Capítulo XX

Una vez solo, el Rey permaneció de pie e inmóvil un instante, y después, como si temiera que la retirada de la Reina fuese simulada, dirigióse a la puerta por dónde había salido, abrióla, y con una mirada sondeó las antecámaras y los corredores.

Y como no viese más que la servidumbre, dijo a media voz:

—¡Francisco!

Un ayuda de cámara que se había levantado al ver que la puerta se abría y que estaba de pie esperando órdenes, se acercó al punto, vio al Rey entrar en su aposento, y siguióle.

—Francisco —dijo Luis XVI—, ¿sabéis dónde están las habitaciones del señor de Charny?

—Señor —contestó el ayuda de cámara, que no era otro sino aquel que llamado por el Rey después del 10 de agosto dejó huellas sobre el fin de su reinado—; señor, el conde de Charny no tiene habitaciones, sino solamente una buhardilla en la parte superior del pabellón de Flora.

—¿Y por qué una buhardilla a un oficial de tanta importancia?

—Se ha querido dar algo mejor al señor Conde, pero ha rehusado diciendo que aquello le bastaba.

—Bien, —replicó el Rey— ¿sabéis dónde está esa buhardilla?

—Sí, señor.

—Pues id a buscar al señor de Charny, a quien deseo hablar.

El ayuda de cámara salió, cerrando la puerta tras sí, y subió en busca del Conde, a quien encontró apoyado en la ventana con los ojos fijos en aquel océano de tejados que se pierde en el horizonte con sus olas de tejas y pizarras.

Dos veces llamó el mayordomo, sin que el Conde, sumido en sus reflexiones, le oyese, y como la llave estaba en la cerradura entró al fin, considerándose autorizado por la orden del Rey.

Al oír el ruido que hizo al entrar Charny se volvió.

—¡Ah! ¿Sois vos, señor Hue? —dijo—. ¿Venís a buscarme de parte de la Reina?

—No, señor Conde —contestó el mayordomo—, es de parte del Rey.

—¡De parte del Rey! —exclamó Charny con cierto asombro.

—De parte del Rey, sí, señor.

—Está bien; decid a Su Majestad que estoy a sus órdenes.

El mayordomo se retiró con la rigidez de la etiqueta, mientras que el señor de Charny, con esa cortesía de la antigua y verdadera nobleza para todo hombre que llegase de parte del Rey, bien llevase la cadena de plata al cuello o fuese revestido de la librea, le acompañó hasta la puerta.

Cuando estuvo solo, el señor de Charny permaneció un momento con la cabeza entre las manos, como para obligar a sus ideas, confusas y agitadas, a concentrarse pronto; después, restablecido el orden en su cerebro, se ciñó la espada, que estaba en un sillón, se colocó el sombrero debajo del brazo, y bajó.

Encontró en su alcoba a Luis XVI, que de espaldas al cuadro de Van Dyck acababa de pedir el almuerza.

El Rey levantó la cabeza al ver al señor de Charny.

—¡Ah!, sois vos, Conde —dijo—, muy bien. ¿Queréis almorzar conmigo?

—Señor, debo rehusar este honor, porque ya he almorzado —contestó el Conde inclinándose.

—En tal caso —dijo Luis XVI—, como os he rogado que paséis a verme para hablaros de asuntos, y a la verdad muy serios, esperad un instante; no me agrada hablar de negocios cuando como.

—Estoy a las órdenes del Rey —contestó el Conde.

—Pues entonces, en vez de tratar de asuntos, hablemos de otra cosa, como por ejemplo, de vos.

—¡De mí, señor! ¿Y en qué puedo merecer que el Rey se ocupe de mi persona?

—Cuando he preguntado, hace poco, dónde estaba vuestra habitación en las Tullerías, ¿sabéis lo que me ha contestado Francisco, querido Conde?

—No, señor.

—Me ha dicho que habéis rehusado la habitación que os ofrecían, prefiriendo una buhardilla.

—Es verdad, señor.

—¿Y por qué, Conde?

—Señor, porque estando solo y no teniendo más importancia que la que el favor de Sus Majestades tienen a bien concederme, no he creído conveniente privar al señor gobernador de palacio de un aposento, cuando una simple buhardilla es suficiente para mí.

