Capítulo XXI

Aunque el Rey hubiese habitado en las Tullerías tan sólo quince días desde su instalación, tenía entre otros aposentos, dos especiales, en los que no faltaba nada de lo necesario para el objeto a que se les destinaba.

Estas dos piezas eran la fragua y el gabinete.

Más tarde, y en una ocasión que no tuvo en el destino del desgraciado Príncipe una influencia menos importante que esta, introduciremos al lector en la fragua real; mas por el pronto, en su gabinete es donde tenemos que hacer; entremos, pues, detrás de Charny, que está de pie delante de la mesa a que el Rey acaba de sentarse.

Esta mesa se halla cargada de mapas, libros de geografía, diarios ingleses y papeles, entre los cuales se distinguen los de la escritura de Luis XVI por la multiplicidad de las líneas que los llenan, sin dejar blanco alguno ni arriba, ni abajo, ni en el margen.

El carácter se revela en el más pequeño detalle: el parsimonioso Luis XVI, no tan sólo no quería dejar el menor blanco en el papel, sino que escribía en este tantas letras como materialmente podía contener.

Charny, al cabo de tres o cuatro años que estaba en la familiaridad de los augustos esposos, se había acostumbrado en demasía a todos estos detalles para hacer las observaciones que consignamos aquí, y por esto no miró particularmente ningún objeto y esperó respetuoso a que el Rey le dirigiera la palabra.

Pero llegado a donde se hallaba, Luis XVI, a pesar de haber anunciado una confidencia, parecía estar algo confuso en respecto al modo de entrar en materia.

Por lo pronto y como para recobrar valor, abrió un cajón de su mesa y dentro de él un compartimiento secreto, del cual sacó varios pliegos con sus sobres, los cuales puso encima de la mesa.

—Señor de Charny —dijo al fin—, he observado una cosa…

Se interrumpió, mirando fijamente al Conde, quien esperó respetuoso a que el Rey continuara.

—Es que en la noche del 5 al 6 de octubre, debiendo elegir entre la guardia de la Reina y la mía, destinasteis a vuestro hermano a la primera y os quedasteis con la segunda junto a mí.

—Señor —dijo Charny—, yo soy el jefe de la familia, como vos el jefe del Estado, y, por lo tanto, tengo derecho para morir junto a vos.

—Eso me ha hecho pensar —continuó Luis XVI—, que si alguna vez debiese confiar una misión secreta, difícil y peligrosa, podría encomendarla a vuestra lealtad como francés y como amigo.

—¡Oh! —exclamó Charny—, por mucho que me elevéis no tengo la pretensión de creer que podáis hacer de mí más que un súbdito fiel y agradecido.

—Señor de Charny, sois un hombre grave, aunque sólo contáis treinta y seis años escasos, y no habéis pasado a través de todos los acontecimientos que acaban de ocurrir en torno nuestro sin hacer una deducción cualquiera… Señor de Charny, ¿qué pensáis de mi situación, y qué medios me propondríais para mejorarla si fueseis mi primer ministro?

—Señor —contestó Charny con más vacilación que cortedad, soy soldado… marino… y estas altas cuestiones sociales no están al alcance de mi inteligencia.

—Caballero —dijo el Rey, ofreciéndole la mano a Charny con una dignidad que parecía producirse de pronto por la situación misma en que acababa de colocarse—; sois hombre, y otro que os cree su amigo os pregunta pura y simplemente a vos, corazón recto, espíritu sano y súbdito leal, lo que haríais en lugar suyo.

—Señor —contestó Charny—, en una situación no menos grave que la presente, la Reina me hizo un día el honor, como vos ahora, de preguntarme mi parecer; era el día de la toma de la Bastilla, y su Majestad quería enviar, contra los cien mil parisienses armados que avanzaban como una hidra de hierro y de fuego por los bulevares y a las calles del arrabal de San Antonio, a sus ocho o diez mil soldados extranjeros. Si yo hubiera sido menos conocido de la Reina, si esta hubiese visto menos abnegación y respeto en mí, mi contestación me habría indispuesto sin duda con Su Majestad… ¡Ay de mí, señor! ¿No puedo temer hoy que, interrogado por el Rey, mi contestación sea demasiado franca y le ofenda?

