Capítulo XXIV

Aunque la Reina hubiese enviado a buscar a Andrea, y aunque esperase por lo tanto el anuncio de su llegada, se estremeció de pies a cabeza al oír las cinco palabras que Weber acababa de pronunciar.

Y es que la Reina no se podía ocultar que entre ella y Andrea, en aquel pacto, hecho por decirlo así, desde el primer día en que, niñas aún, se habían visto en el castillo de Taverney, habíanse producido un cambio de amistad y de servicios prestados, en el cual María Antonieta debió quedar siempre agradecida a Andrea.

Ahora bien, nada molesta tanto a los reyes como esas obligaciones contraídas, sobre todo cuando tienen sus más profundas raíces en el corazón.

De aquí resultaba que la Reina, que había enviado a buscar a Andrea creyendo tener que darle graves quejas, al encontrarse frente a frente a la joven, no recordaba más que los favores que le debía.

En cuanto a Andrea, siempre era la misma: fría, serena y pura como el diamante, pero también cortante e invulnerable como él.

La Reina vaciló un momento para decidir con qué nombre saludaría a la blanca aparición que pasaba desde la sombra de la puerta a la penumbra del aposento, y que entraba poco a poco en el círculo de luz proyectado por las tres bujías del candelabro colocado sobre la mesa en que se apoyaba de codos.

Al fin, extendiendo la mano hacia su antigua amiga, exclamó:

—Sed bienvenida hoy como siempre, Andrea.

Por muy preparada que estuviese al presentarse en las Tullerías, Andrea se estremeció a su vez de oír estas palabras, pues reconocía en ellas un recuerdo del acento con que en otra época le hablaba la delfina.

—Necesito decir a Vuestra Majestad —replicó Andrea, abordando la cuestión con su franqueza y claridad ordinarias—, que si me hubiera hablado siempre como acaba de hacerlo, no habría tenido necesidad de enviarme a buscar fuera del palacio que habita, cuando hubiera querido hablarme.

Nada podía convenir más a la Reina que este modo de entrar en materia, y le acogió como un ofrecimiento, del cual pensaba aprovecharse.

—¡Ay de mí! —exclamó—, deberíais saberlo, Andrea, vos tan bella, casta y pura, vos a quien ningún odio ha perturbado el corazón; vos, a quien ningún amor trastornará el alma; vos, a quien las nubes de la tempestad pueden ocultar como una estrella que reaparece más brillante cuando el viento aleja la tempestad. No todas las mujeres, incluso las más distinguidas damas, tienen vuestra inmutable serenidad, sobre todo yo, que os he pedido auxilio y me lo habéis prestado generosamente…

—La Reina —contestó Andrea—, habla de tiempos que yo había olvidado, y de los cuales no creía que se acordaba ya.

—La contestación es severa, Andrea, pero la merezco, y tenéis razón al dármela. No; verdad es que mientras fui feliz no recordé vuestra fidelidad, tal vez porque ningún poder humano, ni aun el del Rey, me ofrecía un medio de pagaros; debéis haberme creído ingrata, Andrea; pero tal vez lo que tomasteis por ingratitud no era más que impotencia.

—Tendría derecho para acusaros, señora —dijo Andrea—, si alguna vez hubiera deseado cualquier cosa y me la hubieseis rehusado, rechazando mi petición; pero ¿cómo quiere Vuestra Majestad que me queje, puesto que jamás he deseado nada?

—Pues bien, voy a decíroslo, querida Andrea; precisamente esa especie de indiferencia por las cosas de este mundo es lo que me espanta en vos; sí, me parecéis un ser sobrehumano, un ser de otra esfera, que arrastrado por algún torbellino cayó entre nosotros, como esas piedras depuradas por el fuego que caen no se saben de qué sol… De aquí resulta que por lo pronto una persona se espanta de su debilidad al verse frente a la que jamás desfalleció; pero después se tranquiliza, diciéndose que la suprema indulgencia está en la suprema perfección; que en el manantial más puro es donde se debe lavar el alma, y en un momento de dolor profundo se hace lo que yo acabo de hacer, Andrea: se envía a buscar a ese ser sobrehumano cuya censura se temía, para pedirle consuelo.