—Dispensad, querido Conde, contestáis bajo vuestro punto de vista y como si fuerais simple oficial y soltero; pero tenéis —y en el día de peligro no lo olvidáis, a Dios gracias— un cargo importante cerca de nosotros; además sois casado y, ¿cómo estaréis con la Condesa en vuestra buhardilla?

—Señor —contestó Charny con un acento de melancolía que no pasó desapercibido para el Rey—, por poco accesible que fuese a este sentimiento, no creo que la condesa de Charny me haga el honor de compartir mi habitación, bien sea grande o pequeña.

—Pero, en fin, señor Conde, vuestra esposa, sin ejercer cargo alguno junto a la Reina, es su amiga, y bien sabéis que la Reina no puede estar sin la señora de Charny, aunque hace algún tiempo he creído notar que existía entre ellas cierta frialdad. Cuando la condesa de Charny venga al palacio, ¿dónde se alojará?

—Señor, sin una orden expresa de Vuestra Majestad, no creo que la señora de Charny vuelva jamás al palacio.

—¡Ah!, ¡ya!

Charny se inclinó.

—¡Imposible! —exclamó el Rey.

—Dispénseme Vuestra Majestad —dijo el Conde—, mas creo estar seguro de lo que digo.

—Pues bien, esto me extraña menos de lo que pudierais suponer, querido Conde; creo haberos dicho que había notado cierta frialdad entre la Reina y su amiga.

—En efecto, Vuestra Majestad ha tenido a bien manifestarlo.

—¡Enojos de mujeres! Ya trataremos de arreglar todo esto; pero entretanto parece que, sin saberlo, me conduzco con vos de una manera tiránica, querido Conde.

—¿Cómo así, señor?

—Obligándoos a vivir en las Tullerías, cuando la Condesa habita… ¿dónde, señor de Charny?

—En la calle de Coq-Héron, señor.

—Os pregunto esto por la costumbre que tenemos los reyes de interrogar, y tal vez un poco también por mi deseo de conocer las señas de la Condesa, pues no conociendo París más que un ruso de Moscú a un austríaco de Viena, ignoro si la calle de Coq-Héron está cerca o lejos de las Tullerías.

—Está cerca, señor.

—Tanto mejor; esto me explica que no tengáis más que un palmo de terreno en las Tullerías.

—La habitación que aquí tengo, señor —contestó Charny con el mismo acento de melancolía que el Rey había notado ya en su voz—, no es un simple palmo de terreno; muy por el contrario es un alojamiento fijo en el que se me encontrará a cualquier hora del día o de la noche en que Su Majestad me haga el honor de enviar a buscarme.

—¡Oh, oh! —exclamó el Rey, cuyo almuerzo tocaba a su fin, recostándose en su sillón—. ¿Qué quiere decir eso, señor Conde?

—El Rey me dispensará, pero no comprendo muy bien el interrogatorio que tiene a bien hacerme.

—¡Bah!, bien sabéis que soy un bonachón, un padre, esposo ante todo, y que me inquieta casi tanto como el interior de mi palacio el exterior de mi reino… Pero ¿qué quiere decir eso, señor Conde?… ¡Al cabo de tres años de casamiento escasamente, el señor de Charny tiene habitación fija en las Tullerías, y la de su esposa está en la calle de Coq-Héron!

—Señor, tan sólo podría contestar a Vuestra Majestad que la señora de Charny desea vivir sola.

—Pero, en fin, ¿no vais a verla todos los días… o dos veces a la semana?…

—Señor, no he tenido el gusto de ver a la Condesa de Charny desde el día que el Rey me dio orden de ir a ver cómo estaba.

—¡Pues bien… de esto hace más de ocho días!…

—Diez, señor —contestó Charny con acento algo conmovido.

El Rey comprendía mejor el pesar que la melancolía, y sorprendió en el acento del Conde esa emoción que había dado a conocer.

—Conde —dijo Luis XVI con esa bondad que sentaba tan bien al hombre casero, como se llamaba algunas veces a sí propio—, Conde, esto es culpa vuestra.

—¡Culpa mía! —dijo Charny con viveza, ruborizándose a pesar suyo.

—Sí, sí, culpa vuestra —insistió el Rey—; en el alejamiento de la mujer, sobre todo tan cumplida como la Condesa, siempre hay un poco de culpa por falta del hombre.

—¡Señor!

