Charny salía de la habitación del Rey combatido por los más opuestos sentimientos.
Mas el principal de ellos, el que flotaba en la superficie de esas oleadas de pensamientos que rodaban tumultuosamente en su cerebro, era el agradecimiento profundo a la confianza sin límites que el Rey acababa de manifestarle.
Esta confianza, en efecto, le imponía deberes tanto más sagrados cuanto que su conciencia distaba mucho de ser muda al recordar las faltas que había cometido respecto al digno Rey que en el momento del peligro apoyaba la mano sobre su hombro como si fuera un fiel y leal sostén.
He aquí por qué cuanto más reconocía Charny sus faltas al soberano, más dispuesto estaba a sacrificarse por él.
Y cuanto más aumentaba este sentimiento respetuoso en el corazón del Conde, más disminuía el otro menos puro, que durante días, meses y años había consagrado a la Reina.
A causa de esto, Charny, retenido la primera vez por una vaga esperanza nacida en medio de los peligros, como esas flores que se abren en los precipicios y perfuman los abismos, esperanza que instintivamente le había acercado a Andrea, y que ahora acababa de perder, aceptaba con afán una misión que le alejaba de la corte, donde le acosaba el doble tormento de ser amado aún por la mujer a quien no amaba ya, y de no ser amado todavía —o por lo menos lo pensaba así— de la mujer a quien amaba ahora.
Aprovechándose, pues, de la frialdad que en los últimos días se había producido en sus relaciones con la Reina, entraba en su aposento decidido a notificarle su marcha por una simple carta, cuando en su puerta encontró a Weber, que le esperaba.
La Reina quería hablarle y deseaba verle al punto.
No había medio de sustraerse a esta exigencia de la Reina, pues los deseos de las testas coronadas son órdenes.
Charny dio algunas a su ayuda de cámara para que enganchasen los caballos a su coche, y siguió los pasos al hermano de leche de la Reina.
María Antonieta se hallaba en una disposición de ánimo muy opuesta a la de Charny; recordaba su dureza para con el Conde, y al pensar en la abnegación de que había dado pruebas en Versalles, al evocar la imagen, siempre presente en su memoria, del hermano de Charny tendido ensangrentado en medio del comedor que precedía a su cámara, sentía algo como un remordimiento y confesábase que, suponiendo que el señor de Charny no hubiese manifestado más que abnegación, había recompensado muy mal esta última.
¿Pero no tenía derecho para exigir de Charny algo más que abnegación?
Sin embargo, ¿no había cometido Charny respecto a ella todas las faltas que le imputaba?
¿No se debía atribuir al duelo fraternal aquella especie de indiferencia que había demostrado al regresar de Versalles? Por lo demás esta indiferencia no era más que superficial, y tal vez, amante inquieta, se apresuró demasiado a condenar a Charny cuando hizo que le ofreciesen la misión de Turín para alejarle de Andrea, misión que él rehusó. Su primer pensamiento, malo y debido a los celos, fue que esta negativa nacía del amor del Conde a Andrea, a cuyo lado deseaba Charny permanecer; y, en efecto, habiendo aquella salido de les Tullerías a las siete, fue seguida dos horas después por su esposo hasta su retiro de la calle de Coq-Héron. Pero la ausencia de Charny no fue muy larga; a las nueve estaba de vuelta en el palacio, y una vez en él rehusó las tres habitaciones que de orden del Rey le habían preparado, contentándose con la buhardilla que indicara por su criado.
Por lo pronto, toda esta combinación pareció a la pobre Reina una cosa hecha para resentir su orgullo y su amor; pero la investigación más rigurosa no había podido sorprender a Charny fuera del palacio, como no fuese para los asuntos del servicio, y se demostró muy bien, a los ojos de la Reina y de todos, que desde su regreso a París y su entrada a palacio, Charny no había salido apenas de su aposento.
Estaba bien probado igualmente que desde su salida del palacio, Andrea no había vuelto.
Si Andrea y Charny se habían visto, debió ser tan sólo una hora, el día en que el Conde rehusó la misión de Turín.
Cierto que durante todo ese período Charny no había tratado tampoco de ver a la Reina; pero en vez de reconocer en esta abstención una señal de indiferencia, ¿no vería, por el contrario, una mirada perspicaz la prueba de su amor?
¿No era posible que Charny, ofendido por las injustas sospechas de la Reina, se hubiera mantenido separado, no por exceso de frialdad, sino más bien de amor?