—¡Ay de mí!, señora —dijo Andrea—, si tal es realmente la cosa que necesitáis y me pedís, mucho temo que el resultado no responda a vuestra esperanza.

—¡Andrea, Andrea!, ¡olvidáis en qué circunstancia terrible me habéis sostenido y consolado ya! —dijo la Reina.

Andrea palideció visiblemente y la Reina, al verla vacilante y con los ojos cerrados como la persona que pierde las fuerzas, hizo un movimiento con las manos, para que la joven fuera a sentarse en el canapé, a su lado; pero Andrea se opuso y permaneció en pie.

—Señora —dijo—, si Vuestra Majestad se compadeciera de su fiel servidora, no evocaría recuerdos que casi había conseguido alejar de sí; consuela mal la que nunca pide consuelo a nadie, ni aun a Dios, porque duda que el mismo Dios pueda consolar ciertos dolores.

La Reina fijó en Andrea una mirada clara y penetrante.

—¡Ciertos dolores! —repitió—. ¿Tenéis acaso otros además de los que me habéis confiado?

Andrea no contestó.

—Veamos —dijo la Reina—, ha llegado la hora de explicarnos, y os he enviado a buscar para esto. ¿Amáis al señor de Charny?

Andrea palideció hasta la lividez pero no dijo nada.

—¿Amáis al señor de Charny? —interrogó de nuevo María Antonieta.

—¡Sí!… —contestó Andrea.

La Reina dejó escapar un grito como una leona herida.

—¡Oh! —exclamó—, ¡lo sospechaba!… ¿Y desde cuándo le amáis?

—Desde la primera vez que le vi.

La Reina retrocedió espantada ante aquella estatua de mármol que así confesaba.

—¡Oh! —repitió—. ¿Y os habéis sacrificado?

—Lo sabéis mejor que nadie, señora.

—¿Y por qué?

—Porque eché de ver que vos le amabais.

—¿Queréis decir que le amabais más que yo, puesto que nada he visto?

—¡Ah! —exclamó Andrea con amargura—, vos no habéis visto, porque amabais, señora.

—Sí… y ahora veo, porque ya no amo. ¿Es eso lo que queréis decir?

Andrea guardó silencio.

—¡Pero contestad! —exclamó la Reina cogiéndola, no de la mano, sino de un brazo—, ¡confesad que ya no me ama!

Andrea no contestó una palabra, ni por un ademán ni por una señal.

—¡A la verdad que esto es morirse!… —exclamó la Reina; ¡pero matadme al punto diciéndome que no me ama ya!… Vamos, ¿no es esta la verdad?

—El amor o la indiferencia del señor conde de Charny son secretos suyos, y no me corresponde a mí descubrirlos —contestó Andrea.

—¡Oh!, sus secretos… no de él sólo, pues presumo que os ha tomado por confidente —replicó la Reina con amargura.

—Jamás el señor de Charny me ha dicho una palabra de su amor ni de su indiferencia para vos.

—¿Ni aun esta mañana?

—No he visto al señor Conde esta mañana.

La Reina fijó en Andrea una mirada que trataba de penetrar en lo más hondo del corazón.

—¿Queréis decir que ignoráis la marcha del Conde?

—No quiero decir eso.

—Pero ¿cómo sabéis que ha marchado, si no le habéis visto?

—Me ha escrito para anunciármelo.

—¡Ah! —exclamó la Reina—. ¿Os ha escrito?…

Y así como Ricardo III, que en un momento supremo había gritado: «¡Mi corona por un caballo!», María Antonieta estuvo a punto de gritar: «¡Mi corona por esta carta!».

Andrea comprendió este ardiente deseo de la Reina, pero quiso complacerse en dejar a su rival un instante en la ansiedad.

—¿Y esa carta que el Conde os ha escrito un momento antes de marchar, seguramente no la lleváis con vos? —preguntó la Reina.

