se hallaba el desgraciado panadero, que Gilberto defendía lo mejor que le era posible.
Por su parte, los vecinos de Francisco, que habían acudido tumultuosamente, aseguraban que desde el principio de la revolución había dado las mayores pruebas de celo; que había cocido hasta diez hornadas diarias; que cuando sus cofrades carecían de harina les había suministrado la suya, y que para servir más pronto a sus parroquianos, además de su horno, alquilaba el de un pastelero para secar su leña.
De las declaraciones resulta al fin que en vez de un castigo se debe dar una recompensa al infeliz.
Pero en las escaleras y hasta en la sala, se sigue gritando: «¡Al acaparador!», y se pide la muerte del culpable.
De improviso se produce una irrupción inesperada en la sala; se entreabren las filas de la guardia nacional que rodea a Francisco, y sepárase este de sus protectores. Gilberto, rechazado hasta la mesa del tribunal que se acaba de improvisar, ve extenderse veinte brazos…; cogido y arrastrado por los revoltosos, el infeliz panadero pide auxilio, alargando sus manos suplicantes, pero inútilmente… En vano Gilberto hace un esfuerzo desesperado para reunirse con él, pues la abertura por donde desaparece poco a poco se cierra muy pronto. ¡Así como el panadero arrastrado por un torbellino lucha un instante, con las manos crispadas, la desesperación en los ojos y la voz ahogada, la ola le cubre y el abismo le absorbe!
A partir de aquel momento, está perdido.
Arrojado desde lo alto de las escaleras, en cada peldaño ha recibido una herida, y cuando llega al pórtico, su cuerpo no es más que una inmensa llaga.
¡Ya no es la vida lo que pide, sino la muerte!…
¿Dónde se oculta la muerte en aquella época en que estaba tan dispuesta a presentarse cuando se la llamaba?
En pocos segundos la cabeza del desgraciado Francisco queda separada del tronco y se eleva en la punta de una pica.
A los gritos que resuenan en la calle, los revoltosos que están en las escaleras y en las salas se precipitan, porque quieren presenciar el espectáculo hasta el fin.
Es curioso ver una cabeza en la punta de una pica; no se ha visto ninguna desde el 6 de octubre, y ya se ha llegado al 21.
—¡Oh! ¡Billot, Billot! —murmuró Gilberto saliendo de la sala—, ¡qué feliz eres por haberte ausentado de París!
Acaba de atravesar la plaza de Greve, siguiendo la orilla del Sena, mientras se alejaba aquella pica con la ensangrentada cabeza, y aquella multitud que gritaba al cruzar el puente de Nuestra Señora, cuando al llegar a la mitad del muelle Pelletier, sintió que le tocaban el brazo.
Levantó la cabeza, profirió una exclamación y quiso detenerse y hablar; pero el hombre a quien había reconocido le deslizó un billete en la mano, se aplicó un dedo en los labios en señal de silencio y alejóse en dirección al Arzobispado.
Sin duda aquel personaje deseaba guardar el incógnito; pero una vendedora del mercado, que le había visto, batió palmas, exclamando:
—¡Oh!, ¡es nuestra madrecita Mirabeau!
—¡Viva Mirabeau! —gritaron al punto quinientas voces—. ¡Viva el defensor del pueblo! ¡Viva el orador patriota!
Y la cola del cortejo que seguía la cabeza del desgraciado Francisco, oyendo aquella exclamación, se volvió para formar escolta a Mirabeau, a quien una multitud inmensa le acompañó hasta la puerta del Arzobispado, gritando siempre. En efecto, era Mirabeau, que cuando iba a la Asamblea y como encontrase a Gilberto, le entregó un billete que acababa de escribir sobre el mostrador de un tabernero, con intención de enviarle a su destino.