—¿Qué contestasteis a la Reina, caballero?

—Que Vuestra Majestad, no contando con suficientes fuerzas para entrar en París como conquistador, debía entrar como padre.

—Pues bien, caballero —contestó Luis XVI—, ¿no es el consejo que yo seguí?

—Sí, señor.

—Ahora falta saber si hice bien en seguirle, y vos mismo podéis decir si entré como Rey o como prisionero.

—Señor —dijo Charny—, ¿me permite el Rey hablarle con toda franqueza?

—Decid, caballero, pues desde el instante en que os pido consejo, también solicito vuestra opinión.

—Señor, desaprobé la comida de Versalles, suplicando a la Reina que no fuese al teatro en vuestra ausencia, y me desesperé cuando Su Majestad holló bajo sus pies la escarapela de la nación, sustituyéndola con la escarapela blanca, que es la de Austria.

—¿Creéis, señor de Charny —preguntó el Rey—, que eso ha sido la verdadera causa de los acontecimientos del 5 y del 6 de octubre?

—No, señor; pero eso fue por lo menos el pretexto. No sois injusto para el pueblo; este es bueno, os ama, y se le puede considerar como realista; pero al mismo tiempo sufre, tiene frío y padece hambre; sobre él, y también debajo de él y a su lado hay malos consejeros que le impulsan hacia adelante; y por esto avanza y derriba cuanto encuentra, porque ni él mismo conoce su fuerza; una vez suelto, diseminado y rodando por todas partes, es una inundación o un incendio que ahoga o quema.

—Pues bien, señor de Charny, suponed, cosa muy natural, que yo no quiera morir ahogado ni abrasado. ¿Qué debo hacer para evitar semejante cosa?

—Señor, es preciso no dar pretexto para que la inundación se propague o se produzca el incendio… pero dispensad —añadió el Conde interrumpiéndose—, olvidaba que sin una orden del Rey…

—¿Querréis decir una súplica? Continuad, señor de Charny, el Rey os lo ruega.

—Pues bien, señor, habéis visto a ese pueblo de París, tan largo tiempo separado de su Rey y tan deseoso de volver a verle; le habéis visto amenazador, incendiario, asesino en Versalles, o más bien habéis creído verle, pues en aquel sitio no estaba el pueblo; pero también le visteis en las Tullerías, saludando bajo el gran balcón de palacio a vos, a la Reina y a la familia real. Entonces penetró en vuestros aposentos representado por hombres y mujeres del mercado, por diputaciones de la guardia cívica y de los municipios; y los que no tenían la suerte de formar parte de ninguna comisión, de penetrar en la regia estancia y de cruzar algunas palabras con vos, también los habéis visto oprimirse en las ventanas de vuestro corredor, a través de las cuales las madres enviaban dulces ofrendas a los ilustres convidados, los besos de sus niños.

—Sí —dijo el Rey—, he visto todo eso, y de ahí proviene mi vacilación, pues me pregunto cuál es el verdadero pueblo, si el que incendia y asesina, o el que acaricia y aclama.

—¡Oh!, ¡el segundo, señor, el segundo! Confiad en él y os defenderá contra el otro.

—Cómo, me repetís, con el intervalo de dos horas, lo mismo que esta mañana me decía el doctor Gilberto.

—Pues bien, señor, ¿cómo es que habiendo oído el parecer de un hombre tan práctico, tan sabio y grave como el doctor, os dignáis pedirme el mío a mí, humilde oficial?