—Os engañáis, señora —contestó Andrea—, hela aquí.

Y sacando de su faltriquera la carta, tibia por el calor de la joven y embalsamada por su perfume, presentósela a la reina.

Esta última la tomó estremeciéndose, estrechóla un momento entre sus dedos, sin saber si debía conservarla o devolverla, y mirando a Andrea con el ceño fruncido, exclamó al fin:

—¡Oh!, la tentación es demasiado fuerte.

Y se inclinó hacia la luz del candelabro, abrió la carta y leyó lo siguiente:

Señora:

Salgo de París dentro de una hora, en cumplimiento de una orden formal del Rey. No puedo deciros adonde me dirijo, ni por qué me marcho, ni cuánto tiempo estaré fuera de París: probablemente todas estas cosas os importan poco; pero hubiera querido estar autorizado para decíroslas.

Durante un momento tuve intención de presentarme en vuestra casa para anunciaros mi partida de viva voz; pero no he osado hacerlo sin vuestro permiso…

La Reina sabía cuanto deseaba saber, y quiso devolver la carta a Andrea; pero esta última, como si le correspondiese a ella mandar y no obedecer, dijo:

—Llegad hasta el fin, señora. La Reina continuó la lectura:

Rehusé la última misión que me habían ofrecido, porque entonces creía, ¡pobre loco!, que una simpatía cualquiera me retenía en París; pero después, ¡ay!, tuve la prueba de lo contrario, y he aceptado con alegría la oportunidad de alejarme de los corazones para quienes soy indiferente.

Si durante este viaje me sucediese a mí lo que al desgraciado Jorge, ya están adoptadas todas mis medidas, señora, para que seáis la primera en saber la desgracia que me haya ocurrido, y al mismo tiempo que sois libre. Tan sólo entonces, señora, sabréis la profunda admiración que ha hecho nacer en mi alma vuestra sublime generosidad, tan mal recompensada por aquella a quien habéis sacrificado, siendo joven, hermosa y nacida para ser feliz, la juventud, la hermosura y la dicha.

Por eso, señora, todo cuanto pido al Señor y a vos es que consagréis un recuerdo al desgraciado que tan tarde echó de ver el valor del tesoro que poseía. Recibid todos los afectos del corazón.

CONDE OLIVERIO DE CHARNY.

La Reina devolvió la carta a Andrea, que la tomó esta vez y dejó caer el brazo inerte, exhalando un suspiro.

—Y bien, señora —murmuró Andrea—, ¿se os ha hecho traición? ¿He faltado yo, no diré a la promesa que os hice, pues jamás os he hecho ninguna, sino a la fe que teníais en mí?

—Perdonad, Andrea —contestó la Reina—. ¡Oh!, ¡he sufrido tanto!

