La Reina se engañaba: Charny no iba a casa de la Condesa.
Se dirigía a la posta real para que engancharan nuevos caballos a su coche.
Pero mientras se practicaba esta operación entró en la casa del jefe, pidió pluma, tinta y papel, y escribió a la Condesa una carta, que la envió por conducto del criado que se llevaba los caballos.
La Condesa recostada en su canapé colocado en el ángulo del salón y con un velador ante ella, se ocupaba en leer aquella carta, cuando Weber, según el privilegio de las personas que iban de parte del Rey o de la Reina, fue introducido en su presencia sin aviso.
—El señor Weber —dijo la doncella abriendo la puerta.
En el mismo instante se presentó Weber.
La Condesa dobló vivamente la carta que tenía en la mano y apoyóla contra su seno, como si el ayuda de cámara de la Reina llegase para cogérsela.
Weber desempeñó su comisión hablando en alemán: siempre era un gran placer para el buen hombre servirse de la lengua de su país, y sabido es que Andrea, que lo había aprendido en su juventud, llegó al fin, por su familiaridad con la Reina durante diez años, a poseer este idioma como si fuere el suyo propio.
Una de las causas que hacían sentir más a Weber la marcha de Andrea y su separación de la Reina, era la pérdida de aquella ocasión que el digno alemán perdía de hablar su lengua materna.
Por esto insistió más vivamente —esperando sin duda que de, la entrevista resultaría una reconciliación—, para que bajo ningún pretexto dejase de asistir Andrea a la cita que se le daba, repitiendo varias veces que la Reina había aplazando una audiencia al doctor Gilberto para concedérsela a la Condesa.
Andrea contestó simplemente que cumpliría las órdenes de Su Majestad.
Weber salió y la Condesa permaneció un instante inmóvil, con los ojos cerrados, como persona que quiere alejar de su ánimo todo pensamiento extraño al que le ocupa, y solamente cuando consiguió reponerse del todo, cogió de nuevo la carta para continuar su lectura.
Cuando hubo concluido besóla tiernamente y la guardó en su seno, murmurando con una sonrisa llena de tristeza:
—El señor os guarde, alma de mi vida; ignoro dónde os halláis; pero Dios sabe y mis oraciones saben también dónde está Dios.
Entonces, aunque le fuese imposible adivinar por qué deseaba la Reina verla, esperó sin impaciencia ni temor el momento de ir a las Tullerías.
No sucedía lo mismo con la Reina; prisionera en cierto modo en palacio, paseaba desde el pabellón de Flora hasta el de Marsan, para reprimir su impaciencia.
El conde de Provenza la ayudó a pasar una hora: había ido a las Tullerías para saber cómo había recibido el Rey al marqués de Favras.
El conde de Provenza estaba contento y lleno de confianza. El empréstito que negociaba con el banquero genovés, que hemos visto aparecer un instante en su casa de campo de Bellevue, había tenido buen éxito, y la víspera, el señor de Favras, mediador en aquella negociación, le entregó los dos millones. De este dinero, el Príncipe no pudo hacerle aceptar más que cien luises, los cuales necesitaba para pagar los servicios de dos tunantes que Favras creía hombres seguros, y que debían prestar su concurso en la fuga de la familia real.
Favras había querido dar informes al Príncipe sobre aquellos dos individuos; pero el Condé, siempre prudente, no solamente rehusó verlos, sino que no quiso conocer sus nombres.
Presumíase que el Príncipe no sabía nada de lo que pasaba; si daba dinero a Favras, era porque le tenía al servicio de su persona; pero ignoraba lo que hacía con él y no quería saberlo tampoco.
Por otra parte, en caso de marcharse el Rey, como ya hemos dicho, el Príncipe se quedaba aparentando no haber tomado parte alguna en la trama; quejábase del abandono de su familia, y como había hallado medio de hacerse muy popular, era probable —pues la monarquía estaba arraigada aún en la mayor parte del corazón de los franceses—, era probable, repetimos, como lo había dicho Luis XVI a Charny, que el Príncipe fuera nombrado regente.
En el caso de que el proyecto de fuga no tuviese buen éxito, el Príncipe aparentaría no saber nada y lo negaría todo, o bien, con un millón quinientos mil francos que le quedaba en dinero contante, iría a reunirse en Turín con el conde de Artois y los príncipes de Condé.
Una vez fuera el señor de Provenza, la Reina pasó otra hora en la habitación de la señora de Lamballe. La pobre Princesa, fiel a la Reina hasta la muerte, había sido siempre el comodín de María Antonieta, que la abandonó para dispensar su inconstante favor a Andrea y a las señoras de Polignac; pero la Reina sabía muy bien que le bastaba dar un paso, para que esta verdadera amiga la recibiese con los brazos abiertos.
En las Tullerías, y desde el regreso de Versalles, la princesa de Lamballe habitaba el pabellón de Flora, donde tenía el verdadero salón de María Antonieta, como en Trianón la señora de Polignac. Siempre que María Antonieta sentía un gran dolor o una profunda inquietud, iba a buscar a la princesa de Lamballe, porque sabía que la amaba. Entonces, sin que le fuera necesario decir nada, sin hacer siquiera la menor confidencia a la bondadosa joven sobre aquella inquietud o dolor, apoyaba su cabeza sobre el hombro de aquella estatua viviente de la amistad, y las lágrimas que corrían de los ojos de la Reina no tardaban en mezclarse con las de la Princesa.