—Voy a decíroslo, señor de Charny —contestó el Rey—; es porque creo que hay una gran diferencia entre vosotros dos. Vos sois fiel al Rey, y el doctor Gilberto no lo es sino a la monarquía.

—No comprendo bien, señor.

—Entiendo que, con tal que la monarquía, es decir, el principio, quedase en salvo, de buena gana abandonaría al Rey, o más bien, al hombre.

—Entonces Vuestra Majestad dice verdad —contestó Charny—, pero entre los dos hay esta diferencia: que sois a la vez para mí, señor, el Rey y la monarquía. Bajo este título, os ruego que dispongáis de mí.

—Antes quiero que me digáis, señor de Charny, a quién os dirigiríais en el momento de calma en que nos hallamos, entre dos tempestades tal vez, para borrar las huellas de la tormenta pasada y conjurar otra en el porvenir.

—Si yo tuviese a la vez el honor y la desgracia de ser Rey, señor, recordaría los gritos de Versalles, y alargaría la mano derecha al señor de Lafayette y la izquierda al señor de Mirabeau.

—¿Cómo? —exclamó vivamente el Rey—. ¿Cómo me decís eso, siendo así que aborrecéis al uno y despreciáis al otro?

—Señor, no se trata aquí de mis simpatías, sino de la salvación del Rey y del porvenir del reino.

—Esto es precisamente lo que me dijo el doctor Gilberto —murmuró el Rey como hablando consigo mismo.

—Señor —replicó Charny—, me doy por contento al saber que mi opinión está de acuerdo con la de un hombre tan eminente como el doctor Gilberto.

—¿De modo, que vos creéis, señor Conde, que la unión de esos dos hombres restablecería la calma de la nación y la seguridad del Rey?

—Con la ayuda de Dios, señor, esperaría mucho de esa unión.

—Pero, en fin, si yo me prestase a ella, si yo consintiera en ese pacto, y si a pesar de mi deseo y tal vez el de ellos, la combinación ministerial que debe reunirlos llegase a fracasar, ¿qué debería yo hacer en vuestro concepto?

—Creo que habiendo agotado todos los medios puestos entre sus manos por la Providencia, y habiendo llenado todos los deberes impuestos por su posición, sería tiempo de que el Rey pensara en su seguridad y en la de su familia.

—Entonces… ¿me proponéis huir?

—Propondría a Vuestra Majestad retirarse con aquellos caballeros y regimientos con que pudiera contar, buscando refugio en alguna plaza fuerte, como en Metz, Nancy o Estrasburgo.

El rostro del Rey expresó la alegría.

—¡Ah, ah, ah! —exclamó—. Y de todos los generales que me han dado pruebas de fidelidad, decidme francamente, Charny, vos que los conocéis a todos, ¿a cuál confiaríais la peligrosa misión de salvar al Rey?

—¡Oh!, señor, señor —murmuró el Conde—, guiar al soberano en semejante elección es incurrir en una grave responsabilidad… señor…, reconozco mi ignorancia y mi impotencia, y por lo tanto me abstengo.

—Pues bien, vais a quedar tranquilo, señor de Charny —dijo el Rey—. La elección está hecha ya y voy a enviaros al hombre en quien ha recaído. He aquí la carta escrita ya, que deberéis entregar; de modo que el nombre que indicaseis no tendría ninguna influencia en mi determinación; pero me señalará un fiel servidor, el cual encontrará sin duda ocasión de manifestar su fidelidad. Veamos, señor de Charny, si debierais confiar vuestro Rey al valor, a la lealtad o a, la inteligencia de un hombre, ¿a quién elegiríais?