—Me diréis que esto no me concierne, querido Conde; pero yo os contestaré que sí me importa, porque el Rey puede hacer muchas cosas con su palabra. Veamos, sed franco y contestad que habéis sido ingrato con esa pobre señorita de Taverney que tanto os ama.

—¡Qué tanto me ama!… Dispensad, señor. ¿Ha dicho Vuestra Majestad —replicó Charny con una ligera expresión de amargura—, que la señorita de Taverney me amaba… mucho?…

—La señorita de Taverney o la señora condesa de Charny, pues, pienso que es lo mismo.

—Si y no, señor.

—Pues bien, dije que la señora de Charny os amaba, y no me desdigo.

—Señor, ya sabéis que no es dado desmentir a un Rey.

—¡Oh!, desmentid tanto como gustéis; yo sé bien lo que digo.

—¿Y Vuestra Majestad ha notado, por ciertas señales visibles tan sólo por el Rey, que la señora de Charny me amaba… mucho?…

—No sé si las señales eran visibles para mí solo, querido Conde; pero lo que sé es que en esa terrible noche del 6 de octubre, desde el momento en que vuestra esposa se reunió con nosotros, no os perdió de vista un instante, manifestándoos en sus miradas todas las angustias de su corazón, hasta el punto de que cuando iban a hundir la puerta de la cámara, vi a la pobre mujer hacer un movimiento para precipitarse entre vos y el peligro.

El corazón de Charny se oprimió; había creído reconocer en la Condesa alguna cosa semejante a lo que el Rey acababa de indicar; pero tenía demasiado presentes todos los detalles de su última entrevista con Andrea, para no anteponerlos a lo que le decía el corazón y la afirmación del Rey.

—Y me he fijado en tanto más —continuó Luis XVI—, cuanto que ya en mi viaje a París, y cuando fuisteis enviado al Ayuntamiento por la Reina, esta me aseguró positivamente que la Condesa estuvo a punto de morir de pesar en vuestra ausencia y de alegría cuando volvisteis.

—Señor —dijo Charny sonriendo con tristeza—, Dios ha permitido que los que nacen superiores a nosotros, recibieran, sin duda, como uno de los privilegios de su raza, esa mirada que busca hasta en el fondo de los corazones secretos que se mantienen ignorados para los demás hombres. El Rey y la Reina han visto así y tal debe ser; pero la debilidad de mis ojos me hace ver de distinta manera. He aquí por qué rogaría al Rey que no se inquietase de ese gran amor de la señora de Charny a mi persona; y si quiere ocuparme en alguna misión peligrosa o lejana, la ausencia o el riesgo serán igualmente bienvenidos, al menos por mi parte.

—Sin embargo, cuando hace ocho días la Reina quiso enviaros a Turín, parece que deseasteis permanecer en París.

—Creí que mi hermano era suficiente para aquella misión, y me reservé para otra más difícil o más peligrosa.

—Pues bien, precisamente porque ha llegado el momento de confiaros una misión, difícil hoy, y que no carece de peligro para el porvenir, querido Conde, os hablaba del aislamiento de la señora de Charny, a quien hubiera querido ver junto a una amiga, puesto que la privo del esposo.

—Escribiré a la Condesa, señor, para manifestarle los buenos sentimientos de Vuestra Majestad.

—¡Cómo que le escribiréis! ¿No pensáis ver a la Condesa antes de vuestra marcha?

—Me he presentado tan sólo una vez en casa de la condesa de Charny y sin pedirle permiso, y por su manera de recibirme necesitaría ahora nada menos que la orden expresa de Vuestra Majestad para pedirle de nuevo, señor.

—Pues entonces no hablemos más; hablaré de todo esto con la Reina durante vuestra ausencia —dijo Luis XVI levantándose de la mesa.

Después, tosiendo dos o tres veces con la satisfacción del hombre que acaba de comer bien y que está seguro de su digestión, añadió:

—A fe mía que los médicos tienen razón al decir que todo asunto tiene dos caras, una de enojo para el que no ha comido, y otra alegre para el que tiene el estómago repleto… Pasad a mi gabinete, querido Conde, porque estoy dispuesto a hablaros francamente.

El Conde siguió a Luis XVI, pensando en lo que algunas veces hace perder majestad a una testa coronada, y en esa parte material y vulgar que la orgullosa María Antonieta no podía abstenerse de criticar en su marido.