¡Oh, pobre mártir! ¿Quién osará ir a buscar en las tinieblas de las alcobas, para saber si el origen de esa amistad era pura o criminal, cuando la historia, inexorable y terrible, venga con los pies en tu sangre a decirle lo que te ha costado?
Después se pasó otra hora en la comida; esta se hacía en familia, con madame Isabel, la princesa de Lamballe y los niños.
Durante la comida, el Rey y la Reina estuvieron preocupados; cada cual tenía un secreto para el otro: María Antonieta el asunto de Favras, y Luis XVI su mensaje a Bouillé.
Muy al contrario del Rey, que prefería deber su salvación a todo, incluso a la revolución, más bien que al extranjero, la Reina prefería esto último a todo lo demás.
Preciso es decirlo: lo que nosotros los franceses llamamos extranjero, era para la Reina la familia. ¿Cómo hubiera podido esta comparar aquel pueblo que mataba a sus soldados; aquellas mujeres que iban a insultarla después, en los patios de Versalles; aquellos hombres que trataban de asesinarla en sus habitaciones; aquella multitud que la llamaba la Austríaca… cómo comparar todo esto con los reyes a quienes pedía socorro, José II, su hermano, Fernando I, su cuñado, y Carlos IV su primo hermano por parte del Rey, del que era más próximo pariente que Luis XVI de los Orleáns o de los Condé?
La Reina no veía, pues, en aquella fuga que preparaba el crimen de que fue acusada después, sino el único medio, por el contrario, para mantener la dignidad real; y en aquel regreso a mano armada que esperaba realizar, la única expiación que correspondía a los insultos recibidos.
Hemos dado a conocer lo que pasaba en el corazón del Rey; él desconfiaba de los soberanos y de los Príncipes y no pertenecía en modo alguno a la Reina, como muchos lo han creído, aunque fuese alemán por su madre; pero verdad es que los alemanes no consideran como tales a los austríacos.
No; el Rey pertenecía a los sacerdotes.
Ratificó todos los decretos contra los reyes, contra los príncipes y los emigrados, y puso su veto al decreto contra los sacerdotes.
Por esto arriesgó el 20 de junio, sostuvo el 10 de agosto y sufrió el 21 de enero.
Por eso el Papa, que no pudo hacer del Rey un santo, le declaró como menos un mártir.
Contra su costumbre, aquel día la Reina permaneció poco tiempo con sus hijos; consideraba que su corazón no era completamente de madre, y que por lo tanto no tenía en aquella hora derecho a recibir las caricias de sus hijos. El corazón de la mujer, esa víscera misteriosa que alimenta las pasiones y hace nacer el arrepentimiento, el corazón de la mujer tan sólo siente esas condiciones extrañas.
La Reina se levantó temprano y encerróse en su habitación; dijo que debía escribir y puso a Weber de centinela en su puerta.
Por lo demás el Rey notó poco esta retirada, porque le preocupaban otros hechos, secundarios, es verdad, pero que no dejaban de ser graves; eran amenazadores para París, y el teniente de policía, que le había hablado de ellos, le esperaba en su habitación.
He aquí en dos palabras cuáles eran esos acontecimientos.
La Asamblea, como hemos visto, se había declarado inseparable del Rey.
Mientras que se preparaba la sala del Picadero, que se le había destinado, había elegido la sala del Arzobispado para celebrar sus sesiones.
Allí había cambiado, por un decreto, el título de Rey de Francia y de Navarra por el de Rey de los franceses.
Había escrito las fórmulas reales: «De nuestra ciencia cierta y de nuestro pleno poder…», sustituyéndola con esta: «Luis, por la gracia de Dios y por la ley constitucional del Estado…».
Lo cual probaba que la Asamblea nacional, como todas las asambleas parlamentarias, de la que es hija o abuela, se ocupaba a menudo de cosas fútiles, cuando debía cuidarse de otras serias. Así por ejemplo, hubiera debido preocuparse de alimentar a París, que se moría realmente de hambre.
La vuelta de Versalles y la instalación del Panadero, de la Panadera y el Mozo de la tahona en las Tullerías, no habían producido el efecto que se esperaba.
La harina y el pan seguían faltando siempre.
Todos los días se formaban grupos en las puertas de las tahonas y ocasionaban grandes desórdenes; pero ¿cómo remediar aquellas reuniones tumultuosas?
El derecho de formarlas estaba consagrado por la Declaración de los derechos del hombre.
Pero la Asamblea ignoraba todo esto, porque sus individuos no estaban obligados a formar cola en las puertas de las panaderías, y cuando por casualidad alguno de ellos tenían hambre durante la sesión, siempre estaba seguro de encontrar, a cien pasos del edificio, panecillos tiernos en casa de un tahonero llamado Francisco, que vivía en la calle del Marché-Palu, distrito de Nuestra Señora, y que hacía hasta siete y ocho hornadas diarias, por lo cual tenía siempre una reserva para los señores de la Asamblea.
El teniente de policía se ocupaba, pues, en manifestar a Luis XVI sus temores respecto a los desórdenes que alguna mañana podían convertirse en motín, cuando Weber abrió la puerta del pequeño gabinete de la Reina y anunció a media voz:
—La señora condesa de Charny.