La Reina convenía en que fue injusta y dura para Charny, injusta al reprenderle porque durante aquella terrible noche del 5 al 6 de octubre había permanecido junto al Rey, en vez de estar a su lado, y porque de cada dos miradas suyas, una había sido para Andrea; confesábase también que demostró dureza al no mirar con ojos más compasivos el profundo dolor que Charny experimentó al ver a su hermano muerto.
Así sucede, por lo demás, con todo amor profundo y verdadero: presente el objeto de él, aparece a los ojos del hombre o de la mujer que cree deber quejarse con todas las asperidades de la presencia. A tan corta distancia de nosotros, todas las censuras que se creen justas parecen fundadas en realidad: defectos de carácter, extravagancias del espíritu, olvidos del corazón, todo aparece como a través de un cristal de aumento, y no se comprende que se haya estado tanto tiempo sin ver todas esas faltas amorosas que en tan larga ceguera se sufrieron. Pero si el objeto de esta investigación se aleja por su propia voluntad o por fuerza, apenas se ha marchado, esas asperidades que de cerca herían como espinas, desaparecen; esos contornos demasiado pronunciados, se borran; el realismo riguroso cae bajo el soplo poético de la distancia, y a la mirada cariñosa del recuerdo ya no se juzga, se compara, se reprende uno a sí propio con un rigor medido por la indulgencia que se siente para el otro a quien se reconoce haber apreciado mal, y resultado de todo este trabajo del corazón es que, después de esa ausencia de ocho o diez días, la persona que está lejos nos parece más cara y más necesaria que nunca.
Entiéndase que nosotros suponemos el caso de que ningún otro amor se aproveche de esa ausencia al ocupar el corazón el lugar del primero.
Tales eran, pues, las disposiciones de la Reina respecto a Charny cuando la puerta se abrió y el Conde, que como ya hemos visto salía del gabinete del Rey, se presentó con elegante traje de oficial de servicio.
Pero al mismo tiempo notábase en él, aunque siempre respetuoso, cierta frialdad que parecía rechazar los efluvios magnéticos dispuestos a exhalarse del corazón de la Reina para ir a buscar en el de Charny todos los recuerdos, dulces, tiernos o tristes que hacía cuatro años se habían acumulado, a medida que el tiempo, lento y rápido sucesivamente, había hecho del presente el pasado y del porvenir el presente.
Charny se inclinó, deteniéndose casi en el umbral.
La Reina miró en torno suyo como para preguntarse qué causa retenía así al joven en la otra extremidad del aposento, y segura de que sólo la voluntad de Charny era el único motivo de alejamiento, le dijo:
—Acercaos, señor Conde, estamos solos.
Charny se acercó, y después, con voz dulce, pero al mismo tiempo tan firme que era imposible reconocer la menor emoción, contestó:
—Heme aquí a las órdenes de Vuestra Real Majestad, señora.
—Conde —replicó la Reina con su voz más afectuosa—, ¿no habéis oído que os he dicho que estábamos solos?
—Sí tal, señora —dijo Charny—; pero no veo en qué esta soledad pueda influir para que un súbdito no hable a su soberana con el debido respeto.
—Cuando os envié a buscar, Conde, y supe después por Weber que le seguíais, creí que era un amigo quien venía a hablar con una amiga.
Una amarga sonrisa entreabrió ligeramente los labios de Charny.
—Sí, Conde —continuó la Reina—, comprendo esa sonrisa y sé lo que os decís interiormente: pensáis que he sido injusta en Versalles y que en París soy caprichosa.
—Injusticias o capricho, señora —replicó Charny—; todo es permitido a una mujer, y con mucha más razón a una Reina.
—¡Vamos, amigo mío! —dijo María Antonieta con todo el encanto que pudo comunicar a sus ojos y a su acento—, bien sabéis una cosa, y es que la Reina no puede prescindir de vos como consejero, y la mujer no puede pasar sin vos como amigo.
Y la Reina ofrecióle su mano blanca y afilada, un poco enflaquecida, pero siempre digna de servir de modelo a un estatuario.
Charny tomó aquella mano real, y después de besarla respetuosamente disponíase a dejarla caer, cuando sintió que María Antonieta retenía la suya.
—Pues bien, sí —dijo la pobre mujer, contestando con estas palabras al movimiento del Conde—, confieso que he sido injusta y hasta cruel. Habéis perdido en mi servicio, querido Conde, un hermano a quien amabais con un cariño casi paternal; ese hermano murió por mí y yo debía llorarle con vos; pero en aquel momento el terror, la cólera y los celos —¡qué queréis Charny, soy mujer!— detuvieron las lágrimas en mis ojos… Pero una vez sola, durante esos diez días en que no os he visto, os he pagado mi deuda llorando a vuestro hermano, y la prueba es… miradme, amigo mío… que aún lloro.