—Señor —contestó Charny después de reflexionar un momento—, al citar el nombre que vais a oír, juro a Vuestra Majestad que no tengo en cuenta los lazos amistosos y casi de familia que me unen con la persona que nombraré; pero en el ejército hay un hombre bien conocido por su lealtad al Rey, un hombre que, como gobernador de las Islas en la época de la guerra de América, protegió eficazmente nuestras posesiones en las Antillas y hasta tomó varias de aquellas a los ingleses, habiéndosele confiado después diversos mandos importantes. Ahora creo que es general gobernador de la ciudad de Metz, y este hombre, señor, es el marqués de Bouillé. Si fuese padre, le confiaría mi hijo; si fuese hijo, le confiaría mi padre; y si fuera súbdito, le confiaría mi Rey.

Por poco demostrativo que Luis XVI fuera, escuchaba con evidente ansiedad las palabras del Conde, y se hubiera podido ver cómo su rostro iba serenándose a medida que creía reconocer el personaje a quien Charny se refería. Su nombre, pronunciado por el Conde, bastó para que el Rey profiriese una exclamación de alegría.

—Mirad, mirad, Conde —dijo—, leed el sobre de esa carta, y decidme si no es la Providencia misma la que me ha inspirado la idea de dirigirme a vos.

Charny tomó la carta de manos del Rey y leyó el sobre siguiente:

Al señor Francisco Claudio Amor, marqués de Bouillé, General Comandante de la ciudad de Metz.

Lágrimas de alegría y de orgullo asomaron a los párpados de Charny.

—Señor —exclamó—, después de esto tan sólo podría deciros una cosa, y es que estoy dispuesto a morir por Vuestra Majestad.

—Pues yo, caballero, os diré que después de lo que acaba de pasar, no me creo ya con el derecho de tener secretos para vos, atendido que, llegada la hora, a vos solamente, entendedlo bien, confiaré mi persona, la de la Reina y las de mis hijos. Escuchad, pues; he aquí lo que me proponen y lo que rehusó.

Charny se inclinó, fijando toda su atención en lo que el Rey iba a decir.

—No es la primera vez, como ya comprenderéis, señor Conde, que me ocurrió la idea, a mí o a los que me rodean, de poner por obra un proyecto análogo al de que hablamos en este momento. Durante la noche del 5 al 6 de octubre, pensé en facilitar la evasión de la Reina; un coche la hubiera conducido a Rambouillet; yo habría ido allí a caballo y desde este punto ganábamos fácilmente la frontera, pues la vigilancia que nos rodea hoy no se había despertado aún. El proyecto fracasó porque la Reina no quiso marchar sin mí, y me hizo jurar a mi vez que no marcharía sin ella.

—Señor, yo estaba allí cuando Vuestras Majestades se prestaron ese piadoso juramento.

—Desde que el señor de Breteuil entabló negociaciones conmigo por conducto del conde de Junisdad, hace ocho días, he recibido una carta de Soleure.

El Rey se detuvo, y al ver que el Conde permanecía inmóvil y mudo, le preguntó:

—¿No contestáis nada, Conde?

—Señor —dijo Charny inclinándose—, sé que el señor barón de Breteuil es partidario de Austria, y creo presentir las legítimas simpatías del Rey respecto a la Reina, así como las del emperador José II por su cuñado.

El Rey cogió la mano de Charny, e inclinándose hacia él, le dijo:

—No temáis nada, Conde, yo no simpatizo con el Austria más que vos.

La mano del Conde se estremeció de sorpresa entre las del Rey.

—Caballero, cuando un hombre de vuestro valor está dispuesto a sacrificar su vida por otro que tan sólo tiene la triste ventaja de ser Rey, es necesario que este último conozca a quién le da tal prueba de generosidad. Como ya os lo he dicho y os lo repito, yo no amo al Austria ni tampoco a María Teresa, que nos comprometió en esa guerra de los siete años, en la cual hemos perdido doscientos mil hombres, doscientos millones y mil setecientas leguas de terreno en América; que titulaba a la marquesa de Pompadour —una prostituta— su prima, y que hacía envenenar a mi padre —un santo— por el señor de Choiseul, y que se utilizaba de sus hijas como agentes diplomáticos, mientras que por la archiduquesa Carolina gobernaba Napóles, y por la archiduquesa María Antonieta confiaba en gobernar en Francia.