—¡Habéis sufrido!… ¡Os atrevéis a decir delante de mí que habéis sufrido, señora! ¿Pues que diré yo entonces?… ¡Oh!, yo no diré que he sufrido, pues no quiero emplear una palabra de que ya se ha servido otra mujer para expresar la misma idea… no; necesitaría una nueva, desconocida, inusitada, que fuese el resumen de todos los dolores, la expresión de todos los tormentos… Vos habéis sufrido… y sin embargo, no visteis, señora, indiferente a esa pasión, al hombre a quien amabais; no le visteis volverse con el corazón en las manos hacia otra mujer; no visteis a su hermano, celoso de ella porque la adoraba en silencio, como un pagano su divinidad, batirse con el hombre a quien amabais; no oísteis a este último cuando, herido en duelo, mortalmente al parecer, llamaba en su delirio a esa otra mujer, de quien erais la confidente; no habéis visto a esta mujer deslizarse como una sombra en los corredores donde vos misma vagabais, para oír esos acentos delirantes, los cuales probaban que si un amor insensato no sobrevive a la vida, le acompaña por lo menos hasta el borde de la tumba; no habéis visto a ese hombre, que había vuelto a la existencia por un milagro de la naturaleza, levantarse de su lecho para arrodillarse, a los pies de vuestra rival… —de vuestra rival, sí, señora, porque en amor, por la grandeza de este se mide la igualdad de las categorías—; en vuestra desesperación no os habéis retirado entonces a los veinticinco años a un convento, tratando de extinguir, al pie de un crucifijo helado, ese amor que os devoraba; y después, un día, cuando al cabo de un año de oraciones, de insomnios, de ayunos, de impotentes deseos y de gritos de dolor, esperabais haber extinguido, o, por lo menos sofocado, la llama que os consumía, no habéis visto a esa rival, vuestra antigua amiga, que no había comprendido ni adivinado nada, ir a buscaros a vuestro retiro para pedir… ¿qué?… para solicitar en nombre de una antigua amistad que los padecimientos no habían podido alterar, en nombre de su salvación como esposa, en nombre de majestad real comprometida, que dierais la mano de esposa… ¿a quién?… ¡Pues a ese hombre que hacía tres años adorabais! Esposa sin marido, por supuesto, simple velo arrojado entre las miradas de la multitud y la felicidad de otro, como un sudario extendido entre un cadáver y el mundo, no habéis dominado, al menos por la compasión, pues el amor celoso no tiene misericordia, y bien lo sabéis vos, señora, que me habéis sacrificado; dominada por el deber, no habéis aceptado el inmenso sacrificio. ¡No oísteis al sacerdote preguntaros si tomabais por esposo a un hombre que no sería tal jamás; no sentisteis cómo este ponía un anillo de oro en vuestro dedo, prenda de una unión eterna, y que no era para vos más que un vano e insignificante símbolo, y una hora después de la celebración del casamiento, no habéis abandonado a vuestro esposo para no volver a verle más… sino como amante de vuestra rival! ¡Ah!, ¡señora, señora, os aseguro que los tres años que acaban de transcurrir son verdaderamente crueles!…

La Reina levantó su mano desfallecida buscando la de Andrea; pero esta apartó la suya.

—Yo no había prometido nada —continuó—, y he aquí lo que he hecho; vos, señora —añadió Andrea, convirtiéndose en acusadora—, me habíais prometido dos cosas…

—¡Andrea, Andrea! —exclamó la Reina.

—Me habíais prometido no ver más al señor de Charny, promesa tanto más sagrada cuanto que yo no la exigía.

—¡Andrea!…

—Además me prometisteis —esta vez por escrito— tratarme como a una hermana, promesa tanto más sagrada cuanto que yo no la solicité.

—¡Andrea!

—¿Será preciso que os recuerde los términos de la promesa que me hicisteis en un momento solemne, en un momento en que acababa de sacrificaros mi vida, y aun más que mi vida… mi amor… es decir, mi felicidad en este mundo y mi salvación en el otro…? Sí, mi salvación en el otro, pues no se peca sino por actos, señora, y ¿quién me dice que el Señor me perdonará mis deseos insensatos, mis votos impíos? Pues bien, en el momento en que acababa de sacrificaros todo, me entregasteis un billete; aún me parece verle, pues cada letra parece llamear ante mis ojos, y recuerdo que estaba concebido en estos términos:

¡Andrea, me habéis salvado! ¡Os debo mi honor y mi vida! En nombre de este honor que tan caro os cuesta, os juro que podéis llamarme vuestra hermana; hacedlo y no temáis que me ruborice.

Pongo este escrito en vuestras manos; es la prenda de mi agradecimiento, es el dote que os doy.

Vuestro corazón es el más noble de todos los corazones, y me agradecerá el presente que os hago.

MARÍA ANTONIETA.

La Reina exhaló un suspiro de abatimiento.

—Sí, ya comprendo —dijo Andrea—, porque he quemado ese billete creíais que le había olvidado… No, señora, no; bien veis que conservo en la memoria todas las palabras, y a medida que vos parecíais no recordar, yo lo tenía cada vez más presente.

—¡Ah!, perdóname, Andrea, perdóname… creía que te amaba.