Y la Reina echó ligeramente hacia atrás su hermosa cabeza, a fin de que Charny pudiese ver sus lágrimas, límpidas como diamantes, deslizándose por el surco que el dolor comenzaba a socavar en sus mejillas.
¡Ah!, si Charny hubiese podido, saber cuántas lágrimas debían seguir a las que ahora veía correr, sin duda que, conmovido por una inmensa compasión, se habría arrodillado a los pies de la reina, rogándola que olvidase las faltas pasadas.
Pero el porvenir, por gracia del Señor misericordioso, está rodeado de un velo que ninguna mano puede levantar, que ninguna mirada puede penetrar antes de la hora, y la tela negra con que el destino había hecho el de María Antonieta, parecía aún bastante rico en bordados de oro, para que no se viese que era un tejido de duelo.
Por lo demás, hacía tan poco tiempo que Charny había besado la mano del Rey, que el beso que acababa de estampar en la mano de la Reina, no podía ser más que una simple señal de respeto.
—Creed, señora —dijo—, que agradezco mucho ese recuerdo que evocáis por mí y ese dolor por la muerte de mi hermano; pero, desgraciadamente, apenas tengo tiempo para manifestaros mi sincero afecto…
—¿Cómo es eso, y qué queréis decir? —preguntó María Antonieta con asombro.
—Quiero decir, señora, que salgo de París dentro de una hora.
—¿Fuera de París dentro de una hora?
—Sí, señora.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Nos abandonaréis también como los demás? —exclamó la Reina—. ¿Acaso emigráis, señor de Charny?
—¡Ay de mí! —contestó el Conde—, Vuestra Majestad acaba de probarme con esta cruel pregunta, que he cometido, seguramente sin saberlo, muchas faltas respecto a mi Reina…
—Dispensad, amigo mío; vos me decís que os marcháis… ¿Me diréis por qué?
—Debo desempeñar una misión que el Rey ha tenido a bien confiarme.
—¿Y salís de París? —preguntó María Antonieta con ansiedad.
—Sí, señora.
—¿Por cuánto tiempo?
—Lo ignoro, señora.
—Pero hace ocho días rehusasteis una misión, según creo…
—Es verdad, señora.
—¿Y cómo es que habiendo rehusado una misión ocho días hace, aceptáis hoy una?
—Porque en ocho días, señora, pueden ocurrir muchos cambios en la existencia de un hombre, y de consiguiente en sus resoluciones también.
La Reina pareció hacer un esfuerzo sobre su voluntad, y a la vez sobre los diversos órganos sometidos a ella y encargados de transmitirla.
—¿Y os marcháis… solo? —preguntó.
—Sí, señora, solo.
María Antonieta respiró.
Después, como agobiada por el esfuerzo que acababa de hacer, inclinó la cabeza un instante y hasta cerró los ojos, pasando por su frente el pañuelo de batista.
—¿Y dónde vais así? —preguntó de nuevo.
—Señora —contestó respetuosamente Charny—, ya si que el Rey no tiene secretos para Vuestra Majestad, y por lo tanto, que la Reina se sirva preguntar a su augusto esposo el objeto de mi viaje y de la misión que me ha encargado, y no dudo que os lo dirá.
María Antonieta abrió mucho los ojos fijando en Charny una mirada de asombro.
—Pero ¿por qué he de preguntarle a él, pudiendo dirigirme a vos?
—Porque el secreto que llevo conmigo es del Rey, señora, y no mío.
—Me parece, caballero —replicó María Antonieta con cierta altivez—, que si es el secreto del Rey, también será de la Reina.
—No lo dudo, señora —contestó Charny inclinándose—, y he aquí por qué me atrevo a afirmar a Vuestra Majestad que el Rey no tendría dificultad en confiárosle.
—Pero, en fin, ¿es esa misión para el interior de Francia, o para el extranjero?
—Solamente el Rey, señora, puede contestaros sobre este punto.
—¿Con que así —dijo la Reina, poseída de un dolor profundo, el cual anteponía momentáneamente a la irritación que le causaba la reserva de Charny, con que así marcháis, os alejáis de mí, vais a correr peligros sin duda, y yo no sabré cuáles son, ni dónde os halláis?