—¡Señor, señor —exclamó Charny—, Vuestra Majestad olvida que soy un extranjero, simple súbdito del Rey y de la Reina de Francia!

Y Charny subrayó con su acento la palabra Reina, como nosotros acabamos de hacerlo con la pluma.

—Ya os he dicho —continuó el Rey—, que sois un amigo y que puedo hablaros tanto más francamente cuanto que la preocupación que tenía contra la Reina se ha desvanecido en mí completamente. Sin embargo, a pesar mío recibí una mujer de esa casa, dos veces enemiga de la de Francia, enemiga como Austria y como Lorena; a pesar mío vi venir a mi corte a ese abate de Vermond, preceptor de la delfina al parecer, y espía de María Teresa en realidad, a quien codeaba dos o tres veces diarias, por su afán de cruzarse entre mis piernas, y a quien durante dieciocho años no he dirigido una sola palabra; a pesar mío, al cabo de dieciocho años de lucha, encargué el señor de Breteuil el gobierno de mi casa y el de París; a pesar mío acepté por primer ministro al arzobispo de Tolosa, un ateo; y a pesar mío, en fin, pagué al Austria los millones que trataba de sustraer a Holanda. Aún hoy, en esta hora, sustituyendo a la difunta María Teresa, ¿quién aconseja y dirige a la Reina? Su hermano José II, que por fortuna se está muriendo. ¿Por medio de quién da sus consejos? Ya lo sabéis tan bien como yo: por conducto de ese mismo abate Vermond, del barón de Breteuil y del embajador de Austria, Meroy de Argénteau. Detrás de este viejo se oculta otro, Kaunitz, ministro septuagenario de la centenaria Austria. Estos dos viejos fatuos gobiernan el reino de Francia por mediación de la señorita Bertin, la modista, y por Leonardo, el peluquero, a quien señalan pensiones. ¿Y a qué conduce esto? ¡A la alianza de Austria, siempre funesta a Francia como amiga y como enemiga! ¡Esa nación fue la que puso un cuchillo en las manos de Santiago Clemente, un puñal en las de Ravaillac, y un cortaplumas en las de Pamiens! ¡Austria, católica y devota en otro tiempo, que abjura hoy y se hace en parte filósofa bajo su soberano José II; el Austria imprudente, que vuelve contra ella su propia espada, es decir, la Hungría; el Austria imprevisora, que se deja arrebatar por los sacerdotes belgas la más hermosa parte de su corona, es decir, los Países Bajos; el Austria vasalla, en fin, que vuelve la espalda a Europa cuando no debería perderla de vista, y emplea contra los turcos, nuestros aliados, sus mejores tropas en provecho de Rusia! No, no, no, señor de Charny, odio al Austria y no podría fiarme de ella.

—Señor, señor —murmuró el Conde—, semejantes confidencias son muy honoríficas, pero al mismo tiempo bastante peligrosas para la persona a quien se hacen. ¡Señor, si algún día os arrepintieseis de habérmelas hecho!…

—¡Oh!, no temo eso, caballero, y la prueba es que voy a concluir.

—Señor, Vuestra Majestad me ordena que escuche, y así lo hago.

—Esa proposición de una huida, no es la única que se me ha hecho. ¿Conocéis al señor de Favras?

—¿El marqués de Favras, el antiguo capitán en el regimiento de Berzunce, el antiguo teniente de los guardias? Sí, señor.

—Ese mismo —replicó el Rey, recalcando en el último calificativo, el antiguo teniente de los guardias—. ¿Qué os parece?

—Es un valeroso militar, un leal caballero, señor. Arruinado por desgracia, esto le inquieta y le impulsa a tentativas arriesgadas y proyectos insensatos; pero es hombre de honor, que morirá sin retroceder un paso, sin exhalar una queja, para cumplir la palabra que dio. Es hombre de quien Vuestra Majestad podría fiarse para dar un golpe de mano; pero que a mi modo de ver no valdría nada como jefe de empresa.