—¿De modo que creísteis que era una ley del corazón que porque él os amaba menos, señora, debía querer a otra?

Andrea había sufrido tanto, que a su vez era cruel.

—¿Con que vos también habíais notado que me amaba menos?… —dijo la Reina con una exclamación de dolor.

Andrea no contestó; limitóse a mirar a la Reina con aire extraviado, y una sonrisa entreabrió sus labios.

—Pero ¿qué se ha de hacer, Dios mío, para retener este amor, es decir, mi vida que se va?

—¡Oh!, si lo sabes, Andrea, amiga y hermana mía, dímelo, te lo suplico, te conjuro…

Y la Reina extendió las dos manos hacia Andrea; pero esta retrocedió un paso.

—¿Puedo yo saber eso, señora —exclamó—, yo, a quien él no amó nunca?

—¡Oh!, pero puede amarte… Un día tal vez se arrodille ante ti para pedirte que olvides lo pasado, para solicitar tu perdón por todo cuanto te ha hecho sufrir. ¡Y los padecimientos se olvidan tan pronto, Dios mío, en los brazos de aquel a quien se ama, y el perdón se concede tan fácilmente al que nos ha hecho sufrir!…

—Pues bien, si ocurriese esa desgracia… sí, probablemente sería para las dos, señora. ¿Olvidáis que antes de ser la esposa del señor Conde, me quedaría un secreto que revelarle… una confidencia que hacerle… secreto terrible, confidencia mortal, que mataría al punto ese amor que teméis? ¿Olvidáis que me faltaría referirle lo que os he contado?

—¿Le diríais que habíais sido violada por Gilberto?… ¿Le diríais que habíais tenido un hijo?…

—¡Oh! —exclamó Andrea—, ¿por quién me tomáis, señora, al manifestar semejante duda?

La Reina suspiró.

—¿Conque así —dijo—, no haréis nada para atraer al señor de Charny?

—Nada, señora; no haré en el porvenir más de lo que hice en el pasado.

—¿No le diréis ni le haréis sospechar que le amáis?

—A menos que él mismo venga a decirme que me ama, no, señora.

—¿Y si viene a deciros que os ama, o si le decís que le amáis, me juráis…?

—¡Oh!, señora —exclamó Andrea interrumpiendo a la Reina.

—Sí, tenéis razón —dijo María Antonieta—, sí, amiga mía, soy injusta, exigente y cruel. ¡Oh!, pero cuando todo me abandona, amigos, poder y reputación, yo quisiera al menos… ese amor al que sacrificaría mi buen nombre y mi posición, yo quisiera conservarle.

—Y ahora, señora —dijo Andrea con esa frialdad glacial que no la había abandonado un solo instante cuando había hablado de los tormentos sufridos por ella—, ¿tenéis que pedirme algunos nuevos informes o transmitirme otras órdenes?

—No, nada; muchas gracias. Quisiera devolveros mi amistad y vos la rehusáis… Adiós, Andrea, y llevad al menos mi agradecimiento.

Andrea hizo con la mano un ademán, como para indicar que rechazaba esto último así como rechazó lo primero, y haciendo una fría y profunda reverencia salió con paso lento y silencioso como una aparición.

—¡Oh!, razón tienes —murmuró la Reina—, cuerpo de hielo, corazón de diamante, alma de fuego, al no querer mi agradecimiento ni mi amistad, pues conozco, y de ello pido perdón al Señor, que te odio, como jamás he odiado a nadie… ¡Pues si él no te ama ya, segura estoy de que te amará algún día!…

Después llamó a Weber y preguntóle:

—¿Has visto al señor Gilberto?

—Sí, señora —contestó el ayuda de cámara.

—¿A qué hora vendrá mañana?

—A las diez, señora.

—Está bien, Weber; avisa a mis damas que me acostaré sin verías esta noche, y que, fatigada e indispuesta, deseo que me dejen dormir hasta mañana a las diez. La primera y única persona que recibiré será el señor doctor Gilberto.