—Señora, donde quiera que me halle tendréis, lo juro a Vuestra Majestad, un súbdito leal y un corazón fiel, y cualesquiera que sean los peligros que pueda correr, serán dulces para mí, puesto que me expondré en favor de las dos personas que más venero en el mundo.
Y el Conde, inclinándose, pareció no esperar más que el permiso de la Reina para retirarse.
La Reina exhaló un suspiro que pareció un sollozo ahogado, y aplicando su mano al cuello, como para obligar a las lágrimas a bajar de nuevo a su pecho, contestó:
—Está bien, caballero.
Charny se inclinó otra vez, y con paso firme dirigióse hacia la puerta.
Mas en el momento en que el Conde apoyaba la mano en el botón, la Reina gritó, con el brazo extendido hacia él:
—¡Charny, Charny!
El Conde se estremeció y volvió la cabeza palideciendo.
—¡Charny —continuó María Antonieta—, venid aquí!
El Conde se acercó vacilante.
—Venid aquí, más cerca —añadió la Reina—, y miradme de frente… ¿Es verdad que ya no me amáis?
Charny sintió como un estremecimiento correr por todas sus venas y creyó que iba a perder el conocimiento.
Era la primera vez que la mujer altiva, la soberana, se doblegaba ante él.
En cualquier otra circunstancia o momento se habría arrodillado a los pies de María Antonieta para pedirle perdón; pero el recuerdo de lo que acababa de pasar entre él y el Rey le sostuvo, y concentrando todas sus fuerzas contestó:
—Señora, después de las pruebas de confianza y de bondad de que el Rey me ha colmado, sería verdaderamente un miserable si en este momento no me limitase a repetir a Vuestra Majestad las seguridades de mi fidelidad y respeto.
—Está bien —contestó la Reina—; estáis libre y podéis retiraros.
Durante un momento Charny sintió el irresistible deseo de precipitarse a los pies de la Reina; pero su invencible lealtad sofocó, sin ahogarlos del todo, los restos de aquel amor que él creía extinguido y que había estado a punto de ser revivido más ardientemente y más vivaz que nunca.
Entonces se precipitó fuera de la cámara con una mano en la frente y la otra sobre el pecho, murmurando palabras sin ilación, pero que, aunque fueran incoherentes, hubieran convertido en una sonrisa de triunfo las lágrimas desesperadas de la Reina, si esta hubiese podido oírlas.
María Antonieta le siguió con los ojos, esperando siempre que volvería hacia ella.
Pero vio la puerta abrirse y cerrarse después tras él, y oyó cómo se alejaban sus pasos en las antecámaras y los corredores.
Cinco minutos después de haber desaparecido y cuando ya no oía nada, aún miraba y escuchaba.
De repente distrajo su atención un nuevo rumor que procedía del patio.
Era el ruido de un carruaje.
Entonces corrió a la ventana y reconoció el coche de viaje de Charny, que atravesaba el patio de los Suizos, alejándose después por la calle del Carrousel.
La Reina llamó a Weber, y este se presentó al punto.
—Si no estuviera yo prisionera en el palacio —dijo la Reina—, y quisiera ir a la calle de Coq-Héron, ¿qué camino debería tomar?
—Señora —contestó Weber—, sería preciso salir por la puerta del patio de los Suizos, tomar la calle del Carrousel, y seguir después la de San Honorato, hasta…
—Muy bien…, basta… Ahora va a despedirse de ella —murmuró.
Y después de apoyar un instante su frente sobre los vidrios helados, exclamó en voz baja, entrecortando las palabras entre sus dientes oprimidos:
—¡Oh!, es preciso, sin embargo que yo sepa a qué atenerme.
Y añadió en voz alta:
—Weber, pasarás a la calle de Coq-Héron, número 9, a casa de la señora condesa de Charny, y le dirás que deseo hablarle esta noche.
—Dispensad, señora —replicó el mayordomo—, pero yo creía que Vuestra Majestad había dispuesto dar esta noche audiencia al doctor Gilberto.
—¡Ah!, es verdad —contestó la Reina vacilante.
—¿Qué ordena Vuestra Majestad?
—Le dirás al doctor Gilberto que aplazo su audiencia hasta mañana, a primera hora.
Y añadió en voz baja:
—Sí, eso es; mañana se tratará de política. Por lo demás, la conversación que voy a tener con la señora de Charny podrá influir hasta cierto punto en la determinación que tomaré.
Y con la mano indicó a Weber que podía retirarse.