—Por eso —replicó el Rey con cierta amargura—, no será él quien dirija la empresa… es mi hermano quien da el dinero y quien lo prepara todo, y que sacrificándose hasta el fin, permanecerá aquí cuando yo me haya marchado, si me voy con Favras.

Charny hizo un movimiento.

—¿Qué es eso, Conde? —prosiguió el Rey—. Esto no es el partido de Austria, sino el de los príncipes, el de los emigrados, el de la nobleza.

—Señor, dispensadme; ya os he dicho que no dudo de la lealtad ni del valor del marqués de Favras; conducirá a Vuestra Majestad al punto que haya prometido, o se dejará matar defendiéndoos en medio del camino; pero ¿por qué no marcha con vuestro hermano?

—Ya os he dicho que por abnegación, o tal vez para el caso en que se deponga el Rey o se crea necesario nombrar un regente; para que el pueblo, cansado ya de haber corrido en vano en pos del Rey, no haya de ir muy lejos a buscar quien lo gobierne.

—Señor —exclamó Charny—, Vuestra Majestad me dice cosas terribles.

—Os digo lo que todo el mundo sabe, querido Conde, y es que vuestro hermano me ha escrito ayer, es decir, que en el último consejo de príncipes en Turín, se habló de destronarme y de nombrar un regente; en ese mismo consejo, el señor de Condé, mi primo, propuso marchar sobre Lyon, sin cuidarse de lo que pudiera sucederme… y bien veis que a menos de un apuro extremo, no puedo aceptar a Favras ni a Breteuil, ni menos al Austria o a los príncipes. He aquí, querido Conde, lo que no he dicho a ninguno más que a vos, y lo que os digo para que nadie, ni aun la Reina —bien fuese por casualidad o con intención, Luis XVI recalcó las palabras que subrayamos—, os merezca tanta confianza como el que os hace esta confidencia.

—¿Ha de ser, señor, para todo el mundo un secreto mi viaje?

—Poco importa, querido Conde, que sepan vuestra marcha si se ignora cuál es el objeto.

—¿Y este último no ha de saberlo más que el señor de Bouillé?

—Solamente él, pero no antes de haberos asegurado de su modo de pensar. La carta que os entrego para él es puramente de introducción. Bien conocéis el caso en que me hallo y no ignoráis cuáles son mis temores y mis esperanzas. Las sabéis mejor que la Reina, mi esposa, mejor que el señor Necker, mi ministro, y mejor que Gilberto, mi consejero. Obrad en consecuencia; pongo el hilo y las tijeras en vuestras manos: devanad o cortad.

Y presentando al Conde la carta abierta, le dijo:

—Leed.

Charny tomó la carta y leyó:

Palacio de las Tullerías, a 29 de octubre.

Espero, caballero, que seguís siempre satisfecho de vuestra posición de gobernador de Metz. El señor conde de Charny, teniente de mis guardias, que pasa por vuestra ciudad, está encargado de preguntaros si deseáis que haga alguna otra cosa en vuestro favor; en este caso aprovecharé la oportunidad para complaceros, como aprovecho la de renovar la expresión de mis sentimientos de aprecio por vos.

LUIS.

—Y ahora —dijo el Rey—, id, señor de Charny; lleváis plenos poderes respecto a las promesas que tenéis que hacer al señor de Bouillé, si creéis que sean necesarias; pero no me comprometáis más que en la medida de lo que yo pueda cumplir.

Y le ofreció la mano por segunda vez.

Charny besó aquella mano con una emoción que le dispensó de nuevas protestas, y salió del gabinete dejando al Rey convencido de que acababa de conquistar el corazón del Conde por tal confianza más que por todas las riquezas y favores de que había dispuesto en sus días de poderío.